CAPÍTULO I

SUEÑOS

1.

Zeus, el gigante gaseoso, empezaba a ocultar por el horizonte su inmenso rostro naranja, iluminado por una luz mortecina y rojiza. A su alrededor resplandecía un campo de estrellas, cuyo fulgor destacaba sobre la negrura del espacio, y bajo su mirada de cíclope sin párpado se extendía un desierto gris salpicado de piedras.

Un puñado de edificios se alzaban, arracimados, en la inhóspita llanura. Cúpulas, conductos y salas acristaladas constituían un solitario rincón de vida y calor en pleno entorno alienígena.

En el estrecho laboratorio del complejo, Kira luchaba por sacar el secuenciador genético de su nicho de la pared. El aparato no era especialmente voluminoso, pero pesaba mucho y no conseguía sujetarlo con firmeza.

«Mierda», murmuró mientras intentaba colocarse en una posición más cómoda.

La mayoría del instrumental permanecería en Adrastea, aquella luna del tamaño de la Tierra que llevaban cuatro meses estudiando. La mayoría, pero no todo. El secuenciador genético formaba parte del kit básico de cualquier xenobiólogo, por lo que acompañaba a Kira a todas partes. Además, no tardarían en llegar los primeros colonos a bordo de la Shakti-Uma-Sati; colonos que sin duda traerían consigo secuenciadores más modernos, y no el modelo portátil y cutre que le había endosado la corporación.

Kira volvió a tirar del dispositivo, pero le resbalaron los dedos de nuevo. Esta vez dejó escapar un grito ahogado al notar que uno de los bordes de metal le hacía un corte en la palma de la mano. Soltó el secuenciador y examinó la herida, por la que ya empezaba a caer un hilillo de sangre.

Kira gruñó, enseñándole los dientes al secuenciador genético, y le propinó un fuerte golpe. No sirvió de mucho. Cerró con fuerza la mano herida y caminó de un lado a otro por el laboratorio, respirando agitadamente mientras esperaba a que el dolor remitiera.

Por lo general, la tozudez de aquella máquina no conseguía sacarla de sus casillas. Por lo general. Pero hoy el temor y la tristeza pudieron más que la razón. Todo el equipo se marchaba a la mañana siguiente; el transbordador los llevaría hasta su transporte, la Fidanza, que ya orbitaba alrededor de Adra. Y dentro de unos días, las diez personas que componían el equipo de reconocimiento (incluida Kira) entrarían en sueño criónico. Cuando despertaran en 61 Cygni, dos semanas después, cada cual se iría por su lado. Kira no volvería a ver a Alan durante… a saber cuánto. Meses, eso seguro. Posiblemente más de un año, si tenían mala suerte.

Kira cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, soltando un suspiro que se transformó en lamento. No se acostumbraba a aquella danza que mantenía con Alan, por mucho que esta se repitiera. Más bien al contrario: cada vez la odiaba más.

Los dos se habían conocido hacía un año, en un gran asteroide que la corporación mercantil Lapsang planeaba explotar; Alan estaba a cargo del estudio geológico. Los dos pasaron cuatro días juntos en aquel asteroide. Al principio le atrajeron la risa y la mata de cabello cobrizo de Alan, pero lo que la impresionó de verdad fueron su diligencia y su minuciosidad. A Alan se le daba bien su trabajo y nunca perdía la calma durante una emergencia.

Kira llevaba mucho tiempo sola, tanto que ya se había convencido de que jamás encontraría a nadie. Y entonces ocurrió el milagro: Alan entró en su vida. De pronto, Kira quería a alguien. Y alguien la quería a ella.

Siguieron hablando, enviándose largos holomensajes a través de las estrellas. Gracias a una combinación de suerte y artimañas burocráticas, habían conseguido que les asignaran el mismo destino varias veces.

Pero no era suficiente. Para ninguno de los dos.

