La Habana. El amor a la ciudad
Contrariamente a lo que se pudiera sospechar, las novelas de Alejo Carpentier no se sitúan en Cuba, salvo la fallida ¡Ecue-yamba-o!, que habría de ser desconocida por su propio autor, y algunos pasajes de La consagración de la primavera, acaso la obra más objetada de su producción narrativa por su deliberada intención ideológica. Efectivamente, El reino de este mundo transcurre en Haití; Los pasos perdidos se desarrolla en algún lugar del primer mundo, en alguna capital latinoamericana y, sobre todo, en las selvas del alto Orinoco; El siglo de las luces se ubica en la isla caribeña de Guadalupe y por supuesto en la Ciudad Luz; El recurso del método, como todas las novelas que configuran la novelística del dictador, desde Tirano Banderas de Valle-Inclán hasta Yo el supremo de Roa Bastos, pasando por El señor presidente de Asturias, Maten al león de Ibargüengoitia y El otoño del patriarca de García Márquez, no se remite a ningún lugar específico, si bien éste podría ser cualquier país de América Latina y todos ellos a la vez; Concierto barroco empieza en la Nueva España, pasa sin detenerse demasiado por La Habana y transcurre en Venecia, y El arpa y la sombra se lleva a cabo en el Vaticano, en España y en el mar. Más que escenario de sus novelas, Cuba, y particularmente La Habana, es un objeto de reflexión ensayística de Alejo Carpentier.
Por ello resulta interesante el libro Amor a la ciudad,1 que recoge catorce textos, la mayoría de ellos artículos periodísticos, dedicados por el escritor cubano a la ciudad de La Habana y escritos a lo largo de casi cincuenta años, desde 1925 hasta 1973.
Destaca, entre ellos, «La ciudad de las columnas», que, ilustrado con fotografías de Paolo Gasparini, había sido publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1964 en el libro Tientos y diferencias junto con otros textos de gran importancia para el conocimiento de ciertas peculiaridades de la cultura y de la literatura latinoamericanas. Este texto, que por fortuna cuenta con magníficas ediciones en Cuba y en España, además de ser, sin duda, el de mayor valía literaria, es, quizá, el que mejor exprese la vocación de arquitecto que subyace en toda la obra de Alejo Carpentier. Con las mejores prendas de su estilo –la erudición, la prosa exuberante, las imágenes rotundas–, Carpentier nos guía por la ciudad habanera y nos revela las razones profundas de su caprichosa arquitectura: la retícula a propósito mal trazada para esconderse del sol inclemente; los medios puntos de cristales de colores que, como anteojos oscuros, filtran la deslumbrante luminosidad del exterior en los aposentos habaneros; la sucesión de las más variadas columnas, que permiten recorrer cuadras y cuadras siempre bajo los portales, donde se hace la vida de la ciudad, sin mojarse de las lluvias tropicales.
Los otros textos, escritos con la rapidez que el periodismo exige y uno de ellos transcripción literal de una conversación televisiva (que lamentablemente el editor no señala como tal y por lo tanto el lector no avisado puede sorprenderse de una articulación poco cuidadosa como de suyo es la lengua oral), son miradas rápidas que se depositan sobre una ciudad a cual más interesante por su ubicación geográfica, que la hace portal del continente americano, según queda de manifiesto en la llave heráldica que ostenta el escudo de la República, y por la fecunda convivencia de criollos y negros con sus respectivas religiones, ritmos y costumbres y sus inusitadas mezcolanzas e hibrideces. La mirada de Carpentier se posa en los rasgos que diferencian a La Habana de cualquier ciudad del mundo –sus caprichos arquitectónicos, sus servilismos estilísticos– con la agudeza y la sensibilidad exaltada de quien ha vivido fuera muchos años, en París, en Caracas, y la ve con ojos tan amorosos como críticos, si bien, a veces, exógenos y por ende no ajenos al exotismo.
