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Una vida propia y con sentido

Hazte dueño de ti es un libro que te abrirá las puertas de una vida con arrojo, una vida que merece ser vivida y en la cual el corazón, la cabeza y las manos se alinean para mostrarte hacia dónde encaminarla. Desde mediados de 1990, he dictado conferencias y dirigido proyectos alrededor del mundo acerca de cómo vivir con sentido y trabajar con propósito. En todo este tiempo, una y otra vez he escuchado afirmaciones y preguntas como: “Y ¿para qué tanto esfuerzo?”, “¿Qué sentido tiene todo esto?”, “No me hallo, me desconozco”, “No sé en qué momento me convertí en todo aquello que nunca quise ser”, “Y ahora cuando me retiré de la empresa, ¿qué hago?”, “¿Cómo continúo después del divorcio?”, “Me siento vacío, mi vida no tiene sentido”, “No tengo la vida que quiero, pero no soy capaz de cambiar”, “Quiero llevar mi vida y mi trabajo a otro nivel”.

Aunque todos estos cuestionamientos parecen distintos, mi respuesta a ellos es siempre la misma: ¿qué tanto estás dispuesto a vivir con sentido o a trabajar con propósito? O lo que es lo mismo: ¿te sientes preparado para tener una vida propia y auténtica, dirigida y gobernada por lo valiosos y libres que podemos ser, en lugar de una existencia llena de acciones reactivas para eliminar malestares o huir de temores? Vivir con sentido y trabajar con propósito significa tomar la vida en las manos y vivir con propiedad.

Con mucha frecuencia, cuando la gente siente nublado el sentido de la vida, a pesar de estar haciendo cosas muy buenas o de tener trabajos muy exitosos, lo que ocurre es que en su día a día lo que realizan no está dirigido por un propósito claro. Es decir, una cosa es tener una relación de pareja porque esta te genera una experiencia de valor que hace que valga la pena vivir, y otra, muy distinta, mantenerla por el miedo a la soledad o por dependencia afectiva. Una cosa es trabajar con un ritmo frenético porque lo que haces tiene un propósito que te atrae y te llena la vida de sentido, y otra, que no soportes el error, el fracaso y la sensación de insuficiencia, y te sientas obligado a vivir sobreesforzado. Una cosa es disfrutar de los espacios de soledad, y otra, aislarse por el miedo al rechazo. Así que pregúntate: ¿cuál es la vida que quieres llevar?, ¿cómo quieres trabajar?, ¿sientes que lo que haces de verdad sirve?, ¿le aportas algo al mundo? Si desapareces, ¿habrá alguna diferencia temporal en la vida de alguien o en la labor que realizas?, ¿te recordarán por algo positivo?

Cuando somos niños tenemos toda la existencia por delante. Los días transcurren lentamente y podemos hacer un millón de cosas. Nos volvemos los mejores amigos de otros en cuestión de minutos y no sentimos afán por nada; estamos en el presente. En las primeras etapas de nuestra vida experimentamos la sensación de tener tanto tiempo que nos aburrimos fácilmente, por eso saltamos de juego en juego o de actividad en actividad; el futuro no es una preocupación tan seria, anticipamos menos las consecuencias de nuestros actos y nos encontramos más prestos a recibir del mundo que a dar. A los seis años conseguimos nuevos mejores amigos en una tarde de juegos en el parque, y a los diecisiete alcanzamos a ir a cinco fiestas en una noche. La vida nos alcanza para todo.

A medida que avanzan los años, nuestra percepción sobre el tiempo va cambiando, y cuanto más grandes somos, más rápido sentimos que pasa. ¿Has experimentado cada diciembre esa sensación de que el año se acabó muy pronto? A esto se suma la invención de las crisis de la edad: la de los treinta, la de los cuarenta, la de los cincuenta, y nos sentimos constantemente presionados por lo que se supone que “debemos vivir o haber vivido ya”. Y así, los años siguen pasando y nuestro proyecto de vida se acorta en tiempo de ejecución mientras las preguntas sobre nuestra propia existencia crecen y crecen.

Algunas de estas dudas surgen del legítimo interés por llevar una vida propia, y otras, de dejarnos presionar por los estándares sociales, por el “reloj biológico” e, incluso, por influencias religiosas, bastante lejanas de un Dios de amor. Estas presiones están llenas de creencias infundadas acerca de lo que se supone que hace feliz a la gente y muchas veces terminan obligando a las personas a vivir una vida ajena: “¿No vas a tener un título universitario?”, “¿No te vas a casar?”, “Ya es hora de tener hijos”, “Debes buscar a alguien de tu misma clase”, “Estudia algo que valga la pena”. Por supuesto, si estudiar te llena de sentido, ¡pues estudia! Si casarte y tener una familia te llena de sentido, ¡cásate y ten una familia! Sin embargo, vale la pena que te preguntes: ¿es esto realmente lo que quiero, o estoy viviendo el proyecto existencial de otros?

Por suerte, la vida es una historia que escribimos cada día. No está predeterminada y nadie la puede vivir por nosotros; por eso, aun tomando malas decisiones (por llevar una existencia distraída, por falta de coraje o por miedo de quedar mal), siempre tenemos la posibilidad de apropiarnos del personaje principal de nuestro cuento y comenzar a escribir un nuevo capítulo, guardando los límites de lo que es posible, ético y responsable.

No sabemos si al final del camino, al mirar atrás, podremos decir que acertamos en el cumplimiento de nuestro propósito o que elegimos bien las rutas laborales y existenciales que transitamos, pero lo que sí podemos asegurar es haberle apostado a una vida propia y llena de sentido, a una vida responsable.

