Kira abrió los ojos de par en par.
El regreso a la consciencia no fue lento y gradual. Esta vez no. Un momento antes no había nada, y de repente despertó con una explosión de información sensorial cegadora, dolorosa y de una intensidad abrumadora.
Estaba tumbada en el suelo de una cámara alta y circular, una especie de cilindro cuyo techo se encontraba a unos cinco metros sobre su cabeza; estaba demasiado alto para alcanzarlo. Le recordaba al silo de cereales que sus vecinos, los Roshan, habían construido cuando ella tenía trece años. En la pared, a media altura, había un espejo polarizado: un rectángulo grande y plateado en cuyo interior se adivinaba el fantasma grisáceo de un reflejo. La única fuente de claridad era una estrecha tira lumínica que bordeaba el contorno del techo.
Dos brazos robóticos se movían sobre el cuerpo de Kira con muda elegancia; del extremo de cada uno sobresalían diversos instrumentos de exploración y diagnóstico. Cuando los miró, los brazos interrumpieron lo que estaban haciendo y se retrajeron hacia el techo, donde permanecieron inmóviles, a la espera.
La pared del cilindro también estaba equipada con una esclusa de aire con escotilla incorporada, diseñada para introducir y extraer objetos de pequeño tamaño. Enfrente de la esclusa de aire había una compuerta presurizada que seguramente se adentrara en… dondequiera que Kira estuviera ahora mismo. La compuerta también contaba con una escotilla de tamaño y función similares. Era evidente que estaba en un calabozo. No había cama. Ni mantas. Ni lavabo. Ni retrete. Tan solo aquellas frías paredes de metal desnudo.
Tenía que estar dentro de una nave. Y no era la Fidanza. Era la Circunstancias Atenuantes.
Pero entonces…
Una descarga de adrenalina la hizo incorporarse violentamente, jadeando. El dolor. Las espinas. Neghar, Fizel, Yugo, Ivanova… ¡Alan! La invadió un aluvión de recuerdos que Kira habría preferido olvidar. Se le hizo un nudo en el estómago, y un lamento largo y profundo escapó de su garganta mientras caía a gatas y apoyaba la frente en el suelo. La superficie rugosa de la cubierta se le clavaba en la piel, pero le daba igual.
Cuando por fin consiguió respirar, profirió un aullido en el que vertió todo su dolor y su angustia.
Todo era culpa suya. Si no hubiera encontrado aquella maldita sala, Alan y los demás seguirían vivos y ella no habría terminado infectada por aquella especie de xeno.
Las espinas…
¿Dónde estaban las espinas y los tentáculos que le habían brotado debajo de la piel? Kira bajó la mirada… Y entonces el corazón le dio un vuelco.
Tenía las manos negras. También los brazos, el pecho y todas las partes de su cuerpo que era capaz de ver. Un material fibroso y reluciente le recubría todo el cuerpo como un dermotraje.
El horror hizo presa de ella.
Se arañó los antebrazos, en un intento desesperado por arrancarse el organismo alienígena. Pero sus uñas no conseguían cortar ni romper las fibras, ni siquiera con aquella dura capa que ahora las revestía. Llena de frustración, Kira se llevó la muñeca a la boca y mordió con fuerza.
Sabía a piedra y a metal. Sentía la presión de sus dientes, pero, por mucha fuerza que hiciera, no le dolía en absoluto.
Kira se puso en pie como pudo, con el corazón desbocado y la visión nublada.
—¡Quitádmelo! —vociferó—. ¡Quitadme esta puta cosa de encima! —A pesar del pánico, se preguntó dónde se había metido todo el mundo; era su único pensamiento coherente en medio de aquella locura.
Uno de los brazos robóticos se cernió sobre ella, blandiendo una jeringuilla en el extremo de su manipulador. Antes de que Kira pudiera apartarse, la máquina describió un giro alrededor de su cabeza y le inyectó la aguja detrás de la oreja, en una zona de piel desnuda.
Al cabo de unos segundos, tuvo la sensación de que le caía encima una pesada manta. Kira se tambaleó y extendió el brazo para apoyarse en la pared mientras caía…
El pánico regresó en cuanto Kira recobró el conocimiento.
Una criatura alienígena se había adherido a su cuerpo, y posiblemente la contaminación fuera contagiosa. Todo xenobiólogo temía una situación como aquella: un fallo de biocontención con consecuencias letales.
Alan…
Kira comenzó a temblar y enterró el rostro en un brazo. Sentía un hormigueo en la nuca, un millón de diminutos temores. Quería volver a abrir los ojos, pero no se atrevía. Todavía no.
Las lágrimas resbalaron bajo sus párpados. La ausencia de Alan era un boquete en su pecho. Le parecía imposible que estuviera muerto. Tenían tantos planes, tantos sueños y esperanzas… y ahora nada de eso se haría realidad. Nunca lo vería construir aquella casa domo que le había descrito, ni irían a esquiar a las montañas del sur de Adra, ni vería su expresión al ser padre por primera vez. Nada de lo que Kira se había imaginado ocurriría ya.
Aquella certeza era peor que cualquier dolor físico.
Se palpó el dedo. El anillo de hierro pulido y teserita (y con él, su único recuerdo tangible de Alan) había desaparecido.
Un recuerdo le vino a la mente, un recuerdo de años atrás: el de su padre arrodillado frente a ella en un invernadero, vendándole un corte en el brazo mientras decía: «El dolor lo creamos nosotros, Kira». Luego le había puesto un dedo en la frente. «Solo nos duele si se lo permitimos».
