El libro, el más precioso y noble de los objetos creados por el hombre, tiene una historia larga y apasionante que comienza en la aurora de los tiempos.
JOSÉ MARTÍNEZ DE SOUSA,
Pequeña historia del libro
El infierno debe de parecerse al verano de Madrid. La noche no trae descanso, y el sol, cuando asoma tras el horizonte de torres, bloques y árboles enfermizos, lo hace con furia, como si quisiera vengarse de algo. La ciudad se toma un descanso en esas mañanas de agosto, o eso es lo que todo el mundo dice: «Madrid se queda vacío en agosto». Pero es mentira: ¿cuánta gente se va de vacaciones en agosto? ¿Y cuánta viene a ocupar su lugar? Incluso antes de las nueve de la mañana, mientras Laura caminaba hacia Loire, miles de personas se apresuraban ya por el centro de Madrid. Algunas iban a trabajar, otras parecían supervivientes de esa juerga interminable que empezó allá por 1980 y que se resiste a terminar. Aunque la mayoría iba de compras. Comprar y comprar, a menudo sin saber por qué, pero es la suma de todas esas inercias lo que da vida a una ciudad... Sí, eran las nueve de la mañana de un día de agosto y el sol había salido con ganas de fundir el asfalto y los cerebros.
¿Se le pegarían los tacones al pavimento derretido por el calor? No, hacía ya mucho tiempo que ese tipo de cosas no pasaban. Son recuerdos de otra época, como lo era, en cierto modo, la propia librería familiar. ¿Por qué abriría su padre un negocio como Loire? La mente se satura de preguntas sin respuesta cuando las preocupaciones llenan el lugar que, en otros momentos, ocuparían los pensamientos agradables, creativos o irrelevantes.
«Un libro es como una casa —le decía su padre cuando era pequeña y le enseñaba cómo funciona una librería anticuaria—. Puede ser una chabola o un palacio, pero eso depende no tanto de la fachada, que son las cubiertas, como de lo que haya en el interior. Un libro está esperando a que entres en él y descubras sus secretos. No te fíes de las apariencias.»
Laura lo había aprendido todo de su padre. Él la había criado y le había transmitido su pasión por los libros. De su madre, Laura solo conservaba un rostro hermoso, muy parecido al de ella misma, en algunas fotos algo desvaídas por el paso del tiempo. Había muerto cuando era ella pequeña, después de una enfermedad penosa que la consumió en pocos meses. De lo que su padre le había contado de ella solo le quedaban fragmentos de una persona tan importante y lejana a la vez. Como Pol, del que no había vuelto a saber prácticamente nada durante las últimas semanas. Siempre era igual: iba y venía, se hacía presente durante una temporada y luego desaparecía sin más. Dedicado a sus... negocios, sin duda. En cualquier momento aparecería de nuevo, como un mago que arrastraba sus sentimientos arriba y abajo.
Desde el pequeño apartamento de Laura, en pleno Madrid de los Austrias y con vistas a una esquina de la calle de Segovia, solo había un corto paseo hasta Loire. Pese a la hora temprana, el calor era intenso y Laura sentía aflorar el sudor bajo su vestido veraniego. Hasta su larga melena recién lavada, que se había dejado húmeda a propósito, estaría seca antes de llegar a la librería. De forma maquinal buscó un cigarrillo en el bolso, pero no lo encontró: había dejado el vicio cuatro años antes... Sí, más o menos en la época en la que dejó de ver a Pol. Todos los días rebuscaba ese cigarrillo relajante y todos los días olvidaba el gesto inútil.
Cuando llegó, Loire ya estaba abierta y Claire hacía como que trabajaba a pesar de que no había un solo cliente a la vista, una situación habitual, por otra parte. Nada, ni siquiera uno de esos merodeadores que revuelven todo buscando Dios sabe qué y luego se marchan sin comprar. Claire y Laura, al frente de un barco que iba directo al naufragio.
O no. Ese día las dificultades de Loire podrían resolverse por fin. Solo había que negociar bien y... Laura no quiso pensar en ello, no deseaba anticipar una venta que al mismo tiempo salvaría el negocio, pero lo dejaría sin alma.
—Buenos días, Claire, ¿cómo estás?
—Buenos días, Laura —respondió la joven francesa intentando sin éxito una correcta pronunciación castellana de la erre—. Poca gente.
—Ya... Ya veo.
Claire llevaba trabajando en Loire más de dos años. Laura se había resistido a contratarla, pero tuvo que resignarse al hecho de que necesitaba ayuda para sacar adelante un negocio cada día más ruinoso. Y no, no era culpa de la eterna crisis de los libros y de todo lo demás. Laura recordaba a su padre recitando siempre la misma cantinela: «Este no es país para coleccionistas. No hay más que nuevos ricos que gastan su dinero en coches de lujo o ropa de marca». Puede que el señor Jean Loire tuviera razón en esto, aunque nadie se hace rico vendiendo libros viejos, ¿verdad? Tampoco su padre había abierto la librería por eso, sino por el puro placer de disponer de un pequeño universo a su medida, un lugar en el que encontrarse a gusto tras años de dedicarse a la docencia. Una profesión vocacional que, a la postre, lo había decepcionado bastante. «Dios no creó el mundo para nosotros, sino para Él mismo, para tener un espacio en el que moverse», le decía a veces a su hija pequeña.
