Kira se agarró con fuerza a los reposabrazos del asiento cuando el transbordador suborbital se inclinó hacia abajo para iniciar el descenso hacia la isla núm. 302-01-0010. La isla estaba situada a poca distancia de la costa oeste de Legba (el continente principal del hemisferio sur de Adra), concretamente en el paralelo cincuenta y dos, en una gran bahía protegida por varios arrecifes de granito. Aquella isla era la última posición conocida del dron averiado.
Una película de fuego lamió el morro del transbordador a medida que atravesaba la fina atmósfera de Adrastea a unos siete mil quinientos kilómetros por hora. Aunque Kira veía las llamas a escasos centímetros de su rostro, no sentía en absoluto su calor.
El casco de la nave temblaba y protestaba. Kira cerró los ojos, pero las llamas seguían brincando y agitándose delante de ella, sin perder ni un ápice de brillo.
—¡A tope! —gritó Neghar, sentada a su lado. Aunque no podía verla, Kira supo que la piloto lucía en aquel momento una sonrisa diabólica.
Apretó los dientes. El transbordador era totalmente seguro, pues su blindaje magnético lo protegía del infierno incandescente que se desataba en el exterior. Después de cuatro meses y cientos de vuelos por el planeta, no se había producido ni un solo accidente. Geiger, la pseudointeligencia que realmente pilotaba el transbordador, tenía una hoja de servicios prácticamente intachable. Solamente había fallado una vez, y la culpa había sido de un capitán con ínfulas que había intentado optimizar una copia, pero terminó matando a toda su tripulación. Sin embargo, a pesar de su más que probada seguridad, Kira detestaba la reentrada atmosférica. El ruido y los temblores le hacían pensar que el transbordador estaba a punto de romperse en mil pedazos, y nada conseguía convencerla de lo contrario.
Además, las imágenes de la pantalla no contribuían precisamente a aliviar la resaca. Se había tomado una pastilla antes de despedirse de Alan, pero todavía no había hecho efecto. En realidad era culpa suya. Tenía que haber sido más prudente. Normalmente lo era, pero anoche la emoción había eclipsado a la razón.
Kira apagó la emisión de las cámaras del transbordador y se concentró en respirar hondo.
¡Nos vamos a casar! Seguía sin creérselo del todo. Llevaba toda la mañana con una sonrisilla boba en la cara. Seguro que tenía pinta de idiota. Se llevó la mano al pecho para palpar el anillo de Alan, oculto bajo el mono de vuelo. Todavía no se lo habían contado a los demás, así que Kira había preferido llevarlo colgado de una cadenita, pero pensaban anunciarlo esa misma noche. Estaba ansiosa por ver la reacción de todos, aunque la buena nueva no iba a ser precisamente una sorpresa.
Cuando embarcaran en la Fidanza, le pedirían a la capitana Ravenna que oficiara el enlace. Y entonces Alan sería suyo. Kira sería suya. Y los dos podrían empezar a construir un futuro juntos.
Casarse. Cambiar de trabajo. Echar raíces en un único planeta. Formar una familia. Contribuir al desarrollo de una nueva colonia. Sería un cambio enorme, tal y como había dicho Alan, pero Kira se sentía preparada. Más que preparada. Era la vida que siempre había deseado, pero con el paso de los años se le había ido antojando cada vez más improbable.
Después de hacer el amor, Kira y Alan habían seguido despiertos durante horas, hablando sin parar sobre los mejores lugares para establecerse en Adrastea, el calendario de terraformación y todas las actividades posibles dentro y fuera de aquella luna. Alan le explicó con todo lujo de detalles cómo le gustaría que fuera su casa domo:
«… y tendría una bañera lo bastante larga para poder tumbarnos sin tocar las paredes. Así podríamos bañarnos como es debido y olvidar para siempre estas duchas enanas que nos ponen…».
Kira lo había escuchado atentamente, conmovida por su entusiasmo. Ella, por su parte, quería construir unos invernaderos como los de Weyland. Los dos estaban de acuerdo en que, hicieran lo que hicieran, todo sería mucho mejor por el simple hecho de hacerlo juntos.
Kira solamente se arrepentía de haber bebido demasiado; no recordaba con claridad nada de lo que había pasado después de que Alan sacara el anillo.
Accedió a su holofaz y abrió los archivos de la noche anterior. Vio de nuevo a Alan arrodillado frente a ella y le oyó decir: «Y yo a ti» antes de abrazarla un minuto después. De pequeña, cuando le habían instalado los implantes, sus padres habían preferido que su sistema no registrara los cinco sentidos (nada de tacto, gusto ni olfato), por considerarlo una extravagancia innecesaria. Ahora, por primera vez, lamentaba que hubieran sido tan pragmáticos. Quería volver a sentir lo que había sentido esa noche. Quería sentirlo durante el resto de su vida.
Cuando regresaran a la estación Vyyborg, pensaba gastarse la bonificación en instalar las mejoras correspondientes. Recuerdos como los del día anterior eran demasiado valiosos para perderlos, y estaba decidida a no olvidar ninguno más.
Al pensar en su familia, en Weyland… la sonrisa de Kira se desvaneció un poco. No les haría gracia que viviera tan lejos de ellos de forma permanente, pero sabía que lo entenderían. Al fin y al cabo, sus padres habían hecho algo parecido: antes de que Kira naciera, habían emigrado del mundo de Stewart, en Alfa Centauri. Y su padre siempre decía que la gran misión de la humanidad era colonizar las estrellas. Siempre habían apoyado su decisión de ser xenobióloga, y Kira sabía que también la apoyarían ahora.
