Oh, oh, sí

Toda la culpa la tuvo una tal Marisa Enjuto. Y digo una tal porque en realidad no la conozco, pero fue la principal culpable de todas las desgracias que pasaron en mi vida a partir de aquel martes de noviembre. Un martes como cualquier otro sin nada especial, nada fuera de lo normal de lo que hiciese por aquel entonces en un día cualquiera.

El despertador sonó a las siete en punto y me levanté como una autómata aún con los ojos entreabiertos y las pestañas pegadas. La lluvia repiqueteaba en los cristales con fuerza; llevaba toda la semana sin parar de llover, pero, aun así, una nunca termina de acostumbrarse a acabar el día empapada y con el pelo incontrolable. A las siete y ocho minutos ya estaba aseada y vestida. Me preparé un café y mordisqueé una galleta que acabé dejando a la mitad, porque nunca he sido capaz de comer mucho más recién levantada. A las siete y veinte, como cada día desde hacía cinco años, me acerqué a la cama y me despedí de Martín con un dulce beso en la frente que él aceptó sonriendo entre sueños.

Me encantaba ese instante, a pesar de que me tocaba madrugar y pasarme las siguientes ocho horas con los ojos clavados en la pantalla del ordenador, encerrada en un cubículo diminuto y teniendo que aguantar al cretino de mi jefe diciéndome cada diez minutos que había vuelto a cometer un error en alguno de los mil informes diarios que tenía que entregarle. Solo con observar a Martín dormir unos segundos, verlo tan guapo, tan relajado y sentirme en paz, todo lo demás dejaba de importar y el día cobraba sentido.

Moñas, ¿verdad? Bueno, es que estaba enamorada. O todo lo enamorada que puede estar una cuando lleva ocho años de pareja y cinco de convivencia con la misma persona. Veeeenga, que sí, que estaba enamorada, lo reconozco, porque, por mucho que me las dé ahora de dura y de dama de corazón de hielo, soy de las que sueñan con reencarnarse en Allie, la protagonista de El diario de Noah, y encerrar a Noah en aquella majestuosa casa que construyó para ella, atarlo a la pata de la cama y no dejarlo salir nunca más. Así que yo me conformaba con Martín, que no sería capaz de construirme una casa ni en mis mejores sueños, pero gracias al cual yo le había dado un significado nuevo a la palabra hogar, a pesar de que el día anterior habíamos discutido como energúmenos por el zapatero. Otra vez.

La discusión del zapatero venía de tiempo atrás. Para que lo entendáis, primero debería confesar que hubiera sido capaz de entregar a mi hermano a la mafia rusa a cambio de un par de zapatos de diseño. Hubiera incluido a mi madre en el lote por dos. A mi padre, mínimo, por cinco. Y es que, en aquel momento de mi vida, contaba entre mis pertenencias con sesenta y siete pares de zapatos que convivían felizmente con nosotros en una casa de cuarenta y cinco metros cuadrados. Creo que con esto ya queda constancia de que necesitaba un zapatero, por mucho que Martín fuera defensor de que lo que en realidad necesitaba era terapia para acabar con mis compras compulsivas.

Pues bien, aquel lunes anterior al martes en que Marisa Enjuto arruinó mi vida, volvimos a discutir sobre el zapatero. No fue una discusión diferente a las demás, la verdad, sino que fue más de lo mismo y finalizó como siempre, conmigo haciéndole chantaje emocional y con él dando su aprobación a la compra de unas botas nuevas que había visto rebajadas; claro que eso ocurrió después de echar un polvo de reconciliación que le dejó las neuronas apagadas durante un tiempo, que fue más que suficiente para que se le olvidase la historia del zapatero. ¿Manipulación? Puede, pero así funcionábamos y nos iba bien, al menos había ido bien durante ocho años. Mi colección de calzado era una prueba indiscutible de ello.

Es posible que en el mismo instante en que nosotros arreglábamos las discrepancias entre sábanas, ella meditara sobre su futuro, sentada frente a una gran chimenea y tapada con una manta que costó en su día lo mismo que mi coche de tercera mano. Con una copa de ponche casero en sus finas manos, los labios, tratados con bótox, fruncidos en una línea fina y tensa, y con una extraña sensación en su estómago. Sus ojos clavados en la ventana, observando sin disimulo a través de ella al joven jardinero al que se había follado en el cobertizo de la piscina hacía apenas un par de horas.