Estos textos de Carpentier me remiten a dos espléndidas colecciones fotográficas de artistas extranjeros, además de la de Gasparini: una, la de Walker Evans, titulada Havana 1933 y otra, muy reciente, manifiesto homenaje de la primera, de Alberto Schommer, recogida en un libro titulado, ni más ni menos, La vida. La Habana, 1994. Como la de estos fotógrafos que tienden un arco de cincuenta años, la mirada de Carpentier se fija en los detalles reveladores que sintetizan toda una ciudad: un coctel de ron y de la más voluptuosa fruta tropical, una calle empedrada, un pregón que pasa al son, el bullicio que hace de La Habana «la ciudad más ruidosa del mundo». Sin embargo, hay que decir que a diferencia de los fotógrafos, Carpentier mira más a la ciudad que a sus habitantes o, por lo menos, más que a sus habitantes individuales, siempre absorbidos en sus páginas por esas abstracciones tan de su gusto que se llaman raza, sociedad, cultura. No puedo criticarlo: la pasión por la arquitectura a veces desplaza a quienes la ocupan. A mí me ha ocurrido. Una vez, en La Habana, les enseñaba a unos amigos los fósiles incrustados en las piedras marinas de las columnas de uno de los soportales de la plaza de la Catedral. Al lado nuestro, un par de muchachas cubanas querían que las invitáramos a cualquier parte, a pasear, a comer, a tomar una copa, a bailar, tal vez, no lo sé, a lo que del baile sigue. Yo persistía en mis explicaciones, tocando con las yemas de los dedos las porosas columnas, hasta que una de ellas, viendo que no les hacíamos ningún caso, le dijo, para nuestra vergüenza, a su compañera: «vámonos, éstos prefieren acariciar piedras que acariciar mujeres».
La lectura de este libro de Carpentier confirma dos de mis apreciaciones a propósito de La Habana.
La primera: La Habana es una ciudad construida para verse desde el mar. Sus edificios se disponen escalonadamente sobre la bahía y por un milagro de la perspectiva, desde el mar puede verse la ciudad entera, como si se tratara de una escenografía de ópera. Dice Carpentier: «La Habana es, [...] de todos los puertos que conozco, el único que ofrezca una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad». La verdad es que nunca he visto La Habana desde el mar. Pero desde la ciudad puede advertiste que las fachadas principales de los edificios no miran tierra adentro sino a la bahía, y que las estatuas ecuestres nos dan las espaldas y, como tritones cabalgados por Júpiteres republicanos, buscan el agua. Aunque, pensándolo bien, sí he visto la ciudad desde el mar o, mejor dicho, como si estuviera en el mar. Marinero en tierra, como ritual de iniciación apenas comparado con mi visita a la casa de Lezama Lima en la calle de Trocadero 162, cada vez que voy a La Habana empiezo mi recorrido en el Morro o, para ser más exacto, en el soleado bar de La Divina Pastora, restaurante que debe su nombre a una batería de cañones así llamada con un fervor que hermana la religión con el Imperio. Al frío de unos mojitos, desde esa lengüeta que cierra la bahía, la ciudad se despliega como si se viera desde un barco: La Habana vieja con sus castillos de veras; el centro Habana con el ayuntamiento ahora convertido en Museo de la Revolución, el Capitolio detrás, el magnífico edificio que ocupa la embajada española; El Vedado, el Hotel Nacional respaldado por el edificio Foxa, y más allá, donde la mirada se pierde y acaso la reemplace cierta nostalgia por la burguesía, Miramar y sus mansiones señoriales. Si bien es cierto que las columnas carpenterianas danzan con sus multiformes atuendos a lo largo de la bahía cerrada, la traza perpendicular se vuelve oblicua frente al mar para que las esquinas, como los cascos de los barcos, bifurquen los vientos y ventilen con brisa callejera toda la ciudad y la protejan de los ciclones. En algún lugar de su obra, que no está presente en este libro, Carpentier dice que esas esquinas que dan al malecón, en lugar de hornacinas dedicadas a algún santo, ostentan, como viejos galeones españoles, opulentos mascarones de proa –prodigio de una arquitectura naval encallada en tierra firme.
La segunda apreciación, acaso demasiado derivada, porque tiene que ver con el tiempo que transcurre de manera inversa, es la de la supervivencia de La Habana vieja. Ciertamente la ciudad se ha detenido en el año 59, como lo exponen esos chevrolets de alargados ojos traseros o esos mercurys de navegación terrestre, museos rodantes que han sobrevivido al tiempo y al salitre. Ciertamente se ha deteriorado. Muchos edificios convalecen, apuntalados por maderas leprosas, y otros simplemente se han desplomado. Convertidos en vecindades –solares les llaman allá–, han sufrido la degradación que el hacinamiento conlleva. No hay pintura, no hay mantenimiento, no hay viviendas alternativas y, en última instancia, La Habana no ha sido prioridad de la Revolución. Sin embargo, y por los mismos motivos, no se ha construido en La Habana vieja ningún edificio moderno, ningún rascacielos enano como los que han desplazado irreversiblemente a las construcciones coloniales en nuestras ciudades. Ninguna Torre Latinoamericana, pues, se yergue en lugar de ningún convento franciscano. El deterioro es reversible y la ciudad amada por Carpentier recuperará, como en el Viaje a la semilla, su «condición primera».