Hacía dos semanas que habían solicitado a la corporación un permiso para ser reconocidos como pareja (y, por tanto, para que a partir de entonces los asignaran siempre a las mismas misiones), pero no había garantías de éxito. La corporación Lapsang se estaba expandiendo en demasiados frentes: manejaban muchos proyectos y andaban justos de personal.

Si les rechazaban la solicitud… la única solución para poder vivir juntos de forma permanente sería cambiar de oficio, buscarse un empleo que no implicara tantos desplazamientos. Kira estaba dispuesta (incluso había empezado a buscar anuncios en la red la semana pasada), pero no le parecía justo pedirle a Alan que renunciara a su carrera profesional por ella. Era pronto para eso.

Mientras tanto, lo único que podían hacer era aguardar el veredicto de la corporación. Y teniendo en cuenta lo mucho que tardaban en llegar los mensajes a Alfa Centauri y la lentitud del departamento de recursos humanos, no esperaban una respuesta hasta finales del mes siguiente, como mínimo. Y para entonces, tanto Kira como Alan ya habrían sido destinados a lugares diferentes.

Era muy frustrante. Su único consuelo era el propio Alan; él hacía que todo mereciese la pena. Kira solamente quería estar con él, sin tener que preocuparse por tantas bobadas.

Se acordó de la primera vez que Alan la había abrazado. Se había sentido muy bien, a salvo, entre aquellos cálidos brazos. Y pensó también en la carta que él le había escrito tras el primer encuentro, sincerándose con ella y abriéndole su corazón. Nadie había hecho nada parecido por Kira… Alan siempre tenía tiempo para ella. Siempre le demostraba su cariño con gestos pequeños o grandes, como el estuche personalizado que le había regalado para guardar el labochip antes de su viaje al Ártico.

Aquellos recuerdos habrían bastado para hacerla sonreír, pero todavía le dolía la mano. Además, no podía dejar de pensar en lo que ocurriría por la mañana.

«Ven aquí, cabronazo», dijo mientras se dirigía al secuenciador genético a grandes zancadas y tiraba de él con todas sus fuerzas.

Con un chirrido de protesta, el secuenciador cedió.

2.

Esa noche, el equipo al completo se reunió en el comedor para celebrar el fin de la misión. Kira no estaba para fiestas, pero al fin y al cabo esa era la tradición. Independientemente de su resultado, el final de una expedición era un acontecimiento digno de ser conmemorado.

Kira se puso un vestido verde con ribetes dorados y se pasó una hora rizándose el cabello y peinándoselo en un recogido alto. No era gran cosa, pero sabía que Alan reconocería su esfuerzo. Como siempre.

No se equivocaba. En cuanto la vio salir al pasillo desde su cuarto, se le iluminó el rostro y se acercó corriendo para estrecharla entre sus brazos. Kira apoyó la frente en la pechera de la camisa de Alan.

—No hace falta que vayamos, ¿sabes?

—Ya lo sé —contestó él—, pero deberíamos hacer acto de presencia. —Le dio un beso en la frente. Kira se obligó a sonreír.

—Está bien, tú ganas.

—Esa es mi chica. —Alan le devolvió la sonrisa y le recogió un rizo detrás de la oreja izquierda.

Kira imitó su gesto. Nunca dejaba de sorprenderle el contraste del cabello de Alan sobre su piel pálida. A diferencia del resto del equipo, él nunca se ponía moreno, por mucho tiempo que pasara en el exterior o bajo las luces de espectro total de las naves.

—De acuerdo —dijo Kira en voz baja—. Allí vamos.

El comedor estaba lleno cuando entraron. Los otros ocho miembros del equipo de reconocimiento estaban repartidos alrededor de las estrechas mesas. El atronador chirrock de Yugo sonaba por los altavoces, Marie-Élise repartía vasos de ponche que llenaba en el gran cuenco de plástico que había sobre la encimera, y Jenan bailaba como si se hubiera bebido un litro de matarratas. Pensándolo bien, era muy posible que lo hubiera hecho.

