1 Una patinadora excelente y una mochila muy especial

Los primeros rayos de sol iluminaban la ciudad, los pájaros cantaban, las personas salían de sus casas para ir a sus trabajos… Cualquiera que mirase por la ventana podría ver que un nuevo día había comenzado. Cualquiera que no estuviera durmiendo a pierna suelta como Mikel, claro, con la consola en una mano y un pie colgando fuera del colchón.

Mikel solía apurar hasta el último minuto de sueño, pero aquel día, en cuanto sonó el despertador, no le costó nada levantarse de un salto, lleno de energía.

¡Era el último día de cole antes de las vacaciones!

Mikel bajó por las escaleras gritando en plan apocalíptico:

—¡Es el último día! ¡Es el último día!

Leo, que subía las escaleras en sentido contrario, coreó con entusiasmo:

¡¡Síííí!! ¡¡Vivaaaa!! ¡¡Comienzan las vacaciones!!

—¡Leo, llevas solo una zapatilla! —le advirtió Mikel.

¡Yujuuuuuuu! —celebró su hermano, tras comprobar que así era. Las alegrías de aquel día parecían no tener fin. ¡Y la cosa no había hecho más que comenzar!

—Leo, ya sabes lo que tenemos que hacer ¿verdad? —murmuró Mikel misteriosamente.

—Sí, Mikel, no te preocupes —le tranquilizó su hermano, elevando un pulgar en el aire.

Entraron en la cocina y saludaron a su padre, que, enfundado en su disfraz de gorila, estaba preparando dos bocadillos con una mano mientras agitaba un sonajero con la otra. El bebé, sentado en la trona,* le miraba con una media sonrisa, como si aquello no fuera lo más raro que estuviera acostumbrado a contemplar en esa casa.

—¡Menos mal que habéis bajado ya! —exclamó papá, poniendo el sonajero entre dos rebanadas de pan, y agitando una loncha de mortadela frente al estupefacto rostro del bebé—. ¡Vuestro hermano no quiere tomarse la papilla! Venga, desayunad, que tenemos un día muy largo…

—Sí, papá —contestaron Mikel y Leo, mientras se acercaban a saludar a su hermanito.

El bebé, al ver a sus dos hermanos mayores, se puso loco de alegría y comenzó a agitar los brazos y las piernas, como si llevara un siglo sin saber de ellos.

¡Cuidado, cuidado con el bol…! —gritó papá.

Pero el bol ya estaba volando por los aires, mientras regaba de papilla de cereales el suelo, las paredes de la cocina, y las cabezas de todos ellos.

Por suerte, en aquel mismo instante, mamá apareció por la puerta. Cualquier otra madre se habría llevado las manos a la cabeza… Pero ya hemos dejado claro que, en esta casa, nada suele suceder de la forma habitual.

—Papá, recuerda que hay que coger los cepillos de dientes… —dijo, mientras entraba con paso firme en la cocina—. Mikel, espero que este año no te «olvides» de llevar tu libro de ejercicios escolares, si no quieres que yo me «olvide» de llevar tu consola, claro… —continuó, esquivando con pericia un par de charcos de papilla, y agarrando algunos platos de un mueble—. Y Leo, espero que tus juguetes no ocupen toda tu maleta, porque no vas a pasarte diez días con la misma ropa, eso ya te lo digo yo… —le aclaró, mientras sacaba el sonajero del bocadillo, lo limpiaba y se lo daba al bebé, que rio, encantado—. Y, chicos, no olvidéis dejar todas las cosas en la autocaravana antes de ir al cooooleeeeee…

¡Aquel charco no lo había visto!

Mamá se deslizó por el suelo de la cocina con la pila de vajilla bamboleándose en sus brazos y la tragedia mascándose en el aire. Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, se agarró al picaporte de la puerta, derrapó con una pirueta digna de la más experta patinadora, y consiguió frenar sin que un solo plato saliera dañado.

Papá, Mikel, Leo y el bebé se miraron unos a otros con la boca abierta.

¡Mamá nunca dejaba de asombrarles!

—Bueno, chicos, ya lo habéis oído… —papá fue el primero en reaccionar— ¡Manos a la obra! —dijo mientras miraba el reloj de la pared— Ay, Dios, ¡qué tarde es! ¡El abuelo estará a punto de llegar para recoger a Bills! —exclamó.

