El Dr. Carr le dirigió una gélida mirada de desaprobación.
—Vuelva a la posición, Navárez.
Kira le hizo un corte de mangas y caminó hasta la pared del espejo, de forma que el doctor no pudiera verla. Se sentó en el suelo. Como siempre, el foco la siguió.
—Esto no es un puto juego —insistió Carr.
Kira levantó la mano por encima de la cabeza para que el doctor pudiera ver con claridad su dedo extendido.
—No pienso seguir cooperando con usted si no es capaz de hacerme caso cuando le diga que pare.
—No hay tiempo para esto, Navárez. Vuelva a la posición.
—¿Quiere que me cargue el otro S-PAC? Porque le aseguro que lo haré.
—Último aviso. De lo contrario…
—Váyase a la mierda.
Se hizo el silencio; Kira casi podía oír al doctor echando chispas. De pronto, un cuadrado de luz se reflejó en la pared contraria. El espejo acababa de empañarse de nuevo.
Kira dejó de contener la respiración.
A la mierda la seguridad estelar. ¡La FAU no podía hacer todo lo que se le antojara! Su cuerpo no les pertenecía. Y sin embargo, tal y como le había demostrado Carr, Kira estaba a su merced.
Se rascó el antebrazo; seguía alterada. Detestaba sentirse tan vulnerable.
Al cabo de un momento, se levantó y empujó el S-PAC destrozado con el pie. El xeno debía de haber incrementado la fuerza de Kira, del mismo modo que un exoesqueleto o una servoarmadura de combate. Solo así podía explicarse que hubiera podido hacer trizas aquella máquina.
En cuanto a las quemaduras del brazo, ya no sentía nada más que una leve comezón. Solo entonces se le ocurrió que el xeno había hecho todo lo posible por protegerla durante las pruebas. Láseres, ácidos, llamas… el parásito había repelido prácticamente todo lo que Carr había usado contra Kira.
Por primera vez, sintió cierta… no era exactamente gratitud, sino más bien respeto. Fuera lo que fuera aquel traje, y por mucho que lo odiara por haber provocado la muerte de Alan y de varios de sus compañeros, tenía su utilidad. A su manera, el traje estaba demostrando más consideración por Kira que la FAU.
El holograma no tardó demasiado en aparecer. Kira vio la misma habitación gris, el mismo escritorio gris y a la mayor Tschetter en posición de firmes, con su uniforme gris. Una mujer incolora en una habitación incolora.
Antes de que la mayor pudiera decir nada, Kira se le adelantó:
—Quiero un abogado.
—La Liga no la acusa de ningún delito. Hasta que eso suceda, no necesita ningún abogado.
—Puede ser, pero quiero uno de todas formas.
La mujer la miró fijamente; Kira supuso que Tschetter debía de mirar de igual forma a las motas de polvo que osaran posarse en sus inmaculados zapatos. Estaba convencida de que procedía de Sol.
—Escúcheme, Navárez. Los minutos que nos está haciendo perder podrían costar muchas vidas. Tal vez no haya ningún otro portador. Tal vez solo uno. Tal vez todos estemos infectados. La cuestión es que no tenemos forma de saberlo. Deje de retrasarnos y vuelva al trabajo.
Kira profirió un gruñido desdeñoso.
—No van a averiguar nada sobre el xeno en tan poco tiempo. Lo sabe tan bien como yo.
Tschetter apoyó las palmas de las manos en la mesa, extendiendo los dedos como si fueran las garras de un ave de presa.
—De eso nada. Sea razonable y coopere con el Dr. Carr.
—No.
La mayor repiqueteó en la mesa con las uñas. Una vez, dos veces, tres veces. Se detuvo.
—La desobediencia a la Ley de Seguridad Estelar sí que supone un delito, Navárez.
—¿No me diga? ¿Y qué van a hacer, encerrarme?
La mirada de Tschetter se volvió aún más incisiva, si es que tal cosa era posible.
—Le aconsejo que no siga por ahí.
—Ya. —Kira se cruzó de brazos—. Soy miembro de la Liga y ciudadana de la corporación mercantil Lapsang. Tengo derechos. ¿Quieren seguir estudiando al xeno? Pues yo quiero acceso informático para hablar con un representante de la corporación. Envíen un mensaje a 61 Cygni. Ahora mismo.