Kira estrechó la cintura de Alan con el brazo y se esforzó por adoptar una expresión alegre. Ese no era el momento de agobiarse con pensamientos deprimentes.

Pero… no podía evitarlo.

Seppo los abordó en cuanto los vio. El botánico se había recogido el cabello en un moño alto para la ocasión, lo que acentuaba todavía más su rostro anguloso.

—Cuatro horas —dijo mientras se acercaba, derramando parte de su bebida al gesticular—. ¡Cuatro horas he tardado en desatascar mi oruga!

—Lo siento, Seppo —dijo Alan en tono jovial—. Ya te dije que no podíamos llegar antes.

—¡Bah! La arena se me ha metido hasta en el dermotraje. ¿Sabéis lo incómodo que es? Tengo la piel en carne viva. ¡Mirad! —Se subió la camisa raída para enseñarles una marca roja que le cruzaba el vientre, justo por donde pasaba la costura inferior del dermotraje.

—Hagamos una cosa —dijo Kira—. Cuando volvamos a Vyyborg te invitaré a una copa para compensártelo. ¿Qué te parece?

Seppo levantó la mano y señaló a Kira.

—Es… una compensación aceptable. Pero ¡basta de arena!

—Basta de arena —repitió Kira.

—Y tú —dijo Seppo, señalando ahora a Alan—. Tú… ya sabes.

Mientras el botánico se alejaba con paso vacilante, Kira miró a Alan.

—¿A qué se refiere?

Alan se rio entre dientes.

—No tengo ni idea. Pero se me va a hacer muy raro no verlo a diario.

—Sí.

Después de una ronda de bebidas y conversación, Kira se retiró al fondo de la sala y se recostó contra la pared. No quería perder a Alan (otra vez), pero tampoco le hacía gracia despedirse del resto del equipo. Los cuatro meses que habían pasado en Adra los habían convertido en una familia. Una familia curiosa y extravagante, pero también muy importante para ella. Iba a ser sumamente doloroso separarse de ellos; Kira se iba dando cuenta a medida que se acercaba el momento.

Bebió otro largo trago de aquel ponche con sabor a naranja. Ya había pasado por situaciones similares (Adra no era la primera futura colonia a la que la enviaba la corporación). Después de siete años viajando de roca en roca y pasándose la mitad del tiempo en crionización, Kira empezaba a sentir una grave falta de… amigos. De familia. De compañía.

Y ahora estaba a punto de perderlo todo. Otra vez.

Alan se sentía igual: Kira lo veía en su mirada mientras se paseaba por el comedor, charlando con todos los miembros del equipo. Probablemente los demás también estaban tristes, pero intentaban disimularlo con alcohol, bailes y unas carcajadas demasiado estridentes para ser totalmente sinceras.

Kira hizo una mueca y se tomó el vaso de ponche. Hora de rellenar.

El chirrock sonaba cada vez más alto. Era un tema de Todash and the Boys. La vocalista aullaba: «… escapaaaaar. Y no hay nadie tras la puerta. No, no hay nadie tras la puerta. ¿Quién llama a la puerta, amor?». Su voz, cada vez más aguda, se elevaba en un crescendo tembloroso y estridente; daba la impresión de que sus cuerdas vocales estaban al borde del colapso.

Kira se apartó de la pared. Acababa de echar a andar hacia el cuenco de ponche cuando vio a Mendoza, el jefe de la expedición, que se abría paso hacia ella. No le costaba trabajo: era corpulento como un toro. A menudo se preguntaba si Mendoza habría nacido en una colonia de alta gravedad, como Shin-Zar, pero él aseguraba que se había criado en un hábitat anular, cerca de Alfa Centauri. Sin embargo, Kira seguía sin estar convencida.

—Kira, tenemos que hablar —le dijo Mendoza mientras se acercaba.

—¿De qué?

—Hay un problema.

Kira soltó un resoplido.

—Siempre hay algún problema.

Mendoza se encogió de hombros y se enjugó la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo trasero del pantalón. En su piel se reflejaban las luces de colores que habían colgado del techo, y también tenía manchas de sudor en las axilas.