Justo en aquel instante, sonó el timbre de la puerta.

¡Ay, Dios!, ¡ya está aquí Bills para recoger al abuelo! —se lamentó, completamente desquiciado.

—Papá, tranquilo, nosotros se lo damos, tú ocúpate del bebé —rio Mikel, mientras guiñaba un ojo a Leo.

Su hermano le devolvió el guiño, y se acercó a Bills, que dormía estirado en una silla, con la cabeza colgando hacia abajo, como si fuera un murciélago. Decididamente, aquel gato no era normal.

¡Ayyyy, Bills, mi gatito querido y adorado! ¡Ayyy, cuánto te voy a echar de menos! —lloriqueó, mientras se abrazaba al mullido cuerpecito de su mascota con un desgarrador dramatismo.

¡Ayyyy, qué triste estoy por separarme de ti! —se le unió Mikel, gritando todavía más, y sin dejar de vigilar a su padre de reojo.

Cuando fueron a abrir la puerta de la calle, todavía lamentándose a voz en grito, el abuelo Juan extendió los brazos hacia sus nietos, que corrieron a abrazarle.

—Os he traído unas cosillas para vuestras vacaciones —dijo, mientras se las entregaba.

Leo saltó de alegría al ver su regalo: una linterna chulísima.

—Recuerdo que el verano pasado, cuando fuimos de pesca, me dijiste que querías una —sonrió el abuelo bondadosamente.

Mikel alucinó con el suyo: una brújula antigua, con ocho planetas brillantes dibujados en su interior.

—¿De dónde has sacado esta maravilla, abuelo?

—La verdad es que no lo tengo muy claro. Alguien me la envió por correo hace unos días, y no tenía remitente… Supongo que será alguna campaña de publicidad. Pero me imaginé que te gustaría.

¡Me encanta! Muchas gracias, ¡eres el mejor abuelo del mundo!

En aquel momento, su hermano, que había ido a buscar a Bills, regresó abrazando el transportín como si fuera un valioso tesoro que alguien le quisiera robar. Papá, que había salido de la cocina para saludar al abuelo, iba tras de Leo con la cabeza goteando el triple de papilla que antes. Y, quizá si no hubiera sido por la cantidad de papilla que le nublaba la vista, se habría extrañado de las prisas con las que los chicos metieron el transportín en el coche del abuelo. Pero, con el lío que tenía montado, no se dio cuenta de nada.

El abuelo se marchó, todos desayunaron, la cocina quedó reluciente y las maletas cargadas. Cuando Mikel y Leo llegaron al colegio, papá se giró hacia los asientos traseros para dar las últimas instrucciones:

—Vendremos a buscaros a la salida con la autocaravana, y partiremos de viaje directamente, así que recordad no entreteneros cuando… ¿chicos?

Pero los chicos ya se habían bajado y corrían hacia la entrada mientras se despedían de su padre con la mano.

—Por qué tantas prisas… —se extrañó papá—, si hemos llegado puntuales. ¿Y qué llevará Leo en la mochila que le pesa tanto?

En la puerta del edificio les estaban esperando Hanna, Thiago, Érika y Joel, su inseparable pandilla de amigos, mirándolos con gesto interrogante. Mikel y Leo asintieron con la cabeza. Sin decir una palabra, entraron todos juntos y se deslizaron velozmente por los pasillos, esquivando la marabunta de alumnos que parloteaban y reían en grupitos, y evitando a toda costa cruzarse con alguno de los profesores. Finalmente, se detuvieron justo frente al cuartito del conserje. Mikel apoyó su mano sobre el pomo de la puerta:

—¿Estás segura, Érika? —le preguntó a su amiga.

—Afirmativo. Ayer escuché cómo el conserje, Stan Teria, le contaba a la profesora Grapadora que hoy no vendría a trabajar.

—Vamos, vamos, entremos antes de que alguien nos vea —les apremió Mikel, abriendo la puerta.

La pandilla se deslizó en el interior. Leo se descargó la pesada mochila, que llevaba medio abierta, y la puso sobre una mesita. Inmediatamente, todos se arremolinaron a su alrededor, contemplándola con la boca abierta, como si nunca antes hubieran visto una mochila.

