Mi padre

No me causó ninguna sorpresa cuando apareció mi padre con la cabeza afeitada, un hábito de monje y un kesa colgado al cuello, todo color de harapos, hijo mío, cosido con retazos de miedos, egoísmos y deseos. No me causó ninguna sorpresa cuando anunció su nuevo nombre, ni siquiera cuando dijo que se iba de casa. Con el puño izquierdo resguardado bajo el paraguas del hábito, anunció con la boca reseca:

—He tomado refugio. No puedo quedarme aquí. Soy un ratón que no avanza, con la cola atrapada en la puerta de salida o de entrada, según se vea.

¿Refugio? ¿Ratón? Con catorce años yo sí que era un ratón de bigote fino, recién salido de sus primeras convivencias cristianas, raya a la derecha, qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor, sujetando un cirio pascual camino del altar, recibiendo las primeras charlas sobre sexo de la mano de don Joaquín —el hermano de peluquín y anillo de obispo, el devoto profesor que se ponía un guante blanco en la lengua para hablar de sexo, respondiendo impoluto, con fábulas pueriles y metáforas azucaradas, al puré de preguntas obscenas que le lanzábamos sin piedad—. «No se preocupen —decía—, si en alguna ocasión se les encabrita el potrillo es normal. Hay que dejarlo correr.» Y nos lo decía a nosotros, adolescentes de acné jugoso, impresionados por aquella imagen; tanto, que cada vez que teníamos una erección, el armario de don Joaquín se manifestaba como una aparición mariana y el potrillo se adormecía. No había empalme que resistiera ciento treinta quilos de bromuro con sotana. Y es que hay imágenes que han condicionado mi vida, más que cualquier otro ideal o sentimiento, por grande que fuera. Como en la eucaristía de despedida de aquellas convivencias, guitarra, coro y pandereta, desafinando el Padre Nuestro tú que estás con los que aman la Verdad, cuando mi otro padre, el terrenal —que manejaba otra verdad—, bien posicionado en la segunda fila, se durmió como un querubín lanzando leves pero ásperos ronquidos a la oreja del Bromuro —así bautizamos a don Joaquín—, que, sentado delante de él, aguantaba la provocación con aplomo marcial, hasta que no pudo más y con voz grave le disparó un «por favor» que lo puso firme. Mis compañeros desafinaron a coro, disimulando la risa y disfrutando de verlo encabritado.

Mi padre, que me envió a un colegio católico a los seis años, había saltado de la nave cristiana dejándome a cargo de timoneles como el Bromuro, que manejaba una brújula que solo marcaba al norte, «siempre hacia arriba, hijos míos, así se alcanza el cielo». Pero mi progenitor, como un polizón, ya desnortado hacía años, se había lanzado al mar del destino, siguiendo su karma, sin salvavidas y sin brújula, buscando la Otra Orilla. Y allí estaba yo viendo como se alejaba sin equipaje, dejándome con mis lecciones de matemáticas, de biología, de cristiandad, bajo la oscura vela de las sotanas y, como patrimonio, la postal de un establo donde dejó escrito: «Todo lo que te puedo dejar es mi cuenco de mendigar que admite hojas secas». Una invitación a la austeridad que no era compartida por los curas que habían hecho voto de pobreza y ya contaban con quince salas de audiovisuales y un lounge bar enmoquetado y con vistas panorámicas a la obediencia, ya que desde lo alto podían tocar las barbas del Señor.

Aquello eran los ochenta, cuando la palabra zen no se había convertido en una marca de papel higiénico ni existía un hotel Zen en Torremolinos, y el que inventó el mindfulness todavía vendía sudoroso enciclopedias a domicilio. Mi padre se lanzó al aquí y ahora dando el corte de mangas de su vida, ese corte de mangas parabólico, redondo, sonoro, casi perfecto que soñamos dar en alguna ocasión y no podemos o no nos atrevemos. Soñamos, si ganamos la lotería, descorchar con cara de burbuja la botella de la felicidad. Pero mi padre odiaba el juego. Vio pasar el tren y lo perdió. Perdió todos los trenes de su vida y dio un sentido corte de mangas a todos aquellos que en ellos viajaban, cada vez a mayor velocidad. Pero olvidó un detalle: también yo me encontraba entre los pasajeros; yo y mi madre.

Lucía, que ya por entonces dominaba más de ochenta posturas del yoga de Iyengar, se encontraba haciendo la cobra cuando mi padre le dijo que se iba en busca de la Iluminación. Lo miró de reojo y continuó con la asana el tiempo programado: cinco minutos y treinta espiraciones profundas. Cuerpo en armonía, mente serena. Mi padre esperó los trescientos segundos plantado como un junco, sin decir nada. La cabeza recién planchada, con brillo de pavimento apenas estrenado. Cuando acabó la cobra, mi madre dio un gran suspiro —de los clásicos, nada que ver con los ensayados por Iyengar— y respondió con una inesperada serenidad:

—Pues vete. Pero se lo dices tú a tu hijo.