Tal vez su padre tuviera razón, pero Kira seguía sintiéndose fatal. El dolor insistía en recordarle su presencia.
¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? ¿Minutos? ¿Horas? No… horas no. Seguía tendida en el mismo sitio en el que se había desmayado. No tenía hambre ni sed; solamente estaba agotada por la tortura de aquel desconsuelo. Le dolía todo el cuerpo, como si la hubieran apaleado.
Aunque tenía los ojos cerrados, Kira se dio cuenta de que su holofaz estaba desconectada.
—Petra, activación —dijo, pero el sistema no reaccionó. Ni siquiera hizo amago de arrancar—. Petra, reinicio de emergencia. —La oscuridad seguía siendo completa.
La FAU había desactivado sus implantes. Cómo no.
Soltó un gruñido, con la boca todavía pegada al brazo. ¿Cómo podían haber pasado por alto los técnicos de la FAU los organismos que vivían dentro de Neghar y de ella? Aquel xeno no era precisamente pequeño; incluso un examen superficial lo habría detectado. Si la FAU hubiera hecho su trabajo adecuadamente, no habría muerto nadie.
«Cabrones», murmuró. Su ira consiguió expulsar el dolor y el pánico lo suficiente como para abrir los ojos.
Vio de nuevo la cámara de metal. Las tiras lumínicas en el techo. El espejo polarizado. ¿Por qué la habían llevado a la Circunstancias Atenuantes? ¿Por qué arriesgarse a exponerse de nuevo al xeno? Kira no le encontraba sentido a ninguna de las decisiones de la FAU.
No podía seguir retrasando lo inevitable. Kira se armó de valor y bajó la mirada.
Su cuerpo seguía recubierto por aquella película negra como la tinta. No llevaba nada más encima. Aquel material le recordaba a una serie de músculos superpuestos; las hebras individuales se tensaban y flexionaban, siguiendo sus movimientos. Notó que se ponía nerviosa, y en ese momento un curioso brillo pareció recorrer las fibras. ¿Acaso el xeno era sintiente? Imposible saberlo de momento.
Kira tocó con cautela su propio brazo…
Y de inmediato soltó un siseo, enseñando los dientes. Podía sentir el tacto de los dedos en el brazo, como si las fibras que los separaban no existieran. Aquel parásito (ya fuera una máquina o un organismo vivo) había penetrado en su sistema nervioso. Kira notaba en la piel el roce del aire acondicionado, y también la superficie dura del suelo que le presionaba la carne. Era como si estuviera totalmente desnuda.
Y sin embargo… no tenía frío. No tanto como debería.
Se examinó las plantas de los pies. Estaban cubiertas, igual que las palmas de las manos. Siguió palpándose todo el cuerpo. Por la parte delantera, el traje terminaba justo encima de la garganta. Notaba un pequeño surco, un borde entre las fibras y la piel, rodeándole las orejas. Por la parte posterior, sin embargo, las fibras ascendían por la nuca y el cráneo hasta…
Su cabello había desaparecido. Sus dedos no encontraron nada más que la superficie lisa del cráneo.
Kira apretó los dientes. ¿Qué más le había robado el xeno?
Mientras se concentraba en las diferentes sensaciones de su cuerpo, Kira comprendió que el xeno no solo se había adherido a su exterior; también estaba dentro de ella, llenándola y penetrando en su interior con su sutil presencia.
Le entraron náuseas y claustrofobia. Sentía que se asfixiaba; estaba atrapada, fusionada con aquella sustancia alienígena, sin escapatoria posible…
Una arcada la obligó a inclinarse. No vomitó nada, pero notó el sabor de la bilis en la lengua. Su estómago continuaba contrayéndose.
Kira se estremeció. ¿Cómo demonios iba a descontaminarla la FAU si aquel traje también estaba unido al interior de su cuerpo? La tendrían encerrada en cuarentena durante meses, o tal vez años. Encerrada con… aquello.
Escupió hacia un rincón y, por puro reflejo, se secó la boca con el antebrazo. Al cabo de un momento, las fibras absorbieron las gotas de saliva, como una bayeta.
Qué asco.
Entonces un leve chisporroteo, como el de unos altavoces al encenderse, quebró el silencio, y una nueva fuente de luz bañó el rostro de Kira.
Un holograma cubría la mitad de la pared. La imagen, de varios metros de altura, mostraba un pequeño escritorio vacío de color gris acorazado, en mitad de una habitación igualmente pequeña y sobria. Detrás de la mesa había una silla de respaldo recto, sin reposabrazos.
Una mujer entró en la habitación. Era de estatura media, con los ojos como esquirlas de hielo negro y un peinado inamovible, surcado por hebras blancas. Debía de ser una huterita reformista o algo similar. En Weyland solo había un puñado de huteritas, unas cuantas familias a las que Kira veía de vez en cuando, durante la reunión mensual del asentamiento. Los de mayor edad siempre destacaban por las arrugas, la calvicie prematura y otras señales inequívocas de vejez. De pequeña, el aspecto de los huteritas le resultaba aterrador; de adolescente, fascinante.
Pero lo que más le llamaba la atención no eran las facciones de la mujer, sino su atuendo. Llevaba un uniforme gris, del mismo tono que el escritorio, almidonado y planchado con ahínco; todos los pliegues parecían capaces de cortar el acero endurecido. Kira no reconocía el color de ese uniforme: la flota de la FAU vestía de azul. El ejército, de verde. ¿Y el gris?