—Tienes razón, pero esto es urgente. Uno de los drones que enviamos al sur ha dejado de dar señal. Todo indica que una tormenta lo ha desactivado.

—¿Y qué? Enviad otro.

—Están demasiado lejos, y tampoco tenemos tiempo para imprimir uno nuevo. Lo último que detectó ese dron fue un material orgánico cerca de la costa. Hay que verificarlo antes de que nos vayamos.

—Venga ya. ¿De verdad pretendes hacerme salir mañana? Ya he catalogado hasta el último microbio de Adra. —El trayecto le impediría pasar la mañana con Alan, y Kira no estaba dispuesta a renunciar al poco tiempo que les quedaba juntos.

Los ojos de Mendoza le lanzaron una mirada de «no me toques los huevos» bajo sus espesas cejas.

—El protocolo es el protocolo, Kira. No podemos arriesgarnos a que los colonos se topen con algo desagradable. Algo como el Azote. No te conviene tener ese peso en la conciencia. Créeme.

Kira se llevó el vaso a los labios, pero se acordó de que estaba vacío.

—Por Dios, manda a Ivanova. Los drones son suyos, ¿no? Y ella es tan capaz de utilizar un labochip como yo. No…

—Vas a ir tú —insistió Mendoza con voz férrea—. Saldrás a las seis cero cero; no hay más que hablar. —Su expresión se suavizó ligeramente—. Lo siento, pero tú eres la xenobióloga del equipo, y el p…

—Y el protocolo es el protocolo —dijo Kira—. Está bien, está bien, yo me ocupo. Pero te aseguro que no merece la pena.

Mendoza le dio unas palmadas en el hombro.

—Mejor. Espero que tengas razón.

Mientras Mendoza se alejaba, un mensaje de texto apareció de pronto en el campo de visión de Kira:

<Eh, nena, ¿va todo bien? —Alan>.

Kira subvocalizó su respuesta:

<Sí, tranquilo. Me ha surgido más trabajo. Luego te cuento. —Kira>.

Alan la miró desde el otro extremo del comedor y levantó el pulgar con gesto bobalicón. Kira esbozó una sonrisa sin poder evitarlo. Buscó el cuenco de ponche con la mirada y se dirigió hacia él en línea recta. Necesitaba urgentemente otra copa.

Marie-Élise la interceptó cuando llegó junto al cuenco, moviéndose con la elegancia de una exbailarina. Como siempre, tenía los labios fruncidos a un lado de la boca, como si estuviera a punto de lucir una sonrisa pícara… o de soltar algún comentario mordaz (y Kira ya había oído más de uno). Marie-Élise ya era alta de por sí, pero con los tacones negros que se había imprimido para la fiesta, le sacaba más de una cabeza a Kira.

—Te voy a echar de menos, chérie —le dijo, inclinándose para besar a Kira en las mejillas.

—Lo mismo digo —contestó Kira, notando que ella también se ponía sentimental. Después de Alan, Marie-Élise era su mejor amiga dentro del equipo. Habían pasado largos días haciendo trabajo de campo juntas: Kira estudiaba los microbios de Adrastea y Marie-Élise los lagos, los ríos y los acuíferos ocultos en sus profundidades.

—Vamos, alegra esa cara. Me escribirás, ¿verdad? Quiero que me cuentes todo lo que pase con Alan. Yo también te escribiré, ¿sí?

—Sí, te lo prometo.

Kira se pasó el resto de la velada intentando olvidar el futuro. Bailó con Marie-Élise. Bromeó con Jenan. Intercambió pullas con Fizel. Por enésima vez, alabó las dotes culinarias de Yugo. Echó un pulso con Mendoza (y perdió). Cantó un dueto horriblemente desafinado con Ivanova. Y siempre que podía, se abrazaba a Alan. Incluso cuando no estaban hablando ni mirándose, su presencia y el tacto de su cuerpo la consolaban.