Mientras se dirigía a su despacho, Laura se dio cuenta de lo consolador que resultaba echar a otros la culpa de los propios males. «La gente ya no quiere libros antiguos.» No: si Loire iba mal era responsabilidad de..., ¿de quién? Su padre había sido siempre un desastre como hombre de negocios. Era un amante de los libros en estado puro, que se enamoraba de sus adquisiciones y se resistía a venderlas. Y que a veces pagaba de más, como ocurrió con el Inferno: un flechazo. Un coleccionista no es el mejor vendedor posible, la verdad, y por eso Loire había funcionado siempre a medio gas. Pero funcionaba. Laura, al heredar la tienda, había intentado darle una nueva orientación y había estado a punto de conseguirlo... hasta que Pol se cruzó en su camino. Sí, le dolía pensarlo, pero Pol era el verdadero culpable desde aquel día funesto de 2005. Cuatro años de zozobra por culpa de... No, culpabilizar a otros tranquiliza, pero no altera la realidad de las cosas.
El interior del despacho permanecía oscuro a pesar del sol veraniego. La penumbra, matizada por las contraventanas de madera calada, no refrescaba el ambiente: un sinfín de líneas paralelas de luz y sombra se proyectaban sobre las estanterías repletas de libros. Allí, sentado frente al viejo escritorio de ébano, esperaba Marcos. El bueno de Marcos, con sus ojos cansados, siempre huyendo de la luz inmisericorde de Madrid.
—Hola, Marcos —saludó Laura sorprendida—. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Buenos días, Laura —respondió él atusándose el blanco y poblado bigote—. Bien, bien. ¿Y tú?
—Bueno, ya sabe... Hoy es el día.
—Sí. El día. Por eso he venido tan temprano.
Marcos siempre acudía temprano, en eso no había ninguna novedad. Como tampoco la había en su impecable atuendo. Era un hombre elegante, a pesar de su escasez de medios económicos.
—¿Va a pedirme otra vez que no venda el Inferno?
—A pedírtelo no. ¡A suplicártelo! Por favor, Laura, no lo vendas. Y menos a ese monigote australiano.
—¿Y qué quiere que haga? —respondió ella con desaliento.
El Inferno Loire, como se conocía en el mundillo de los libreros y anticuarios, era una pequeña y rara maravilla libresca, una copia manuscrita del primero de los tres cantos de la Divina comedia de Dante. Infierno, Purgatorio, Paraíso. Los estudiosos habían establecido la fecha de su confección en algún momento del siglo XV, aunque el soporte sobre el que estaba escrito era más antiguo, al menos cuatro siglos. Bajo el Inferno había un palimpsesto, un texto trazado sobre otro anterior previamente borrado a cuchilla. Laura recordó con emoción el tacto del pergamino, que su padre le había enseñado a apreciar:
«Piel de becerro nonato, hija mía. Lo que se llama “vitela uterina”, el material de mejor calidad imaginable para un libro. Suave al tacto, con una capacidad excepcional para absorber la tinta sin dejar borrones. Debía de ser un placer escribir sobre una superficie como esa.»
Y su padre también le enseñó a percibir al tacto los surcos que la escritura borrada había dejado sobre el pergamino, guiando su pequeña mano con la suya, grande y cálida. Pol, que había visto alguna vez a Laura recorriendo el manuscrito con la yema de los dedos, le había preguntado tiempo atrás si sería capaz de leerlo así. Ella le contestó que no.
—Esto está muy oscuro, Marcos, no se ve nada... Oh, perdón, no he querido mencionar...
—No te preocupes, que todavía veo —respondió el hombre con una sonrisa triste, pensando en la enfermedad que poco a poco iba minando sus ojos—. Soy viejo, pero no tanto. En estos tiempos que corren, un hombre de setenta años es casi un jovencito, ¿no?
Laura imaginó a Marcos leyendo sus amados libros con el sistema braille.
—¿Quiere un té o un café?
—Lo que quiero es que no vendas el Inferno —dijo levantando la voz, un tanto agitado.
—Eso está fuera de discusión.
El Inferno era la joya de la librería Loire y también la más preciada herencia que Laura conservaba de su padre. No era uno de esos códices maravillosos, repletos de capitulares magníficas y preciosas ilustraciones, pero su valor era innegable, entre otras cosas porque era uno de los primeros ejemplos de una nueva caligrafía (¡para su época!) que Marcos definía como «cursiva humanística».