A continuación, rompió a llorar en casa de la vecina, una experta en revistas del corazón, recién separada y que había puesto el pestillo a su vida sexual. «El zen es una secta. Está de moda entre los famosos hacerse cienciólogos, adventistas del tercer mandamiento, guardianes del templo de Shiva o soldados de yo qué sé. Les lavan el cerebro, dejan de pensar por ellos mismos y hasta los esclavizan sexualmente —aseguraba—; y no hay armas de mujer que sirvan. No hay carmín ni ropa interior que pueda competir con la felicidad eterna.» Con sus amargos consejos mi madre parecía resignada a lo inevitable. Se fue al cuarto de baño y se pintó los labios con carmín rojo amanecer.

El día del anuncio llevaba dos meses viviendo en aquella casa. Digo aquella y no mi casa porque vivía con mi abuela doña Juana, una mujer de pechos como dos ollas de cocido, rizos de rulo, toda de negro salvo el tinte de su pelo a juego con sus tres dientes de oro, siempre con el doña delante como un rompehielos. Había muerto de tristeza seis meses antes y tuve que trasladarme forzosamente con mis padres a mi habitación, que parecía un juguete empapelado, sin huellas de niño, sin cajones con lápices de colores ni cromos, sin historia. Me acosté bajo una sábana de Mickey Mouse y me desperté colgando un póster con las tetas de Sabrina. Le pedí a mi madre unas sábanas nuevas y como libro de cabecera el Guinness de los récords. Cuando mi padre se despidió yo estaba en mi cuarto leyendo cómo un hombre se había comido un avión poco a poco. Lo recuerdo perfectamente. Mi lámpara con la bola del mundo estaba encendida. Leía el Guinness con la tímida luz de los continentes. Me gustaba forzar la vista para leer, encendía la luz del misterio y viajaba como un héroe de récords por los cinco continentes. Cuando cerraba los ojos me faltaba el olor a mi abuela, el aroma de la costumbre, el refugio de sus nueve besos en la frente; nueve, de carrerilla, como nueve golpes de castañuela de una jota aragonesa.

Doña Juana, matriarca de lavadero y detergente Ariel, de botijo y peletería, de mistela y pedrería, nació en Jea, un pueblo de la comarca del Vallecico, incrustado en una montaña de piel terrosa, atravesado por la nacional y el río: dos venas que mantenían con vida a sus doscientos habitantes que gozaban de dos iglesias, un convento de clausura, un cuartel de la Guardia Civil y un rico. Tres meses al año, durante catorce veranos, huía con mi abuela del calor de la ciudad. Los dos, juntos por la noche; por el día cacareos y rabos de lagartija, chorizo y leche de cabra, bicicletas, cuestas, pedruscos, «por orden del alcalde se hace saber…», el pregonero y su bicicleta centenaria, la corneta, el bando, y todos los veranos un muerto, el mismo muerto, el mismo funeral, el mismo viento de poniente. Tres meses al año con los índices simulando astas de toro con otros niños, siguiendo el rastro de las aceitunas negras de las cabras para gastar alguna putada al cabrero; tres meses sin teléfono, sin deberes; tres meses donde mis padres venían tres fines de semana. Un, dos, tres. Y yo con mi abuela entre morcillas de arroz y testículos de toro, colesterol, creciendo bajo su código estético, con la piscina congelada del río, «no te tires de cabeza desde el puente», «no vayas por la nacional», y yo de cabeza por la nacional como un canto rodado. Y de pronto el final del verano, de regreso a la prisión de las asignaturas y la música de flauta, del catecismo, de sobres para la caridad entre panzas generosas que deglutían valores y crecían dando lecciones de amor con dedos llenos de tiza: pólvora blanca para pizarras.

Así crecí: como un bocadillo de blanco y negro. Con la blanca libertad del pueblo y el negro invierno de la culpa y el confesionario. Los pecados eran para el verano, así me los quitaba de golpe al volver al colegio, «Ave María Purísima, sin pecado concebida, he dicho palabrotas y he mentido a mi abuela…». El cura me miraba aburrido mascando saliva como si fuera tabaco, con la cabeza enroscada sobre su puño izquierdo. «Dos padrenuestros y dibuja un mapa de España». Pintaba en cartulina la geografía de mi salvación, ríos, afluentes, montañas y provincias, pero siempre olvidaba el territorio insular, por esa razón me quedaba siempre algo de pecado dentro; y todos los años volvía a decir las mismas palabrotas y a mentir a mi abuela. Y siempre el mismo sacerdote licuando el mismo grumo blanco mandando pintar de colores los mapas de la culpa.