Cuando consideró que ya había bebido suficiente ponche, Kira dejó que los demás la convencieran para que sacara su concertina. Pusieron en pausa la música enlatada y todos se congregaron a su alrededor mientras Kira tocaba varias tonadillas astronáuticas, con Alan de pie a un lado y Marie-Élise sentada al otro. Rieron, bailaron y bebieron, y durante un rato pudieron olvidar todas sus preocupaciones.

3.

Ya era más de medianoche y la fiesta seguía en su apogeo cuando Alan le hizo un gesto con la barbilla. Kira captó la indirecta y, sin decir nada, los dos se escabulleron del comedor.

Caminaron por los pasillos del complejo, apoyándose el uno en el otro y procurando no derramar sus vasos de ponche. Kira no estaba acostumbrada a ver las paredes tan vacías. Normalmente la estructura quedaba oculta bajo una holofaz, y en los pasillos se acumulaban diversas muestras, suministros e instrumental de repuesto. Pero todo eso había desaparecido. Se habían pasado toda la semana desmantelando el complejo antes de marcharse… De no haber sido por el eco de la música a sus espaldas y por las tenues luces de emergencia del suelo, cualquiera habría dicho que la base estaba abandonada.

Kira se estremeció y abrazó a Alan con más fuerza. El viento que aullaba en el exterior hacía rechinar el techo y las paredes con cada ráfaga.

Cuando llegaron a la puerta de la sala de hidroponía, Alan no pulsó el botón de desbloqueo, sino que se quedó mirando a Kira con una sonrisa en los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Kira.

—Nada. Es que me alegro de estar contigo. —Y le dio un fugaz beso en los labios.

Ella se acercó para devolverle el beso (el ponche la había animado bastante), pero Alan echó la cabeza hacia atrás para esquivarla y, riendo, pulsó el botón.

La sólida puerta se deslizó a un lado y se abrió con un ruido sordo.

Una corriente de aire cálido los envolvió, acompañada por el goteo del agua y el sutil perfume de las plantas en flor. La sala de hidroponía era su lugar favorito de la base. Le recordaba a su hogar, la colonia planetaria de Weyland, y a las largas hileras de invernaderos en los que jugaba de niña. Durante las expediciones más largas, como la de Adra, los equipos de reconocimiento siempre cultivaban parte de sus alimentos. Era el procedimiento estándar: por un lado, les permitía comprobar la viabilidad del sustrato local; por otro, reducía el volumen de provisiones que el equipo debía traer consigo. Sin embargo, el aliciente principal era disponer de alternativas a los monótonos y desesperantes paquetes de alimentos liofilizados que les suministraba la corporación.

Al día siguiente, Seppo arrancaría todas aquellas plantas y las mandaría a la incineradora. De todas formas se habrían marchitado antes de la llegada de los colonos, pero además se consideraba una mala práctica abandonar material biológico en la base: si se producía algún fallo en el aislamiento del complejo, dicho material podría pasar al entorno natural de forma descontrolada. Sin embargo, esa noche la sala de hidroponía seguía llena de lechugas, rábanos, perejil, tomates, calabacines y otros cultivos con los que Seppo había estado experimentando en Adra.

Pero eso no era todo. Entre los estantes tenuemente iluminados, Kira vio siete macetas dispuestas en semicírculo. De cada una de ellas brotaba un tallo largo y fino, coronado por una delicada flor de color púrpura que se vencía bajo su propio peso. Por la corola de cada flor asomaba un ramillete de estambres cargados de polen, como fuegos artificiales en plena explosión. El interior de los pétalos aterciopelados estaba adornado con motas blancas.

¡Constelaciones de medianoche! Eran sus flores favoritas. Su padre solía cultivarlas; a pesar de su talento hortícola, siempre le daban un sinfín de problemas. Eran flores caprichosas, proclives a la sarna y la roya, y no toleraban ni el más mínimo desequilibrio nutricional.

—Alan… —dijo Kira, atónita.