«Una letra aparecida entre los siglos XIV y XV para aliviar los ojos de los lectores de la pesadez de los tipos góticos —explicaba Marcos—. Fueron dos florentinos, Poggio Bracciolini, un ladrón de libros, y Niccolò Niccolli, el coleccionista que lo financiaba, quienes siguiendo el consejo de Petrarca favorecieron el desarrollo de esta letra tan asequible a la vista. Un detalle que yo, personalmente, agradezco.»
El Inferno no llamaba la atención a simple vista y palidecía ante ejemplares como el Codice Trivulziano 1080 de la Divina comedia que se conservaba en la biblioteca del Archivo Histórico de Milán. Laura había contemplado aquella obra cuando era adolescente, en compañía de su padre. Las letras capitulares miniadas eran cada una de ellas una obra de arte ensalzada por el brillo del pan de oro y de unas tintas rojas y violetas que conservaban su intensidad al cabo de siglos. Obras como esa daban fe de la pasión humana por la belleza, el saber y el afán de perdurar. Y justificaban la existencia de negocios como el de Laura y su padre.
Pero nada perdura para siempre y el dinero —«El puto dinero», pensó Laura, aunque era poco dada a los exabruptos— siempre echa a perder los sueños. El infierno es salvarse vendiendo la esencia.
—Laura, el señor Bunny está a punto de llegar —avisó Claire asomándose a la puerta del despacho.
—Ya, ya lo sé —respondió—. Avísame cuando esté aquí.
—Laura, por favor —suplicó el hombre aun sabiendo que era inútil.
—¡Marcos, no insista! —gritó Laura harta de presiones—. Se lo ruego. Necesito el dinero para salvar la librería. El plazo del embargo está a punto de cumplirse. Y le recuerdo que no estaríamos así si no fuera por nuestro querido amigo Pol. —Laura pronunció «querido» con un tono que pretendía ser sarcástico, pero la traicionó la voz temblorosa, no sabía si de pena o de rabia. O de las dos cosas.
—De acuerdo —concedió Marcos—. Tienes razón: si no fuera por Pol... —concedió con tristeza.
—Bueno, si no fuera por Pol tampoco nos habríamos conocido —respondió Laura forzando una sonrisa y acercándose al viejo para darle un beso en la mejilla al percibir la amargura en el rostro de Marcos—. Algo bueno tenía que salir de todo este embrollo.
Algo bueno había, sin duda, pensó Marcos, que había encontrado primero en Pol y después en Laura una especie de familia. No está mal para un viejo solitario tener alguien en quien apoyarse, alguien que comparte tus aficiones a pesar de la diferencia de edad. Los puñeteros años te dejan hecho un asco. Solo el contacto con los jóvenes te devuelve algo de lo que has ido perdiendo.
Pol había presentado a Marcos y Laura en diciembre del año anterior, durante el Salón del Libro Antiguo. Fue un encuentro casual que sirvió para recuperar el contacto perdido por la pareja. Ambos intentaron aparentar normalidad. Pol había acabado por fin los estudios de Derecho y, antes de ponerse a trabajar, le habló de su eterno proyecto de «vender los últimos libros robados» (siempre había unos últimos libros para vender). Lo más notable de aquel día, sin embargo, fue conocer al propio Marcos. Laura había oído hablar de él a Pol muchas veces, pero había llegado a preguntarse si el cómplice de Pol existía de verdad. Con Pol nunca era fácil separar realidad y fantasía. Pero sí, Marcos existía. Y a Laura le cayó bien desde el principio. Por su cultura, por todo lo que sabía de libros, por su amabilidad. Quizá también por su aspecto de sabio despistado al estilo clásico: ancho bigote canoso, una media melena blanca siempre despeinada y gafas de culo de botella.
—Ahora que caigo... ¿Cómo conoció usted a Pol? —preguntó de pronto Laura a Marcos.
—¿Pol no te lo contó nunca? —se extrañó Marcos.
—Jamás.
—Fue hace... Madre mía, parece que ha pasado un siglo.
Y en cierto modo así había sido.
—¿Cien pesetas cada uno? ¿Estás loco? —preguntó un Marcos que acababa de entrar en la sesentena tuteando a su interlocutor. Siempre lo hacía así, sintiéndose autorizado por las canas a colocarse en una situación de superioridad que favoreciera el regateo.
—Sin ofender, hombre —respondió el gitano muy digno en su calidad de anticuario registrado y hombre del Rastro de toda la vida.
—Me ofendes tú a mí si piensas que soy un pardillo. Te doy trescientas pesetas por todo el lote.
—De eso nada. Ahí van lo menos cien libros. Pierdo dinero.
—¿A este precio el ejemplar pierdes dinero? No fastidies. Si los has cogido de la basura. ¡Si huelen a cáscara de plátano!
—Marcos, siempre me viene usted con las mismas.
—Pues anda que tú...
