CAPÍTULO III

CIRCUNSTANCIAS ATENUANTES

1.

Primero sintió la consciencia de la consciencia.

Luego, la consciencia de la presión atmosférica, sutil y reconfortante.

Después, la consciencia de los sonidos: un sutil pitido en bucle, un rumor lejano y el zumbido del aire reciclado.

Por último, la consciencia de su propio yo, alzándose desde las profundidades de la oscuridad. El proceso fue lento: la negrura era densa y sólida como un manto de cieno. Abotagaba sus pensamientos, arrastrándola y hundiéndola de nuevo en el abismo. Pero la flotabilidad natural de su consciencia prevaleció y, finalmente, despertó.

2.

Kira abrió los ojos.

Estaba en la base, tumbada en una de las mesas de exploración de la enfermería. Un par de tiras lumínicas cruzaban el techo, cegándola con su resplandor azulado. El aire era frío y seco; olía a disolvente.

Estoy viva.

¿Por qué se sorprendía? ¿Y qué estaba haciendo en la enfermería de la base? ¿No tenían que estar todos ya de camino a la Fidanza?

Tragó saliva, y el regusto amargo de los fluidos de hibernación le dio arcadas. Se le revolvió el estómago al reconocer el sabor. ¿Crionización? ¿La habían puesto en crionización? ¿Por qué? ¿Desde cuándo?

¡¿Qué cojones había pasado?!

El pánico le aceleró el pulso. Kira se incorporó de golpe, apartando la sábana con la que la habían tapado.

—¡Gaaah!

Vio que llevaba puesta una delgada bata médica, atada en los laterales.

Las paredes empezaron a dar vueltas; era el vértigo de la crionización. Perdió el equilibrio y se cayó de la mesa. Aterrizó sobre la superficie blanca de la cubierta; su cuerpo intentó expulsar el veneno que tenía dentro a base de arcadas, pero no salió nada más que saliva y bilis.

—¡Kira!

Notó que unas manos le daban la vuelta. El rostro de Alan apareció encima de ella, abrazándola con delicadeza.

—Kira —repitió, con el rostro crispado de preocupación—. Chssst. No pasa nada. Ya estás conmigo. No pasa nada.

Alan casi tenía peor pinta que la que debía de tener ella en aquel momento. Tenía las mejillas hundidas y unas arrugas alrededor de los ojos que no recordaba haber visto esa mañana. ¿Esa mañana?

—¿Cuánto tiempo…? —dijo con voz ronca.

Alan hizo una mueca.

—Casi cuatro semanas.

—No. —La invadió un profundo temor—. ¿Cuatro semanas? —Incapaz de creerlo, Kira comprobó su holofaz: 1402 HGE, lunes 16 de agosto de 2257.

Aturdida, leyó la fecha dos veces más. Alan tenía razón. El último día que recordaba, el día en que iban a marcharse de Adra, era el veintiuno de julio. ¡Cuatro semanas!

Sintiéndose perdida, escudriñó el rostro de Alan en busca de respuestas.

—¿Por qué?

Él le acarició el cabello.

—¿Qué es lo último que recuerdas?

A Kira le costó responder.

—Pues…

Mendoza le había ordenado comprobar el estado del dron accidentado, y después… después… una caída, dolor, líneas luminosas y oscuridad, oscuridad por todas partes.

—¡Aaah! —Kira retrocedió a gatas y se llevó las manos al cuello, con el corazón a mil por hora. Sentía que algo le obstruía la garganta, asfixiándola.

—Tranquilízate —dijo Alan, sin quitarle la mano del hombro—. Tranquilízate. Ya estás a salvo. Respira.

Tras unos segundos de agonía, su garganta se relajó y pudo inspirar hondo. Temblando como una hoja, agarró a Alan y lo abrazó tan fuerte como pudo. Nunca había sido proclive a los ataques de pánico, ni siquiera durante los exámenes finales de su DIP, pero aquella sensación de asfixia había sido tan real…

Con la boca apoyada en el cabello de Kira, Alan dijo:

—Es culpa mía. No debería haberte pedido que fueras a explorar esas rocas. Lo siento muchísimo, nena.

—No, no te disculpes —repuso Kira, retrocediendo lo justo para mirarlo a la cara—. Alguien tenía que hacerlo. Además, encontré unas ruinas alienígenas. ¿No te parece increíble?

—Ya lo creo —admitió él con una sonrisa reacia.

—¿Y qué…?

Oyeron pasos en el exterior de la enfermería. Al cabo de un segundo, Fizel apareció en el umbral. Era un hombre enjuto y oscuro, con un corte de pelo muy apurado que nunca parecía cambiar. Llevaba puesta su bata clínica con las mangas remangadas, como si acabara de examinar a un paciente.