A las siete y veinticinco pisaba la calle y abría mi paraguas rojo con lunares blancos, poniendo un toque de color al día gris que se avecinaba. Esa era yo, irradiando color allá por donde pisaba.

A la misma hora, Marisa Enjuto recibía un ligero beso en los labios por parte de su marido, que se iba a trabajar. Ella le giraba la cara y él palidecía, porque era lo suficientemente inteligente para saber que algo ocurría. Se levantaba y, poniéndose una fina bata de seda japonesa, rechazaba su contacto con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras yo metía una de mis preciosas botas de ante color camel en un charco y maldecía por lo bajo.

Minutos después, yo intentaba limpiar la puntera de la bota con una toallita húmeda y Marisa Enjuto le confesaba a su marido que estaba enamorada de otro veinte años menor que ella. Del chico de las flores, el del torso esculpido por el trabajo y dorado por el sol, y de ojos color caramelo. Que quería el divorcio y que él se podía quedar con todo, excepto con el collar de amatistas, porque fue el único regalo que él le hizo que le demostró que la conocía. Él gritaba y yo activaba la calefacción del coche y ponía la música a un volumen lo bastante alto como para no oír a la ciudad desperezándose a mi alrededor. Sonaba Wonderwall,1 de Oasis, en el mismo instante en que él sofocaba un jadeo y se echaba a llorar, porque no se lo esperaba y porque supo que la había perdido.

 

 

Trabajaba en una empresa de energía eléctrica y lo odiaba con todas mis fuerzas. Nada más terminar mis estudios, tuve la suerte, o la desgracia, de conseguir un empleo en su sección de contabilidad y acepté, con la emoción desmedida del que encuentra su primer trabajo, un cargo por el que me pagaban una miseria siempre que aceptara ser la esclava de mi jefe, un padre de familia supuestamente cualificado para un puesto de tal responsabilidad, pero que cuando hablaba me miraba las tetas sin reparo.

Tardaba unos veinte minutos en llegar al trabajo, y eso siempre y cuando el tráfico estuviera de mi parte, motivo por el que me había acostumbrado a salir con tiempo de sobra por si pillaba un atasco. Recuerdo que aquel martes en el que llovía a mares y Marisa Enjuto preparaba sus maletas, me pareció percibir un ruido raro en el coche, pero suelo llevar la música tan alta que lo ignoré y seguí mi camino mientras cantaba a voz en grito Are You Gonna Be My Girl,2 de Jet, y los parabrisas trabajaban sin descanso. Me paré en un semáforo, miré a mi izquierda y, entre avergonzada y enfadada, le saqué el dedo de una forma bastante maleducada a un tío que se reía de mí al verme cantando y moviendo mi melena pelirroja hacia los lados. Iba pensando en comprar comida asiática para cenar, porque hacía mucho que no comíamos y a Martín le encantaba. También en que tenía que llamar a mi madre y echarle la bronca por haberme apuntado con ella a clases de labores otra vez sin mi consentimiento y a mi hermano Damián para que me devolviese mi portátil y pedirle que lo desinfectara de porno antes de que explotase.

Marisa Enjuto le gritaba a su marido y le echaba en cara todo lo que tenía guardado en su corazón desde hacía años, y él la insultaba y salía de allí, no sin dar un puñetazo y dejar una marca en la puerta para no volver a verla nunca más en aquel hogar compartido.

De pronto, el coche empezó a frenarse a trompicones e hizo un ruido extraño. Bajé la música y puse las luces de emergencia en un reflejo rápido, todo eso en el mismo momento en que Marisa Enjuto mandaba un mensaje a su jardinero de sangre caliente para informarlo de que había abandonado a su marido por él. También, en ese preciso instante, un hombre buscaba entre los CD que tenía en la guantera algo que le hiciera empezar el día con energía, mientras conducía y la lluvia seguía cayendo sin cesar, sin percatarse de que el coche azul que tenía delante comenzaba a dar frenazos bruscos.

Yo no sabía qué hacer, llovía tanto que apenas veía dónde podía pararme; el tráfico era espantoso y el coche dio un último trompicón antes de pararse definitivamente de forma súbita. Levanté la mirada hacia el espejo retrovisor y grité hasta hacerme daño en la garganta al ver el coche deportivo negro que se aproximaba a gran velocidad hacia mí. El dueño del vehículo alzó la vista en los últimos segundos para clavar el pie en el freno con intensidad, pero demasiado tarde para evitar el impacto.