Volvió a indagar en su holofaz y buscó el vídeo más reciente que le había enviado su familia desde Weyland el mes anterior. Ya lo había visto dos veces desde entonces, pero de pronto sentía la necesidad de volver a ver su hogar y a su familia.
Sus padres, como siempre, aparecían sentados en el estudio de su padre. Era muy temprano: los rayos oblicuos de luz entraban por las ventanas que daban al oeste. A lo lejos, sobre el horizonte, se adivinaba la escarpada silueta de las montañas, casi difuminadas tras un banco de nubes.
«¡Kira!», la saludó su padre. Estaba igual que siempre. Su madre llevaba un peinado distinto y sonreía discretamente. «Enhorabuena por haber terminado la misión. ¿Cómo estás pasando estos últimos días en Adra? ¿Has encontrado algo interesante en esa región de los lagos de la que nos hablaste?».
«Aquí está haciendo frío últimamente», añadió su madre. «Esta mañana el suelo estaba helado».
Su padre hizo una mueca.
«Menos mal que el geotermo funciona».
«De momento», apuntó su madre.
«De momento. Aparte de eso, no hay novedad. Los Hensen vinieron a cenar la otra noche y nos contaron que…».
La puerta del estudio se abrió de sopetón e Isthah entró de un brinco, vestida con su habitual camisón. Llevaba una taza de té en la mano.
«¡Buenos días, Tata!».
Kira sonrió mientras los veía charlar sobre las últimas noticas del asentamiento y sus actividades cotidianas: los problemas de los agrobots que atendían los cultivos, los programas que habían visto recientemente, el último lote de plantas liberadas en el ecosistema del planeta, etcétera.
El vídeo terminaba con ellos deseándole buen viaje. Kira contempló el último fotograma: su padre despidiéndose de ella, con la mano congelada en el aire, y su madre diciéndole «te quiero» con una curiosa mueca en los labios.
«Os quiero», murmuró Kira. Suspiró. ¿Cuánto hacía que no iba a visitarlos? ¿Dos años? ¿Tres? Como mínimo. Demasiado tiempo, eso seguro. La distancia y la duración de sus viajes no se lo ponían nada fácil.
Echaba de menos su hogar, aunque sabía que nunca se habría contentado con vivir para siempre en Weyland. Siempre había necesitado ponerse a prueba, ir más allá de lo normal, de lo mundano. Y lo había hecho. Durante siete años había surcado los confines del espacio. Pero estaba harta de estar sola y enclaustrada en una nave espacial tras otra. Ahora quería un nuevo desafío, uno que equilibrara lo familiar con lo desconocido, la seguridad con la aventura.
Y allí, en Adra, al lado de Alan, tal vez encontraría ese equilibrio.
En mitad de la reentrada, las turbulencias empezaron a remitir y las interferencias electromagnéticas se desvanecieron junto con las lenguas de plasma. Unas líneas de texto de color amarillo aparecieron en la esquina superior de la visión de Kira; el enlace de comunicación con la base central había vuelto a activarse.
Repasó de un vistazo los mensajes atrasados del resto del equipo de reconocimiento para ponerse al día. Fizel, el médico, estaba tan insufrible como siempre. Aparte de eso, nada interesante.
Apareció una nueva ventana:
<¿Qué tal el vuelo, nena? —Alan>.
La preocupación de Alan despertó en Kira una inesperada ternura. Sonrió de nuevo mientras subvocalizaba la respuesta:
<Todo en orden por aquí. ¿Y tú? —Kira>.
<Terminando de recoger. Fascinante, ¿verdad? ¿Quieres que recoja también tus cosas? —Alan>.
Kira volvió a sonreír.
<No hace falta, ya me ocuparé yo cuando vuelva. Pero gracias. —Kira>.
<Como quieras. Oye… esta mañana casi no hemos podido hablar, y quería preguntártelo: ¿te sigue pareciendo bien lo de anoche? —Alan>.
<¿Te refieres a si todavía quiero casarme contigo y que nos quedemos a vivir en Adra? —Kira>.
Se apresuró a continuar antes de que Alan pudiera responder:
<Sí. La respuesta sigue siendo sí. —Kira>.
<Genial. —Alan>.
<¿Y tú? ¿Quieres seguir adelante? —Kira>.
Contuvo la respiración mientras enviaba el mensaje, pero Alan respondió enseguida:
<Por supuesto. Solo quería asegurarme de que estabas bien. —Alan>.
Kira se tranquilizó de inmediato.
<Mejor que bien. Y te agradezco que me lo hayas preguntado. —Kira>.
<Eso siempre, nena. ¿O debería decir… «prometida mía»? —Alan>.
A Kira se le escapó una risilla más ruidosa de lo que pretendía.
—¿Va todo bien? —preguntó Neghar; Kira sentía que la piloto la estaba observando.
—Mejor que bien.
Alan y ella continuaron charlando hasta que los retrocohetes se activaron, devolviéndola a la realidad con sus sacudidas.
<Tengo que dejarte, vamos a aterrizar. Luego hablamos. —Kira>.
<Estupendo. Pásalo bien ;-) —Alan>.
<Muy gracioso. —Kira>.