Al ver a Kira, retrocedió de nuevo hasta la puerta y gritó:

—¡Se ha despertado!

Sin demasiada prisa, el médico pasó junto a las tres camillas dispuestas contra la pared, recogió un labochip de una pequeña repisa, se acuclilló delante de Kira y la agarró por la muñeca.

—Abre la boca y di «ah».

—Ah.

Fizel le examinó brevemente la boca y los oídos, le tomó el pulso y la presión sanguínea y le palpó la garganta.

—¿Te duele?

—No.

Fizel asintió con brusquedad.

—Te pondrás bien. Procura beber mucha agua. Te hará falta después de la crionización.

—No es la primera vez que me congelan —protestó Kira mientras Alan la ayudaba a subir de nuevo a la mesa de exploración.

Fizel torció el gesto.

—Yo solo hago mi trabajo, Navárez.

—Ya. —Kira se rascó el antebrazo. No le gustaba admitirlo, pero el médico tenía razón. Estaba deshidratada: tenía la piel reseca y le picaba mucho.

—Toma —dijo Alan, ofreciéndole una bolsa de agua.

Mientras bebía un sorbo, Marie-Élise, Jenan y Seppo irrumpieron en la enfermería.

—¡Kira!

—¡Estás despierta!

—¡Bienvenida, dormilona!

Ivanova apareció detrás de ellos, con los brazos cruzados y el gesto serio.

—¡Ya era hora, Navárez!

Yugo, Neghar y Mendoza no tardaron en llegar; el equipo al completo estaba reunido en la enfermería, tan apretujados que Kira sentía el calor de sus cuerpos y su aliento, envolviéndola como una agradable crisálida de vida.

Y aun así, a pesar de la cercanía de sus amigos, Kira seguía sintiéndose rara y nerviosa, como si el universo entero estuviera revuelto, desordenado, como un espejo torcido. Por las semanas que había perdido, por los fármacos que seguramente le había inyectado Fizel… y también porque, si se sumergía en las profundidades de su mente, todavía sentía algo acechando, esperándola… una presencia horrible y sofocante, como una capa de arcilla húmeda que le taponaba la nariz y la boca…

Se hundió las uñas de la mano derecha en el antebrazo izquierdo e inspiró hondo, dilatando las fosas nasales. Nadie más que Alan pareció darse cuenta; la miró con preocupación y le estrechó la cintura con el brazo.

Kira sacudió la cabeza para intentar alejar sus pensamientos, miró a su alrededor y preguntó:

—Bueno, ¿quién me va a poner al día?

Mendoza soltó un gruñido.

—Danos primero tu informe y después te pondremos al corriente.

Kira tardó un momento en comprender que el equipo no había venido solamente para saludarla. Todos parecían inquietos. Al escudriñar sus rostros, Kira percibió las mismas señales de estrés que veía en Alan. No sabía qué habían estado haciendo durante las cuatro últimas semanas, pero había sido un mal trago para todos.

—Eh… ¿Quieres el informe oficial, jefe? —preguntó Kira.

La expresión de Mendoza era pétrea, inescrutable.

—Sí, Navárez. Y no va a verlo solamente la corporación.

Mierda. Kira tragó saliva; todavía notaba el sabor de los fluidos de hibernación en el paladar.

—¿No podríamos hacerlo dentro de un par de horas? Estoy hecha polvo.

—Imposible, Navárez. —Mendoza vaciló antes de añadir—: Es mejor que se lo cuentes a tu equipo antes que a…

—Cualquier otro —le ayudó Ivanova.

—Exacto.

La confusión de Kira iba en aumento, al igual que su preocupación. Miró de reojo a Alan, que asintió y le apretó el hombro cariñosamente. Está bien. Si Alan pensaba que era lo correcto, confiaría en él. Tomó aire.

—Lo último que recuerdo es que fui a comprobar el material orgánico que detectó el dron antes de estrellarse. La piloto era Neghar Esfahani. Aterrizamos en la isla número…

Kira no tardó demasiado en resumir lo ocurrido. Terminó su informe explicando la caída al interior de la extraña formación rocosa y la sala que ocultaba en sus profundidades. Describió la estancia lo mejor que pudo, pero en ese punto su memoria se fragmentaba hasta volverse inservible. (¿De verdad brillaban las líneas de las paredes, o todo había sido producto de su imaginación?).

—¿Y no viste nada más? —inquirió Mendoza.

Kira se rascó el brazo.

—No recuerdo nada más. Creo que intenté levantarme y… —Sacudió la cabeza—. Después de eso, mi memoria está vacía.