La mujer se acomodó en la silla, dejó una tableta electrónica sobre la mesa y la centró con las puntas de los dedos.
—Srta. Navárez, ¿sabe dónde se encuentra? —La boca de la mujer era plana y delgada como la de un pez. Al hablar, dejaba al descubierto los dientes inferiores.
—En la Circunstancias Atenuantes. —Le dolía la garganta al hablar; la sentía irritada e hinchada.
—Muy bien. Srta. Navárez, este es un interrogatorio oficial, de acuerdo con el artículo cincuenta y dos de la Ley de Seguridad Estelar. Responderá a todas mis preguntas de buen grado y en la medida de sus conocimientos. No se le imputa ningún cargo, pero si no coopera, puede ser y será acusada de obstrucción y, en caso de que su declaración resultara ser falsa, de perjurio. Y ahora, cuénteme todo lo que recuerde desde que la sacaron de crionización.
Kira pestañeó, confundida y perdida.
—Mi equipo… —dijo con los dientes apretados—. ¿Y mi equipo?
Carapez frunció los labios, formando una finísima línea descolorida.
—Si está preguntando si hubo supervivientes, hubo cuatro: Mendoza, Neghar, Marie-Élise y Jenan.
Al menos Marie-Élise seguía viva. Kira notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Frunció el ceño; no quería llorar delante de aquella mujer.
—¿Neghar? ¿Y cómo…?
—Las grabaciones de vídeo muestran que el organismo que expulsó se fusionó con el que actualmente está adherido a su cuerpo, Srta. Navárez, después de las… hostilidades. Por lo que sabemos, son indistinguibles. Nuestra teoría actual es que el organismo de Neghar se vio atraído por el suyo, que era más grande y estaba más desarrollado. Como si un grupo de abejas se reuniera con el enjambre principal, por así decirlo. Aparte de algunas hemorragias internas, Neghar parece ilesa y no presenta síntomas de infección, aunque por el momento es imposible estar seguros.
Kira apretó los puños, notando que su ira iba en aumento.
—¿Por qué no detectaron antes el xeno? Si hubieran…
La mujer la interrumpió con un gesto tajante.
—No hay tiempo para esto, Navárez. Comprendo que esté alterada, pero…
—Es imposible que lo comprenda.
Carapez observó a Kira con una expresión muy parecida al desdén.
—Usted no es la primera persona infectada por una forma de vida alienígena, y desde luego tampoco es la primera que pierde a varios de sus amigos.
La culpabilidad obligó a Kira a bajar la mirada y cerrar los ojos con fuerza. Las lágrimas calientes le gotearon sobre el dorso de la mano.
—Era mi prometido —balbuceó.
—¿Cómo dice?
—Alan era mi prometido —dijo Kira en voz más alta, mirando a la mujer con gesto desafiante.
Carapez ni siquiera pestañeó.
—¿Se refiere a Alan J. Barnes?
—Sí.
—Ya veo. En tal caso, le doy el pésame en nombre de la FAU. Y ahora necesito que se serene. Lo único que puede hacer es aceptar la voluntad de Dios y seguir adelante. Si no nada, se hundirá, Navárez.
—No es tan sencillo.
—Yo no he dicho que sea sencillo. Échele un par de huevos y actúe como una profesional. Sé que puede hacerlo: he leído su expediente.
Esas palabras hirieron el orgullo de Kira, aunque no estaba dispuesta a admitirlo.
—¿Ah, sí? ¿Y quién mierda es usted?
—¿Perdón?
—¿Cómo se llama? No me lo ha dicho.
El rostro de la mujer se crispó, como si detestara compartir información personal con Kira.
—Mayor Tschetter. Y ahora dígame…
—¿Y qué es?
Tschetter enarcó una ceja.
—Que yo sepa, una humana.
—No, quiero decir… —Kira señaló el uniforme gris de la mujer.
—Agregada especial del capitán Henriksen, ya que insiste en saberlo. Pero eso no tiene nada que…
Kira levantó la voz, cada vez más frustrada.
—¿Es mucho pedir que me diga a qué rama de la FAU pertenece, mayor? ¿O es información confidencial?
Tschetter adoptó una expresión fría e impasible, una seriedad profesional que no daba la menor pista a Kira de lo que estaba pensando o sintiendo.
—SIFAU. Inteligencia naval.
Una espía, por lo tanto. O algo peor: una oficial política. Kira soltó un resoplido.
—¿Dónde están?
—¿Quiénes, Srta. Navárez?
—Mis amigos. Los… los que rescataron.
—A bordo de la Fidanza, crionizados y en plena evacuación del sistema. Ya está. ¿Contenta?
Kira soltó una carcajada ronca.
—¿Contenta? ¡¿Contenta?! Quiero que me quiten esta puta cosa. —Trató de pellizcar la sustancia negra que le revestía el brazo—. Córtenla si es necesario, pero sáquenmela de encima.
—Sí, eso ya lo ha dejado suficientemente claro —dijo Tschetter—. Si somos capaces de retirarle el xeno, lo haremos. Pero primero va a contarme lo que ocurrió, Srta. Navárez. Y va a contármelo ahora mismo.