[1996]
Los anteojos de Alejo Carpentier
De aceptar como valedera la opinión del autor sobre su obra, habría que considerar El reino de este mundo la novela primogénita de Alejo Carpentier, toda vez que el escritor, tras muchos remordimientos de conciencia estética, acabó por arrepentirse de haber engendrado ¡Ecue-yamba-o! El abismo que separa a la una de la otra se debe no solamente a los dieciséis años que median entre ellas, sino, sobre todo, a una experiencia fundamental en la formación literaria de su autor: sus vínculos con las vanguardias europeas y en particular con el surrealismo, que lo deslumbra durante los primeros años de su exilio en el París de entreguerras. Más que de continuidad, entre ambas novelas se registra, pues, una solución de ruptura. La actitud iconoclasta de Carpentier primeramente se dirige contra el realismo tradicional, haciendo eco a los Manifiestos de Breton, y después se revierte contra el propio surrealismo que la motivó, generando la que habría de ser su poética más persistente: lo real-maravilloso americano.
En efecto, el movimiento surrealista libera a Carpentier de las ataduras impuestas por un realismo obtuso, que, en América, había dado origen a un sinnúmero de novelas más bien pintorescas y vernaculares, entre la cuales podría incluirse, ciertamente, la propia ¡Ecue-yamba-o!, que el escritor había pergeñado en la cárcel de La Habana en el breve transcurso de una semana de 1927, e intentado corregir, al parecer insatisfactoriamente, en París, durante lagos meses de 1933. Hay que recordar que el primer Manifiesto de Breton se abre con una feroz crítica al realismo burgués del siglo XIX y con la consigna de despertar a la imaginación dormida, aun a riesgo de la locura. De tales presupuestos, Carpentier hereda, por una parte, la rebeldía contra una visión realista de la vida, generalmente limitada a la mera apariencia de la realidad y ajena, casi siempre, a su esencia prodigiosa, tan o más real que la que emerge a la superficie; y, por otra, su entusiasmo por lo maravilloso, que perdura a lo largo de toda su producción literaria, si bien concebido de una manera no sólo diferente, sino diametralmente opuesta a las formulaciones surrealistas.
Cuando Carpentier viaja por Haití en 1943 y escucha en los tambores del Petro y del Radá la resonancia viva de la magia y la actualidad operante de los mitos en los caminos rojos de la Meseta Central, se ve llevado a enfrentar lo maravilloso recién descubierto en la propia realidad a las literaturas europeas, como la surrealista, que, por suscitarlo, recurrieron, según el novelista inaugural, a fraudulentos artificios. De la crítica a los postulados de Breton y a sus expresiones estéticas correspondientes, deriva la poética de Carpentier. La dicotomía que plantea puede resumirse en la diferente concepción que de lo maravilloso tienen una y otra culturas. En términos muy esquemáticos se diría que en el surrealismo lo maravilloso es producto de la imaginación individual en tanto que el pensamiento científico europeo ha agotado al pensamiento mágico («los discurso han sustituido a los mitos», –dice Carpentier en Los pasos perdidos) mientras que en América, según el novelista, surge de la fe de la colectividad en el milagro.
Como se ve, esta dicotomía no sólo se refiere a dos concepciones estéticas diversas, sino también y sobre todo a dos mundos, cuyas diferencias fueron encontradas desde los tiempos más tempranos del choque de culturas: el mundo europeo y el mundo americano. En todas y cada una de las novelas que a lo largo de treinta años de ejercicio literario escribió Carpentier; desde El reino de este mundo de 1949 hasta El arpa y la sombra de 1979, se confrontan ambos mundos. Cabe decir que en ninguna de ellas el resultado de tal confrontación difiere sustancialmente del tradicional paradigma que opone, en distintos términos, la decadencia y vetustez de Europa a la virginidad e inocencia de América –tierra de la eterna primavera y país del noble salvaje, utopía y crisol, paraíso recobrado e infatigable cornucopia. Del Gran Almirante a Montaigne; de Vespuci a Rousseau; de Las Casas a Hegel, se privilegian los valores de América como entidad mítica, fabulosa o promisoria y se ponen en crisis, al mismo tiempo y consecuentemente, los valores en que se fundamenta la cultura del Viejo Mundo.