El jefe de la expedición frunció el ceño y embutió las manos en los bolsillos de su mono de trabajo.

Alan le dio un beso en la sien.

—Siento que hayas tenido que pasar por eso.

—¿No tocaste nada? —insistió Mendoza. Kira reflexionó.

—Solamente el suelo donde caí.

—¿Estás segura? Cuando Neghar te sacó de allí, había marcas en el polvo. Encima y alrededor de la columna central de la sala.

—Como he dicho, lo último que recuerdo es que intenté levantarme. —Ladeó la cabeza—. ¿Por qué no comprobáis las grabaciones de mi traje?

Mendoza la sorprendió con una mueca.

—Tu caída dañó los sensores. Los datos telemétricos son inservibles. Tus implantes tampoco nos valen de nada: dejaron de grabar cuarenta y tres segundos después de que entraras en la sala. Fizel dice que es algo habitual con los traumatismos craneales.

—¿Mis implantes están dañados? —preguntó Kira, repentinamente inquieta. Su holofaz parecía igual que siempre.

—Tus implantes están en perfectas condiciones —dijo Fizel, torciendo los labios—. Pero no se puede decir lo mismo de ti.

Kira se puso tensa, pero estaba decidida a que el médico no viera cuánto la habían asustado sus palabras.

—¿Qué lesiones tengo?

Alan quiso responder, pero el médico lo interrumpió:

—Fracturas capilares en dos costillas, cartílago dañado y tendón distendido en el codo derecho. Tobillo fracturado, tendón de Aquiles desgarrado, diversas magulladuras y laceraciones y un traumatismo craneal de gravedad media, acompañado por edema cerebral. —Fizel fue enumerando cada lesión con los dedos mientras hablaba—. He reparado la mayor parte del daño; el resto terminará de curarse dentro de unas semanas. Hasta entonces, puede que notes ciertas agujetas.

Al oír eso, Kira casi se echó a reír. A veces el humor era la única respuesta racional.

—Estaba muy preocupado por ti —dijo Alan.

—Todos lo estábamos —añadió Marie-Élise.

—Lo entiendo —dijo Kira, abrazándose con fuerza a Alan. No podía ni imaginarse lo mal que lo había tenido que pasar, esperando durante semanas a que despertara—. Neghar, veo que conseguiste sacarme de ese agujero, ¿no?

La mujer meneó la mano de un lado a otro.

—Eh… más o menos. Me costó trabajo.

—Pero me rescataste.

—Por supuesto, guapa.

—En cuanto pueda, pienso comprarte una caja entera de rollitos de canela.

Mendoza se apoderó del taburete de Fizel y se sentó en él, con la manos apoyadas en las rodillas y los brazos estirados.

—Lo que no te ha dicho Neghar es que… Bueno, cuéntaselo tú.

Neghar se frotó los brazos.

—Mierda. Pues… el caso es que estabas inconsciente, así que tuve que atarte a mí con el arnés para que Geiger no te arrancara la cabeza al sacarte con el cabrestante. El túnel por el que caíste no era muy ancho, así que…

—Se le rasgó el dermotraje —concluyó Jenan.

Neghar extendió la mano hacia él.

—Eso. Una fuga… —Le entró un ataque de tos y se agachó durante un momento para toser. El sonido era húmedo, como si tuviera bronquitis—. Puaj. Una fuga de presión total. No sabes lo que me costó contenerla con una sola mano mientras estaba suspendida del arnés.

—Lo cual quiere decir —dijo Mendoza— que también tuvimos que poner a Neghar en cuarentena, no solo a ti. Os hemos hecho todas las pruebas habidas y por haber. Todas dieron negativo, pero seguías inconsciente…

—Estábamos cagados de miedo —dijo Alan.

—… y como no sabíamos a qué nos enfrentábamos, decidí que era mejor crionizaros a las dos hasta que tuviéramos la situación bajo control.

Kira hizo una mueca.

—Lo siento mucho.

—Descuida —dijo Neghar.

Fizel se golpeó el pecho.

—¿Y qué hay de mí? ¿Ya os habéis olvidado? La crionización no es nada. Yo he tenido que estar casi un mes en cuarentena después de tratarte, Navárez. ¡Un mes!

—Y te agradezco el sacrificio —dijo Kira—. Gracias. —Lo decía en serio. Un mes de cuarentena agotaba al más pintado.

—Bah. ¿Por qué tuviste que meter esa nariz huesuda donde no te llamaban? Si no…

—Basta ya —dijo Mendoza con voz sosegada. El médico se calló, pero no sin antes mostrarle los dedos índice y medio. Kira había descubierto recientemente que se trataba de un gesto grosero. Muy grosero.