—No podemos hacer eso, lo sabe perfectamente.
—Mala suerte. Esas son mis condiciones. Y cuando le diga a Carr que pare, tiene que parar. De lo contrario, por mí pueden saltar todos al espacio.
Se hizo el silencio. Los labios de Tschetter empezaron a temblar y el holograma se apagó.
Kira soltó un largo suspiro, giró sobre los talones y empezó a caminar de un lado a otro por la celda. ¿Se había pasado de la raya? Seguramente no. Ahora le correspondía al capitán decidir si accedían a sus condiciones… Henriksen, se llamaba. Kira esperaba que no fuera tan obtuso como Tschetter. Un capitán tenía que ser más abierto de miras.
«¿Cómo mierda he terminado aquí?», murmuró.
Pero la única respuesta fue el continuo zumbido de la nave.
No habían pasado ni cinco minutos cuando el espejo polarizado se aclaró de nuevo. Kira comprobó con desaliento que Carr era el único ocupante de la sala de observación. La contemplaba con expresión resentida.
Kira le devolvió la mirada, desafiante.
El doctor pulsó un botón y el dichoso foco se encendió otra vez.
—De acuerdo, Navárez. Ya está bien. Vamos a…
Kira le dio la espalda.
—Déjeme en paz.
—De eso nada.
—Pues no pienso ayudarlos hasta que tenga lo que he pedido. Así de sencillo.
Un fuerte ruido la hizo girarse. El doctor acababa de estampar los puños contra el panel.
—Vuelva a la posición, Navárez. Si no…
—¿Si no qué? —dijo Kira con un resoplido burlón.
Carr siguió frunciendo el ceño hasta que sus ojos se convirtieron en dos puntos centelleantes enterrados en su rostro mofletudo.
—Como quiera —le espetó.
El comunicador se apagó con un chasquido y los dos S-PAC volvieron a surgir de las ranuras del techo. El que Kira había inutilizado ya había sido reparado: el manipulador estaba como nuevo.
Kira se acuclilló con aprensión cuando las máquinas se cernieron sobre ella, extendiéndose como las patas de una araña. Trató de golpear a la más cercana, pero esta eludió el manotazo con tanta rapidez que parecía haberse teletransportado. Era imposible rivalizar con la velocidad de un robot.
Los dos brazos atacaron al mismo tiempo. Uno de ellos la aferró por la mandíbula con sus manipuladores fríos y duros, mientras el otro caía sobre ella empuñando una jeringuilla. Kira notó la presión detrás de la oreja, pero de pronto la aguja de la jeringuilla se partió.
El S-PAC la soltó y Kira se arrastró hasta el centro de la celda, jadeando. ¿Qué mierda…? En la sala de observación, el doctor fruncía el ceño mientras comprobaba algo en su holofaz.
Kira se palpó detrás de la oreja. Lo que horas antes había sido piel desnuda ahora estaba cubierta por una fina capa del material del traje. Sentía un hormigueo en el cuero cabelludo, y también alrededor del cuello y la cara. La sensación aumentó hasta convertirse en un fuego frío que le escocía y picaba. Era como si el xeno estuviera intentando moverse. Pero no se movió.
Una vez más, la criatura la había protegido.
Kira levantó la vista para mirar a Carr. El doctor estaba inclinado sobre el cuadro de mandos, observándola fijamente con el ceño fruncido y la frente perlada de sudor.
Al cabo de un momento, se dio la vuelta y se alejó del espejo.
Kira se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Suspiró. Seguía notando la adrenalina corriéndole por las venas.
Al otro lado de la compuerta presurizada se oyó un golpe sordo.
Kira se quedó paralizada. ¿Y ahora qué?
Oyó el chasquido de una cerradura y el gemido de las bombas atmosféricas. Después, la hilera de luces que cruzaban el centro de la compuerta empezó a emitir destellos amarillos. La cerradura rotó y se desancló de la pared.
Kira tragó saliva. ¿Carr iba a permitir que otra persona entrara en la celda con ella? Imposible.
Se oyó el chirrido del metal mientras la compuerta se abría.
