CAPÍTULO IV

ANGUSTIA

1.

Se hacía tarde, y a Kira le costaba cada vez más concentrarse en la conversación. Casi todas las palabras de sus compañeros se fundían en un torrente de sonidos carentes de significado. Finalmente se irguió y miró de reojo a Alan. Este asintió con gesto cómplice y los dos se levantaron de sus asientos.

—Descansad —dijo Neghar. Llevaba una hora contestando palabras sueltas. Si intentaba decir algo un poco más elaborado, los ataques de tos la interrumpían. Kira esperaba que la piloto no estuviera enferma, porque entonces seguramente se contagiaría todo el equipo.

—Buenas noches, chérie —dijo Marie-Élise—. Por la mañana lo verás todo con otros ojos, tranquila.

—Procurad estar levantados a las nueve cero cero —dijo Mendoza—. La FAU por fin nos ha dado permiso para embarcar en la Fidanza. Despegamos a las once.

Kira levantó la mano, dándose por enterada, y se marchó del comedor con Alan.

Fueron directamente a la habitación de Alan sin decir nada. Una vez allí, Kira se despojó del mono de trabajo, dejándolo caer al suelo, y se metió en la cama sin ni siquiera cepillarse el pelo.

Cuatro semanas de crionización… y seguía hecha polvo. El sueño en frío no era igual que el de verdad. Nada podía compararse al de verdad.

El colchón se combó cuando Alan se tumbó a su lado. La rodeó con un brazo, dándole la mano mientras apretaba el pecho y las piernas contra su cuerpo; su presencia era cálida y reconfortante. Kira dejó escapar un leve gemido y se recostó contra él.

—Pensaba que te había perdido —susurró Alan. Kira se volvió para mirarlo a los ojos.

—Jamás.

Se besaron, y al cabo de un rato sus tiernas caricias se volvieron más impacientes. Los dos se abrazaban con una intensidad febril.

Hicieron el amor; Kira nunca había sentido tanta intimidad con Alan, ni siquiera la noche en la que se le había declarado. Sentía el temor de Alan a perderla en cada línea de su cuerpo; veía su amor en cada caricia, lo oía en cada susurro.

Más tarde, los dos pasaron a la estrecha ducha, al fondo de la habitación. Atenuaron las luces y se enjabonaron el uno al otro, hablando en voz queda.

Mientras el agua caliente le caía por la espalda, Kira dijo:

—Neghar no tenía buen aspecto.

Alan se encogió de hombros.

—Tendrá resaca criónica. La FAU le dio el visto bueno, y Fizel también. Este aire es tan seco que…

—Ya.

Se secaron con las toallas. Con la ayuda de Alan, Kira se untó todo el cuerpo con loción hidratante, suspirando de alivio a medida que el gel iba calmando su piel irritada. La sensación era fantástica, casi tan buena como la ducha.

Cuando volvieron a la cama y apagaron las luces, Kira intentó dormir. Pero no podía dejar de pensar en aquella sala, en las líneas que le recordaban a los circuitos de una placa base. Ni en lo que su descubrimiento le había costado al equipo (y a ella). Ni en lo que le había dicho Fizel.

Alan se dio cuenta.

—Duerme —murmuró.

Mmm. Es que… lo que ha dicho Fizel…

—No dejes que te provoque. Está enfadado y frustrado. Nadie opina como él.

—Ya. —Pero Kira no estaba tan segura. La sensación de injusticia crecía en su interior. ¿Cómo se atrevía Fizel a juzgarla? Kira solo había cumplido con su deber… Los demás habrían hecho lo mismo en su lugar. Si hubiera ignorado la formación rocosa, el médico habría sido el primero en echárselo en cara. Además, su descubrimiento los había perjudicado a Alan y a ella tanto como al resto del equipo.

Alan le acarició la nuca con la nariz.

—Todo saldrá bien. Ya lo verás. —Después se quedó inmóvil. Kira notó cómo se iba ralentizando su respiración mientras ella seguía mirando fijamente la oscuridad.

Seguía sintiéndose incómoda y malhumorada. Tenía un nudo cada vez más apretado en el estómago. Cerró los ojos con fuerza, procurando no obsesionarse con Fizel ni con lo que les depararía el futuro. Pero no podía olvidar lo que el médico había dicho en el comedor. Una abrasadora ascua de ira seguía ardiendo en su interior cuando por fin se sumió en un sueño agitado.