Mientras el payo y el gitano porfiaban, Pol entró en la librería. Llevaba un buen rato callejeando por la zona del Rastro sin encontrar nada de interés. Le gustaban esas tiendas viejas sin saber bien por qué, aunque en aquella ocasión lo que buscaba era, sobre todo, guarecerse del frío.
—Buenas tardes —dijo al entrar, sin obtener respuesta.
Los dos hombres seguían enfrascados en su regateo.
—Deme usted dos mil pesetas y son todos suyos —insistió el dueño del negocio.
—Sí, hombre... Martín, que con eso me puedo ir de vacaciones a la playa.
—¿Con dos mil míseras pesetas? ¿A qué playa va a ir usted con ese dinero, desgraciao?
—Te doy mil.
—Que sean mil quinientas. Y lo hago por perderle a usted de vista, que es un pesado.
—Sea. Pero el que pierde dinero soy yo. Venga, que no te has visto en otra.
—¿En otra? Mi ruina va a ser la gente, que ustedes los payos sois todos unos agarraos.
Marcos sacó la cartera de su abrigo de lana, adornado con algunas manchas de cal regaladas por alguna pared, y extrajo tres billetes de quinientas pesetas que entregó al gitano. Pol observó la maniobra con asombro: ¿un puñado de libros viejos podía valer tanto dinero? No ya viejos, sino de aspecto asqueroso. Aunque no había llegado a tiempo de escuchar la primera parte de la transacción, el joven también llegó a la conclusión de que el gitano había sacado aquellos libros de un cubo de basura.
—¡Hasta más ver, Martín! —se despidió Marcos cargando como pudo con el lote.
—¡Vaya usted con Dios... o con el diablo! —se despidió huraño el aludido.
Pol observó la tienda, oscura y sin un solo rincón que no estuviera abarrotado de libros, y se preguntó si aquel hombre sabría algo que él no supiera. Su instinto lo avisaba de algo, aunque no era capaz de adivinar qué. El interior de la librería olía a papel rancio y hacía el mismo frío dentro que fuera, así que... Sin despedirse, Pol salió justo a tiempo para ver cómo su objetivo doblaba la esquina.
Salió tras él pensando en la manera de abordarlo. Quería saber qué valor tenían aquellos libros cuando, de repente, contempló una escena asombrosa. Apenas se había alejado unos cientos de metros de la librería, Marcos se acercó a un contenedor de basura y arrojó dentro el montón de libros. Todos menos uno, que guardó cuidadosamente en el ancho bolsillo de su abrigo.
—Pero ¿qué demonios...? —se preguntó Pol alucinado con la extraña maniobra.
Marcos, ignorante de que alguien vigilaba sus pasos, siguió su camino hasta otra tienda cercana, casi en el límite del Rastro, en lo que los castizos llaman Las Américas. A esa hora de la tarde aún había gente echando unos penúltimos tragos con los amigos antes de la cena de Nochevieja. En ese ambiente, tanto Pol como Marcos, que no tenían con quién comer las uvas, se sentían como peces fuera del agua. Sin embargo, a ninguno de los dos parecía importarle la cuestión.
Marcos entró en otra librería de viejo de apariencia más próspera (y con mejor calefacción), aunque el tufo a papel rancio era el mismo, como pudo constatar Pol al entrar unos pocos segundos después que el experto bibliófilo.
—Buenas tardes, Sebastián.
—Buenas, Marcos —respondió el encargado, un hombre tan viejo que hacía parecer joven a Marcos—. Feliz año...
—Eso mañana, amigo mío. Te he traído una cosa.
—A ver...
El librero, calvo como una bola de billar salvo por un flequillo extendido sobre la cabeza a modo de cortina, tomó entre sus manos el libro que Marcos acababa de comprar al gitano y lo examinó con atención. Tanta que Pol pensó que se lo iba a comer: el hombre acercó los ojos a la pieza hasta rozar el papel con la nariz. Se tomó su tiempo para el análisis, tras lo cual dejó el volumen sobre el mostrador con gesto displicente y lanzó a Marcos su dictamen profesional:
—No es un incunable. Es un postincunable.
¿De qué hablaba? A Pol aquello le sonó a coreano, pero Marcos sí entendía la jerga. Tanto lo que decía como lo que no decía.
—Fíjate bien en el tipo de letra. No es una gótica de andar por casa. Es una rotunda del siglo XVI, de las más elegantes que he visto. Una joya.
—Tú sí que estás hecho una joya —le respondió el librero, cuyas canas lo autorizaban a tutear a su viejo cliente y proveedor—. ¿Cuánto le pones tú?
—Doscientas mil pelas. Por lo menos.
—¿Estás loco? Esto es un misal. Un puñetero misal. No valen tanto aunque vayan llenos de antífonas.
A Pol la conversación le seguía sonando a lejana lengua oriental, pero había entendido lo suficiente: ¿doscientas mil pesetas por un libro mugriento? El librero bajó la puja:
—No vale ni ciento ochenta mil...