Aunque esta visión del Nuevo Mundo, en la que se inscribe la obra de Carpentier, sea ineludiblemente europea, el escritor se esfuerza con denuedo por romper la tradición que le ha sido heredada, y la mayor de sus ambiciones, sin duda, es contar la historia de América desde América, sin subordinarla a la cronología o a la causalidad europeas; dar cuenta de sus inéditas cosmogonías, de la vitalidad de sus mitos y de la significación funcional de sus rituales; descubrir, en suma, su realidad, a la que califica de maravillosa. Qué mejor ejemplo que la propia novela El reino de este mundo donde desarrolla o aplica su teoría de lo real-maravilloso americano. En ella hay un manifiesto intento por subvertir la óptica tradicional que contempla los acontecimientos americanos como un reflejo o como una consecuencia de lo ocurrido en Europa –tal es la visión que de la cultura dominada tiene la cultura dominante. Carpentier relata la emancipación de los esclavos de Haití como resultado de la fe que la colectividad deposita en la supervivencia de su líder Mackandal, a quien dota de poderes licantrópicos; y no de la Revolución Francesa y su contexto de humanitarias declaraciones. Pero, en ese caso, una es la intención –ciertamente valerosa– y otros los efectos narrativos, por más que aquélla esté siempre presente en la propia narración. A pesar de sus esfuerzos, Carpentier sólo puede ver a través de los anteojos de la cultura europea; el narrador de la novela en cuestión no participa de la fe de sus protagonistas y toma, entonces, como prodigioso o sobrenatural un suceso que para los esclavos es, supuesta su fe, regular y verosímil. Aunque ideológicamente esté de parte de los negros y trate de explicar el acontecimiento del gran vuelo de Mackandal desde la perspectiva de los esclavos, la piel del narrador es blanca. Puede pensarse que esta lejanía con respecto a la fe de los siervos insurrectos redunda en beneficio de la objetividad de la narración; sin embargo, hay siempre una percepción exaltada que la debilita. En la sorpresa que le provoca al narrador un fenómeno que para los personajes no es sorprendente, sino normal, reside la subjetividad narrativa que inclina la balanza hacia la idea europea del mundo americano. Si esta óptica prevalece en la novela es porque está presente, también, en la teoría que la sostiene.
En el prólogo, donde expone su pensamiento acerca de lo real-maravilloso, Carpentier dice:
«[...] lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”». 2
Tales palabras sintetizan muy claramente su concepción en torno del objeto de lo maravilloso y del sujeto que lo percibe. Ciertamente no hay que inventar lo maravilloso con trucos de prestidigitación como hicieron los surrealistas, burócratas del milagro según Carpentier, sino descubrirlo en la propia realidad. Esta presunta objetividad de lo maravilloso, empero, queda desvirtuada al hacerla depender de un sujeto que la percibe con espíritu exaltado. Cabe preguntarse, entonces, ya que de visión se habla, quién percibe lo maravilloso y con qué ojos lo percibe: ¿el testigo presencial o recipiendario del milagro con los ojos de la fe, o más bien el narrador del suceso con los ojos de la razón? En principio, podría responderse que el primero, ya que Carpentier destaca, enseguida del planteamiento citado, la necesidad de la fe para que el milagro se verifique: «Para empezar la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos.» Ahora bien, si, como afirma el escritor, lo maravilloso depende de la fe en tanto que por ella el milagro se objetiva a los ojos del creyente, como las licantropías de Mackandal en el caso de la novela, tal objetividad relega a un segundo plano su principio prodigioso: los negros contemplan con indiferencia y no con pasmo la metamorfosis de su líder porque están convencidos de su inmortalidad; han visto objetivamente, tangiblemente, cómo, en el momento preciso del sacrificio, un mosquito zumbón –avatares de Mackandal– ha ido a posarse en la punta del tricornio del jefe de las tropas. Más se sorprende, pues, el narrador, quien, no teniendo la fe de sus personajes, observa el fenómeno de la fe desde fuera y lo califica de maravilloso.