2.

Oscuridad. La vasta inmensidad del espacio desolado e ignoto. Las estrellas eran gélidos puntos de luz, afilados como agujas sobre un telón de terciopelo.

Más adelante, una estrella aumentaba de tamaño a medida que ella se aproximaba, más deprisa que la más veloz de las naves. La estrella era de un tenue color rojo anaranjado, como un ascua moribunda ardiendo lentamente sobre un lecho de brea. Parecía vieja, cansada, como si se hubiera formado durante las primeras etapas del universo, cuando todo era luz y calor.

Siete planetas giraban en torno al abultado orbe: un gigante gaseoso y seis terrestres. Su aspecto era parduzco, moteado y enfermizo. En el hueco entre el segundo planeta y el tercero se extendía un cinturón de residuos que resplandecían como la arena cristalizada.

La invadió una súbita tristeza. No sabía por qué, pero la visión de aquella escena le daba tantas ganas de llorar como la muerte de su abuelo. Era la peor sensación posible: una pérdida absoluta y total, sin la menor esperanza de restauración.

Pero aquella era una pena antigua y, como todas, terminó pasando a un segundo plano, suplantada por sensaciones más acuciantes: la ira, el miedo y la desesperación. El miedo era predominante, y gracias a él supo que el peligro acechaba, un peligro íntimo e inmediato. Sin embargo, le costaba moverse; una arcilla desconocida inmovilizaba su carne.

La amenaza casi la había alcanzado. La sentía acercarse con creciente pánico. No había tiempo para esperar, para pensar. ¡Tenía que liberarse por la fuerza! Primero rasgar, después suturar.

La estrella siguió aumentando su fulgor hasta relucir con la fuerza de mil soles, y unas cuchillas de luz brotaron de su halo, lanzándose hacia la oscuridad. Una de ellas la golpeó, y entonces todo se volvió blanco. Sentía los ojos horadados por lanzas; cada centímetro de su piel ardía y se consumía.

Profirió un grito que se perdió en el vacío, pero el dolor no remitía. Volvió a gritar…

Kira se incorporó violentamente. Estaba jadeando, empapada en sudor. Tenía la sábana adherida a la piel como una película de plástico. Se oían voces en algún lugar de la base, voces teñidas de pánico.

Alan, tumbado a su lado, abrió los ojos de golpe.

—¿Qué…?

Oyeron pasos apresurados en el pasillo. Un puño aporreó la puerta de la habitación.

—¡Salid! —gritó Jenan—. ¡Es Neghar!

Un gélido temor le atenazó las entrañas.

Alan y ella se vistieron a toda prisa. Kira apenas dedicó un segundo a pensar en su extraño sueño; al fin y al cabo, aquella situación también era de lo más inusual. Salieron atropelladamente de la habitación y echaron a correr hacia el cuarto de Neghar.

A medida que se aproximaban, Kira empezó a oír toses: un ruido denso, húmedo y desgarrador que le hacía imaginarse una trituradora llena de carne cruda. Se estremeció.

Neghar estaba agachada en mitad del pasillo, con las manos apoyadas en las rodillas y rodeada por todos los demás. Tosía con tanta violencia que Kira casi sentía la tensión de sus cuerdas vocales. Fizel estaba a su lado, poniéndole la mano en la espalda.

—Respira hondo —dijo—. Te vamos a llevar a la enfermería. ¡Jenan, Alan! Sujetadle los brazos y ayudadme a llevarla. Deprisa, depr…

Una fuerte arcada de Neghar interrumpió las palabras de Fizel. Kira oyó con claridad un chasquido procedente del estrecho pecho de la piloto.

De la boca de Neghar brotó sangre negra que salpicó la cubierta en un amplio abanico.

Marie-Élise chilló; varios más estuvieron a punto de vomitar. El miedo que Kira había sentido en sueños regresó con mucha más fuerza. Algo iba mal. Corrían peligro.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo, tirando de la manga de Alan. Pero él no la escuchaba.

—¡Atrás! —gritó Fizel—. ¡Todos atrás! Que alguien contacte con la Circunstancias Atenuantes. ¡Vamos!

—¡Apartaos! —bramó Mendoza.

La sangre manó de nuevo de la boca de Neghar, que hincó una rodilla en el suelo. Tenía los ojos desorbitados y el rostro enrojecido. Le temblaba la garganta, como si se estuviera ahogando.