En ese momento, Geiger le habló al oído:
—Aterrizaje en diez… nueve… ocho… siete…
Su voz era tranquila y flemática, con el sutil deje sofisticado de Magallanes. Una voz más propia de un heinlein. De hecho, no le habría ido mal el nombre de Heinlein... de haber sido una persona. De carne y hueso, claro. Con un cuerpo propio.
Aterrizaron con una breve caída que le aceleró el corazón y le puso el estómago del revés. El transbordador se escoró unos grados a la izquierda mientras se posaba en el suelo.
—No tardes mucho, ¿sí? —dijo Neghar, desabrochándose el arnés. Era la pulcritud personificada, tanto por sus finas facciones como por los pliegues de su mono de piloto y la ancha franja de trenzas finas que le cruzaba la frente. En la solapa llevaba siempre una insignia de oro en recuerdo de sus compañeros fallecidos en servicio—. Yugo ha dicho que iba a preparar rollitos de canela antes del despegue. Si no nos damos prisa, se los habrán zampado todos para cuando volvamos.
Kira también se despojó del arnés.
—Será cosa de un minuto.
—Más te vale, guapa. Sería capaz de matar por esos rollitos.
El olor rancio del aire reciclado llenó la nariz de Kira mientras se colocaba el casco. Aunque la atmósfera de Adrastea era lo bastante densa como para poder respirarla, habría muerto en el intento: todavía no contenía suficiente oxígeno, algo que tardaría décadas en cambiar. La falta de oxígeno también implicaba que Adra carecía de capa de ozono. Cualquiera que se aventurara en su superficie debía asegurarse de estar totalmente protegido contra los rayos ultravioleta y otras radiaciones. De lo contrario, corrías el riesgo de terminar con la peor solanera de tu vida.
Al menos la temperatura es tolerable, pensó Kira. Ni siquiera tendría que activar el calefactor del dermotraje.
Trepó hasta la estrecha esclusa de aire y tiró de la escotilla inferior, que se cerró con un estruendo metálico.
—Se ha iniciado el intercambio atmosférico. Espere, por favor —le dijo Geiger al oído.
Cuando el indicador verde se iluminó, Kira giró la rueda de la escotilla exterior y la empujó. La puerta estanca se abrió con un desgarrador sonido de succión, y la luz rojiza del cielo de Adrastea inundó el interior de la esclusa.
La isla era un feo montón de rocas y tierra de color oxidado, aunque tan grande que Kira no alcanzaba a distinguir el otro extremo, tan solo la costa más cercana. La isla estaba rodeada por una vasta extensión de agua grisácea, más parecida a una lámina de plomo martillado. La luz rubicunda del cielo sin nubes iluminaba la cresta de las olas de aquel océano venenoso, cargado de cadmio, mercurio y cobre.
Kira bajó de un salto de la esclusa y la cerró a sus espaldas. Con el ceño fruncido, se puso a analizar la telemetría del dron averiado. El material orgánico que había detectado no estaba cerca del agua, como ella esperaba, sino en la cima de una ancha colina, varios cientos de metros al sur de su posición.
Vamos allá. Kira echó a andar por el suelo fracturado, vigilando bien sus pasos. Mientras caminaba, iban apareciendo ante sus ojos diversos bloques de texto con información sobre la composición química, la temperatura local, la densidad, la edad aproximada y la radiactividad de las distintas zonas del paisaje. El escáner del cinturón transmitía las lecturas a la holofaz de Kira y al transbordador de manera simultánea.
Kira cumplió el protocolo y revisó atentamente todo el texto, pero no veía nada nuevo. Las pocas veces que decidió tomar unas muestras de tierra, los resultados fueron tan aburridos como siempre: minerales, trazas de compuestos orgánicos y preorgánicos y un puñado de bacterias anaerobias.
Al llegar a lo alto de la colina encontró una gran roca plana que lucía varios surcos profundos, ocasionados por la última glaciación planetaria. Gran parte de su superficie estaba cubierta por unas bacterias anaranjadas con aspecto de liquen. Kira identificó la especie (B. loomisii) nada más verlas, pero de todas formas tomó una muestra para asegurarse.
En términos biológicos, Adrastea no tenía demasiado interés. El hallazgo más notable de Kira había sido una especie desconocida de bacteria metanófaga que habitaba bajo la capa de hielo ártica y presentaba una estructura lipídica un tanto inusual en sus paredes celulares. Nada más. Por supuesto, pensaba redactar un artículo sobre el bioma de Adrastea; con un poco de suerte se lo publicarían en un par de revistas especializadas poco conocidas, pero con eso no iba a dar la campanada, precisamente.
Aun así, la ausencia de formas de vida más desarrolladas era una ventaja de cara a la terraformación; Adrastea era prácticamente una esfera de arcilla en bruto, lista para que la corporación y los colonos la remodelaran a su antojo. A diferencia de Eidolon (la hermosa y letal Eidolon), en Adra no tendrían que luchar constantemente contra la flora y la fauna nativas.
Mientras Kira esperaba a que su labochip finalizara el análisis, caminó hasta la cima de la colina para contemplar el paisaje de rocas bastas en mitad del océano metálico.
Frunció el ceño de nuevo mientras pensaba en lo mucho que tardarían en poder llenar los océanos con algo más que simples algas y plancton genéticamente modificados.