—Trato hecho —sonrió Marcos extendiendo la mano derecha hacia el librero.
—Espera, espera, no he dicho que...
—Nunca pensé que un libro pudiera valer tanto —intervino entonces Pol cediendo a la curiosidad.
Los dos hombres miraron al intruso de arriba abajo.
—No hay nada más valioso que un buen libro, muchacho —le respondió Marcos en tono afable. Luego, volviéndose hacia el librero, continuó—: ¿Qué, hay trato?
—Ciento setenta... Aunque me extraña que tú vendas un libro.
—Necesito el dinero. Tengo un apurillo.
—Tú sabrás. Espera un segundo.
Sebastián tomó el misal con cuidado y lo colocó entre las piezas para vender. Luego se sacó del bolsillo de la chaqueta un fajo de billetes atado con una goma y contó ciento setenta billetes de mil pesetas. Le llevó su tiempo. Marcos las contó a su vez y guardó las ganancias en su cartera.
—Un placer, como siempre —se despidió Marcos sin más ceremonias.
—Puedes venir a verme siempre que quieras —le contestó a su vez el librero mientras devolvía a su chaqueta lo que quedaba del fajo.
Pol, asombrado, tardó unos segundos en reaccionar. ¿De verdad los libros podían valer tanta pasta? Lo que acababa de ver le parecía como la famosa multiplicación de los panes y los peces. ¿De mil quinientas a ciento setenta mil pesetas en cinco minutos? Ni la Bolsa de Nueva York deja esos márgenes. La voz de Sebastián le sacó de sus cavilaciones.
—¿Busca usted algo en particular, joven?
—Eeeh... No, no. Disculpe, tengo que irme.
Pol salió de nuevo a la calle. Marcos no estaba. ¿Cómo había podido alejarse tan rápido? Se dirigió a una calle lateral y miró a un lado y a otro. Allí estaba, pero algo iba mal. El hombre se apoyaba en una farola y parecía indispuesto. Pol se acercó tan rápido como pudo.
—¿Le ocurre algo, puedo ayudarle?
Marcos levantó la vista y distinguió, como entre brumas, la figura del joven de la tienda.
—No... No te preocupes. Últimamente sufro mareos. A ratos. Creo que es algo de la vista. La vejez es una mierda, chaval. No te hagas viejo.
—Lo intentaré —sonrió Pol—. ¿Quiere un café? Le invito. Me gustaría hablar con usted.
—Pues... ¿Por qué no? Además, hace un frío del carajo.
No fue café lo que tomaron, sino un par de copas de buen vino, que calientan más. Y luego otra... y otra. Qué diablos, era Nochevieja, ¿no? Y tampoco tenían nada mejor que hacer. Del negocio de los libros antiguos pasaron a contarse sus vidas, la del viejo y solitario erudito y la más agitada del joven ladronzuelo regenerado, o que lo intenta, por los estudios de Derecho. Así se forjan las amistades.
—¿Y qué salió de esas historias? —preguntó Laura interrumpiendo el relato de Marcos.
—Que la vida es una broma, Laura. Que queremos lo que no tenemos. Yo siempre deseé una existencia aventurera, vivir como los personajes de los libros que leía. Pero no pude. Mi esposa me abandonó dejándome al cuidado de nuestro hijo enfermo. ¿Sabes lo que es la parálisis cerebral? Es una putada como una casa. Esa ha sido mi aventura, cuidar de mi pobre hijo hasta que murió a principios de 1998. Ni siquiera vivió lo bastante como para conocer el fascinante año 2000. ¡Al menos se libró de la decepción!
—No sabía nada. Lo siento mucho.
—Bah, es la vida, que es una cabrona. Sueñas con una cosa, pero ella te da lo que quiere. Por lo general, nada bueno. Mi único placer, aparte de los libros, ha sido el vino. Y mi única aventura..., expoliar de vez en cuando algún manuscrito.
—Vaya, qué callado se lo tenía...
—Es que no me siento muy orgulloso.
—Lo entiendo —asintió Laura sin comprender de verdad las contradicciones de Marcos. Para ella los libros eran sagrados, y expoliar, como se conocía en el mundillo el acto abominable de llevarse parte o partes de una obra, mutilándola, era todo lo contrario al amor.
—En cuanto a Pol —continuó hablando Marcos ajeno a las reflexiones de su interlocutora—, la vida lo arrastró a unas aventuras que no quería vivir. Por eso busca exactamente lo contrario que yo: un poco de calma.
—Pues sí. Queremos lo que no tenemos —sonrió Laura pensando en Pol—. ¿Y cómo acabó aquella noche?
—Como todas las Nocheviejas: un poco borrachos, un poco melancólicos.
—Aquella no fue como todas las Nocheviejas: se celebraba el cambio de siglo.
—Un error común, Laura. El siglo cambió un año más tarde, la Nochevieja de 2000. Los siglos empiezan en el año uno, no en el cero.