Al otro lado vio una pequeña cámara de descontaminación en cuyo aire todavía flotaban los aerosoles químicos. En medio de aquella neblina se alzaban dos enormes siluetas, iluminadas por el resplandor azul de las luces de emergencia instaladas en el techo.
Las sombras empezaron a moverse: eran robots montacargas. Negros, enormes, gastados por el uso y enfundados en un grueso blindaje. No llevaban armas, pero en medio de los dos había una camilla de exploración equipada con ruedas y varias baldas llenas de instrumental médico entre las patas. De las cuatro esquinas de la camilla colgaban cinchas y grilletes de seguridad, diseñados para pacientes desobedientes.
Como ella.
Kira retrocedió.
—¡No! —Miró de reojo hacia el espejo polarizado—. ¡No puede hacer esto!
Los pesados pies de los robots entraron en la celda con un estrépito metálico, empujando delante de ellos la camilla, cuyas ruedas rechinaban al girar.
Por el rabillo del ojo, Kira advirtió que los S-PAC también se le acercaban desde ambos lados, con los manipuladores abiertos como fauces.
Se le aceleró el pulso.
—Ciudadana Navárez —dijo el robot de la derecha, con una voz metálica que salía del altavoz barato que tenía integrado en el torso—. Dese la vuelta y ponga las manos contra la pared.
—No.
—Tenemos autorización para usar la fuerza en caso de que se resista. Tiene cinco segundos para obedecer. Dese la vuelta y ponga las manos contra la pared.
—¿Y si os vais a dar una vuelta por el espacio?
Los dos robots dejaron la camilla en el centro de la celda y se acercaron a Kira. Al mismo tiempo, los S-PAC se abalanzaron sobre ella desde los flancos.
Kira hizo lo único que se le ocurrió: se colocó en posición fetal, abrazándose las piernas y enterrando la frente en las rodillas. El traje se había endurecido al contacto con el escalpelo; tal vez ahora volvería a hacerlo e impediría que las máquinas la ataran a aquella camilla. Por favor, por favor, por favor…
Al principio, creyó que su plegaria no iba a ser escuchada.
Pero en cuanto los manipuladores de los S-PAC le tocaron los costados, el traje se volvió rígido y se contrajo. ¡Sí! Kira tuvo un breve momento de alivio al notar que se quedaba totalmente petrificada. Las fibras de sus extremidades en contacto se entrelazaron, transformándola en un bloque macizo.
Los S-PAC lanzaban dentelladas sobre sus costados, incapaces de sujetar el caparazón liso y resbaladizo del traje. Kira resollaba, llenando de aire caliente el pequeño hueco que le quedaba entre la boca y las piernas.
Y entonces, los robots montacargas se le echaron encima. Sus gigantescos dedos metálicos la aferraron por los brazos, y Kira sintió que la levantaban en vilo y la acarreaban hacia la camilla.
—¡Soltadme! —gritó Kira sin cambiar de posición. El latido frenético de su corazón embotaba sus pensamientos, llenándole los oídos con el rugido de una cascada.
Sintió el frío tacto del plástico en las nalgas cuando los robots la depositaron sobre la camilla de exploración.
Aovillada como estaba, a los robots les resultaba imposible atarle los tobillos y las muñecas con los grilletes. Tampoco podían ponerle las cinchas en el torso. Las ataduras estaban pensadas para inmovilizar a una persona tumbada, no acuclillada.
—Ciudadana Navárez, su desobediencia constituye un delito. Coopere, o de lo contrario…
—¡¡¡No!!!
Los robots le tiraron de los brazos y las piernas para intentar tenderla sobre la camilla. Pero el traje se negaba a ceder. Ni siquiera con sus más de doscientos kilos de metal hidráulico eran capaces de romper las fibras que la sujetaban.
Los S-PAC intentaban ayudarles sin éxito, arañándole el cuello y la espalda con sus manipuladores. Era como intentar agarrar un cristal grasiento con dedos aceitosos.
Kira se sentía atrapada dentro de una cajita diminuta, comprimida y asfixiada por sus paredes lisas. Pero se negó a moverse y permaneció en la misma posición. Era su única manera de resistirse, y prefería desmayarse antes que darles a Carr o al capitán Henriksen la satisfacción de la victoria.