Este va a ser nuestro hogar. Era una idea un tanto inquietante, pero no deprimente. Weyland no era mucho más acogedor que Adra, y Kira recordaba las tremendas mejoras que había ido viendo a lo largo de su infancia: el polvo estéril convertido en tierra fértil, la vegetación que se abría paso por el paisaje, la posibilidad de pasear por el exterior durante un rato sin necesidad de oxígeno suplementario… Kira era optimista. Adrastea era más habitable que el noventa y nueve por ciento de los planetas de la galaxia. En términos astronómicos, sus semejanzas con la Tierra eran casi perfectas, mucho más que las de un planeta de alta gravedad como Shin-Zar, e incluso más que Venus y sus ciudades flotantes entre las nubes.
Por muchas dificultades que planteara Adrastea, Kira estaba decidida a afrontarlas todas con tal de que Alan y ella pudieran estar juntos.
¡Nos vamos a casar! Kira sonrió de oreja a oreja, levantó los brazos en alto con los dedos extendidos y alzó la mirada hacia el cielo. Sentía que estaba a punto de estallar de felicidad. Nunca se había sentido tan bien.
Y en ese momento oyó un agudo pitido.
El labochip ya había terminado. Kira comprobó el resultado: tal y como sospechaba, la bacteria era B. loomisii.
Suspiró y apagó el labochip. Mendoza había hecho bien en enviarla; después de todo, la inspección de aquel material orgánico era responsabilidad del equipo de reconocimiento. Sin embargo, había sido una absoluta pérdida de tiempo.
En fin. Enseguida estaría de vuelta en la base central, con Alan, antes de salir hacia la Fidanza.
Kira se disponía a descender la colina, pero, por pura curiosidad, giró la cabeza hacia la zona de impacto del dron. Neghar había identificado y marcado la ubicación durante el descenso del transbordador.
Allí. A un kilómetro y medio de la costa, prácticamente en el centro de la isla, su holofaz trazaba un recuadro amarillo en el suelo, justo al lado de…
—Mmm.
Una formación de columnas de roca brotaba de la tierra en un ángulo oblicuo muy pronunciado. Kira nunca había visto nada semejante en ningún lugar de Adra (y había visitado muchos).
—Petra, selecciona el objetivo visual. Analízalo.
Su sistema respondió al instante, mostrándole un nuevo recuadro que enmarcaba la formación rocosa y desplegando una larga lista de elementos. Kira enarcó las cejas. Ella no era geóloga, como Alan, pero sabía lo suficiente del tema como para darse cuenta de lo inusual que era la presencia de tantos elementos juntos.
—Activa la visión térmica —murmuró.
El visor se oscureció, transformando el paisaje en un cuadro impresionista de azules, negros y (allí donde el suelo había absorbido el calor del sol) rojos apagados. rojos apagados. Como era de esperar, la formación rocosa coincidía a la perfección con la temperatura ambiente.
<Oye, échale un ojo a esto. —Kira>.
Le envió las lecturas a Alan. Al cabo de un minuto:
<¡La hostia! ¿Seguro que tu equipo funciona bien? —Alan>.
<Creo que sí. ¿Qué puede ser? —Kira>.
<No lo sé. Tal vez una extrusión de lava… ¿Podrías escanearlo o recoger unas muestras? Tierra, roca… lo que te vaya mejor. —Alan>.
<Si insistes… Va a ser una buena caminata. —Kira>.
<Me aseguraré de que merezca la pena. —Alan>.
<Mmm. Me gusta cómo suena eso, amor. —Kira>.
<Pues ya sabes. —Alan>.
Kira sonrió y apagó los infrarrojos mientras echaba a andar pendiente abajo.
—Neghar, ¿me recibes?
Se oyó el fugaz chasquido de las interferencias.
*¿Qué pasa?*.
—Voy a tardar una media hora más. Lo siento.
*¡No me jodas! Esos bollitos no durarán más de…*.
—Ya lo sé. Tengo que investigar una cosa para Alan.
*¿El qué?*.
—Unas rocas, tierra adentro.
*¿Vas a renunciar a los rollitos de canela de Yugo por unos PEDRUSCOS?*.
—Lo siento, es lo que toca. Además, nunca había visto nada parecido.
Un momento de silencio.
*Está bien. Pero mueve el culo, ¿me oyes?*.
—Recibido. Iniciando movimiento de culo —dijo Kira, echándose a reír entre dientes mientras apretaba el paso.
En cuanto el terreno irregular se lo permitió, echó a correr con un trote no demasiado apresurado. Diez minutos después, llegó al afloramiento oblicuo. Era más grande de lo que creía.
El punto más alto se encontraba a más de siete metros de altura, y la base de la formación medía más de veinte metros de ancho; era incluso más grande que el transbordador. Aquel cúmulo de columnas quebradas de roca negra y facetada le recordaba al basalto, pero la superficie tenía una especie de brillo oleoso, más similar al carbón o al grafito.
Había algo en el aspecto de aquellas rocas que le daba mala espina. Se le antojaban demasiado oscuras, demasiado duras y afiladas, demasiado distintas del resto del paisaje. Un solitario chapitel ruinoso en mitad de un desierto de granito. Y aunque sabía que eran imaginaciones suyas, el afloramiento rocoso parecía estar rodeado por un aura inquietante, una especie de vibración apenas perceptible en el ambiente, con la intensidad justa para resultar molesta. De haber sido un gato, Kira estaba segura de que tendría el pelaje erizado.
Frunció el ceño y se rascó los antebrazos.