Para apuntalar este aserto, baste con citar el lugar común de don Quijote, que le sirve a Carpentier de ejemplo en su prólogo, porque gracias a la fe el embebido lector de novelas de caballerías puede meterse en cuerpo, alma y bienes en el mundo de Amadís de Gaula o de Tirante el Blanco. Si don Quijote ve gigantes donde Sancho sólo ve molinos de viento es porque semejantes enemigos, en los que no cree el escudero, tienen existencia real para el flamante caballero; por ello los embiste. Considerarlos maravillosos sería tanto como poner en entredicho la fuerza de la fe que los objetiva. Don Quijote no arremete contra fantasmas, qué va, sino contra descomunales adversarios de carne y hueso. Es después del ataque, del que tan mal librado sale, que don Quijote da una explicación maravillosa al suceso, aunque ofrecida con toda naturalidad: su enemigo hechicero no ha trocado los molinos en gigantes, sino los gigantes en molinos. Pero el caballero no se sorprende de esta mutación, si bien la sabe sobrenatural; el sorprendido es Sancho, que no participa de la fe de su señor. No ha visto a los mentados gigantes ciertamente, pero sí la vehemencia con que fueron atacados.
Como Sancho, Carpentier se sorprende de todo aquello que rebasa o contradice los dictados de la razón. Le parece prodigiosa la realidad americana sólo en la medida en que no pasa por el tamiz del pensamiento cartesiano. Este es, precisamente, el punto de partida de su lenguaje paródico, que se despliega, cada vez con mayor intensidad, a lo largo de su obra. No obstante que profesa que lo maravilloso está en la realidad americana, su referente es, fundamentalmente, la cultura europea, y América, por tanto, una parodia de Europa. ¿Cómo leer, por ejemplo, El recurso del método sin el antecedente del Discurso de Descartes? Aquí, como en las otras novelas del autor, el objeto de escarnio no es el referente cultural que sirve de base a la parodia, sino la realidad misma que no se ajusta a ese referente. Es en esta insubordinación a los paradigmas de Europa donde Carpentier descubre lo maravilloso. ¿Podría haber, acaso, una visión más objetiva de la dependencia de América? Paradójicamente, ¿podría haber, acaso, una visión más objetiva de su emancipación?
[1980]
Cuando muere un escritor famoso, homólogos de menor prestigio, articulistas, conferenciantes, maestros de segundas letras y otras aves de rapiña que lo conocieron en persona, aunque no todos lo hayan conocido en obra, abren discursos, reportajes, charlas, artículos, cátedras o respuestas torpes a todavía más torpes entrevistas con vanidoso Yo conocí a... que apenas disimula, solapada bajo el homenaje y el tributo, la gana de cobrar los dividendos de la fama ajena.
Cuando murió Alejo Carpentier, la Asociación de Cubanos Residentes en México me invitó a dictar una conferencia alusiva en el Centro Cultural José Martí. La compañera que cumplió la bondadosa misión de presentarme ante el público inició su discursito con un rotundo Yo conocí a Alejo Carpentier. Relató que al triunfo de la Revolución le había tocado la suerte de trabajar con el maestro en una institución cultural de La Habana, pero como el compañero había pasado muchos años fuera del país, ella tenía que dirigir los asuntos de su competencia. Que me maten si miento: agregó que cuando Carpentier escribía, sentado modestamente en el extremo de una larga mesa y levantaba la vista como para atrapar en el aire una palabra, ella acudía, solícita, para solucionarle todas sus dudas. Así dijo.
Por no traicionar esta costumbre de buitres y por no dejar de invertir mi granito de arena en la construcción del mito, he de empezar por decir que yo conocí a Alejo Carpentier. Fue en México, una tarde de la primavera de 1967. Estaba solo, sentado en una mesa del café de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando todavía los cafés de la universidad, convertidos después del Movimiento del 68 en salones de clase, laboratorios, oficinas, no habían sido declarados antros de conspiración estudiantil.