Kira se contuvo para no insultarla. Tenía ganas de despotricar, de rabiar. Quería atacar a Tschetter hasta que sintiera aunque fuera una mínima parte de su dolor. Pero sabía que no serviría de nada, así que obedeció. Le contó a la mayor todo lo que recordaba. No tardó demasiado, y la confesión no le brindó ni una pizca de consuelo.
La mayor le hizo muchas preguntas; le interesaban especialmente las horas previas a la manifestación del parásito. ¿Había notado Kira algo inusual? ¿El estómago revuelto, fiebre, pensamientos involuntarios? ¿Había percibido algún olor inusual? ¿Le picaba la piel? ¿Sarpullidos? ¿Hambre o sed inexplicables?
Aparte del picor, la respuesta a la mayoría de esas preguntas fue «no», cosa que claramente no agradó a la mayor. Y menos cuando Kira le explicó que Neghar no había sufrido los mismos síntomas (al menos a ella no se lo había parecido).
Finalmente, Kira preguntó:
—¿Por qué no me han congelado? ¿Por qué me han subido a bordo de la Circunstancias Atenuantes?
No tenía sentido. En xenobiología, no había nada tan importante como mantener el aislamiento. La idea de infringirlo bastaba para provocar sudores fríos a cualquiera que fuera mínimamente profesional.
Tschetter se alisó una arruga inexistente de la chaqueta.
—Hemos intentado congelarla, Navárez. —Miró a los ojos a Kira—. Pero no hemos podido.
De pronto, Kira sentía la boca seca.
—Que no han podido.
Tschetter asintió secamente.
—El organismo ha purgado las inyecciones criónicas de su cuerpo. No conseguimos anestesiarla.
Un nuevo miedo atenazó a Kira. Congelar al xeno era la forma más sencilla de detenerlo. Si no eran capaces, perdían la única forma directa de evitar que se propagara. Por no hablar de que, sin crionización, le resultaría muchísimo más difícil regresar a la Liga.
Tschetter seguía hablando:
—Después de sacarlas de la cuarentena, nuestro equipo médico estuvo en contacto estrecho con usted y con Neghar. Les tocaron la piel. Respiraron el mismo aire que ustedes. Manipularon su instrumental. Y después… —Tschetter se echó hacia delante, mirándola con vehemencia—… nuestro equipo regresó aquí, a la Circunstancias Atenuantes. ¿Entiende lo que le estoy diciendo, Navárez?
La mente de Kira iba a toda velocidad.
—Creen que se han contagiado. —No era una pregunta.
Tschetter inclinó la cabeza.
—El xeno tardó dos días y medio en manifestarse después de descongelar a Neghar. En su caso, algo menos. Puede que la crionización ralentizara el desarrollo del organismo, o puede que no. En cualquier caso, debemos ponernos en lo peor. Si restamos el tiempo que pasó desde que la descongelaron a usted, tenemos entre doce y cuarenta y ocho horas para averiguar cómo detectar y tratar a los portadores asintomáticos.
—No es suficiente.
Tschetter entornó los ojos.
—Tenemos que intentarlo. El capitán Henriksen ya ha ordenado crionizar a toda la tripulación no indispensable. Si mañana no hemos encontrado una solución, ordenará congelarnos a los demás.
Kira se relamió los labios. Ahora comprendía que se hubieran arriesgado a subirla a bordo de la Circunstancias Atenuantes: estaban desesperados.
—¿Y qué me ocurrirá a mí entonces?
Tschetter juntó los dedos de las manos en una pirámide.
—Bishop, nuestra mente de a bordo, procederá con su examen como considere oportuno.
Tenía su lógica. Las mentes de a bordo se mantenían aisladas del resto del sistema de soporte vital de la nave. En principio, Bishop debería estar totalmente a salvo de la infección.
Únicamente había un problema: lo que Kira llevaba dentro no solo planteaba una amenaza a nivel microcelular. Levantó la barbilla.
—¿Y si… y si el xeno reacciona igual que en Adra? Podría abrir un agujero en el casco. Deberían haber instalado una cúpula presurizada en la superficie, para estudiar al xeno allí.
—Srta. Navárez… —Tschetter recolocó mínimamente la tableta que tenía delante—. El xeno que ocupa su cuerpo en estos momentos es del mayor interés imaginable para la Liga a nivel táctico, político y científico. Sería impensable dejarlo en Adrastea, independientemente del riesgo que suponga para esta nave o su tripulación.
—Pero…
—Además, la cámara en la que se encuentra usted ahora mismo está totalmente aislada del resto de la nave. Si el xeno intentara dañar la Circunstancias Atenuantes como hizo con su base, o si mostrara cualquier otro comportamiento hostil, podríamos lanzar la cápsula entera al espacio. ¿Lo entiende?
Se le tensó la mandíbula involuntariamente.
—Sí.
Hacían bien en tomar esas precauciones. Era lo más lógico. Pero eso no significaba que tuviera que hacerle gracia.
—Quiero que esto le quede perfectamente claro, Srta. Navárez: la Liga no permitirá que ninguno de nosotros vuelva a casa, ni siquiera sus amigos, hasta que dispongamos de un método de detección eficaz. Se lo repetiré: ninguno de los ocupantes de esta nave podrá acercarse a menos de diez años luz de un planeta colonizado a menos que solucionemos este problema. La Liga nos hará volar en mil pedazos antes que dejarnos aterrizar, y con razón.
Kira se sentía mal por Marie-Élise y los demás, pero al menos ellos no serían consciente del paso del tiempo. Enderezó los hombros.