—No hace ningún ruido… —comentó Thiago, mirándola preocupado.

—Eso es porque le hemos dicho, antes de salir, que tenía que portarse bien —explicó Leo.

¡Como si fuera a entender eso! —exclamó Hanna.

¡Por supuesto que nos entiende! —bufó Leo, mosqueado— Bills es el gato más listo del mundo… ¿verdad que sí, bonito? —preguntó con cariño, mientras abría del todo la mochila y sacaba al gatito de su interior.

Con gran delicadeza, lo depositó sobre la mesa y dio un paso atrás para que todos sus amigos pudieran contemplar la perfección hecha gato.

—Bills, ¡te has portado genial! —le felicitó Leo, acariciando su cabecita— ¡Nadie se ha dado cuenta de que estabas en la mochila! Pero, ahora, tienes que quedarte aquí hasta que acabemos las clases, ¿vale? Después te colaremos en la autocaravana, y cuando papá y mamá se enteren, ya estaremos demasiado lejos para volver…

¡Así podremos pasar juntos las vacaciones!

—Vendremos a verte varias veces durante la mañana. ¡Pero tú no tienes que hacer ningún ruido! —le advirtió Mikel— ¿De acuerdo?

Bills levantó una patita con indolencia, y comenzó a lamérsela.

—Eso quiere decir que sí —tradujo Leo al resto.

El timbre sonó a toda pastilla. Leo sacó dos pequeños cuencos que llenaron con agua y comida para Bills, todos le dedicaron varias caricias, y salieron disparados hacia sus respectivas clases.

Leo, Joel y Thiago llegaron justo a tiempo, apenas un segundo antes de que la profesora Grapadora cerrara la puerta en sus narices. Entraron con la cabeza gacha y se sentaron en sus pupitres. La profesora Grapadora les dirigió una mirada suspicaz, pero no dijo nada. Era una de las maestras más queridas por los alumnos, pero

¡no se le escapaba nada!

Leo solía decir que podía leerte la mente con solo echarte un vistazo.

Mientras tanto, Mikel, Hanna y Érika esperaban, junto al resto de la clase, que su maestro, el profesor NoVe, se presentara.

¡Seguro que estará concentrado con alguno de sus experimentos, y no se ha dado cuenta de la hora! —sonrió Hanna.

—Precisamente, mi mamá me ha preguntado hoy cuántas horas al día suele pasar el profesor dentro del laboratorio —recordó Érika.

—Y a tu madre ¿por qué le interesa eso? —preguntó Hanna, extrañada.

Érika se encogió de hombros, sacudiendo la cabeza:

—Mi madre siempre hace preguntas muy raras.

—Pues si no termina hoy el temario, es capaz de alargar la clase después del timbre —se desesperó Mikel—. ¡Ya sabéis cómo es! Mejor voy a buscarle al laboratorio —decidió, levantándose.

Dicho y hecho, Mikel se encaminó hacia los sótanos del colegio, que a aquella hora se veían desiertos, y enfiló el pasillo principal, deseando encontrar al profesor cuanto antes para que las clases no se alargaran.

Pero al doblar la última esquina, frenó en seco, casi derrapando. Dio marcha atrás, y corrió a esconderse tras una máquina de refrescos que había a mitad del pasillo, con la espalda bien pegada a la pared y el corazón golpeándole en el pecho. Tragó saliva, mientras intentaba serenarse. No era posible que hubiera visto lo que creía haber visto. Tal vez no había desayunado lo suficiente, y acababa de sufrir una alucinación.

¿Cómo podía suceder algo así
en el colegio,
y a plena luz del día?

Era imposible. Mikel respiró hondo y asomó la cabeza por el borde de la máquina con infinita cautela. Inmediatamente, la retiró, mordiéndose los labios para no gritar. No había sido una alucinación…

La bruja Gunilda había salido del laboratorio de química, y acababa de doblar la esquina. Mikel podía oír el ruido que hacían las suelas de sus zapatos de bruja al deslizarse sobre el suelo, avanzando velozmente por el pasillo, justo hacia la máquina de refrescos tras la que él se escondía.