Bebió otro sorbo de agua para armarse de valor.

—Bueno, ¿y por qué habéis tardado tanto en descongelarnos? —Miró de nuevo a Neghar—. ¿O es que a ti te han despertado antes que a mí?

Neghar tosió de nuevo.

—Hace dos días.

Kira notó que todos los rostros se crispaban a su alrededor, y el ambiente se volvió tenso e incómodo.

—¿Qué pasa? —insistió.

Pero antes de que Mendoza pudiera responder, en el exterior sonó el rugido de un cohete de despegue, mucho más fuerte que el de cualquiera de los transbordadores del equipo. Las paredes del complejo se sacudieron como si acabara de producirse un pequeño terremoto.

Kira se estremeció, pero parecía la única sorprendida.

—¿Qué ha sido eso?

Desde su holofaz, accedió a las imágenes de las cámaras exteriores. No veía nada más que nubes de humo dispersándose desde la plataforma de aterrizaje, a cierta distancia de los edificios de la base.

El rugido se desvaneció rápidamente, a medida que la nave que acababa de despegar se perdía en las capas superiores de la atmósfera.

Mendoza señaló el techo con un dedo.

—Ese es el problema. Después de que Neghar te trajera de vuelta, informé a la capitana Ravenna, que decidió enviar un aviso de emergencia a los mandamases de 61 Cygni. Después, la Fidanza dejó de comunicarse por radio.

Kira asintió. Era lógico. La ley era clara: en caso de descubrir vida alienígena inteligente, había que tomar todas las medidas necesarias para evitar conducir a dichos alienígenas hasta el espacio colonizado. Aunque seguramente, llegado el caso, una especie tecnológicamente avanzada no tendría demasiados problemas para localizar la Liga de Mundos Aliados.

—Ravenna echaba antimateria por los ojos de lo cabreada que estaba —dijo Mendoza—. La tripulación de la Fidanza contaba con marcharse en unos días. —Agitó la mano—. En cualquier caso, cuando la corporación recibió el mensaje, alertaron al departamento de Defensa. Un par de días más tarde, la FAU nos envió uno de sus cruceros, la Circunstancias Atenuantes, que salió desde 61 Cygni. Llegaron al sistema hace cuatro días y…

—Y desde entonces no han dejado de tocarnos los cojones —dijo Ivanova.

—Literalmente —añadió Seppo.

—Cabrones —murmuró Neghar.

La FAU. Kira ya había visto actuar al brazo militar de la Liga, tanto dentro como fuera de Weyland, y conocía bien su tendencia a tratar a patadas a los demás. En su opinión, eso se debía en parte a su relativa novedad. La Liga de Mundos Aliados, y con ella la Fuerza Armada Unificada, se habían fundado a raíz del descubrimiento de la Gran Baliza. Los políticos aseguraban que era necesaria una gran alianza, una medida de prevención por lo que pudiera pasar. Era normal que hubiera ciertas tiranteces al principio. Pero, para Kira, el otro motivo de la flagrante desconsideración de la FAU era la actitud imperialista de la Tierra y del resto de Sol. No les temblaba el pulso a la hora de ignorar los derechos de las colonias en favor de los intereses de la Tierra o de lo que ellos denominaban «el bien común». ¿Quién definía ese bien común?

Mendoza profirió otro gruñido.

—El capitán de la Circunstancias Atenuantes se llama Henriksen, un cabronazo duro de pelar. Menudo personaje. Lo único que le preocupaba era que Neghar se hubiera contaminado en esas ruinas, así que envió aquí a su médico con un equipo de xenobiólogos y…

—Prepararon una sala blanca. Se han pasado los dos últimos días haciéndonos pruebas hasta el cansancio —dijo Jenan.

—Literalmente —añadió Seppo.

Marie-Élise asintió.

—Ha sido muy desagradable, Kira. Qué suerte has tenido de estar en crionización.

—Supongo que sí —dijo Kira con vacilación. Fizel soltó un resoplido.

—Han irradiado cada centímetro de nuestra piel. Varias veces. Nos han examinado con rayos X, nos han hecho resonancias magnéticas y TAC, análisis de sangre, secuenciación de ADN, análisis de orina y heces, y hasta biopsias. Tal vez notéis una pequeña cicatriz en el abdomen de cuando han tomado muestras de hígado. Incluso han catalogado nuestra flora intestinal.

—¿Y? —dijo Kira, mirando los rostros de sus compañeros, uno tras otro.

—Nada —dijo Mendoza—. Neghar, tú y todos los demás estamos perfectamente.

Kira frunció el ceño.

—Un momento, ¿también me han hecho pruebas a mí?

—Y tanto —dijo Ivanova.