Las cuatro máquinas se retiraron un momento, pero no tardaron en empezar a moverse ordenadamente a su alrededor: recogían instrumental de las baldas inferiores, ajustaban el escáner de diagnóstico para que se adaptara a la posición fetal de Kira, colocaban herramientas sobre una bandeja, a sus pies… Kira comprendió, rabiosa, que Carr iba a seguir adelante con sus experimentos y que ella no podía hacer nada para impedírselo. Habría podido inutilizar los S-PAC, pero no los robots montacargas. Eran demasiado voluminosos; si lo intentaba, solo conseguiría terminar atada a la camilla, más indefensa de lo que ya estaba.
Kira no se movió, aunque de vez en cuando los robots la recolocaban en una posición más ventajosa para ellos. No veía lo que estaban haciendo, pero los oía y los sentía. Cada pocos segundos, alguna herramienta le tocaba la espalda o los costados, raspando, presionando, taladrando o atacando de algún otro modo la piel del traje. Notó con fastidio que le derramaban líquidos por la cabeza y el cuello. Incluso oyó el característico crujido de un contador Geiger. Más tarde sintió el tacto de un disco de corte en el brazo, seguido por un intenso calor en la piel y los destellos casi estroboscópicos de unas chispas que iluminaban su rostro en sombras. Y durante todo ese proceso, el brazo del escáner no dejaba de moverse a su alrededor, emitiendo chirridos, pitidos y zumbidos, en perfecta coordinación con los robots montacargas y los dos S-PAC.
Kira soltó un gemido cuando un disparo láser le horadó el muslo. No… Siguieron disparando una y otra vez, apuntando a diversas zonas de su cuerpo. Cada estallido iba seguido por una ardiente punzada de dolor. El aire se llenó del olor acre y desagradable a carne quemada… y a xeno quemado.
Se mordió la lengua para no volver a gritar, pero el dolor era constante, abrumador. El zumbido del láser acompañaba cada disparo. Al cabo de un rato, ese ruido ya bastaba para hacerla estremecer. A veces el xeno conseguía protegerla y Kira oía cómo se vaporizaba un trozo de la camilla, el suelo o las paredes. Pero los S-PAC rotaban continuamente la longitud de onda del láser para burlar las adaptaciones del traje.
Era como una máquina tatuadora infernal.
De pronto, los disparos del láser se aceleraron: los robots estaban utilizando ráfagas para realizar un corte continuo. El zumbido se volvió constante y ensordecedor; Kira incluso sentía la vibración en los dientes. Soltó un grito cuando aquel rayo parpadeante le desgarró el costado. Carr estaba intentando cortar el xeno para obligarlo a retirarse. La sangre burbujeaba y silbaba al evaporarse.
Ella permaneció inmóvil, pero gritó sin parar hasta sentir la garganta sanguinolenta y en carne viva. No podía evitarlo. El dolor era demasiado fuerte.
Mientras el láser empezaba a trazar otro surco en su carne, el orgullo de Kira se evaporó. Ya no le importaba demostrar debilidad. Escapar de aquel dolor se había convertido en el único motivo de su existencia. Le suplicó a Carr que se detuviera. Se lo imploró una y otra y otra vez, sin éxito. El doctor ni siquiera le respondió.
Entre aquellos latigazos de agonía, diversos recuerdos fragmentados cruzaban la mente de Kira. Alan. El padre de Kira cuidando de sus constelaciones de medianoche. Su hermana Isthah persiguiéndola entre las estanterías del almacén. Alan riéndose. El peso del anillo al deslizarse por el dedo de Kira. La sensación de soledad durante su primera misión. Un cometa trazando su estela sobre una nebulosa. Y muchos otros que no pudo identificar.
Kira no supo cuánto tiempo duró el suplicio. Se retrajo a lo más profundo de su ser y se aferró a un único pensamiento: Esto también pasará.
…
Las máquinas se detuvieron por fin.
Kira siguió inmóvil, sollozando y apenas consciente. Esperaba que el láser volviera a golpearla de un momento a otro.
—Quédese donde está, ciudadana —dijo uno de los robots montacargas—. Cualquier intento de fuga será castigado con fuerza letal.