—De acuerdo. ¿Qué necesitan de mí?
Tschetter esbozó una sonrisa carente de humor.
—Su cooperación voluntaria. ¿Puedo contar con ella?
—Sí.
—Excelente. En ese caso…
—Solo una cosa más: quiero grabar unos mensajes para mis amigos y mi familia, por si no sobrevivo. También un mensaje para el hermano de Alan, Sam. No voy a divulgar información confidencial, pero merece tener noticias mías.
La mayor se quedó en silencio un momento, mientras sus ojos leían velozmente algo que tenía delante.
—Me ocuparé de ello. Pero es posible que tardemos un tiempo en restablecer las comunicaciones. Estamos en estricto silencio hasta que recibamos nuevas órdenes del mando central.
—Comprendo. Ah, y…
—Srta. Navárez, disponemos de un plazo extremadamente ajustado.
Kira levantó la mano.
—¿Podría volver a conectarme los implantes? Me voy a volver loca aquí dentro sin mi holofaz. —Estuvo a punto de echarse a reír—. Aunque puede que me vuelva loca igualmente.
—No puedo —dijo Tschetter.
Kira se puso a la defensiva.
—¿No puede o no quiere?
—No puedo. El xeno ha destruido sus implantes. Lo siento. No hay nada que reactivar.
Kira dejó escapar un gruñido; sentía que otro ser querido acababa de morir. Todos sus recuerdos… Había configurado su sistema para que enviara una copia de seguridad al servidor de la base al final de cada jornada. Si el servidor seguía intacto, aún podría recuperar sus archivos personales. Sin embargo, todo lo que le había ocurrido desde ese momento se perdería, pues únicamente existía en los frágiles e imperfectos tejidos de su cerebro. De haber podido elegir, Kira habría preferido perder un brazo antes que sus implantes. Con su holofaz, tenía al alcance de la mano un mundo dentro de otro, un universo entero de contenido real y ficticio que podía explorar. Sin los implantes, lo único que le quedaba eran sus pobres pensamientos insustanciales… y el eco de la oscuridad. Además, ahora sus sentidos estaban embotados. Ya no disponía de visión ultravioleta ni infrarroja. Tampoco podía percibir los campos magnéticos cercanos ni interactuar con máquinas. Y lo peor de todo: ya no podía consultar datos que desconociera.
Aquel ser la había deteriorado, la había reducido al nivel de un animal, de un pedazo de carne. Carne primitiva, desprovista de mejoras. Y para ello tenía que haberse abierto paso hasta su cerebro, hasta seccionar los nanocables que unían los implantes a sus neuronas.
¿Qué más habría destruido?
Durante un minuto, Kira permaneció inmóvil, en silencio, respirando agitadamente. El traje se le antojaba tan duro y pesado como una placa de acero ciñéndole el torso. Tschetter tuvo la sensatez de no interrumpir su silencio.
—Pues déjenme una tableta —dijo finalmente Kira—. O unas hologafas. Lo que sea.
Tschetter negó con la cabeza.
—No podemos permitir que el xeno acceda a nuestro sistema informático. De momento no. Es demasiado peligroso.
Kira soltó un ruidoso resoplido, pero prefirió no rechistar. La mayor tenía razón.
—Joder —dijo—. Está bien, empecemos.
Tschetter recogió su tableta y se levantó.
—Una última pregunta, Navárez. ¿Aún siente que es la misma de siempre?
Aquella pregunta la incomodó. Ya sabía a lo que se refería la mayor. Quería saber si Kira seguía poseyendo el control de su propia mente. Fuera cual fuera la verdad, solo había una respuesta posible si quería conservar alguna esperanza de recuperar su libertad.
—Sí.
—Estupendo. Es lo que queríamos oír. —Pero Tschetter no parecía especialmente contenta—. De acuerdo. El Dr. Carr vendrá enseguida.
Mientras Tschetter se disponía a salir, Kira le hizo otra pregunta:
—¿Han encontrado algún otro artefacto como este? —dijo atropelladamente—. ¿Como este xeno?
La mayor miró a Kira de reojo.
—No, Srta. Navárez. Ninguno.
El holograma parpadeó y desapareció.
Kira se sentó junto a la compuerta presurizada, sopesando todavía la última pregunta que le había hecho la mayor. ¿Cómo podía estar segura de que sus pensamientos, acciones y emociones le pertenecían por completo? Existían muchísimos parásitos capaces de modificar el comportamiento de su hospedador. Tal vez el xeno le estuviera haciendo lo mismo a ella.
Y en ese caso, seguramente Kira ni se daría cuenta.
Pero por muy inteligente que pudiera ser la criatura, había ciertas cosas que Kira estaba segura de que ningún alienígena sería capaz de manipular. Los pensamientos, los recuerdos, el lenguaje, la cultura… eran cosas demasiado complejas e idiosincrásicas como para que un alienígena pudiera comprenderlas de verdad. Joder, ¡si incluso a los propios humanos les costaba adaptarse a otras culturas! Sin embargo, las emociones primitivas, los impulsos, los actos… eso sí que era vulnerable a la manipulación. Tal vez la ira que sentía ahora mismo procediera en realidad del alienígena. No tenía esa impresión, pero claro, eso era de esperar.
Procura mantener la calma, se dijo Kira. No tenía ningún control sobre lo que le pudiera estar haciendo el xeno, pero sí que podía estar atenta a cualquier comportamiento inusual.