—¿Por qué te extraña? ¿La señorita es demasiado especial para que la examinen? —preguntó Fizel. Su tono de voz empezaba a irritarla.

—No, es que… —Se sentía rara, casi violada, al saber que le habían realizado todas esas pruebas mientras estaba inconsciente, aunque sabía que eran medidas de biocontención reglamentarias.

Mendoza pareció percatarse de su turbación. Sus ojos la observaban bajo aquellas espesas cejas.

—El capitán Henriksen nos ha dejado sobradamente claro que el único motivo por el que no nos ha encerrado bajo llave a todos es que no han encontrado nada inusual. Neghar era la que más les preocupaba, pero no pensaban dejar que nadie del equipo se marchara de Adrastea hasta estar totalmente seguros.

—No me extraña —dijo Kira—. Yo habría hecho lo mismo en su lugar. Toda precaución es poca en esta clase de situaciones.

Mendoza resopló.

—No es eso lo que me molesta, sino todo lo demás. Nos han impuesto una orden de incomunicación estricta. Ni siquiera podemos informar a la corporación del descubrimiento. De lo contrario, podrían caernos hasta veinte años de cárcel.

—¿Cuánto durará esa orden de incomunicación?

Mendoza se encogió de hombros.

—Indefinidamente.

Los planes de publicación de Kira se acababan de ir al traste, al menos de momento.

—¿Y cómo vamos a justificar este retraso en el viaje de vuelta?

—Una avería en los propulsores de la Fidanza que ha ocasionado una demora inevitable. Encontrarás todos los detalles en tus mensajes. Procura memorizarlos.

—Sí, señor. —Kira volvió a rascarse el brazo. Necesitaba loción hidratante—. En fin, está claro que es una mierda, pero tampoco es tan grave.

Alan la miró con desaliento.

—Oh, hay algo peor, nena. Mucho peor.

Aquella profunda sensación de temor regresó al instante.

—¿Peor?

Mendoza asintió muy despacio, como si le pesara la cabeza.

—La FAU no solo ha puesto en cuarentena la isla.

—No —añadió Ivanova—. Eso habría sido demasiado fácil.

Fizel dio un ruidoso manotazo en la encimera.

—¡Decídselo de una vez! Han puesto en cuarentena todo el puto sistema, ¿entiendes? Hemos perdido Adra. Se acabó. ¡Puf!

3.

Kira estaba sentada con Alan en el comedor, observando atentamente la holopantalla que mostraba imágenes en directo de la Circunstancias Atenuantes, grabadas desde su órbita.

La nave debía de medir medio kilómetro de longitud. Era de color blanco grisáceo, con una sección central larga y delgada como un huso, un motor bulboso en un extremo y una serie de cubiertas giratorias en el otro, dispuestas en forma de pétalos. Las secciones de hábitat estaban dotadas de bisagras que les permitían orientarse en paralelo con el eje de la nave durante la propulsión, una opción demasiado cara para la mayoría de las naves. En la proa de la nave se distinguían varias compuertas redondas, similares a ojos cerrados. Eran las lanzaderas de misiles y las lentes del láser principal de la nave.

A media distancia entre la proa y la sección central, se distinguían un par de transbordadores idénticos, anclados a ambos lados del casco. Eran mucho mayores que los que usaba su equipo de reconocimiento, y no sería de extrañar que estuvieran equipados con impulsores Markov, como las naves espaciales de gran tamaño.

Pero el rasgo más llamativo de la Circunstancias Atenuantes era el panel de radiadores que revestía toda la sección central, entre los hábitats y el motor. Los bordes de aquellas aletas de diamante reflejaban la luz del sol, y los tubos de metal fundido de su interior brillaban como vetas de plata.

El aspecto general de la nave le recordaba al de un inmenso insecto: ágil, reluciente y peligroso.

—Toma —dijo Alan. Kira apartó su atención de la holofaz. Alan le tendía su anillo de compromiso, como si se estuviera declarando otra vez—. Pensé que querrías conservarlo.

A pesar de su inquietud, Kira se relajó por un instante, sintiendo una calidez inesperada y agradable.

—Gracias —dijo, colocándose el aro de hierro en el dedo—. Me alegro de no haberlo perdido en esa cueva.

—Y yo. —Alan se inclinó hacia ella y le susurró al oído—: Te he echado de menos.

Kira le dio un beso.

—Siento haberte preocupado tanto.

—Felicidades a los dos, chérie —dijo Marie-Élise, señalando a Kira y a Alan con el dedo.

—Eso, felicidades —dijo Jenan. Todos los felicitaron, salvo Mendoza, que en ese momento estaba hablando por radio con Ravenna para establecer la hora de salida para el día siguiente, y Fizel, que se limpiaba las uñas con un cuchillo romo de plástico.