Claramente, no parecía que se hubiera producido ninguna erupción volcánica en aquella zona. ¿Quizá el impacto de un meteoro? Tampoco tenía sentido: no había cráter ni depresión alguna en el terreno.
Rodeó la base de la formación, examinándola con atención. En el lado contrario encontró los restos del dron: una larga hilera de componentes rotos, derretidos y aplastados contra el suelo.
Tiene que haber sido el relámpago del siglo, pensó Kira. El dron tenía que haberse estrellado a mucha velocidad para desperdigarse de esa manera.
Kira se revolvió, incómoda. Fuera lo que fuera aquella formación rocosa, sería mejor dejar que Alan se ocupara de desentrañar el misterio. Así tendría algo con lo que entretenerse durante el viaje de salida del sistema.
Tomó una muestra de tierra y buscó por el suelo hasta encontrar un pedazo de roca negra desprendida del afloramiento. La levantó para examinarla al sol. Tenía una estructura claramente cristalina, un patrón de escamas que le recordaba al tejido de fibra de carbono. ¿Son cristales de impacto? En cualquier caso, era algo muy poco común.
Guardó la roca en una bolsa de muestras y echó un último vistazo a la formación rocosa.
Y entonces, un destello plateado a varios metros de altura captó su atención.
Kira se detuvo de nuevo para observarlo.
En una de las columnas había una grieta por la que se adivinaba una veta blanquecina e irregular. La analizó con su holofaz, pero la veta estaba demasiado profunda como para obtener una buena lectura desde allí. El escáner solo pudo confirmarle que no era radiactiva.
El comunicador chisporroteó.
*¿Cómo vas, Kira?*.
—Casi he acabado.
*Muy bien. Date prisa, ¿quieres?*.
—Ya voy, ya voy —murmuró Kira entre dientes.
Observó la grieta mientras intentaba decidir si valía la pena escalar la formación rocosa para examinarla más de cerca. Estuvo a punto de contactar con Alan para preguntárselo, pero finalmente prefirió no molestarlo. Si Kira no conseguía descubrir qué era aquella veta, sabía que el misterio atormentaría a Alan hasta que, con suerte, los dos volvieran a Adra y él pudiera examinarla personalmente.
Kira no podía hacerle eso. Lo había visto quedarse despierto hasta tarde demasiadas veces, obsesionado con las imágenes borrosas de algún que otro dron.
Además, esa grieta no era tan difícil de alcanzar. Si empezaba a trepar por ahí y luego saltaba hasta allí, quizá… Kira sonrió. Era un desafío emocionante. Su dermotraje no tenía geckoadhesivos instalados, pero tampoco deberían hacerle falta para un ascenso tan sencillo.
Se acercó a una columna inclinada cuyo extremo superior quedaba a tan solo un metro por encima de su cabeza. Inspiró hondo, flexionó las rodillas y saltó.
Los bordes ásperos de la roca se le hundieron en los dedos al agarrarse. Balanceó la pierna para pasarla por encima de la columna y, con un gruñido de esfuerzo, consiguió auparse.
Kira permaneció a gatas sobre la superficie irregular hasta que su corazón se calmó. Después se puso de pie lentamente, procurando mantener el equilibrio sobre la columna.
A partir de ahí todo era relativamente sencillo. Pasó de un brinco a la siguiente columna oblicua, que a su vez le permitió ascender por varias más. Era como subir por una gigantesca escalera vieja y ruinosa.
El último metro fue un poco más difícil: Kira tuvo que introducir los dedos entre dos columnas para sujetarse mientras pasaba de un asidero a otro con los pies. Por suerte, había un gran saliente justo debajo de la grieta que intentaba alcanzar, lo bastante ancho como para recorrerlo con comodidad.
Kira sacudió las manos para que volviera a circular la sangre por sus dedos y caminó por el saliente hasta la fisura, sintiendo una gran curiosidad.
Vista desde cerca, la veta blanca tenía un aspecto metálico y dúctil, como si se tratara de plata pura. Pero no podía serlo: demasiado lustre.
Analizó la veta con su holofaz.
¿Terbio?
Apenas le sonaba el nombre; seguramente fuera uno de los elementos del grupo del platino. No se molestó en buscarlo, pero estaba claro que no era normal encontrar un metal como ese en una forma tan pura.
Kira se inclinó hacia delante, asomándose a la grieta para darle al escáner un ángulo más favorable…
¡Bum! Sonó tan fuerte como un disparo. Kira dio un respingo de sorpresa, resbaló y sintió que todo el saliente cedía bajo sus pies.
Se precipitó desde lo alto…
En su mente apareció la imagen fugaz de su propio cuerpo estampado contra el suelo, inerte.
Kira gritó y manoteó para intentar agarrarse a la columna más cercana, pero falló y…
La oscuridad la engulló. Un trueno le sacudía los oídos y un relámpago la cegaba cada vez que su cabeza rebotaba contra las rocas, que la golpeaban dolorosamente en brazos y piernas desde todas direcciones.
Aquel suplicio pareció durar varios minutos.
De pronto notó una inesperada sensación de ingravidez…
… y un segundo después, se estrelló contra un montículo de rocas duras y puntiagudas.
Kira yacía en el suelo, aturdida.
El impacto la había dejado sin aliento. Intentó tomar aire, pero sus músculos tardaban en responder. Durante un momento sintió que se ahogaba, pero finalmente su diafragma se relajó y le abrió los pulmones.
