Cuando el mar era el mar y la tierra era la tierra, cuando Lima era otra ciudad y esa ciudad era mía, yo era joven aún y me hacía llamar Sakana. No importaba que fuese un chico diferente. Lo importante era nadar cuando me lo mandaban y andar cuando me lo exigían. «Sakana» era un nombre apropiado para un buceador experto en cuevas submarinas y también para un mamífero de pies obedientes. Yo mismo me bauticé así, confundiendo a muchos, por respetar el origen de mis ojos: rasgados, oscuros, asiáticos. Como pequeños océanos negros acurrucados en sus grietas. Mis padres se jactaban de tenerlos claros, grisáceos él y verdosos ella. Tengo ojos austríacos, solía presumir papá, y yo franceses, se enorgullecía la Duquesa del Peñón, como la conocían sus pocos amigos y sus numerosos enemigos. Mis ranuras de forastero eran disculpadas como un defecto insólito que, considerando mi destreza dentro del agua y mi docilidad sobre la tierra, era mejor olvidar. Que a todos ellos, si querían seguir viviendo en el mundo de siempre, les convenía no ver.

—Eres hermoso —repetía mamá—. No cambiaría nada en ti.

Los ojos no eran el único detalle que me separaba de ellos, una pareja de señores amables —con sus clientes— y simples, que solo buscaban el bien de la familia. Su territorio era el presente y se contentaban con que su Sakana, que iba y venía entre el agua y la tierra, trajese noticias del futuro. Mi pasaporte de anfibio eran mis respiradores, dos acordeones de branquias que florecían alrededor de mi cuello y me permitían gobernar el océano, un talento lucrativo que las gentes del Peñón temían y alababan. Cómo no iban a adularme, si era por obra y gracia mías que podían comer. Sin Sakana, el hotel-spa Les bains du rocher habría cerrado años atrás, exiliándonos a todos al suelo más vil.

—Eres una bendición del mar —decía papá—. Un milagro oportuno.

Hoy la palabra «mar», la palabra «tierra», han perdido sus significados.

Por eso vale la pena empezar brindando ciertas explicaciones básicas.

El futuro era el nombre que les dábamos a las aguas que nos rodeaban y aumentaban cada día; según los trágicos, hora a hora. Había sido así, eso del futuro inundando al presente, desde que yo podía recordar, lo que no era decir gran cosa dada mi juventud: tenía diecinueve años cuando Mayu vino a malograrlo todo. Mis padres aseguraban que el fenómeno se había desatado cuando ellos eran jóvenes, dos niños ambiciosos buscando un porvenir de luz, ese que se gozaba con los pies sobre la tierra. Mi rol no era dudar de estos relatos.

Según ellos, fue culpa de las mareas, que no siempre se comportaron como asesinos a sueldo. Cuando papá y mamá no eran mis padres y la pobreza los arrullaba, nuestras mareas altas y bajas solían distinguirse por unos cuantos metros. El mar era una franja de espuma amarilla que retrocedía y avanzaba poco, y que sabía guardar su distancia. La tierra y el agua, el presente y el futuro, no cuestionaban sus fronteras. La muralla oceánica no había sido construida, menos las esclusas, y cada ola seguía un reglamento olvidado, escrito por la luna. Desde el Peñón, puedo imaginarlo, se veía una playa de arena gris, esa tierrilla que danzaba en el viento, se escapaba entre los dedos y quemaba las plantas de los pies. La palabra «arena», ¿quién la recuerda hoy? Poco a poco, aquello se hizo fango, una penuria de charcos, arroyos y muimuys que el futuro cubría por completo al lavar la costa, abrazando la cintura del Peñón, y que dejaba atrás al replegarse: un pantano desolado, absolutamente nuestro. Allí vivíamos en el tiempo de la historia que necesito contar.