Kira sonrió, contenta y un tanto abochornada.

—Espero que no te importe —dijo Alan, inclinándose hacia ella—. Pensaba que no ibas a despertar, y se me escapó.

Kira se reclinó sobre él y le dio otro beso fugaz. Es mío, pensó.

—No pasa nada —murmuró.

En ese momento se acercó Yugo y se arrodilló frente a la mesa para que Kira pudiera mirarlo a la cara.

—¿Te ves capaz de comer algo? —le preguntó—. Te sentaría bien.

Kira no tenía hambre, pero sabía que Yugo tenía razón.

—Lo intentaré.

Yugo asintió, rozándose el pecho con su ancho mentón.

—Voy a calentarte un poco de estofado. Está muy bueno y es fácil de digerir.

Mientras Yugo se alejaba, Kira volvió a observar la Circunstancias Atenuantes, frotándose los brazos y jugueteando con el anillo.

Todavía le daba vueltas la cabeza por lo que le había contado Mendoza. La sensación disociativa era más fuerte que nunca. No soportaba pensar que todo el trabajo de los últimos cuatro meses había sido en vano, pero la perspectiva de perder el futuro en Adrastea que Alan y ella habían planeado juntos era todavía peor. Si no podían asentarse allí, ¿qué…?

Alan debió de adivinar lo que estaba pensando, porque se inclinó hasta rozarle la oreja con los labios:

—No te preocupes —susurró—. Ya encontraremos otro sitio. La galaxia es muy grande.

Y por eso Kira lo amaba tanto.

Se abrazó a él con fuerza.

—Lo que no termino de comprender… —empezó a decir.

—Yo tampoco comprendo muchas cosas —dijo Jenan—. Por ejemplo: ¿quién sigue dejándose las servilletas en el fregadero? —Les mostró un pedazo de tela empapado.

Kira lo ignoró.

—¿Cómo espera la Liga que esto se mantenga en secreto? La gente se dará cuenta de que se ha acordonado un sistema entero.

Seppo se subió de un brinco a una de las mesas y se sentó con las piernas cruzadas. Con su corta estatura, parecía un niño.

—Muy sencillo. Anunciaron el veto migratorio hace una semana. Oficialmente, hemos descubierto un patógeno contagioso en la biosfera, similar al Azote. Mientras no esté contenido…

—Sigma Draconis permanecerá en cuarentena —concluyó Ivanova.

Kira sacudió la cabeza.

—Mierda. Y supongo que tampoco nos dejarán conservar nuestros datos.

—No —dijo Neghar.

—Nada —dijo Jenan.

—Ni uno —dijo Seppo.

—Cero —dijo Ivanova.

Alan le frotó el hombro cariñosamente.

—Mendoza ha dicho que hablará con la corporación cuando lleguemos a Vyyborg. Tal vez consigan convencer a la Liga de que haga público todo lo que no esté relacionado con esas ruinas.

—Buena suerte con eso —dijo Fizel, soplándose las uñas antes de seguir limpiándoselas—. La Liga mantendrá en secreto tu pequeño descubrimiento tanto como pueda. Si hicieron público el hallazgo de Talos VII, fue únicamente porque no hay forma humana de ocultar ese mamotreto. —Señaló a Kira con el cuchillo de untar—. Le has costado a la corporación un planeta entero. ¿Contenta?

—Solo hacía mi trabajo —se defendió Kira—. En todo caso, es mejor que hayamos descubierto las ruinas ahora, antes de que llegaran colonos a Adra. Les costaría mucho más evacuar una colonia entera del planeta.

Seppo y Neghar asintieron, pero Fizel la miró con sorna.

—Lo que tú digas, pero eso no compensa que nos hayas jodido la bonificación.

—¿Nos han cancelado la bonificación? —preguntó Kira, abatida. Alan hizo una mueca.

—La corporación lo justifica por el fracaso del proyecto.

—Menuda mierda —dijo Jenan—. Yo tengo hijos que alimentar, ¿sabes? Me habría venido de lujo.

—Ya te digo…

—Yo también tengo dos exmaridos y un gato que…

—Si hubieras…

—No sé cómo voy a…

A Kira le empezaron a arder las mejillas mientras los escuchaba. No era culpa suya, pero al mismo tiempo sí. Había perjudicado a todo el equipo. Menudo desastre. En aquel momento había pensado que el descubrimiento de la estructura alienígena sería positivo para la corporación, para su equipo, pero al final todos habían salido perdiendo. Miró de reojo el logotipo impreso en la pared del comedor: la palabra «Lapsang» escrita con letras angulares y una hoja de árbol coronando la segunda «a». La corporación siempre estaba emitiendo anuncios y campañas promocionales, proclamando su lealtad para con sus clientes, sus colonos y sus ciudadanos corporativos. Forjemos el futuro juntos. Kira se había criado oyendo ese eslogan. Soltó un resoplido burlón. Sí, seguro. A la hora de la verdad, Lapsang era igual que cualquier otra corporación interestelar: los bits ante todo.