Boqueó, buscando desesperadamente el oxígeno.
Después de inspirar varias veces, se obligó a dejar de jadear. La hiperventilación le impediría pensar con claridad.
Ante ella no veía más que roca y sombras.
Consultó su holofaz: dermotraje intacto, sin roturas detectadas. Pulso y presión sanguínea elevados, niveles de O2 entre normales y altos, cortisol por las nubes (como era de esperar). Comprobó con alivio que no se veían huesos rotos, aunque el codo derecho le dolía como si se lo hubieran destrozado a martillazos. Le esperaban varios días de agujetas y magulladuras.
Meneó los dedos de las manos y los pies para comprobar que funcionaban correctamente.
Con la lengua, Kira activó dos dosis de Norodon líquido. Sorbió el analgésico por el tubo de alimentación y se lo tomó de un solo trago, ignorando su sabor empalagoso. El Norodon tardaría unos minutos en hacer todo su efecto, pero ya empezaba a notar cómo el dolor iba pasando a un segundo plano.
Estaba tendida sobre un montón de restos de roca, cuyos bordes y esquinas se le hundían en la espalda con desagradable insistencia. Esbozó una mueca y rodó sobre sí misma para bajar del montículo hasta quedar a gatas.
El suelo era sorprendentemente plano y estaba cubierto por una gruesa capa de polvo.
Aunque le dolía todo el cuerpo, Kira se puso de pie, mareándose por el súbito movimiento. Apoyó las manos en los muslos hasta que el mareo remitió, y después echó un vistazo a su alrededor.
La única fuente de luz era un pequeño haz que entraba desde el agujero por el que Kira se había colado, pero le bastó para comprobar que se encontraba dentro de una caverna circular de unos diez metros de ancho…
No, no era ninguna caverna.
Tardó un rato en comprender la gran incongruencia de lo que estaba viendo. El suelo era plano. Las paredes, lisas. El techo, perfectamente curvo, como el de una cúpula. Y en el centro exacto de la cueva se alzaba una… ¿estalagmita? Una estalagmita que le llegaba por la cintura, con la cima más ancha que la base.
La mente de Kira iba a toda velocidad, intentando imaginar el posible origen de aquel curioso espacio. ¿Un remolino de agua? ¿Un vórtice de aire? No, eso habría creado surcos y estrías por todas partes… ¿Una burbuja de lava? Pero aquella roca no era volcánica.
Entonces lo comprendió. La solución era tan improbable que no se había planteado siquiera esa posibilidad, por muy obvia que fuera.
La cueva no era una cueva. Era una sala.
«Thule», susurró. No era una persona religiosa, pero en aquel momento la única reacción apropiada era una plegaria.
Alienígenas. Alienígenas inteligentes. El temor y la excitación hicieron presa de ella. Sentía la piel caliente, el cuerpo empapado en sudor y el corazón desbocado.
A lo largo de la historia, únicamente se había encontrado otro artefacto alienígena: la Gran Baliza de Talos VII. Kira solo tenía cuatro años en el momento del hallazgo, pero todavía se acordaba de la noticia. Las calles de Highstone se habían quedado sumidas en un silencio sepulcral, mientras todos los transeúntes miraban fijamente sus respectivas holofaces, intentando digerir la información: no, los humanos no eran la única raza sintiente que había evolucionado en la galaxia. La historia del Dr. Crichton, xenobiólogo y único superviviente de la primera expedición a la Baliza, había sido una de las primeras y principales inspiraciones de Kira en su carrera como xenobióloga. A veces, cuando se sentía especialmente soñadora, había fantaseado con hacer un descubrimiento igual de trascendental, pero las posibilidades de que eso ocurriera eran tan remotas que se le antojaban imposibles.
Kira se obligó a respirar de nuevo. Necesitaba mantener la mente despejada.
Nadie sabía qué había sido de los constructores de la Baliza. Habían muerto o desaparecido hacía muchísimo tiempo, y nunca se había encontrado ninguna pista acerca de su naturaleza, sus orígenes ni sus intenciones. ¿Serían los mismos que crearon esto?
Fuera cual fuera la verdad, aquella sala suponía un hallazgo histórico. Seguramente, aquella caída accidental iba a ser lo más importante que Kira haría en toda su vida. La noticia de su descubrimiento se extendería a lo largo y ancho del espacio colonizado. Entrevistas, conferencias… Todo el mundo hablaría de ello. La de artículos científicos que podría escribir… Mucha gente había basado toda su carrera profesional en hallazgos mucho menores.
Sus padres estarían muy orgullosos. Sobre todo su padre. Nada le alegraría tanto como conseguir otra prueba más de la existencia de alienígenas inteligentes.
Todo a su tiempo. Para empezar, tenía que asegurarse de sobrevivir a aquella experiencia. No sabía nada sobre aquel lugar. ¿Y si era un matadero automático? Kira comprobó dos veces las lecturas de su traje, un tanto paranoica. Sin roturas. Mejor, así no tendría que preocuparse por la contaminación de organismos alienígenas.
Activó su radio.
—Neghar, ¿me recibes?
Silencio.
Probó de nuevo, pero su sistema no conseguía conectarse al transbordador, seguramente por culpa de la gruesa capa de roca. Pero no le preocupaba demasiado: Geiger alertaría a Neghar de que algo iba mal en cuanto perdiera la conexión con su dermotraje. No tardarían en venir a rescatarla.