Mi gusto por sus palabras fue inmediato y notorio. Como Carpentier, afortunadamente, padecía «un santo horror a los diálogos» y su gusto por decir era casi tan grande como el mío por escuchar, me limité a babear interjecciones, porque oyéndolo por vez primera era difícil articular sintagmas más complejos. Con verdadera gula, como si las palabras no salieran de su boca sino a ella entraran, lo mismo se regocijaba en la abundancia que en la exquisitez: caudalosos vocablos tanto más apetecibles cuanto más raros o sofisticados. De tal manera la explotaba, que la lengua era casi irreconocible, pero como tales voces en su voz parecían moneda de uso corriente, las daba por inteligibles y acaso se hubiera sorprendido de que este su mudo interlocutor tuviera la necesidad apremiante de fatigar diccionarios y enciclopedias para comprender todos los términos de su generoso discurso. Cuando el escritor dispone de un vocabulario tan extenso que para todo lo que ha de decir tiene la palabra justa, ciertamente la expresión es feliz por su exactitud y rica por su diversidad. Tal es el caso ejemplar de Cervantes. Pero la vastedad del conocimiento de la lengua es una medalla de dos caras. Sergio Fernández me dijo alguna vez que la metáfora es una venganza contra la pobreza de idioma: cuando el escritor quiere decir algo cuyo nombre preciso desconoce, no tiene otro remedio que inventarlo o echar mano de todos los recursos de la imaginación asociativa para expresar, mediante lo conocido, lo ignorado. Tal es el caso de Quevedo. Sobra decir que, en este aspecto, Carpentier estuvo más cerca de don Miguel que de don Francisco. Enriquecía la lengua con sólo aprovechar sus riquezas. De no proferirlas Carpentier, cuántas de esas raras palabras que él usaba con frescura y aun diría que con desenfado, seguirían sepultadas en el diccionario como letra muerta. Con la muerte del escritor ha muerto una parte del idioma, no porque sus palabras desfallezcan en sus libros, sino porque seguramente nadie volverá a articularlas como voces vivas.
Aquella tarde no sólo me sorprendió el esplendor de sus palabras; también la prolijidad y la erudición de sus referencias culturales, que acentuaban aún más mi ya enfática ignorancia: las citas textuales, las más de las veces en su lengua original, las enumeraciones exhaustivas, las alusiones oportunas y, sobre todo, la infinidad de datos secundarios o insignificantes que al menor descuido usurpaban el primer plano del relato. Como si de la presencia del dato exacto dependiera la verosimilitud y el interés y la fuerza de lo que narraba, lo mismo se detenía en las peculiaridades arquitectónicas de un edificio o las características raciales de un caballo que en la condimentación de un platillo o la procedencia de la tela de un ropaje. No era de extrañar que la exactitud fuera para él una cuestión de honor, una especie de compromiso moral: lo menos que puede esperarse de un dato es su fidelidad; lo asombroso, más bien, era la presencia inútil de tan dilatada información, y en esta inutilidad, en este ocio, en este regodeo erudito residía muy buena parte de la sensualidad de Carpentier. No dudo de que sean ochenta y siete las lámparas del Altar de la Confesión en San Pedro; es más, estoy seguro de que son ochenta y siete porque así lo dijo Carpentier, que era capaz de hacer un viaje al Vaticano sólo por contarlas. De lo que dudo es de la importancia de ese dato; es más, estoy seguro de que no es importante. Y como no es importante, es gratuito, y como es gratuito es ocioso, y como es ocioso es sensual y lujoso y placentero: todo un vicio. Ciertamente que la inserción de multitud de detalles digresivos en su plática, por natural que pareciera, no siempre estaba exenta de pedantería; pero las más de las veces, la erudición cumplía el mejor de sus cometidos: la parodia. Carpentier venía de regreso de las cosas. Sus referencias culturales, desplegadas como valores entendidos, le permitían descargar sobre la realidad histórica todo el rigor del humorismo.
Si entonces no quise preguntar por el significado de tan extrañas voces y de tan eruditas referencias no fue sólo por pudor: me lo impidió mi propia fascinación ante el relato. Con el tiempo me di cuenta de que, por rebuscada que se antojara su forma, cuanto me decía Carpentier era, de fondo, tan simple como avasallador.
El café que servían en la facultad era un verdadero veneno, sobre todo si la lengua guardaba en la memoria el gusto del café cubano, cuya palabra, según se dice, es un acróstico de sus propias cualidades: C de caliente, A de amargo, F de fuerte y E de escaso. Así que me atreví a invitarlo a casa, donde el café, si no cubano, era menos malo que el de la facultad y, además, podía ser sustituido fácilmente por el mojito, la bebida cubana que, a falta de coca-cola, ha suplido con creces a la llamada cuba libre y que ostenta cual fragante surtidor una rama de yerbabuena bañada en azúcar como adorno a la postre comestible como postre. Celebró Carpentier la hermosa glicina que crece en mi jardín desde hace un siglo, y la casa misma, muy parecida, según me dijo en lenguaje de arquitrabes y dinteles, al museo de Guanabacoa, cercano a La Habana, en el que se venera o se recuerda la veneración a Changó y a Santa Bárbara entre gallos negros desplumados y borrosos retratos de José Martí. Pasamos toda la tarde juntos y muy buena parte de la noche en sabroso monólogo.