Oyó el chirrido de los motores de los S-PAC mientras se retiraban al techo y los torpes pisotones de los dos robots al alejarse de la camilla. Pero no se marcharon por donde habían entrado.
Kira los oyó caminar pesadamente hasta la esclusa de aire, que se abrió con un estruendo metálico. Se le helaron las entrañas, presa del miedo. ¿Qué pretendían? No pensarían evacuar la celda al espacio, ¿verdad? No lo harían. No podían hacerlo…
En cuanto los robots entraron en la esclusa, Kira escuchó con alivio que la compuerta volvía a cerrarse. Pero seguía tan confundida como antes.
Y entonces… silencio. La esclusa de aire no se vació. El intercomunicador no se encendió. Kira solamente oía su propia respiración, los ventiladores que reciclaban el aire y el rumor distante de los motores de la nave.
Los sollozos de Kira se desvanecieron lentamente. El dolor fue pasando a un segundo plano a medida que el traje le vendaba y curaba las heridas. Sin embargo, Kira permaneció hecha un ovillo. Sospechaba que todo era una jugarreta de Carr.
Esperó durante largo rato, escuchando el sonido ambiental de la Circunstancias Atenuantes en busca de indicios de un nuevo ataque.
Poco a poco se fue relajando. El xeno se relajó con ella, permitiendo que sus extremidades se despegaran y separaran.
Kira levantó la cabeza y miró a su alrededor.
Aparte de la camilla de exploración y algunas marcas de quemaduras, la celda tenía el mismo aspecto que antes. No se observaba el menor indicio de que Carr la hubiera sometido a horas (si es que habían sido horas) de tortura. A través de la ventanilla de la esclusa vio a los robots montacargas, uno al lado del otro, sujetos a unos anclajes de la pared curva. Quietos. Expectantes. Vigilantes.
Ahora lo entendía. La FAU no quería que los robots regresaran a la zona principal de la nave porque temían que estuvieran contaminados. Pero tampoco querían dejarlos al alcance de Kira.
Se estremeció. Pasó las piernas por el borde de la camilla y se deslizó hasta el suelo. Tenía las rodillas agarrotadas y se sentía mareada y débil, como si hubiera estado corriendo a toda velocidad.
No quedaba ni rastro de sus heridas; la superficie del xeno estaba igual que al principio. Kira se llevó la mano al costado, donde el láser le había hecho las incisiones más profundas. Soltó un grito ahogado al sentir un latigazo de dolor. Todavía no estaba completamente curada.
Miró de reojo el espejo polarizado, con los ojos llenos de odio.
Carr… ¿Hasta dónde le permitiría llegar el capitán Henriksen? ¿Cuáles eran sus límites? Si tanto miedo les daba el xeno, tal vez no se detendrían ante nada. Kira sabía cómo lo justificarían los políticos: «Hubo que tomar medidas extraordinarias para garantizar la seguridad de la Liga de Mundos».
Hubo que tomar. Siempre utilizaban frases impersonales a la hora de reconocer los errores.
No sabía qué hora era exactamente, pero se estaban acercando al plazo final. ¿Por eso Carr había dejado de atormentarla? ¿Habría más xenos manifestándose entre la tripulación de la Circunstancias Atenuantes?
Kira observó la compuerta presurizada cerrada. De ser así, estallaría el caos por toda la nave. Sin embargo, no oía nada: ni gritos, ni alarmas ni escapes de presión.
Se frotó los brazos, sintiendo un frío repentino al recordar el incidente de Serris, durante su tercera misión fuera del sistema de Weyland. Un fallo en una de las cúpulas presurizadas del puesto minero había estado a punto de matar a todo el equipo, incluida ella… Todavía oía en sus pesadillas el silbido del aire al escapar de la cúpula.
El frío se propagaba por todo su cuerpo. Kira notó que su presión sanguínea descendía; era una sensación horrible y funesta. Comprendió, casi como si no fuera cosa suya, que aquel tormento la había dejado en shock. Le castañeteaban los dientes, así que se abrazó el torso para entrar en calor.
Tal vez hubiera algo útil en la camilla.
Kira se acercó para examinarla.