—Me comentaste lo mucho que te gustaban —respondió él.

—Pero… ¿cómo te las has apañado para…?

—¿Cultivarlas? —Alan sonrió. Estaba claro que era la reacción que esperaba—. Seppo me echó un cable. Tenía las semillas en sus archivos, así que las imprimimos. Nos hemos pasado estas tres últimas semanas intentando que las malditas no se marchitaran.

—Son preciosas —dijo Kira, sin intentar ocultar su emoción.

Alan la abrazó.

—Me alegro de que te gusten —contestó, enterrando el rostro en su cabello—. Quería hacer algo especial antes…

Antes. Esa palabra se quedó grabada a fuego en la mente de Kira.

—Gracias —dijo, separándose de Alan lo justo para admirar las flores más de cerca. Aspiró su intenso aroma dulzón, que despertaba en ella una abrumadora nostalgia infantil—. Gracias —repitió, regresando enseguida a sus brazos—. Gracias, gracias, gracias. —Acercó sus labios a los de Alan y se besaron durante largo rato.

—Un momento —dijo Alan cuando se separaron de nuevo para tomar aliento. Se acercó a un estante de plantas de patatas y sacó de debajo una manta aislante, que extendió dentro del semicírculo de constelaciones de medianoche.

Los dos se acomodaron en el suelo y siguieron achuchándose y bebiendo ponche.

En el exterior, el torvo e inmenso ojo de Zeus seguía observándolos a través de la cúpula presurizada transparente de la sala de hidroponía. Al llegar a Adra, el aspecto del gigante gaseoso había llenado a Kira de aprensión. Todos sus instintos le aseguraban que en cualquier momento Zeus se precipitaría desde el cielo y los aplastaría. Parecía imposible que algo tan enorme pudiera mantenerse suspendido sin apoyo alguno. Sin embargo, se había ido acostumbrando con el tiempo, y ahora admiraba la magnificencia de aquel gigante gaseoso que no necesitaba artificio alguno para llamar la atención.

Antes… Kira se estremeció. Antes de que se marcharan de Adra. Antes de que Alan y ella tuvieran que separarse. Ya habían gastado todas sus vacaciones, y la corporación no les concedería más que unos pocos días de descanso en 61 Cygni.

—Eh, ¿qué te pasa? —le preguntó Alan con ternura.

—Ya lo sabes.

—… Sí.

—No me acostumbro a esto. Pensaba que podría, pero… —Kira resopló y sacudió la cabeza. Adra era el cuarto destino que compartía con Alan, y había sido el más largo con diferencia—. No sé cuándo volveré a verte, y… te quiero, Alan. Odio que tengamos que despedirnos cada pocos meses.

Alan la miró con seriedad. Sus ojos avellana refulgían a la luz de Zeus.

—Pues dejemos de hacerlo.

Le dio un vuelco el corazón; durante un instante, el tiempo pareció detenerse. Llevaba meses temiendo esa misma respuesta. Cuando recuperó el habla, preguntó:

—¿Qué quieres decir?

—Que dejemos de andar de acá para allá. Yo tampoco puedo seguir así. —Su expresión era tan franca y sincera que Kira no pudo evitar un atisbo de esperanza. ¿No querría decir…?

—¿Y cómo…?

—Solicitando una plaza en la Shakti-Uma-Sati.

Kira pestañeó.

—¿Como colonos?

Alan asintió con impaciencia.

—Sí, como colonos. Los empleados de la corporación tenemos la plaza prácticamente garantizada, y Adra va a necesitar muchos xenobiólogos y geólogos.

Kira se echó a reír, pero después se fijó en su expresión.

—¿Lo dices en serio?

—Tan serio como un escape de presión.

—Solo lo dices porque estás borracho.

Alan le acarició la mejilla.

—No, Kira, te equivocas. Soy consciente de que supondría un cambio enorme para los dos, pero también sé que estás harta de viajar de roca en roca. Y yo no quiero tener que esperar otros seis meses para volver a verte. No quiero.