—Alan… —dijo Kira. Demasiado tarde; Alan ya se acercaba para ayudar a Fizel.

Kira retrocedió un paso. Y luego otro. Nadie se dio cuenta; todos miraban a Neghar, intentando decidir qué hacer mientras se apartaban de la trayectoria de la sangre que arrojaba por la boca.

Kira sintió el impulso de gritarles que se alejaran, que echaran a correr, que huyeran.

Sacudió la cabeza y se tapó la boca con los puños, temiendo ser la siguiente en vomitar sangre. Sentía que le iba a estallar la cabeza. La piel le picaba de puro horror, de repugnancia, como si mil hormigas se estuvieran paseando por todo su cuerpo.

Jenan y Alan intentaron poner de pie a Neghar, pero esta se resistía y negaba con la cabeza. Le entró una arcada, y luego otra, hasta que finalmente vomitó un extraño coágulo sobre la cubierta. Era demasiado oscuro para ser sangre, y demasiado líquido para ser metálico.

Kira se hundió las uñas en el brazo, rascándoselo furiosamente mientras un grito de asco amenazaba con escapar de sus labios.

Neghar cayó de espaldas. Y entonces el coágulo se movió, sacudiéndose como un músculo estimulado por una corriente eléctrica.

Todos gritaron y se apartaron de un salto. Alan retrocedió hacia Kira, sin despegar la mirada de aquella masa informe.

A ella también le entró una arcada, pero no vomitó. Retrocedió un paso más. Le ardía el brazo; sentía unos finos regueros de fuego recorriéndole la piel.

Bajó la mirada.

Sus uñas habían abierto surcos en la carne, arañazos carmesíes de los que colgaban tiras de piel arrancada. Y dentro de aquellos surcos había algo que también se estaba moviendo.

3.

Kira cayó al suelo, gritando. El dolor lo consumía todo. No era consciente de nada más.

Alan.

Arqueó la espalda y se sacudió, arañando el suelo, desesperada por escapar de aquella agonía incesante. Gritó de nuevo, esta vez tan fuerte que se le quebró la voz y notó que su propia sangre cálida le humedecía la garganta.

No podía respirar. El dolor era demasiado intenso. Le ardía la piel; sentía que le corría ácido por las venas, que su carne intentaba separarse de los huesos.

Unas siluetas oscuras obstruían la luz: sus compañeros se estaban moviendo a su alrededor. El rostro de Alan apareció a su lado. Kira se revolvió hasta quedar boca abajo, apretando la mejilla contra la superficie dura del suelo.

Su cuerpo se relajó un instante; consiguió tomar aire con una única y desesperada bocanada, antes de quedarse rígida y proferir un aullido mudo. Sentía los músculos del rostro agarrotados por el rictus, y empezaban a caerle lágrimas por la comisura de los ojos.

Unas manos le dieron la vuelta y la agarraron por brazos y piernas, sujetándola con firmeza. Pero eso no detuvo el dolor.

—¡Kira!

Se obligó a abrir los ojos. Todo estaba borroso, pero distinguió el rostro de Alan y, tras él, a Fizel acercándose con una jeringuilla en la mano. Jenan, Yugo y Seppo le inmovilizaban las piernas, mientras Ivanova y Marie-Élise alejaban a Neghar del coágulo de la cubierta.

—¡Kira! ¡Mírame! ¡Mírame!

Intentó contestar, pero lo único que salió de sus labios fue un gemido ahogado.

Entonces Fizel le clavó la jeringuilla en el hombro. No sabía qué le estaba inyectando, pero no parecía surtir efecto alguno. Kira sentía que sus talones y su cabeza chocaban contra la cubierta una y otra vez.

—¡Por el amor de Dios, ayudadla! —exclamó Alan.

—¡Cuidado! —gritó Seppo—. ¡Esa cosa del suelo se está moviendo! ¡Mier…!

—A la enfermería —dijo Fizel—. Hay que llevarla a la enfermería. ¡Ya! Levantadla del suelo. Levan…

Las paredes empezaron a oscilar cuando la alzaron en vilo. Kira se sentía estrangulada. Intentó tomar aire, pero tenía los músculos demasiado crispados. Empezó a ver chispas rojas en los límites de su visión mientras Alan y los demás la acarreaban por el pasillo. Sentía que estaba flotando; todo parecía irreal y etéreo, salvo el dolor y el miedo.