Un escáner, una mascarilla de oxígeno, un regenerador de tejidos, un labochip y otras herramientas. Nada manifiestamente peligroso, y tampoco nada que le sirviera para mitigar el shock. En un extremo de la camilla había una serie de frascos con diversos fármacos. Todos estaban sellados con cerraduras moleculares; imposible abrirlos. Del armazón de la cama pendía una bombona de nitrógeno líquido, cubierta de gotas de condensación.
Sintiendo una repentina flojera, Kira se sentó en el suelo y apoyó una mano en la pared para sujetarse. ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? Demasiado. La FAU no podía dejarla morir de hambre. Tarde o temprano, Carr tendría que alimentarla.
¿Verdad?
Kira siguió esperando en vano a que el doctor regresara. Tampoco vino nadie más a hablar con ella. En el fondo, Kira lo prefería así. En aquel momento lo único que quería era que la dejaran en paz.
Sin embargo, ahora que no tenía su holofaz, la soledad era una tortura en sí misma. Solamente tenía la compañía de sus pensamientos y sus recuerdos, y ni los unos ni los otros eran especialmente agradables.
Probó cerrando los ojos, pero no fue buena idea: veía continuamente a los robots montacargas, y también sus últimos y horrendos momentos en Adra. Cada vez que lo intentaba, se le aceleraba el corazón y rompía a sudar copiosamente.
—Mierda —murmuró—. Bishop, ¿me recibes?
La mente de a bordo no respondió. Kira no estaba segura de si podía oírla. Y aun en caso de hacerlo, tal vez no tuviera permiso para responder.
Desesperada por distraerse, y sin nada más que hacer, Kira decidió realizar un experimento propio. El traje era capaz de endurecerse para reaccionar ante las amenazas, la presión y los estímulos. Muy bien, pero ¿cómo decidía qué constituía una amenaza? ¿Y podía Kira influir en su criterio de algún modo?
Agachó la cabeza bajo los brazos para que nadie pudiera verla y se concentró en la cara interna de su codo. Se imaginó que la punta de un cuchillo le presionaba el brazo, cortándole la piel… hundiéndose en los músculos y los tendones.
No ocurrió nada.
Lo intentó dos veces más, procurando recrear en su mente una imagen lo más realista posible. Para ello, aprovechó el recuerdo de antiguos dolores. A la tercera tentativa, sintió que la curva del codo se endurecía, frunciéndose como una cicatriz que contraía la piel.
Poco a poco, empezó a resultarle más sencillo. El traje cada vez reaccionaba mejor. Era como si estuviera aprendiendo. Interpretando. Comprendiendo. Y esa idea la asustaba.
Y justo entonces, el xeno le constriñó todo el cuerpo.
La sorpresa la dejó sin aliento.
Una profunda inquietud se adueñó de Kira mientras observaba el entramado de fibras fusionadas sobre las palmas de sus manos. Acababa de sentir ansiedad, y el traje había reaccionado en consecuencia. El organismo había leído sus emociones sin que Kira hubiera tenido que imponérselas.
La ansiedad se transformó en veneno en sus venas. Durante su último día en Adra, había estado alterada. Y por la noche, cuando Neghar se había puesto a vomitar sangre, había sentido miedo, un miedo atroz… ¡No! Kira apartó ese pensamiento. La muerte de Alan había sido culpa de la FAU. El Dr. Carr había sido negligente, y por su culpa el xeno se había manifestado de esa forma. La culpa era de Carr, no… no…
Kira se puso en pie de un salto y empezó a caminar de un lado a otro: cuatro pasos en un sentido y otros cuatro en el contrario.
El movimiento la ayudó a dejar de pensar en los horrores de Adra y a centrarse en cosas más familiares, más reconfortantes. Recordaba sentarse con su padre en la ribera del arroyo que corría junto a su casa, para escuchar sus historias sobre la vida en el mundo de Stewart. Se acordó de Neghar brincando y celebrando su victoria tras derrotar a Yugo en un juego de carreras, y las largas jornadas de trabajo con Marie-Élise bajo los sulfurosos cielos de Adra.
También se acordó de estar tumbada con Alan, hablando, hablando y hablando sobre la vida, el universo y todo lo que querían hacer.