Kira notaba los ojos llenos de lágrimas.

—Yo tampoco quiero.

Alan ladeó la cabeza.

—Pues dejemos de hacerlo.

Kira soltó una risa nerviosa y volvió la cabeza hacia Zeus mientras intentaba procesar sus emociones. Alan le estaba proponiendo todo lo que ella había esperado, todo lo que había soñado. Sencillamente, Kira no contaba con que ocurriera tan pronto. Pero amaba a Alan, y si de esa manera podían estar juntos, no tenía la menor duda: lo elegía a él.

La Fidanza cruzó el cielo como un meteoro fulgurante, trazando su órbita baja entre Adra y el gigante gaseoso.

Kira se secó los ojos.

—No creo que tengamos tantas posibilidades como dices. Las colonias solo buscan parejas comprometidas. Lo sabes perfectamente.

—Lo sé —dijo Alan.

Una sensación de irrealidad se apoderó de Kira, que tuvo que agarrarse al suelo para no caerse cuando Alan se arrodilló delante de ella y sacó del bolsillo una cajita de madera. Al abrirla, descubrió un anillo de metal gris con una gema engastada de color púrpura azulado, cuyo fulgor resultaba deslumbrante.

Alan tragó saliva; era evidente que tenía un nudo en la garganta.

—Kira Navárez… en una ocasión me preguntaste qué veía yo entre las estrellas. Te respondí que veía preguntas. Pero ahora te veo a ti. Nos veo a nosotros. —Inspiró hondo—. Kira, ¿me concederías el honor de unir tu vida a la mía? ¿Quieres ser mi esposa y que yo sea tu marido? ¿Te…?

—¡Sí! —lo interrumpió Kira. Un súbito calor ahogaba todas sus preocupaciones. Se abrazó a su cuello y lo besó en la boca, al principio con ternura y después cada vez con más pasión—. Sí, Alan J. Barnes. Sí, quiero casarme contigo. Sí y mil veces sí.

Kira observó cómo Alan tomaba su mano y le ponía el anillo en el dedo. El aro estaba frío y pesaba, pero su solidez resultaba reconfortante.

—El aro es de hierro —le explicó Alan en voz baja—. Le pedí a Jenan que fundiera una mena que encontré aquí. He elegido el hierro porque simboliza los huesos de Adrastea. La gema es una teserita. Me costó encontrarla, pero sé lo mucho que te gustan.

Kira asintió sin darse cuenta. La teserita era un mineral único de Adrastea, similar a la benitoíta pero con mayor tendencia al color púrpura. Era, con diferencia, su roca preferida de aquel planeta. Sin embargo, era sumamente rara; Alan tenía que haber removido cielo y tierra para dar con un ejemplar tan grande y perfecto.

Kira le apartó un rizo cobrizo de la frente y miró fijamente sus preciosos ojos llenos de cariño. ¿Cómo podía tener tanta suerte? ¿Qué probabilidades había de que los dos se hubieran encontrado dentro de aquella inmensa galaxia?

—Te quiero —susurró.

—Y yo a ti —respondió Alan. Ya se lo habían dicho otras veces, pero nunca de forma tan íntima.

De pronto a Kira se le escapó una risa casi histérica. Se secó los ojos, arañándose la ceja con el anillo. Iba a tardar un poco en acostumbrarse a llevarlo.

—Mierda. ¿De verdad vamos a hacerlo?

—Sí —contestó Alan con su habitual confianza contagiosa—. Ya lo creo que sí.

—Genial.

Entonces Alan la atrajo hacia sí. Kira notó el calor que desprendía su cuerpo. Ella reaccionó con idéntico afán, con idéntico deseo, abrazándose a él como si intentara que su piel y su carne se fundieran hasta convertirse en un solo ser.

Y bajo el semicírculo de flores, sus cuerpos excitados se movieron con ansia hasta alcanzar un ritmo sincronizado, ajenos al enorme gigante gaseoso que los vigilaba desde el cielo.