Me habló de su primer entusiasmo por el movimiento surrealista en el París de entreguerras, que desbordaba el realismo estrecho de la literatura anterior; de sus incursiones por Haití, donde descubrió la realidad maravillosa americana al oír los todavía vigentes tambores del Petro y del Radá y al visitar la fantástica Ciudadela La Ferriére que mandó construir Henri Christophe, aquel pastelero negro llegado a déspota ilustrado; de su consecuente decepción del movimiento surrealista, que, en un país donde los discursos habían sustituido a los mitos, buscaba lo maravilloso con trucos de prestidigitación mientras que en América lo maravilloso estaba, según decía, en la propia realidad... Aquella noche me contó la tan real como prodigiosa historia de la insurrección de los negros de Haití. Se afanaba por narrar los acontecimientos desde adentro, sin subordinarlos a la cronología y a la causalidad europeas, como los habría vivido un oscuro esclavo que desempeñaba el papel protagónico de su relato. Fue hermoso oír por vez primera que la emancipación de los negros haitianos había sido el resultado de su fe inquebrantable en la inmortalidad del líder, a quien le habían atribuido poderes licantrópicos. No se habían acongojado cuando las autoridades francesas sacrificaron al mandinga insurrecto para público escarmiento. ¿Por qué habrían de acongojarse? ¿No habían visto, acaso, volar a un mosquito zumbón que fue a posarse en la punta del tricornio del jefe de las tropas en el momento mismo del sacrificio? Era Mackandal, que cumplía su promesa de permanecer en el reino de este mundo. Los franceses se asombraron de la «insensibilidad» de los negros ante el terrible espectáculo; pero «¿qué sabían los blancos de cosas de negros?»
No nos despedimos hasta que Carpentier hubo terminado de contar su historia inédita y centenaria. Cual conclusión de carta burocrática, me dejó la seguridad de su afecto. Desde entonces fui inseparable amigo suyo y así como recibí los privilegios de su amistad, también me expuse a todos sus peligros, pero ¿cuál amistad no es peligrosa?
No podría hacer en estas breves páginas una relación, por sinóptica que fuera, de las enseñanzas de Carpentier. Sería más sencillo, por supuesto, inventariar mis aprendizajes. Pero aún así, todo esfuerzo por ordenar lo recibido se agota ante la multitud de imágenes que se me agolpan, desgobernadas, en la memoria de los párpados: una mañana calurosa de Shanghai me enseñó, entre millares de bicicletas y el chillido aturdidor de las cigarras, la paradójica rendodez de las esquinas de las calles; una tarde apacible y un tanto envinada de París me descubrió la diversidad de las herrerías de sus balcones y la realidad maravillosa, anquilosada tras el barniz de las pinacotecas; una noche, cara al fuego, en algún minúsculo y perdido poblado del Alto Orinoco, me convenció, muy a mi pesar, de que el prodigio no llama a la puerta por segunda vez... ¡A qué seguir con esta retahíla de recuerdos, que nunca llegará al final! Trataré de concentrarme:
Volviendo de vez en vez la cabeza para apreciar, discreto pero jubiloso, el prominente nalgatorio de alguna mulata que pasara por su vera, Carpentier me fue mostrando las mil y una columnas de la arquitectura de La Habana, desde las palmeras reales de verdes capiteles hasta las decadentes cariátides que más que sostener desvencijados edificios parecen sucumbir bajo su peso. La aberración, que por fuera lo enfurecía, por dentro lo regocijaba. Nada le entusiasmó más en la vida que la simbiosis, la hibridez, los desajustes cronológicos de nuestra cultura, parodia a un tiempo feliz y dolorosa de la historia. En Puebla de México, dentro de la capilla abrumadora de Santa María Tonantzintla, me enseñó de cuerpo presente, entre vírgenes y santos de bizarros colores y frutas tropicales de estuco, la imagen misma del disparate que es América: un ángel maraquero.