Y le hacía falta, la verdad. Era completamente imposible salir de allí sola sin la ayuda de unos geckoadhesivos. El techo tenía más de cuatro metros de altura, y no veía el menor asidero. A través del agujero por el que había caído veía la mancha pálida y lejana del cielo. No sabía a qué profundidad se encontraba exactamente, pero parecía estar muy por debajo de la superficie.
Al menos había tenido la suerte de no caer a plomo. Seguramente por eso seguía viva.
Continuó examinando la sala desde donde estaba, sin moverse. A primera vista, aquella cámara no tenía entradas ni salidas. El pedestal que había tomado por una estalagmita presentaba una depresión superior en forma de cuenco, no demasiado profunda. En su interior se había ido acumulando una espesa capa de polvo que ocultaba el color de la superficie de roca.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Kira empezó a distinguir unas largas líneas de color azul oscuro que surcaban las paredes y el techo en ángulos oblicuos, formando unos patrones similares a los de una placa base primitiva, aunque mucho más separados los unos de los otros.
¿Es arte? ¿Lenguaje? ¿Tecnología? A veces no resultaba tan fácil distinguirlos. ¿Se encontraba en una especie de tumba? Aunque claro, tal vez aquellos alienígenas no enterraran a sus muertos. Imposible saberlo.
—Activa la visión térmica —murmuró Kira. Su holofaz le mostró una réplica borrosa de la estancia, en la que solo destacaba la zona calentada por el haz de luz. No había láseres ni señales térmicas de ningún tipo—. Desactiva la visión térmica.
Tal vez la sala estuviera llena de sensores pasivos, pero en tal caso su presencia no había desencadenado ninguna reacción perceptible. De todas formas, lo más prudente era dar por hecho que la estaban observando.
Al pensar en eso, se apresuró a desactivar el escáner del cinturón. Tal vez los alienígenas podían interpretar las señales del dispositivo como una amenaza.
Repasó las últimas lecturas del escáner: la radiación ambiental era más alta de lo normal allí dentro, debido a la acumulación de gas radón; por otro lado, las paredes, el techo y el suelo contenían la misma mezcla de minerales y elementos que había detectado en la superficie.
Kira levantó la vista de nuevo hacia la mancha luminosa del cielo. Neghar no tardaría mucho en llegar al afloramiento con el transbordador. A lo sumo unos minutos, un tiempo que Kira podía aprovechar para examinar el hallazgo más importante de su vida. Sabía perfectamente que, una vez que la sacaran del agujero, ya no la dejarían volver a entrar. Por ley, era obligatorio informar de cualquier prueba de inteligencia alienígena a las autoridades de la Liga de Mundos Aliados. Pondrían en cuarentena la isla (y buena parte del continente, seguramente) y enviarían a su propio equipo de expertos para estudiar la zona.
Eso no quería decir que Kira estuviera dispuesta a infringir el protocolo. Por mucho que le apeteciera darse una vuelta y observarlo todo más de cerca, sabía que tenía el deber moral de no alterar aquella cámara más de lo que lo había hecho ya. La preservación de su estado actual era más importante que sus ambiciones personales.
Así que se quedó donde estaba, a pesar de la frustración casi insoportable que sentía. Si tan solo pudiera tocar las paredes…
Al observar de nuevo el pedestal, se fijó en que la estructura le llegaba por la cintura. ¿Quería eso decir que los alienígenas tenían aproximadamente la misma estatura que los humanos?
Se revolvió, incómoda. Las magulladuras de las piernas le palpitaban, a pesar del efecto del Norodon. Empezaba a tiritar, así que conectó el calefactor del traje. No hacía tanto frío en la cámara, pero ahora que la adrenalina de la caída empezaba a remitir, sentía las manos y los pies helados.
En el otro extremo de la sala, un nudo de líneas agrupadas captó su atención. No era más grande que la palma de su mano, pero a diferencia del resto, aquellas líneas…
¡Crac!
Kira se volvió hacia el sonido justo a tiempo de ver cómo una roca del tamaño de un melón se desplomaba desde la abertura del techo, directamente encima de ella.
Soltó un grito y se apartó atropelladamente. Se le enredaron las piernas y cayó de bruces, dándose un fuerte golpe en el pecho.
La roca se estrelló contra el suelo, detrás de ella, levantando una turbia nube de polvo.
Kira tardó un segundo en recuperar el aliento. El corazón volvía a latirle a toda velocidad. Esperaba que de un momento a otro empezaran a sonar alarmas. Que algún sistema defensivo horriblemente eficaz la fulminara.
Pero no ocurrió nada más. No se oían alarmas. No parpadeaban luces. No se abrían trampillas bajo sus pies ni se activaban láseres para llenarla de diminutos agujeros.
Se levantó de nuevo, ignorando el dolor. Sentía el tacto blando del polvo bajo las botas, amortiguaban sus pisadas hasta tal punto que solamente oía su propia respiración agitada.
El pedestal estaba justo delante de ella.
Mierda, pensó Kira. Debería haber tenido más cuidado. Sus instructores de la facultad le habrían cantado las cuarenta por cometer semejante error.
Volvió a concentrar su atención en el pedestal. La concavidad superior le recordaba a una palangana. Bajo el polvo acumulado, se adivinaban más líneas que surcaban la cara interior del hueco cóncavo. Y… al acercarse para verlas mejor, se dio cuenta de que parecían emanar un tenue brillo azulado, muy difuminado por las partículas que flotaban por el aire como granos de polen.