—¿Seguro?
—Seguro. Pero sí que ocurrió algo especial aquella noche, vieja o no: Pol y yo nos hicimos amigos. Y fue justo entonces... Bueno, a la mañana siguiente en mi piso, cuando se nos pasó la resaca, cuando Pol decidió echarme una mano con...
—Laura, el señor Bunny ya está aquí —anunció Claire entrando en el despacho.
—Vaya... Dile que voy enseguida —respondió Laura separándose de Marcos—. Voy a sacar el manuscrito de la caja fuerte.
—De acuerdo —respondió la francesa forzando una vez más la erre.
—Laura, no le vendas el Inferno.
—Marcos, por favor, déjelo.
—Es un cateto australiano. ¿Qué sabe ese de libros?
Marcos se levantó y echó un vistazo al interior de la tienda desde la puerta del despacho. Jeremy Bunny, ahí estaba. O míster Bunny, como se hacía llamar para darse importancia. El viejo bibliófilo sintió una oleada de desprecio hacia aquel hombre que compartía su pasión y al que no conocía de nada. Tenía el aspecto característico del nuevo rico anglosajón, vestido con ropa cara pero sin gusto, cubierto de accesorios con los logotipos bien a la vista. «Un hortera harto de salchichas», pensó Marcos mientras lo veía moverse por Loire como en país conquistado.
Laura, mientras tanto, manipulaba la caja fuerte girando la rueda alternativamente a izquierda y derecha: tres, cinco, dos, cero... 3 de mayo del año 2000. La fecha en que ella y Pol se conocieron. Una fecha que, después de todo, pertenecía al siglo anterior. ¿Por qué esa combinación? ¿Masoquismo emocional? Puede, aunque pensándolo bien, ¿tan importantes son estos pequeños gestos?
Laura creyó que le iba a costar más trabajo liberar al Inferno de su pequeña prisión, pero no. Se sintió como cuando tenía que hablar en público: los momentos previos era un mar de nervios, pero una vez frente al auditorio se venía arriba. Extrajo el precioso manuscrito de la caja fuerte con manos firmes, lo llevó a la tienda y lo colocó sobre un atril de madera, el mismo en el que el Inferno había permanecido expuesto durante años, cuando la tienda la dirigía su padre.
«¿No deberíamos guardarlo en un lugar más seguro, papá?», le preguntaba a menudo una Laura mucho más joven.
«El lugar más seguro para un libro es entre otros libros —le respondía riendo Jean Loire, en un castellano sin rastro de su acento francés natal—. Si te quedas más tranquila, cuando cerremos ponlo de canto en cualquier estantería. Un diamante llama la atención cuando lo colocas en una bandeja de terciopelo negro, no si lo dejas sobre un montón de cristales rotos.»
Con todo, la humanidad se afana en extraer los diamantes que se esconden entre la arena de los ríos para volver a ocultarlos, casi siempre en la cámara acorazada de algún joyero de Amberes. Quizá por eso Laura decidió instalar una caja fuerte para el Inferno a los pocos días de morir el fundador de Loire.
Allí, sobre el atril, el antiquísimo libro resplandecía como el diamante idealizado en su bandeja de terciopelo negro. No llamaría la atención de un profano ni tampoco de uno de esos falsos coleccionistas que solo ven en un libro la belleza de sus cubiertas o, si acaso, el brillo de sus ilustraciones. De tamaño folio, disimulado con una encuadernación en piel del siglo XIX, no daba pie a sospechar que se trataba de un manuscrito tan valioso. En el interior, su caligrafía peculiar solo atraería el ojo del especialista genuino. Y eran estas letras las que le conferían buena parte de su valor.
—¡Ah, por fin, señorita! —exclamó míster Bunny en un castellano correcto aunque con algo de acento—. Ya era hora.
—Perdone la espera —contestó Laura tendiendo una mano que míster Bunny estrechó con poca convicción. Se le notaba la prisa típica del anglosajón.
—¿Podemos ver ya el manuscrito? —preguntó con sequedad.
Laura lo acompañó hasta el atril. Allí esperaba, ajena a las preocupaciones humanas, la joya de la librería Loire. Al australiano no pareció impresionarle el atril de madera tallada, sin duda despojo de la liquidación de un convento desamortizado en tiempos de Mendizábal. Tampoco la apariencia vetusta del local, cubierto de libros sin orden aparente (aunque lo había). Demasiado europeo todo para su mentalidad antípoda, habituada a la funcionalidad y la eficacia. Pero, en fin, allí estaba aquella maravilla que había venido a buscar desde el otro extremo del mundo para ampliar su colección y presumir delante de otros nuevos ricos tan incultos como él.
—¡Ya tenía ganas de verte, my friend! El futuro de las ventas está en Internet, señorita. Pero este tipo de cosas hay que contemplarlas cara a cara, ¿verdad? —dijo el australiano sin apartar los ojos del manuscrito.