De los recuerdos más hermosos que guardo de su compañía, sobresale una incursión agotadora por el centro de la ciudad de México. El itinerario fue rebosante: visitamos las cien catedrales diferentes que se superponen en la Catedral Metropolitana, desde el basamento precortesiano hasta los renovados vitrales de Mathias Goeritz. Caminamos por Madero hacia el poniente para admirar los retablos churriguerescos de San Francisco y la pulcritud neoclásica del Palacio de Iturbide, y desembocamos en la plaza de las mil culturas donde se levantan, en obscena promiscuidad, el gigantesco pastel de XV abriles que es el Palacio de Bellas Artes, la Torre Latinoamericana, el veneciano Correo Mayor, la Casa de los Azulejos y el edificio art déco que la oscurece... Así no se puede, dijo Carpentier, con un mohín purista que no alcanzaba a ocultar su entusiasmo por la mezcolanza de estilos. Nos regresamos a Filomeno Mata y por el costado del Palacio de Minería, que tanto lo excitaba, llegamos a La Ópera para tomar el aperitivo. Comimos en el Bar Alfonso, ínsula barataria olorosa a aceite de oliva, gambas y chanquetes. Compramos los postres en el mostrador de encino de la Dulcería Celaya y los engullimos en el vecindario en que hoy se ve convertido el hermoso Hospital de los Betlemitas, última orden de caballería, que quiso desfacer entuertos en este lado de la Mar Océano. Aquella tarde se hizo noche, y la noche nos condujo al Bar León y Pepe Arévalo y sus Mulatos y el bacardí y el Son de la loma:
Mamá, yo quiero saber
de dónde son los cantantes,
que se muestran tan galantes.
Yo los quiero conocer.
¿Serán de La Habana?
¿Serán de Santiago,
tierra soberana?
Son de la loma.
Son de la loma. Los cantantes son de la loma. El son de la loma. El canto, el ritmo del son... y del ser. Me explicó Alejo –porque en el Bar León siempre se extravían los apellidos– que la loma en La Habana puede ser eufemismo de presidio. Son encarcelado, rebelde, subversivo. Son de la loma, pero cantan en llano. Cantantes errabundos, inconformes, trashumantes, peregrinos.
Peregrinos.
Tiempo atrás, había acompañado a Carpentier en su recorrido por las últimas estrellas de la Vía Láctea, desde Burgos hasta Compostela. Cuando por fin llegamos a Santiago y apoyó la mano en la columna central del Pórtico de la Gloria de la Catedral, vi cómo se le hundían los dedos en la piedra, horadada por millares de peregrinos que habían llegado a su paradero. Ahí supe que Carpentier era un peregrino sin otro credo que la fe de los hombres.
En el año de 1975 Carpentier vino a México para recibir el Premio Alfonso Reyes. Yo pude hacerme de una invitación para asistir a la ceremonia en la Capilla Alfonsina. Había mucha gente. Recuerdo que Alicia Reyes lo tomó de la mano para atravesar el espacioso salón, que, así concurrido, se veía pequeño. Pasó a mi lado, literalmente jalado por Alicia, que abría camino para llegar a una suerte de estrado donde Carpentier leyó, con su grave acento francés, un discurso de agradecimiento y homenaje a Don Alfonso. En acabando la breve ceremonia, todo mundo se abalanzó a felicitarlo. Yo esperé con mis amigos Pancho Hinojosa y Ana Castaño en el patio de entrada a que se disolviera el conglomerado. Al cabo de un rato más bien largo, los tres entramos al salón. Sentado en un esquina del vestíbulo, curiosamente solo, estaba Alejo Carpentier, con su traje azul marino como de primera comunión y la mirada muy abierta. A su lado, García Márquez, ataviado con una camisa de color fosforescente, mantenía entusiasmadas a más de siete damas. Quizá fueran bellas. No las vi porque, tímido, nervioso, sonrojado, me dirigí a Alejo Carpentier. Me tendió la mano derecha –¡qué mano tan grande!–, la estreché y no pude articular palabra. Cómo decirle, en ese instante, en un solo instante, que él era mi entrañable compañero. Me retiré en silencio.
Esa fue la primera vez en mi vida que vi a Alejo Carpentier. También fue la última.
Solo, sentado en una mesa del café de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando todavía los cafés de la universidad, convertidos después del Movimiento del 68 en salones de clase, laboratorios, oficinas, no habían sido declarados antros de conspiración estudiantil, conocí a Alejo Carpentier. Me había asomado, por primera vez, a El reino de este mundo.
[1980]

NOTAS:
1 Alejo Carpentier. El amor a la ciudad. Alfaguara, Madrid, 1996. 187 pp.
2 Alejo Carpentier. Prólogo a El reino de este mundo. Compañía General de Ediciones. México, 1969. (Col. Ideas; letras y vida). pp. 10-11. [Los subrayados son míos].