Se sacudió de nuevo cuando la tumbaron sobre la mesa de exploración de Fizel. El abdomen se le relajó durante un segundo, lo justo para que Kira pudiera tomar aliento antes de que sus músculos volvieran a agarrotarse.

—¡Cerrad la puerta! ¡Que no entre esa cosa! —Se oyó un golpe sordo; la cerradura presurizada de la enfermería se había activado.

—¿Qué está pasando? —dijo Alan—. ¿Es…?

—¡Apártate! —gritó Fizel. Una segunda aguja hipodérmica se clavó en el cuello de Kira.

Aunque nunca lo habría creído posible, el dolor se triplicó al instante. Un gemido ronco escapó de su boca. Se revolvió, incapaz de controlar sus movimientos. Sentía la boca llena de espuma, taponándole la garganta. Las arcadas y las convulsiones eran continuas.

—Mierda. Dadme un inyector. En el otro cajón. ¡En el otro!

—Doc…

—¡Ahora no!

—¡Doc, no respira!

Oyó el tintineo del instrumental médico. Unos dedos le separaron las mandíbulas y le introdujeron un tubo hasta la garganta, produciéndole nuevas arcadas. Un momento después, el dulce y maravilloso aire le llenó los pulmones, despejando el velo que le oscurecía la visión.

El rostro de Alan flotaba sobre ella, contraído de preocupación.

Kira intentó hablarle, pero solamente pudo emitir un lamento incoherente.

—Te vas a poner bien —dijo Alan—. Tú aguanta. Fizel te va a ayudar. —Alan parecía al borde del llanto.

Kira nunca había estado tan asustada. A su cuerpo le pasaba algo malo, y cada vez iba a peor.

Corred, pensó. ¡Corred! Salid de aquí antes de que…

Unas líneas oscuras le surcaron la piel: unos relámpagos negros que se retorcían y se sacudían como si estuvieran vivos. De pronto se quedaron inmóviles, y la piel de Kira empezó a abrirse y desgarrarse a lo largo de aquellas líneas, como si fuera la muda de un insecto.

El miedo se desbordó por fin, y la invadió una desesperación absoluta, ineludible. De haber sido capaz de gritar, su voz habría llegado hasta las estrellas.

Y entonces, de aquellos surcos ensangrentados brotaron unos zarcillos fibrosos que se sacudían como serpientes sin cabeza. De pronto se tensaron, formando unas espinas afiladas que se extendieron en todas direcciones.

Las espinas agujerearon las paredes y el techo. Se oyó el chirrido del metal. Las luces chisporrotearon y estallaron; el agudo silbido del viento de Adra invadió la habitación, acompañado por el alarido histérico de las alarmas.

Kira cayó al suelo, zarandeada como una muñeca de trapo por las espinas. Una de ellas traspasó el pecho de Yugo, y otras tres se clavaron en el cuello, el brazo y la ingle de Fizel. Cuando las espinas se retrajeron, de las heridas de ambos manó sangre en abundancia.

¡No!

La compuerta de la enfermería se abrió de pronto e Ivanova irrumpió en la sala. Se le desencajó el rostro de horror. Antes de que pudiera reaccionar, dos espinas se le hundieron en el vientre, derribándola. Seppo intentó escapar, pero una espina lo ensartó por la espalda, clavándolo a la pared como si fuera una mariposa.

¡No!

Kira perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Alan estaba arrodillado a su lado, con la frente apoyada en la suya y las manos inertes sobre los hombros de Kira. Sus ojos estaban ausentes. De la comisura de la boca le caía un hilo de sangre.

Kira tardó un momento en darse cuenta de que el cuerpo de Alan estaba cosido al suyo por más de una docena de espinas, uniéndolos a ambos con una obscena intimidad.

Se le paró el corazón, y el suelo se transformó en un abismo. Alan. Sus compañeros. Todos muertos. Por su culpa. La evidencia era insoportable.

Qué dolor. Kira se estaba muriendo, pero no le importaba. Solamente quería que aquel sufrimiento terminara, que llegaran cuanto antes el olvido y la consiguiente liberación.

Entonces la oscuridad nubló su visión, las alarmas se desvanecieron hasta quedar en silencio, y lo que era… dejó de ser.