Pocos entendían por qué la marea se lanzó a subir y bajar de ese modo descabellado. De cualquier manera, muchos se las daban de expertos. Ahora sabemos que el derretimiento de Groenlandia tuvo algo que ver, así como la desaparición del oeste de la Antártida, pero en esa época las hipótesis eran más coloridas, como la que hablaba del tramboyo maldito y la necesidad de hacerse vegetarianos. Las revueltas explicaciones que blandía mi madre, sobre todo frente a los viajeros adinerados, eran tan absurdas y convincentes como cualquiera: dependía de la garúa, los temblores, el vuelo del guanay o las avanzadillas del sargazo, pero ocurría sin falta. La venganza del dios sumergido era el ciclo de las aguas enloquecidas. Trepaban tanto que el Peñón se volvía una isla y, nosotros, unos náufragos a quienes solo algunos podían visitar, entre ellos, los mercaderes en sus barcazas de fruta y los valientes dispuestos a costearse el cruce en bote. Era la crecida, el maretazo periódico. Sabíamos que ella vendría pues la escuchábamos llegar, el galope precedía a las crines y luego una pared de rabia, las olas corriendo para pisotear como una manada de caballos blancos. La crecida podía durar algunas horas, elásticas tardes de verano y, de acuerdo con papá y mamá, aunque yo no lo recuerdo, varios meses sin esperanza, desgajando un tiempo ajeno a Lima —o a lo que quedaba de ella— que se dedicaba a las reparaciones. Por fin la marea cedía, los caballos se marchaban y el futuro reculaba, sin desaparecer de nuestra existencia. Tan solo se estacionaba en el horizonte, enroscado como una víbora que la Duquesa espiaba desde lo alto del Peñón.

Lima o lo que quedaba de ella: Lama, mejor diríamos.

El Peñón era todo nuestro, de mi familia; en especial, de mamá y sus aspiraciones. Sin ella, el Peñón hubiese perecido, gestión que le granjeaba la admiración del pueblo. Con esto me refiero a las decenas de hombres leales y generosos que decidieron permanecer aquí, al costado de sus patrones, cuando el límite entre el océano y el continente se hizo difuso y cuando tantos cobardes emigraron a los cerros que cercaban a la capital vieja. Por los nativos de esos cerros, mejor no preguntar: para ellos fueron las punas estériles o, peor aún, la selva carbonizada. Solo los sectores más elevados pudieron salvarse, la mayor parte del casco urbano quedó anegada. Los acantilados de la Costa Verde, carcomidos por terremotos y tsunamis y derrumbes, no sirvieron de baluarte, se convirtieron en vías libres para el futuro. Tiene que haber sido un espectáculo darle la bienvenida a la Gran Ola desde el último piso de alguna de las torres que aún hoy se alzan por allí, como túmulos de la arrogancia. Si la crecida llegó del oeste, los Andes no se quedaron atrás: los glaciares derretidos, los ríos desmadrados y las lagunas desbordadas bajaron por las quebradas, ansiosos por pulir la obra. Ante la situación, insisto, se actuó como siempre se ha hecho por estos lares: si los indios de la Florida crearon islotes apilando cangrejos, los limeños huyeron.

Cierro los ojos para imaginar un tiempo anterior a las mareas. Antes solía haber casas en todos los niveles del Peñón, en cada vuelta del Camino Principal, viviendas habitadas y no solo sus carcasas, los fierros y columnas que quedaron después. El Peñón no se llamaba de ese modo, ni siquiera tenía un nombre. Era un promontorio tomado por los ricos, un apéndice serrano de La Ciénaga, el barrio más exclusivo de los alrededores. Un hotel elegante coronaba el macizo de roca, cuya silueta recordaba a la majestad de una huaca. No solo los moradores de La Ciénaga venían a quedarse aquí, también visitantes del extranjero lo elegían para vacacionar. Pronto acabó ese sueño de lujo. La Ciénaga; resultaba triste divisarla cuando Sakana era pequeño, convertida en una barriada fantasma que el futuro inundaba a placer. Antes el Peñón y La Ciénaga eran un solo gran distrito y el Camino Principal, en vez de hundirse en el barro, se juntaba a una carretera que terminó sepultada, con cascotes de asfalto y letreros borrados y postes caídos. Por ella solían circular los vecinos, atravesando unos pantanos que estaban lejos de su tamaño final: una laguna indiferenciable del Pacífico, tanto por su gusto salobre como por los moluscos que prosperaban entre la basura.