Un foco de luz se encendió encima de ella, cegándola con su penetrante mirada. Más arriba, en la oscuridad del techo, empezaba a moverse algo: los brazos robóticos descendían hacia ella.
El espejo polarizado de la pared cilíndrica se volvió transparente. Al otro lado apareció un hombrecillo menudo y encorvado, vestido con el uniforme de la FAU, ante un cuadro de mandos. Lucía un bigote castaño, y sus ojos hundidos la escudriñaban con una intensidad febril.
Un altavoz del techo se encendió con un chisporroteo y empezó a transmitir la voz áspera de aquel hombre:
—Srta. Navárez, soy el Dr. Carr. Aunque no se acuerde, ya nos conocemos.
—Así que usted es el responsable de la muerte de casi todo mi equipo.
El doctor ladeó la cabeza.
—No, eso fue cosa suya, Srta. Navárez.
Al oír eso, el enfado de Kira se transformó en puro odio.
—Váyase a la mierda. ¡Que le follen! ¿Cómo pudo pasársele por alto el xeno? No es precisamente pequeño, como puede ver.
Carr se encogió de hombros mientras pulsaba varios botones del panel que Kira no podía ver.
—Eso es lo que vamos a averiguar. —Carr bajó la mirada para observarla con su rostro redondo de búho—. Ya basta de perder el tiempo. Beba. —Uno de los brazos robóticos le acercó una bolsa llena de un líquido naranja—. Esto la mantendrá en pie hasta que haya tiempo para alimentos sólidos. No quiero que se me desmaye.
Reprimiendo una obscenidad, Kira agarró la bolsa y se bebió su contenido de un solo trago.
Cuando terminó, la escotilla de la esclusa de aire se abrió. Obedeciendo la orden del doctor, Kira metió la bolsa vacía dentro. La escotilla se cerró y se oyó un golpe sordo: la esclusa acababa de arrojarla al espacio.
A continuación, Carr la sometió a una serie interminable de pruebas. Ultrasonidos. Espectrografía. Rayos X. Tomografía por emisión de positrones (antes tuvo que beberse una taza de un líquido lechoso). Cultivos. Pruebas reactantes… Carr echó mano de todo lo que se le ocurrió.
Los robots (Carr los llamaba S-PAC) le servían como ayudantes. Sangre, saliva, piel, tejidos… le arrebataban todo lo que podían separar de su cuerpo. No consiguieron tomar muestras de orina: el traje la cubría por completo y, por mucho líquido que bebía, no sentía ganas de aliviarse. Y menos mal, porque la perspectiva de orinar en un cubo, bajo la atenta mirada de Carr, no la entusiasmaba demasiado.
A pesar de su enfado (y de su miedo), Kira también sentía una curiosidad casi irresistible. Durante toda su carrera profesional había esperado la oportunidad de estudiar un xeno como aquel.
Ojalá esa oportunidad no le hubiera salido tan cara.
Prestó mucha atención a la naturaleza y el orden de los experimentos que realizaba el doctor, con la esperanza de deducir lo que estaba averiguando sobre el organismo. Pero Kira comprobó, con inmensa frustración, que Carr se negaba a informarle del resultado de sus pruebas. Cada vez que le preguntaba, el hombre contestaba con evasivas o directamente se negaba a responder, lo que no mejoraba precisamente el malhumor de Kira.
A pesar de la falta de comunicación del doctor, Kira adivinó por su ceño fruncido y sus improperios que aquella criatura se resistía poderosamente a cualquier escrutinio.
Kira tenía sus propias teorías. Estaba más especializada en microbiología que en macrobiología, pero sabía lo suficiente como para deducir un par de cosas. En primer lugar, era imposible que el xeno hubiera evolucionado de forma natural, teniendo en cuenta sus propiedades. O era una nanomáquina tremendamente avanzada o una forma de vida genéticamente modificada. Además, el xeno poseía, como mínimo, una rudimentaria consciencia. Kira percibía su reacción a las pruebas: una ligera rigidez en el brazo, un brillo tornasolado y casi imperceptible en el pecho, una sutil flexión de sus fibras. Pero lo más seguro era que ni siquiera Carr supiera si el xeno era sintiente o no.
—No se mueva —le ordenó el doctor—. Vamos a probar otra cosa.
Kira se quedó paralizada cuando uno de los S-PAC sacó un escalpelo de punta redonda del interior de su carcasa y acercó el instrumento a su brazo izquierdo. Kira aguantó la respiración cuando el escalpelo la rozó. Sentía su hoja afilada como el cristal presionándole la piel.
El traje se hundió ligeramente bajo la cuchilla mientras el S-PAC arrastraba oblicuamente el escalpelo por su antebrazo, pero las fibras se negaban a dividirse. El robot repitió la operación con más fuerza, hasta que finalmente dejó de raspar e intentó practicar una incisión corta.
Ante la atónita mirada de Kira, las fibras se fusionaron y endurecieron bajo la hoja del escalpelo. Era como si la cuchilla patinara sobre una superficie de obsidiana moldeada. La hoja emitió un leve chirrido.
—¿Le duele? —preguntó el doctor.
Kira negó con la cabeza, sin despegar la vista del escalpelo.
El robot se retiró unos milímetros, antes de girar la punta redonda del instrumento y descender de nuevo hacia su antebrazo con un veloz movimiento punzante.
La hoja se partió con un chasquido, y un pedazo de metal pasó volando junto al rostro de Kira.