—Supongo que tiene razón.
—En cuanto al precio —continuó míster Bunny a lo suyo, mostrando a las claras que aquello no era un diálogo—, me parece excesivo. Este libro no contiene ilustración alguna y, además..., solo es el primer canto.
—Tal y como hablamos por teléfono, señor Bunny...
—¡Llámeme Jeremy! —dijo, dejando claro que le hacía un gran favor a su interlocutora—. Ustedes, los continentales, son muy... ¿Cómo se dice?
—Formales.
—That’s it, yeah! Formales. En fin. Este libro no tiene nada que ver con... ¿Cómo le diría? El Codice Trivulziano 1080 de la Divina comedia, por ejemplo. Pude verlo la semana pasada en Milán. It’s fantastic! Esas letras tan coloridas...
—Miniadas. Sí, es una de las ediciones más famosas que existen, es difícil no conocerlo —indicó Laura, cada vez más harta de la petulancia de su cliente. Si no necesitara el dinero con tanta prisa...
—O el manuscrito de Giovanni di Paolo que tienen en Londres. Qué joya. Esas letras llenas de flores, cintas y toda clase de adornos. Debería usted verlo, señorita.
Míster Bunny se refería al célebre manuscrito ilustrado no solo por Di Paolo, sino también por Priamo della Quercia, conservado en la British Library. Esa obra impresionante destaca por sus letras capitales, primorosamente decoradas con motivos vegetales y formas geométricas que se extienden por toda la página y que representan de forma gráfica el itinerario del poeta por los diferentes círculos del infierno, el purgatorio y el paraíso.
—Lo conozco también. Los libros antiguos son mi especialidad, como sabe.
—Of course... Está claro que este Inferno no se puede comparar...
—Bueno, como también sabrá —añadió Laura sintiendo cómo se le hinchaba la vena de la frente—, el valor del manuscrito Loire no está en sus inexistentes ilustraciones. No tiene letras capitulares, ni escudos de armas, ni sellos, ni cuños ni ninguna de esas cosas que parecen interesarle, señor Bunny. Quizá quiera reconsiderar su compra si el producto no le satisface.
Míster Bunny volvió los ojos hacia Laura por primera vez. Parecía sorprendido. Laura no tenía claro si no había entendido la palabra «reconsiderar» o era que, simplemente, no estaba acostumbrado a que lo trataran así.
—Por favor, señorita, no se enfade. Solo quería valorar el producto.
—Valore lo que quiera.
Ya no estaba tan segura de asumir que ese libro, que tanto había significado para su querido padre, acabara en manos de alguien incapaz de comprender su importancia. ¿Y si lo mandaba todo a la mierda? Podía notar la mirada de Marcos a su espalda, callado aunque inquieto por la misma razón que ella.
—Señor Bunny, yo... —empezó a decir la librera, pero el presunto comprador lanzó en ese instante una pregunta inesperada:
—Señorita Laura, querría preguntarle... —Dudó un poco antes de seguir hablando—: ¿Cree usted que Dante viajó realmente al infierno, al purgatorio y al paraíso para escribir su poema?
Laura se quedó de piedra. En medio del silencio pudo escuchar una risita ahogada de Marcos, que seguía agazapado tras la puerta del despacho, y ella misma estuvo a punto de estallar en carcajadas. Lo habría hecho de no ser por un detalle que llamó su atención.
—Señor Bunny, no creo que... Un momento... Déjeme ver...
Jeremy Bunny, autoproclamado bibliófilo con conocimientos precarios, nunca se habría dado cuenta, pero Laura..., Laura era una experta de verdad. Había visto algo, apenas nada, pero... El sonido del pergamino al crujir, el brillo que emitía bajo la pálida luz de la librería. Había algo diferente, algo que no era como debía ser. Se acercó al atril y, apartando al australiano sin muchas ceremonias, echó un vistazo más cercano a la joya familiar. A medida que pasaba las páginas, su inquietud iba creciendo al constatar la veracidad de sus sospechas.
—¡Marcos, venga, por favor! —casi gritó la joven. El hombre salió de su escondrijo y se aproximó tan rápido como fue capaz—. Mire esto...
Marcos se ajustó sus gafas de grueso cristal y analizó el manuscrito. No necesitó mucho tiempo para llegar a la misma conclusión que su joven amiga: aquello no era más que una falsificación. Cuidada y de cierta calidad, pero fácil de descubrir... para cualquiera que no fuera un nuevo rico y coleccionista.
—Míster Bunny —empezó a decir Laura cada vez más nerviosa—. Lo siento, el manuscrito ya no está en venta. Haga el favor de salir.
—Pero..., pero, señorita... —protestó el aludido.
—¡Váyase de aquí! —alzó la voz Laura—. ¡Claire, por favor, acompaña al señor Bunny a la puerta y cierra la tienda!