En esa geografía sentimental iba creciendo hasta que aterricé, de forma forzosa, en el piso de mis padres empapelado por El Corte Inglés, sin hermanos, compartiendo el sofá con cinco gatos callejeros que vivían a cuerpo de rey afilándose las uñas en las cortinas. Cien metros a disposición de la inesperada familia gatuna que vivía autoeducada, sin presencia humana, esperando a que sus dueños alimentasen sus siete vidas. De día, una soledad esteparia de felinos aguardaba, lamiéndose las patas y peinándose el rabo, la llegada de la madrugada, cuando mis padres llegaban tras hacer caja en El Pele: el bar que regentaban, situado enfrente de un campo de fútbol, con el nombre del famoso futbolista brasileño Pelé. Cafetería Pele, así, sin acento, sin la llamarada de la tilde, por culpa del cabrón del rotulista, un amigo de la familia que se emocionó con la tipografía y olvidó acentuar al astro del balón. Un error ortográfico, comienzo de una cadena de errores, que acabó con mi padre recitando mantras a la vez que servía bocadillos de ternera y calamares, con El Pele bordado en su camisa blanca de camarero. Otros se hubieran tirado al whisky o a escupir insultos al árbitro. El Pele tenía esas ventajas: una barra llena de bebidas y la tribuna del campo de fútbol a diez metros de la puerta para desahogarse. Pero mi padre era un raro y se colgó al zen para sobrellevar el oído barra, los sobacos del gentío en tardes enloquecidas de partido, los eructos de las funcionarias que almorzaban mojando el bigote en queso fundido, el humo de las corbatas de los del banco, el amarillo gastado de los albaranes, el representante de cerveza, las uñas astilladas de la vecina del gin-tonic, los puteros del Lázaro que tenían el pase de temporada pero no habían asistido a un solo partido en todo el año, refugiados de domingo en las trincheras de las señoritas sin bragas que por dos mil pesetas descargaban a sus mujeres de aliviarles la libido, padres de familia que entraban al puticlub con el transistor en la mano, tras los enjuagues en El Pele, capaces de retransmitir el partido a sus hijos como si hubieran visto en directo las musculosas piernas de los futbolistas y no los acerados muslos de una mulata.

En el pegajoso ambiente de El Pele mi padre encontró el zen.

—Soy como la flor de loto que nace del fango, pequeño saltamontes —me confesó—. Permanece quieta y fresca, aunque a su alrededor la inmundicia crezca. Cuanto más barro y suciedad, más bella y aterciopelada luce.

El bar le había proporcionado la mejor de las condiciones para su despertar. Conocer a los hombres tras la barra de El Pele, antes y después de un partido de fútbol, era una prueba iniciática inigualable, mucho más compleja, dura y pedagógica que las enseñanzas del maestro Po. Porque su fascinación por lo oriental comenzó con la serie de televisión Kung-Fu de David Carradine. No en vano me llamaba pequeño saltamontes cuando le salía una ocurrencia filosófica, como el maestro shaolín Po en la teleserie: «Roca aplasta tijeras. Papel cubre roca. Tijeras cortan papel. Cada vez es uno el que conquista al otro; no hay más fuerte o más débil: armonía de la naturaleza». Frases cortantes con sequía de artículos, haikus de teleserie, pequeños flashes con enseñanza, pero sin respuesta, el poder moral de los puños y las piernas, toda una imaginería oriental que sacudió la sensibilidad de mi padre.

Aquel monje shaolín —un solitario que practicaba la sabiduría del Tao y las artes marciales, vagabundeando, como extraviado, por el lejano Oeste, reparando injusticias con el arma de la filosofía y, cuando no había más remedio, dando un par de hostias— mostró a mi padre —un peregrino de la barra, que buscaba en el mortero del ajoaceite un sentido a su vida— el camino de la Otra Orilla. Así comenzó todo: con un decorado de televisión, con la fascinación por un actor chino que hacía de maestro ciego con dos canicas blancas en los ojos, y también con la Furia oriental de Bruce Lee y su Kárate a muerte en Bangkok.

Coincidió, por entonces —aunque las casualidades eran para mi padre causalidades, cosas del karma—, que detrás de El Pele un coreano abrió un gimnasio de artes marciales. Y allí, puntual, cambiaba su uniforme de camarero por un quimono blanco, dando el cabezazo a la bandera de Corea antes de entrar al tatami azul y repartir patadas y puñetazos a diestro y siniestro como si el aire impuro del gimnasio fuera su enemigo. Y aunque le costaran un riñón las enseñanzas de su maestro —un cinturón negro quinto dan que todas las noches acudía a El Pele a cenar por la jeta y a repostar fuerzas a golpe de coñac—, le ayudó a encontrar la Vía.

Tras años de entrenamiento y conseguir el cinturón negro, siguiendo también la filosofía de la teleserie del no-combate y el camino del Tao, pequeño saltamontes, mi padre encontró a Haruchō Quesada, maestro zen.