Nunca me había dado un golpe conduciendo y confieso que, cuando vi a aquel coche acercándose a mí como un tornado que iba a arrastrarme a su paso, mi vida no pasó por delante de mis ojos en fotogramas como sucede en las películas, sino que pensé en la bronca que me iba a echar mi madre, porque ese golpe confirmaba una vez más su teoría de que era un auténtico desastre, en que me iba a tener que gastar el dinero de las vacaciones en comprarme un coche nuevo, porque el mío después de esto ya no volvería a la vida, y en que mi amiga Nieves, que era estilista, me acababa de hacer la manicura y sabía que, como se me rompiera alguna uña tan pronto, no se ofrecería nunca más a hacérmela gratis. Tonterías, pero, entre los nervios por el susto y el despedirme mentalmente de los mojitos del chiringuito de la playa, me puse a llorar. Mucho. Se me caían los mocos como dos velas y mi rímel no era resistente al agua, así que, cuando alguien golpeó la ventanilla con los nudillos y me giré, se encontró con una especie de mapache con una escarola roja en la cabeza.

Tardaron siete minutos en conseguir soltar mis dedos del volante, al que me había agarrado igual que si mi vida dependiese de ello. Un instante después, ya se me había pasado el berrinche y charlaba como si nada con uno de los policías que habían acudido, porque estábamos en una zona de mucho tráfico como para que pudiera acabar ocurriendo alguna desgracia más. Mientras uno de ellos hablaba con el otro conductor, yo no paraba de gritarle a su compañero que era propensa a los desastres, pero que no había cometido un delito en toda mi vida y que era una ciudadana excelente, de esas que incluso pagan las multas de aparcamiento. Él asentía, porque mis palabras no hacían más que confirmar su teoría de que su presencia era necesaria, entre otras cosas, porque debía de pensar que estaba chalada.

Tal y como lo cuento puede parecer que fue un golpe importante, con sangre, vísceras sobre el asfalto y una baja laboral interminable, pero en realidad no íbamos tan rápido, lo que pasa es que yo tiendo a dramatizar, detalle en el que coincide todo mi entorno cercano, incluso mi madre, la reina del drama por excelencia.

El chico del coche negro estaba realmente preocupado por mí, pero cuando comencé a chillarle y a decirle que era el culpable de que me hubiera quedado sin vacaciones, se alejó con prudencia y se encargó de los papeles del seguro en apenas unos minutos con bastante soltura.

Comentó que se llamaba Luca y lo odié con saña durante unos segundos. Por el golpe, obvio, pero también porque era el mismo que se había reído de mí en el semáforo anterior mientras cantaba.

Los de la grúa se llevaron mi coche y, media hora más tarde, me bajaba de un taxi y entraba por la puerta de mi oficina con una pinta horrible y con mi precioso paraguas rojo de lunares blancos roto, con dos varillas mirando hacia el techo, como resultado de la cantidad de tiempo que estuvimos bajo la lluvia y del fuerte viento.

Clara, la recepcionista con un máster en cotilleo profesional y secretamente enamorada de mi superior, me dijo que llegaba más de una hora tarde, que mi pinta era más horrible que de costumbre y que el jefe había preguntado por mí media docena de veces.

Cuando entré en su despacho, Marisa Enjuto se deshacía en un orgasmo glorioso bajo el cuerpo de su jardinero fogoso.

Me miró, primero el pecho y después el resto de mi lamentable aspecto, y con una sonrisa maliciosa me despidió. Sin más. Sin preliminares que hicieran el golpe un poco menos duro. Sin invitarme a un lingotazo del whisky que escondía en el último cajón de su escritorio para que entrase mejor. Sin preguntarme por la causa de mi retraso y de llevar el pelo como si una familia de gorriones me hubiera anidado en la cima. Me despidió sin darme más motivos que el detalle de que había llegado tarde por tercera vez en seis años y sin dejar de mirarme las tetas, cuyos pezones se intuían gracias a mi camisa empapada. Y exploté.