—Joder —dijo—. Hemos hecho nuestro trabajo, hemos cumplido el contrato. No deberían penalizarnos por eso.

Fizel puso los ojos en blanco.

—Sí, y también estaría muy bien que las naves se tiraran pedos de arcoíris. Qué fatalidad, la pobrecilla se siente mal. ¿Qué más da? Eso no nos devolverá nuestra bonificación. —La fulminó con la mirada—. ¿Sabes qué te digo? Que ojalá te hubieras tropezado y te hubieras partido el cuello nada más bajar del transbordador.

El asombro los dejó a todos mudos.

Kira notó que Alan se ponía rígido.

—Retíralo —dijo.

Fizel lanzó el cuchillo de untar al fregadero.

—Yo ni siquiera quería venir aquí. Menuda pérdida de tiempo. —Escupió en el suelo.

Ivanova se apartó del esputo de un brinco.

—¡Carajo! ¡Fizel!

El doctor se alejó con una sonrisa burlona. Con el tiempo, Kira había comprobado que en todas las misiones había alguien como Fizel, un idiota amargado al que le daba morbo tocarle las narices a todo el mundo.

Los demás se pusieron a hablar a un tiempo en cuanto Fizel se marchó:

—No le hagas caso —dijo Marie-Élise.

—Podría habernos pasado a cualquiera…

—Doc no cambiará nunca…

—Ni te imaginas lo que me dijo a mí cuando me descongelaron…

La conversación se interrumpió cuando Mendoza apareció en el umbral y los miró a todos con suspicacia.

—¿Algún problema?

—No, señor.

—Todo en orden, jefe.

Mendoza soltó un gruñido, se acercó a Kira y le dijo en voz baja:

—Siento lo que te ha dicho Fizel, Navárez. Últimamente todos tenemos los nervios a flor de piel.

Kira esbozó una sonrisa.

—No pasa nada, de verdad.

Con un nuevo gruñido, Mendoza tomó asiento al fondo de la sala y todo volvió a la normalidad enseguida.

A pesar de lo que ella misma había dicho, Kira no conseguía deshacer el nudo que sentía en el estómago. Las palabras de Fizel habían dado en el blanco. Y también le molestaba no saber qué sería ahora de Alan y ella. Aquella maldita estructura alienígena había puesto patas arriba todos los planes de la pareja para los próximos años. Si el dron no se hubiera estrellado… Si no hubiera accedido a investigarlo… Si…

Se sobresaltó cuando Yugo le puso la mano en el brazo.

—Toma —dijo, tendiéndole un cuenco de estofado y un plato lleno de verduras al vapor, una rebanada de pan y la mitad de la que seguramente era la última chocolatina del equipo.

—Gracias —murmuró Kira, sonriendo.

4.

Kira no era consciente del hambre que tenía; se sentía débil y temblorosa. Sin embargo, la comida no le sentó bien. Estaba demasiado alterada y las secuelas de la crionización hacían que el estómago le diera vueltas.

Desde la mesa vecina, Seppo le dijo:

—Hemos estado debatiendo si esas ruinas las construyeron los mismos alienígenas que hicieron la Gran Baliza. ¿Tú qué opinas, Kira?

Se dio cuenta de que todos la miraban de nuevo. Tragó saliva, dejó el tenedor en la mesa y, con su voz más profesional, dijo:

—Parece… parece improbable que dos especies sintientes distintas pudieran evolucionar tan cerca la una de la otra. Yo apostaría a que fueron los mismos, pero es imposible saberlo con seguridad.

—¿Y nosotros qué? —dijo Ivanova—. Los humanos también estamos en la misma región.

Neghar volvió a toser desde su rincón, con un sonido húmedo y denso que le resultaba muy desagradable.

—Es verdad —admitió Jenan—, pero no hay forma de saber cuánto territorio abarcaban los xenos que construyeron la Baliza. Tal vez dominaran media galaxia.

—Si fuera así, yo creo que habríamos encontrado más pruebas de su presencia —apuntó Alan.

—¿Y no acabamos de encontrarlas? —preguntó Jenan.

Kira no supo qué responder.

—¿Habéis averiguado algo más sobre las ruinas mientras yo estaba en crionización?