Cuando las mareas empezaron a delirar, el gobierno realizó su única obra de valor: la edificación de una muralla oceánica que contuvo el avance de las olas y filtró la llegada del futuro. Al menos durante algún tiempo, hasta que la altísima barrera de acero resistiese —las fugas eran continuas— o las aguas subiesen lo suficiente. Fue por esta época cuando nuestro morro empezó a ser conocido como el Peñón: nombre plebeyo, bastardo, que desdoraba su alcurnia perdida. Papá y mamá, mis padres novatos, no eran bienvenidos allá arriba, donde más tarde se instalaron, ni podían pisar siquiera las habitaciones del hotel; se resignaban a merodear por las afueras de La Ciénaga, en un chalet descolorido que habían tardado años en construir. Intuyo que papá mismo empujó la carretilla. En aquella casita funcionaba la florería, su primer negocio. A medida que el Peñón iba quedando despoblado, ellos fueron encontrando su oportunidad. Para aprovecharla, toleraron la ayuda prometida por el gobierno a los moradores resueltos a persistir. Gracias a sus ahorros, más el incentivo que recibieron, compraron el hotel, que solo más adelante se convertiría en spa. Una maniobra soberbia si me lo preguntan a mí, que sé de estas cosas: algo así como la transformación del mendigo en samurái durante nuestra pequeña Restauración Meiji, lo que hacía pensar en desconocidas raíces japonesas. Los genes, como pontificaba papá, no morían, solo callaban.

Claro que todo esto tomó su tiempo: para que la nueva empresa fuese rentable, la muralla oceánica tenía que colaborar y en ello un Sakana adolescente, con sus ojos rasgados y su nombre oriental y toda su rareza a cuestas, demostró serles útil.

—Sal a nadar, mon petit poisson —le decía entonces la Duquesa del Peñón.

—Mi nombre es Sakana —se enojaba él—: Watashi no namae wa Sakana desu.

—Qué obsesión —se enfadaba ella—, ¿cuándo dejarás esas tonterías?

Pero no era una obsesión, sino lo único real que Sakana tuvo y tendrá.

—Sakana es «pescado» en japonés —les recordaba—. ¿No lo entienden?

—Eres Gregor —insistía su padre—: y tu nombre es el más bello del mundo.

Sakana sabe nadar, solo eso importa. Las japonerías quedan perdonadas. Cuando se cansa de nadar y flota sin brújula, dejándose llevar por la corriente de la memoria, es a su madre a quien ve, competente y vigorosa. Siempre atenta al negocio, su única adicción. El hotel-spa Les bains du rocher, nombre dado por su señora, era una casona blanca en la cima del Peñón. Haciendo un gran esfuerzo, no era imposible confundirla con un castillo de mármol levitando en la neblina. Para llegar a sus rejas, la ruta de hormigón que conocíamos como Camino Principal debía envolver a la piedra como un serpentín al borde del abismo, atornillarse a ella como si buscase ahorcarla. Tras varios anillos de ranchos destartalados, se alcanzaba la estructura de arcos esbeltos que la Duquesa imaginaba similar a un château francés que había descubierto por fotos, postales y almanaques: su Chenonceau limeño. El hotel contaba con habitaciones para numerosos huéspedes, más que en su etapa original; en sus frescos corredores creció Sakana y acarició la Duquesa el zénit de su poder. Sakana la recuerda inamovible en el mirador, una torrecilla que había ordenado elevar para ser capaz de otear las aguas. Allí se hizo subir un escritorio de intelectual, se rodeó de cuadros y esculturas de inspiración europea, y situó un telescopio que los demás teníamos prohibido utilizar. Magna dueña de la visión, solo ella debía anticipar las crecidas. Otra vez se nos viene el futuro, anunciaba sencillamente, amagando ignorancia y sonriendo sin ilusión.