Carr frunció el ceño. Se giró para hablar con una persona (o varias) que Kira no veía, y después se dirigió a ella de nuevo.
—Muy bien. No se mueva todavía.
Kira obedeció, y los S-PAC la rodearon con veloces movimientos, pinchando cada centímetro de piel cubierta por el xeno. Con cada contacto, el organismo se endurecía, formando un pequeño parche de blindaje sólido. Carr incluso le pidió que levantara los pies para que los robots le pincharan en las plantas. Aunque no sentía dolor, Kira no pudo evitar encogerse por la impresión.
De modo que el xeno era capaz de defenderse. Fantástico. Sería mucho más difícil arrancárselo. Por otro lado, las puñaladas habían dejado de ser un problema para Kira. Aunque eso nunca la había preocupado hasta entonces, claro.
En Adra, aquel ser se había manifestado con espinas afiladas y tentáculos… ¿Por qué no se comportaba así ahora? Si algo podía desencadenar una respuesta agresiva, eran aquellas pruebas. ¿Acaso el xeno había perdido la capacidad de moverse tras adherirse a su piel?
Kira no lo sabía, y el traje tampoco iba a decírselo.
Cuando las máquinas terminaron su tarea, el doctor se levantó, mordisqueándose la mejilla.
—¿Y bien? —dijo Kira—. ¿Qué ha averiguado? ¿Su composición química? ¿Su estructura celular? ¿Su ADN? ¿Qué?
Carr se atusó el bigote.
—Información confidencial.
—Venga ya.
—Las manos sobre la cabeza.
—¿Y a quién espera que se lo cuente, eh? Puedo ayudarle. ¡Dígame algo!
—Las manos sobre la cabeza.
Reprimiendo un insulto, Kira le obedeció.
La siguiente tanda de pruebas fue mucho más dura, casi invasiva. Pruebas de aplastamiento. Pruebas de cizalladura. Pruebas de resistencia. Tubos por la garganta, inyecciones, exposición a calor y frío extremos (el parásito demostró ser un excelente aislante). Carr estaba tan absorto que apenas prestaba atención a nada más. Le gritaba si tardaba demasiado en obedecerle, y en varias ocasiones Kira lo vio increpar a su ayudante, una pobre alférez llamada Kaminski, además de arrojar vasos y papeles al resto de su personal. Era evidente que Carr no estaba averiguando lo que necesitaba con sus experimentos, y el tiempo de la tripulación se agotaba rápidamente.
El primer plazo se cumplió sin incidentes. Habían pasado doce horas, pero el xeno no se había manifestado en ningún tripulante de la Circunstancias Atenuantes, al menos que ella supiera. No es que esperara que Carr se lo informara si ocurría, pero sí que veía cierto cambio en su actitud; su concentración y su determinación parecían renovadas. Tenía otra oportunidad: ahora el plazo era mayor. Disponían de treinta y seis horas antes de que el resto de la tripulación se viera obligada a entrar en crionización.
Las luces de la nave pasaron al modo nocturno, pero siguieron trabajando.
Un tripulante uniformado le traía al doctor taza tras taza de lo que Kira suponía que era café. A medida que avanzaba la noche, Kira también lo vio ingerir varias pastillas. Seguramente fuera Despertisona o algún otro sustitutivo del sueño.
Kira también se sentía cada vez más cansada.
—¿Me da un par de esas? —dijo, señalando al doctor con un gesto.
Carr negó con la cabeza.
—Alteran los procesos neuroquímicos.
—La falta de sueño también.
Carr se quedó un momento en silencio, pero volvió a sacudir la cabeza y se concentró de nuevo en el panel de instrumentos.
—Cabrón —murmuró Kira.
Ni los ácidos ni las bases ejercían efecto alguno sobre el xeno. Las descargas eléctricas se deslizaban inofensivamente sobre la piel del organismo (parecía actuar como una jaula de Faraday de forma natural). Cuando Carr aumentó el voltaje, se produjo un destello actínico en el extremo de uno de los S-PAC y el brazo robótico salió disparado hacia atrás. El aire apestaba a ozono; Kira vio que los manipuladores del S-PAC se habían derretido y estaban al rojo vivo.
El doctor caminaba de un lado a otro por la sala de observación, tironeándose del bigote con mucha fuerza. Tenía las mejillas coloradas y parecía enfadado, peligrosamente enfadado.
Entonces se detuvo en seco.
Un momento después, se oyó un tintineo: algo acababa de caer en la esclusa de comunicación de la celda. Kira abrió la escotilla con curiosidad y encontró unas gafas oscuras: protección contra rayos láser.
Una súbita inquietud le hurgó en las entrañas, como un gusano.
—Póngaselas —dijo Carr—. Extienda el brazo izquierdo.
Kira obedeció, aunque despacio. Las gafas cubrieron la celda con un velo amarillento.
El manipulador instalado en el extremo del otro S-PAC se abrió como una flor, dejando al descubierto una pequeña lente brillante. La ansiedad de Kira iba en aumento, pero no se movió. Si existía la menor posibilidad de librarse de aquel ser, Kira estaba decidida a aprovecharla, por mucho que le doliera. De lo contrario, sabía que terminaría sus días en cuarentena.
El S-PAC se situó a su izquierda, justo encima de su antebrazo. Con un chasquido, un rayo de color azul violáceo salió proyectado desde la lente hasta la cubierta, al lado de sus pies. Las motas de polvo relucieron bajo aquel haz de luz colimada, y el enrejado del suelo empezó a emitir un intenso brillo rojo.