Sintió curiosidad. ¿Será bioluminiscencia? ¿O utilizaba alguna fuente de energía artificial?
Desde el exterior de la estructura empezaba a llegarle el creciente rugido de los motores del transbordador. No le quedaba demasiado tiempo, como mucho un par de minutos.
Kira se mordió el labio. Ojalá pudiera seguir examinando aquel cuenco… Sabía que lo que estaba a punto de hacer estaba mal, pero no podía contenerse. Tenía que averiguar algo más concreto sobre aquel increíble artefacto.
No era tan tonta como para tocar el polvo. Los que cometían esa clase de errores terminaban devorados, infectados o disueltos en ácido. En vez de eso, sacó del cinturón un pequeño aerosol de aire comprimido y lo usó para apartar el polvo del borde del cuenco.
El polvo salió volando, formando veloces remolinos que dejaron al descubierto las líneas. En efecto, emitían un inquietante brillo azulado que le recordaba a una descarga eléctrica.
Kira se estremeció de nuevo, aunque no de frío. Tenía la sensación de que se estaba adentrando en territorio prohibido.
Ya es suficiente. Estaba tentando demasiado a la suerte. Había llegado el momento de una retirada estratégica.
Se giró para alejarse del pedestal.
Notó un súbito tirón en la pierna: su pie derecho se había quedado atascado. Soltó un grito de sorpresa y cayó de rodillas. Al hacerlo, el tendón de Aquiles del tobillo paralizado se tensó hasta desgarrarse. Kira profirió un aullido de dolor.
Reprimiendo las lágrimas, bajó la vista hasta su pie.
Polvo.
Un montón de polvo negro le cubría el pie; un polvo que se movía, que se agitaba. Salía del cuenco, descendía por el pedestal y reptaba hasta su pie. Ante la mirada atónita de Kira, la sustancia empezó a trepar lentamente por su pierna, siguiendo el contorno de sus músculos.
Kira gritó e intentó liberarse de un tirón, pero el polvo la sujetaba con la firmeza de una cerradura magnética. Se quitó el cinturón, lo plegó en dos y lo usó a modo de látigo para golpear aquella masa informe. Pero sus azotes no consiguieron desprender ni una sola mota de aquel polvo.
—¡Neghar! —chilló—. ¡Socorro!
Con el corazón latiéndole tan fuerte que no conseguía oír nada más, Kira extendió el cinturón con ambas manos e intentó usarlo a modo de espátula sobre su muslo. El borde del cinturón dejaba una pequeña impresión en el polvo, pero por lo demás no surtía ningún efecto.
El enjambre de partículas ya había llegado hasta su cintura. Las sentía presionándole la pierna como una serie de vendas constrictoras y móviles.
No quería hacerlo, pero no le quedaba otra opción: con la mano derecha, Kira intentó agarrar el polvo a puñados para desprenderlo.
Sus dedos se hundieron en el enjambre de partículas como si estuvieran hechas de espuma. No había nada que sujetar. Cuando retiró la mano, el polvo la acompañó, envolviéndole los dedos con sus gruesos zarcillos.
—¡Agh! —Kira frotó la mano contra el suelo, pero no sirvió de nada.
El miedo la atenazó al sentir que algo le hacía cosquillas en la muñeca, y supo que el polvo había conseguido introducirse por las costuras de los guantes.
—¡Bloqueo de emergencia! ¡Cierre hermético! —A Kira le costaba hablar con claridad. Sentía la boca seca y la lengua pastosa.
Su traje respondió al instante, ciñéndole las extremidades y el cuello hasta formar un sello estanco con su piel. Pero eso no detuvo el polvo. El gélido hormigueo avanzó por el antebrazo, llegó hasta el codo y continuó hacia el hombro.
—¡Socorro! ¡Socorro! —vociferó Kira—. ¡Socorro! ¡Neghar! ¡Geiger! ¡Socorro! ¡¿Me oye alguien?! ¡Auxilio!
El polvo seguía avanzando tanto dentro como fuera del traje. Por fuera, le cubrió el visor hasta sumir a Kira en la oscuridad. Y por dentro, sus zarcillos continuaban reptando como gusanos, envolviéndole el hombro, el cuello y el pecho.
Un terror irracional se apoderó de Kira. Terror y repugnancia. Tiró de la pierna con todas sus fuerzas. Sintió que le cedía el tobillo, pero el pie seguía firmemente anclado al suelo.
Gritó y arañó el visor para intentar despejarlo.
El polvo se arrastraba por su mejilla, en dirección al rostro. Kira volvió a gritar una última vez antes de cerrar la boca y contener la respiración.
Sentía el corazón a punto de estallar.
¡Neghar!
Como las patas de un millar de insectos diminutos, el polvo avanzó hasta cubrirle los ojos. Un momento después, llegó hasta la boca. Y cuando le entró por las fosas nasales, comprobó que su tacto trémulo y áspero era tan horrible como se lo había imaginado.
Qué imbécil… no debería… ¡Alan!
Kira vio el rostro de Alan ante ella, y una abrumadora sensación de injusticia se hizo un hueco al lado del miedo. ¡No podía terminar así! Pero entonces ya no pudo resistir la presión que sentía en la garganta y no le quedó más remedio que abrir la boca para gritar, mientras el torrente de polvo se colaba velozmente por ella.
Y todo quedó a oscuras.