Generalmente soy una persona explosiva bajo presión, no lo voy a negar, pero ese día estallé de verdad. Quizá por toda la tensión acumulada tras el accidente o tal vez por el miedo repentino a verme en la cola del paro, el caso es que dejé de pensar a medida que las palabras se abrían paso por mis labios.

—No voy a fingir que no me está jodiendo viva lo que me está diciendo; sobre todo, porque necesito el empleo y si me hubiera dado una oportunidad de explicarme, sabría que el día no ha empezado demasiado bien, pero también porque no está siendo justo y lo sabe. Me he comido más horas extras que nadie e incluso me extralimité en mis funciones aquella vez que me envió a la tintorería a recoger uno de sus trajes y a comprar aquel enema a la farmacia. Incluso me callé aquella vez que dirección nos interrogó sobre la descarga masiva de porno en este departamento, y todos sabíamos que aquello era obra suya. Al menos, la mayor parte. Pero ¿sabe qué? Que estoy harta. Siendo honesta, me hace un favor, porque odio con todas mis fuerzas este trabajo y, ya que estamos, quiero decirle que es un puto salido que hasta para despedirme es incapaz de separar sus ojos de mis tetas. Que es un jefe pésimo y que usar desodorante no significa que pueda dejar de ducharse. —En ese momento sentí media docena de cabezas pegadas al otro lado de la puerta y a Clara criticando mis formas y mi poca elegancia—. Y que Clara está enamorada de usted; incluso lleva aquel christmas que usted nos envió hace dos años con su foto en la cartera. Ah, y que debería afeitarse los pelos de la nariz por el bien de la humanidad, antes de que se asocien entre ellos, formen un ejército y salgan de su guarida a conquistar el mundo. Espero un buen despido, si no quiere que lo denuncie por acoso o por despido improcedente. Buenos días.

Esa soy yo. Molo, ¿eh? En realidad, no tanto, pero bajo presión me crezco. Cuando conté lo de los pelos de la nariz en una posterior comida familiar, mi madre se santiguó, mi padre se atragantó con el café y mi hermano me chocó los cinco. Cada uno en su papel, como siempre.

Evidentemente, aunque no me lo merecía, aquello no fue un despido improcedente, y llamar a mi jefe guarro y salido no me ayudó a marcharme de allí ni con compensación económica ni con una maldita carta de recomendación.

Recogí las pocas pertenencias personales que ocupaban mi mesa y salí con la cabeza bien alta. Dos personas me aplaudieron, aunque no sé si por mi digna despedida o como un intento por evitar que me lanzara delante del primer autobús.

Volví a casa con la clara intención de darme una ducha y meterme en la cama hasta Navidad. No sabía muy bien qué era lo que iba a hacer desde ese instante, porque al imaginarme de vuelta al mundo de las entrevistas de trabajo, teniendo que ganarme el respeto de nuevo en una de tantas empresas gobernadas por hombres deseosos de que su micropene fuera el símbolo de la misma y discutiendo con Martín por dedicarme a vaguear y a compadecerme por haberme quedado sin empleo, me daban ganas de llorar de nuevo.

Claro que tampoco me dio tiempo a pensar demasiado, porque, a pesar de lo que intuía, el día aún podía ir a peor. Vaya si podía.

Cuando llegué a la puerta de casa y vi el felpudo que me regaló mi hermano cuando alquilamos el piso, sonreí. En él se podía leer «Bonitas bragas», y esa simple tontería me reconfortaba. Pensé que nada podía salir mal, que Martín me consolaría sobre su pecho y me diría que debería haber dejado el trabajo mucho antes, porque lo odiaba y mi jefe era un cretino, que saldríamos de esa y que lo del coche ya lo solucionaríamos también, pero que las vacaciones eran sagradas, porque nos las habíamos ganado.

Me descalcé en la entrada en el mismo momento en que Marisa Enjuto se ponía en contacto con sus abogados para comenzar los trámites de divorcio.

Martín tenía la música bastante alta, sonaba una canción de los Pixies y torcí la boca, porque se quejaba a menudo cuando yo la ponía a tanto volumen. Me arrastré hasta nuestra habitación, deseando abrazarlo y perderme en su cuerpo, pero matemáticamente eso no era posible, porque, si me hubiera perdido en sus brazos, me habría encontrado con un par más, largos, femeninos y que lo agarraban por la espalda para que se la metiera mucho más fuerte. Palabras de ella, no mías.