Mmm —dijo Neghar, levantando la mano mientras terminaba de toserse en la manga—. Puaj. Perdón. Llevo todo el día con la garganta irritada… Sí, pasé un escáner subsuperficial antes de sacarte del agujero.

—¿Y?

—Hay otra cámara justo debajo de la que descubriste tú, pero es muy pequeña, de apenas un metro de anchura. Tal vez contenga la fuente de energía de la principal, pero es imposible saberlo sin abrirla primero. El escáner no encontró señales térmicas.

—¿Cuál es el tamaño total de la estructura?

—Todo lo que viste en la superficie, y otros doce metros bajo tierra. Aparte de esas dos cámaras, no hay más que cimientos y paredes macizas.

Kira asintió, pensativa. Los constructores de aquella estructura la habían diseñado para que resistiera el paso del tiempo.

Marie-Élise habló entonces con su voz aguda y cantarina:

—El edificio que encontraste no se parece demasiado a la Gran Baliza. Es muy pequeño en comparación, ¿no?

La Gran Baliza. La habían hallado en los límites del espacio explorado, a 36,6 años luz de Sol y a 43 de Weyland. No le hacía falta consultar su holofaz para saber la distancia; en su adolescencia, había pasado horas y horas leyendo sobre aquella expedición.

La Baliza en sí era un artefacto asombroso. Era, sencillamente, un agujero. Un agujero inmenso, de cincuenta kilómetros de diámetro y otros treinta de profundidad, rodeado por una red de galio líquido que actuaba como una antena gigante. Porque aquel agujero emitía una potente descarga electromagnética cada 5,2 segundos, acompañada por un estruendo de ruido estructurado que contenía iteraciones en constante cambio del conjunto de Mandelbrot en código ternario.

Los vigilantes de la Baliza eran unas criaturas apodadas «tortugas», pero que a Kira le parecían más bien pedruscos andantes. Después de veintitrés años de estudio, seguía sin estar claro si eran animales o máquinas (nadie había sido lo bastante imprudente como para intentar diseccionarlos). Los xenobiólogos y los ingenieros coincidían en que era poco probable que las tortugas fueran responsables de la construcción de la Baliza (a menos que hubieran perdido toda su tecnología desde entonces); la identidad de los creadores seguía siendo un misterio.

En cuanto a su función, nadie tenía ni la menor idea. Lo único que se sabía era que la Baliza tenía aproximadamente dieciséis mil años de antigüedad, e incluso ese dato se basaba en un cálculo aproximado mediante datación radiométrica.

Kira tenía la fastidiosa sospecha de que nunca, ni siquiera viviendo varios siglos, averiguaría si los creadores de la Baliza tenían algo que ver con la sala en la que había caído ella. Las pocas veces que el tiempo profundo se dignaba a desvelar sus secretos, lo hacía sumamente despacio.

Kira suspiró y se pasó los dientes del tenedor por el cuello, disfrutando de la sensación de las puntas metálicas sobre la piel reseca.

—¿Qué más da la Baliza? —dijo Seppo, bajando de la mesa de un brinco—. Lo que me fastidia es no poder sacar provecho de todo este embrollo. No podemos hablar de ello. No podemos publicarlo. No podemos ir a ningún programa…

—No podemos vender los derechos de distribución —dijo Ivanova en tono burlón.

Todos se echaron a reír.

—Lo dices como si alguien quisiera verte ese careto tan feo —contestó Jenan. Ivanova le lanzó sus guantes. Jenan se agachó y, entre risas, se los devolvió.

Kira encorvó los hombros, sintiéndose cada vez más culpable.

—Os pido disculpas a todos por este jaleo. Si pudiera solucionarlo, lo haría.

—Sí, esta vez la has jodido pero bien —dijo Ivanova.

—¿Quién te mandaba salir a pasear? —dijo Jenan, pero no parecía hablar en serio.

—No te preocupes —dijo Neghar—. Podría haberle pasado…

Un fuerte acceso de tos interrumpió sus palabras. Marie-Élise terminó la frase:

—Podría haberle pasado a cualquiera de nosotros.

Neghar asintió.

Desde su asiento junto a la pared, Mendoza dijo:

—Me alegro de que ni tú ni Neghar hayáis salido malparadas, Kira. Todos hemos tenido mucha suerte.

—Pero hemos perdido la colonia —protestó Kira—. Y la bonificación.

Los ojos oscuros de Mendoza centellearon.

—No sé por qué, pero sospecho que tu descubrimiento compensará de sobra la pérdida de nuestras bonificaciones. Tal vez tardemos años. O décadas. Pero si somos listos, creo que será tan inevitable como la muerte y los impuestos.