La zozobra es siempre cuestión de pocos segundos, aunque nos preparemos para ella durante años. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo habían podido dar el cambiazo de un libro guardado en una caja fuerte? ¿Desde cuándo la inútil medida de seguridad guardaría en sus tripas metálicas una copia sin valor? ¿Y quién sería el responsable?
—¿Quién? —respondió Laura furiosa a la pregunta de Claire—. ¿Quién va a ser?
—¿No estarás pensando en Pol? —se alarmó Marcos.
—¿En quién si no? —farfulló Laura comida por la rabia, con lágrimas asomando a sus hermosos ojos—. Hace semanas que no sé nada de él. La última vez que quedamos me habló de lo de siempre, de sus cambios de vida, del futuro... Y me cameló otra vez... ¡porque soy gilipollas! ¡Pero por qué me fío de él, si no ha hecho más que meterme en líos!
Laura no paraba de dar vueltas por la tienda como un león enjaulado, centrada en la catástrofe que representaba la pérdida del único activo valioso con el que contaba. Ya no le importaban el amor ni los planes de futuro. ¿Qué planes de futuro? El único futuro que aparecía en ese momento ante sus ojos era la quiebra más completa, el embargo, la ruina. Y la soledad despechada.
—No puedes asegurar que haya sido él, Laura —dijo Marcos queriendo calmarla al tiempo que procuraba defender a su amigo.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no? En realidad, esto cierra un círculo.
—Como el universo escatológico de Dante.
—Marcos, no fastidie... No es el momento.
Pol, con su cara de buen chico, su amabilidad, sus detalles. Ya se lo había dicho su padre muchas veces: «No juzgues un libro por su cubierta». Bajo la apariencia externa de Pol no había más que un ladrón. Un simple ladrón, desde crío. Y siempre sería un ladrón, por mucho que dijera que... La gente no cambia. O, si acaso, cambia a peor.
—Quizá deberíamos avisar a la Policía —indicó Claire.
—¿A la Policía? —replicó Laura—. ¿Para qué? A estas horas Pol ya debe de haberlo vendido a algún coleccionista de Londres o de Roma. A saber cuándo se lo llevó.
—Insisto en que no deberías acusar a Pol sin pruebas, aunque...
—Aunque ¿qué?
—Que este truco del cambiazo... Ya lo utilizó una vez.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿qué más pruebas necesitamos? —Resopló Laura—. Ni siquiera me ha podido robar de una manera original.
Durante unos segundos nadie dijo nada. Luego Laura, volviéndose hacia Marcos con los ojos entrecerrados, le soltó la pregunta:
—¿Y cómo sabe usted que ya había utilizado este truco?
—Porque... Bueno..., me lo enseñó él.
Esa noche, de vuelta en su piso, Laura trataba de relajarse sin éxito cuando sonó el timbre de la puerta. Era un mensajero, un chico bajito, moreno, con acento peruano. Sudaba la gota gorda bajo el casco y la chamarra con el logotipo de una empresa de reparto. Laura firmó un recibo y él le entregó un sobre.
De nuevo a solas, Laura lo abrió y extrajo su contenido, una breve nota con un texto enigmático escrito a máquina:
Se ha tomado prestado el Inferno para cambiarlo por otra obra de mucho más valor que se encuentra en tu poder: la agenda Moleskine con el texto autógrafo de Einstein.
Laura no sabía a qué agenda podía referirse la nota. Por lo que ella recordaba, no había visto en su vida manuscrito alguno del físico alemán. Pero el texto continuaba:
Si actúas con cautela y no enseñas esta nota a la Policía, encontrarás el camino en la pequeña biblioteca de sir Walter Scott, alto entre la numismática: 3, 9.
Esto ya era un galimatías incomprensible y, por un momento, Laura pensó que le estaban tomando el pelo. Sí, podía reconocer el humor de Pol entre aquellas letras. La nota terminaba con una frase más extraña aún si cabe:
Recuerda que lo que dice la letra es importante, pero no lo es menos su forma.
¿Y ahora qué?
Esa noche Laura soñó que un Albert Einstein joven y vestido con bata blanca acudía a Loire. La librería parecía distinta, como suele ocurrir en los sueños, y el científico era, al mismo tiempo, Marcos y Pol. Esta confusión de identidades no producía, en el sueño, la menor extrañeza: ella lo recibía como si tal cosa y él le pedía, de manera insistente, el libro Nuevos pasatiempos matemáticos, del célebre divulgador Martin Gardner. No se trataba en absoluto de un libro antiguo, pero allí estaba, en una estantería cualquiera. Laura ofreció a su visitante el grueso tomo encuadernado en piel. En su interior se desplegaban filas y filas de fórmulas profusamente decoradas a la manera de los códices antiguos. Satisfecho, el Einstein onírico preguntó el precio a Laura y ella le respondió besándolo.
Laura se despertó sobresaltada y cubierta de sudor. Estaba claro que aquella no iba a ser una noche de dulces sueños.