«Algún día», había dicho Alan, «cuando sea viejo y rico, tendré mi propia nave espacial. Ya lo verás».
«¿Y qué harías con una nave espacial?».
Alan la había mirado con total seriedad.
«Un salto larguísimo, tan largo como sea posible. Hasta las mismas fronteras de la galaxia».
«¿Para qué?», había susurrado ella.
«Para averiguar qué hay allí. Para volar hasta lo más profundo y grabar mi nombre en un planeta desierto. Para saber. Para comprender. Para lo mismo que he venido a Adra. ¿Qué otro motivo puede existir?».
Aquella idea había asustado y excitado a Kira, que se había abrazado con fuerza a Alan hasta que la calidez de sus cuerpos había terminado desterrando de su mente los desolados confines del espacio.
¡BUUM!
Toda la cubierta tembló. Kira abrió los ojos de par en par mientras la adrenalina empezaba a correr por sus venas. Estaba tendida en el suelo, recostada contra la pared curvada. El tenue brillo rojizo de las luces nocturnas de la nave se filtraba en su celda, pero no sabía si era muy temprano o muy tarde.
Un nuevo temblor sacudió la nave. Kira oyó chirridos, golpes y también algo parecido a una alarma. Se le puso la carne de gallina y el traje se endureció al instante. Sus peores miedos se habían hecho realidad: se estaban manifestando más xenos. ¿Cuántos infectados habría a bordo de la nave?
Kira se incorporó hasta sentarse. Al hacerlo, un velo de polvo se desprendió de su piel. De la piel de la criatura.
Se quedó paralizada de asombro. Era un polvillo gris muy fino, suave como la seda. ¿Serían esporas? Deseó tener a mano un respirador, pero no le habría servido de nada.
Entonces se percató de que estaba sentada encima de una leve depresión en el suelo, que coincidía a la perfección con la silueta de su cuerpo dormido. Por algún motivo desconocido, la cubierta se había hundido varios milímetros, como si la sustancia negra que revestía el cuerpo de Kira fuera de naturaleza corrosiva. La imagen la confundía y asqueaba a partes iguales. Por si fuera poco, al parecer aquel ser también la había convertido en un objeto tóxico. ¿Sería dañina para los humanos? Si el…
La celda se escoró violentamente; Kira salió volando y se estampó contra la pared contraria, levantando una nube de aquel polvo. El impacto la dejó sin respiración. La camilla de exploración se estrelló cerca de ella, desperdigando piezas y herramientas.
Una maniobra orbital de emergencia. ¿Por qué? La propulsión aumentaba… aumentaba… Kira calculaba una aceleración de 2 g. Aumentó a 3 g, y luego a 4 g. Notó que la piel de las mejillas se le tensaba y le presionaba los pómulos. Se sentía aplastada por un manto de plomo.
Una extraña vibración atravesó la pared, como si alguien acabara de tañer un gigantesco tambor, y la propulsión se desvaneció.
Kira cayó a gatas, jadeando.
No muy lejos de allí, algo chocó contra el casco de la nave, y Kira oyó una serie de chasquidos y repiqueteos que casi parecían… ¿disparos?
Y entonces la sintió: una poderosa llamada que tiraba de ella hacia algún lugar fuera de la nave, que la arrastraba como si Kira tuviera un cable saliéndole del pecho.
Al principio sintió incredulidad. Hacía mucho que no se producía la llamada, que no la convocaban para desempeñar su deber sagrado. Después llegó el júbilo por aquel regreso tan demorado. Ahora, por fin, el patrón podría completarse, igual que antaño.
Una disyunción. Estaba en una carne familiar, sobre un precipicio ya desaparecido, en el mismo momento en que había sentido por primera vez aquella pulsión que podía resistirse, pero nunca ignorarse. Se dio la vuelta para seguirla, y entre los colores degradados del cielo distinguió una estrella rojiza que parpadeaba y titilaba, y supo que se trataba de la fuente de la señal.
Y obedeció, porque era lo correcto. Porque su misión era servir, y eso era justo lo que iba a hacer.
Kira volvió en sí, jadeando. Y entonces lo supo. No se enfrentaban a una infestación. Se enfrentaban a una invasión.
Los dueños del traje habían venido a por ella.