Mi madre dice que soy de razonamiento extraño. Supongo que es un modo como cualquier otro de decir, sin ofenderme, que no reacciono como la mayoría de las personas; es eso o su manera de llamarme anormal sin que me entere. En ese momento reaccioné así: me quedé observándolos mientras ellos seguían a lo suyo sin percatarse de mi presencia.

A ella no le veía la cara, ya que la cabeza del que era mi novio desde hacía ocho años se la tapaba. Me fijé en el culo de Martín empujando como un loco y pensé que ya no era lo que fue en su día, cuando lo tenía durito y trabajado y daban ganas de morderlo como un melocotón maduro.

«Dame más, dame más, oh, oh.»

No era demasiado original, la verdad. Rememoré nuestro polvo del día anterior y la semejanza era aterradora, y no solo porque desde fuera nuestras rutinas sexuales me parecieron bastante mediocres observando que lo hacíamos de forma muy parecida, sino porque aquella chica que le pedía a mi novio que le mordiera una teta llevaba las uñas pintadas igual que yo.

—¿Nieves?

Supongo que fue uno de esos momentos que marcan la vida de alguien, pero, en vez de digerir que mi pareja se follaba a mi mejor amiga y que me había convertido por un momento en la jodida Gwyneth Paltrow en Dos vidas en un instante, no paraba de pensar en que ella me había mentido, porque tenía más celulitis que yo. Estaba hipnotizada por su muslo desnudo mientras Martín la cubría y, en vez de decirme eso tan mítico de «no es lo que parece», me gritaba con ojos furiosos que qué cojones hacía a esas horas en casa y me echaba en cara el haber llegado tan pronto. Era una situación tan surrealista que mi mente se declaró en huelga y le pregunté a Nieves que si se iba a quedar a comer. No me juzguéis.

Una hora más tarde, mientras ellos cuchicheaban sobre mi estado mental en la que aún era mi habitación, yo le daba vueltas a una cazuela con lentejas a la jardinera, cuyo cucharón Martín acabó esquivando. Supongo que mi mente dispersa necesitó su tiempo para procesarlo todo; no solo la infidelidad, sino la pérdida de mi coche, mi trabajo, mi novio y mi mejor amiga, en ese orden y en el mismo día.

Nieves se marchó cabizbaja, aunque no pude contenerme y le chillé que esa manicura era de furcia, cosa que ambas sabíamos que era mentira y, en el caso de que fuera verdad, yo también la llevaba, así que igualmente era un insulto para mí misma.

Nos quedamos solos y la persona con la que había compartido ocho años, mi única relación seria y estable, al que yo consideraba el hombre de mi vida y el futuro padre de mis hijos, me rogó con una mirada ceñuda que me sentara a su lado en el sofá con la intención de romperme del todo el corazón.

Martín me pidió perdón por lo que había sucedido, pero no me suplicó que se lo perdonase, no sé si me explico. Según él, no pretendía hacerme sufrir, pero tampoco se arrepentía de lo que había hecho y no quería seguir conmigo. Me pareció un detalle feísimo; no el que no quisiera volver conmigo, porque no iba a consentírselo, sino que ni siquiera me dejase la posibilidad de insultarlo y abandonarlo yo por aquella horrible traición, dejando salir a la luz mi amor propio y la escasa dignidad que me quedaba.

Así que se folló a mi mejor amiga en mi cama y después me dejó.

Odio a Marisa Enjuto. La odio, porque ella por fin era feliz con su amante de brazos anchos y culo de cemento, y por su culpa yo pasé el resto del día sentada en el suelo de mi cocina comiendo lentejas quemadas directamente de la cazuela.

¿Que quién es Marisa Enjuto? La exmujer de mi exjefe, a la que no se le ocurrió un día mejor para confesarle que se follaba al jardinero desde hacía ocho meses que el que yo llegué tarde al trabajo porque tuve un accidente de coche, lo que hizo que su recién abandonado marido desatase su frustración conmigo y me despidiera, motivo por el que llegué a casa antes de tiempo y me encontré a mi novio, del que estaba felizmente enamorada, entregado al fornicio con Nieves, mi mejor amiga. ¿Y que cómo me enteré de todo aquello? Porque Clara será una bruja, pero hace su trabajo, el de foco informativo de desgracias ajenas, como la mejor.

«Oh, oh, más fuerte, oh, oh, sí.»