El robot se movió lateralmente hasta colocar el rayo sobre su antebrazo.
Kira se puso en tensión.
Se produjo un fugaz destello. Una voluta de humo flotó por el aire, y… y entonces, ante la mirada estupefacta de Kira, el rayo láser se curvó alrededor de su brazo, como el agua de un río al rodear una piedra. Una vez sorteado el obstáculo, el láser recuperó su precisión geométrica y continuó su trayectoria recta hasta el suelo, trazando una línea rojiza en su superficie.
El robot no detuvo su movimiento lateral. En un momento dado, el láser cambió de lado y pasó a la cara interior del antebrazo, pero también lo rodeó inofensivamente.
Kira no sentía el menor calor; era como si el láser no existiera.
Lo que estaba haciendo el xeno no era imposible, pero sí tremendamente complejo. Muchos materiales eran capaces de doblar la luz, una propiedad con innumerables aplicaciones. La capa de invisibilidad con la que Kira y sus amigos jugaban de pequeños era un ejemplo perfecto de ello. Sin embargo, detectar la longitud de onda exacta del láser y fabricar un revestimiento que la redirigiera, y todo ello en una minúscula fracción de segundo, era una verdadera proeza. Ni siquiera los ensambladores más avanzados de la Liga podían hacer algo así.
Una vez más, Kira tuvo que replantearse todo lo que sabía acerca del xeno.
El rayo desapareció. Carr fruncía el ceño y se rascaba el bigote. Un joven, aparentemente un alférez, se acercó al doctor y le dijo algo. Carr se dio la vuelta y le gritó. El alférez dio un respingo, lo saludó y respondió rápidamente.
Kira empezó a bajar el brazo.
—No se mueva de ahí —dijo el doctor.
Volvió a la misma posición.
El robot se colocó unos centímetros por debajo de su codo.
Se oyó un chasquido, casi tan potente como un disparo, y Kira soltó un grito. Sentía que acababan de atravesarla con una estaca al rojo vivo. Retiró el brazo bruscamente y se tapó la herida con la mano. Entre los dedos veía un agujero tan ancho como su dedo meñique.
Se sobresaltó. De todo lo que habían probado, el disparo láser era lo primero que conseguía dañar el traje.
Su asombro casi eclipsó el dolor. Casi. Se dobló en dos, con el rostro crispado, esperando a que el escozor remitiera.
Unos segundos después, volvió a examinarse el brazo. El material del traje fluía hacia el orificio; sus fibras se extendían y se conectaban como tentáculos, cerrándose sobre la herida. Al cabo de unos instantes, el brazo de Kira tenía el mismo aspecto que antes y la herida había dejado de dolerle. De modo que el organismo no había perdido la capacidad de moverse.
Kira suspiró ruidosamente, temblando. ¿El dolor que había sentido era suyo… o del traje?
—Otra vez —dijo Carr.
Kira apretó los dientes y extendió el brazo, cerrando el puño con fuerza. Si conseguían cortar el traje, tal vez podrían obligarlo a retirarse completamente.
—Adelante —dijo.
¡Chas!
Una chispa y una nubecilla de vapor aparecieron en la pared de la celda, saliendo de un orificio del tamaño de un alfiler que acababa de surgir entre los paneles de metal. Kira frunció el ceño. El traje ya se había adaptado a la frecuencia del láser.
Y casi de inmediato:
¡Chas!
Más dolor.
—¡Mierda! —Kira se agarró el brazo y lo presionó contra su vientre, enseñando los dientes.
—Deje de moverse de una puta vez, Navárez.
Kira respiró hondo varias veces y regresó a la posición anterior.
Otras tres estacas al rojo le atravesaron la piel, casi sin pausa. Le ardía todo el brazo. Carr debía de haber averiguado la manera de modificar la frecuencia del láser con el fin de burlar las defensas del traje. Kira, asombrada, abrió la boca para decirle algo…
¡Chas!
Se encogió sin poder evitarlo. Muy bien, Carr ya se había divertido bastante. Tenía que parar de una vez. Empezó a retirar el brazo, pero el segundo S-PAC se movió de pronto y le aferró la muñeca con el manipulador.
—¡Eh!
¡Chas!
Otro cráter ennegrecido apareció en su antebrazo. Kira soltó un gruñido y forcejeó con el robot, que se negaba a ceder.
—¡Pare ya! —le gritó al doctor—. ¡Ya basta!
Carr la miró de reojo desde el espejo, antes de seguir estudiando el monitor.
¡Chas!
Un nuevo cráter apareció en el mismo sitio que el anterior antes de que este terminara de cerrarse. El disparo penetró más profundamente, quemándole la piel y el músculo.
—¡Deténgase! —vociferó, pero Carr no respondió.
¡Chas!
Un tercer cráter surgió encima de los dos primeros. Presa del pánico, Kira agarró el S-PAC que la aprisionaba y tiró de él, utilizando todo el peso de su cuerpo. No debería haber servido de nada (eran máquinas sólidas y voluminosas), pero la articulación del manipulador se partió, separándose del S-PAC y salpicándolo todo de fluido hidráulico.
Kira se lo quedó mirando un momento, totalmente sorprendida. Después se arrancó el manipulador roto de la muñeca y lo dejó caer al suelo con un estruendo metálico.
Carr la observaba fijamente, atónito.
—Ya hemos terminado —dijo Kira.