«Disfrute en familia», rezaba el eslogan del negocio.

Una foto de nosotros tres reinaba en el lobby.

Mamá se apoderó de este promontorio porque era su sueño, porque quería ser otra, porque envidiaba a los ricos; cuando esas ratas se esfumaron, ella vio su ocasión para cambiar de vida. Papá estuvo de acuerdo, lo suyo era asentir. Ahora podría dedicarse a un jardín más grande, cultivar las rosas que eran su mayor pasión. La época de la pasión, el cambio y la riqueza vendría después de la muralla oceánica, bajo el shogunato de Sakana; en un principio, la pareja se estableció en un recinto espectral cuya vetusta opulencia se adivinaba en los candelabros herrumbrosos, las alfombras remojadas, los tapices podridos. Las aguas no habían subido hasta la propiedad, solo hasta los primeros anillos, pero la humedad la había estropeado, sembrando unos hongos afelpados en las paredes. Aunque ya los pisos se habían secado, igual hubo que remodelar y reconstruir, temporada que la Duquesa evoca con alegría: una fiesta de pintura, albañiles y esperanza. El flamante Chenonceau nunca quedó igual, brecha que mamá y papá solo podían sospechar porque nunca conocieron el hotel en su hora de esplendor. Ella se declaró decepcionada con las piscinas, unas pozas naturales que se encontraban en el jardín trasero y que frustraban a papá, impidiéndole sembrar más de sus amadas flores. Las había de distinto tamaño, algunas tan amplias como albercas. Eran huecos en la piedra viva, un archipiélago de agujeros en los que yo habría jugado a las escondidas si el jardinero hubiese tenido una mejor idea que rellenarlas de estiércol, otra típica salida limeña. Sakana las hubiese transformado en estanques koi con carpas multicolores perfectas para deleitar a los visitantes de un ryokan, pero a mí quién me escucha.

Aunque la Duquesa nunca aprobaba los proyectos de su esposo, el abono le pareció una buena solución. Fue entonces cuando arribó una crecida providencial, una marea reveladora. Ese fue el evento, bien mirado el asunto, que daría forma a la rutina de Sakana. La muralla oceánica, como toda obra del gobierno, estaba destinada a fallar, y cumplió su destino una madrugada en que los residentes despertaron confusos ante la cabalgata estrepitosa que regresaba a inocularles un terror que creían vencido. Un mar batido, una espuma pestilente, una furia líquida se precipitó sobre ellos, barriendo todo a su paso después de romper las vallas de protección. El futuro alcanzó una altura nunca antes registrada, comprometió al primer y segundo anillos, ahogó a algunos testarudos que habían elegido quedarse y partió semanas después, cuando las cuadrillas de obreros repararon la defectuosa estructura de metal. Los gallinas que no se habían marchado antes lo hicieron entonces, un desmadre que alimentó las fantasías de Sakana: el Imperio Japonés, se afligía él, debió sojuzgarnos cuando pudo. Otra habría sido la historia de nuestra ingeniería civil.

La muralla quedó parchada hasta un nuevo incidente. Lo que los obreros se mostraron incapaces de arreglar fueron nuestras pozas. Estas amanecieron repletas de un consomé salino que, era evidente, tenía que venir del mar, y que convirtió el jardín fertilizado por papá en un lodazal de mierda. El agua tardó días en reabsorberse, dejando erizos, cangrejos y pulpos por doquier, un cementerio marino. ¿Cómo montó hasta el último anillo, aflorando por qué rajaduras? Como siempre, fue la Duquesa la primera en descifrar el fenómeno y también en vislumbrar su enorme potencial. Agua de mar gratis quería decir talasoterapia, y eso significaba liquidez para nosotros.

—Piedra pómez —informó a papá, bajando de su torre en un rapto de inspiración.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, que regaba las rosas alejado del mundo.

—Piedra pómez —insistió—. Chenonceau está hueco como un queso gruyer.

Algo bajo sus pies gruñó un prolongado «sí», el sordo lamento de una bestia subterránea.