Vivir libre, pero responsablemente

Sin un margen de libertad o de maniobra, la vida no tendría sentido, pues no existiría ninguna forma de apropiación, ni una dirección que darle. Es cierto que los genes tienen una influencia poderosa en nosotros y que no podemos elegir nuestra carga heredada; sin embargo, sí tenemos la capacidad de decidir qué hacer con eso que recibimos y cómo “jugar” a partir de ello. Así, aunque venimos condicionados por la genética, es precisamente gracias a este condicionamiento por el que podemos ejercer nuestro albedrío.

Nacemos en una familia y en un sistema social que nos educan, nos llenan de creencias y nos normalizan a partir de intereses amorosos y éticos, pero también económicos, de mercado y de poder: “Tienes que ganar mucho dinero”, “Ya tienes treinta años, se te va a ir el tren”, “Busca un hombre de tu nivel”, “¿Qué dirán los demás si haces eso?”, “Te morirás de hambre si renuncias”, “Las niñas buenas no son así”, “Esas son cosas de niños”.

Crecemos con estas convicciones, abrazamos aquellas con las que nos identificamos y desechamos las que no nos convencen. En este proceso podemos equivocarnos y elegir mantener algunas poco racionales, otras bastante deshumanizantes y algunas ciertamente ridículas. Con el tiempo podemos reestructurar los parámetros o, como muchos deciden, pasar por la vida sin cuestionar nada, sin un compromiso de propiedad con nosotros mismos, creyendo cosas sin sentirlas como nuestras, obedeciendo sin estar realmente convencidos y caminando como borregos y no como quien se suma a una causa que considera legítima. Vivir con sentido y trabajar con propósito significa comprometerse y no simplemente pertenecer.

Viktor Frankl, el famoso psiquiatra austriaco padre de la logoterapia, decía que los seres humanos podemos conservar la libertad hasta el último de los momentos, pues lo único que no nos pueden quitar es la opción de elegir cómo reaccionar. A pesar de nuestros genes, de los condicionamientos sociales y de las creencias que aprendimos desde niños, somos libres porque tenemos la opción de reescribir nuestra existencia. Sin embargo, ejercer el albedrío tiene límites, pues, aunque podemos hacer casi todo lo que queramos, no todo es posible, ni ético, ni responsable. Sí, uno puede lanzarse en caída libre desde un décimo piso porque cree que puede volar, pero la verdad radical es que, físicamente y sin ningún elemento adicional, eso es imposible.

¿Podemos cambiar de vida de forma drástica y desestructurar la de otros que entrelazan sus proyectos con los nuestros? En teoría, sí, pero la libertad no puede ser una forma de violencia que nos mueva a hacer y deshacer sin consideración alguna, porque hasta para vivir la propia existencia hay que ser decente y amoroso, sin claudicar en el proyecto personal solo para que otros sean felices.

La libertad tiene un precio: llevar una vida propia y con sentido no es simplemente realizar lo que uno quiere, hay que adueñarse de sí mismo, y esto implica desacomodarse, abandonar la dependencia y crecer. Hay quienes sienten que traicionan a sus padres porque rompen las expectativas y sueños que ellos tenían sobre sus hijos, pero son ellos quienes deciden que su felicidad dependa de que sus hijos elijan vivir la vida que les habían diseñado. ¡Vaya peso el que les arrojan encima! La culpa por decepcionar a quienes te rodean puede hacerte flaquear, así que permaneces en un trabajo que odias, en un matrimonio que no quieres, en una identidad que no te pertenece o en un lugar en el que no deseas estar. Pero recuerda que ser libre implica decidir y pagar el precio de esa resolución, enfrentando la angustia de no saber con certeza si es la correcta. ¡Menos mal en la vida se vale equivocarse!

Ahora bien, hay que ser responsable hasta para cometer errores. Vivir una existencia con sentido implica tener el coraje de asumir el costo, aunque puedes estar seguro de que siempre saldrá más caro cumplir las expectativas fabricadas, ceder a las presiones sociales de lo que se acostumbra y ser lo que otros esperan para no incomodar a nadie.

Así como podemos ejercer la libertad frente a nuestra herencia y nuestras creencias, al mismo tiempo somos responsables de lo que hacemos y de cómo lo hacemos. No es solo una frase de cajón. Libertad y responsabilidad son un binomio indisoluble. Cada segundo nos convertimos en nuestras decisiones y somos responsables de ese ser en el que nos convertimos y hasta dónde mantenemos esa versión. Responsabilidad se compone de respons-habilidad, es decir, la habilidad para dar respuesta a las preguntas que la vida nos hace; significa elegir la existencia que queremos llevar desde aquello que nos da sentido. Cuando lo hacemos en contra de nosotros mismos, sentimos desasosiego, vamos sin un norte.

Aunque a veces intentemos delegarles a otros la responsabilidad de vivir nuestra vida o esperemos a que la existencia misma se encargue de decidir el camino que debemos seguir, cada quien debe hacerse dueño de sí mismo. Vivir una vida propia, con responsabilidad, sentido y de manera auténtica requiere el compromiso de asumir el riesgo de la ruta elegida, lo que al final nos protege de la frustración y de echarles la culpa a otros de lo que nos pasa. Es fácil sentir rabia con Dios porque no nos da lo que queremos o con la vida porque la gente no actúa como nos gustaría o porque no nos aman quienes amamos.

La vida nos formula permanentemente preguntas y somos nosotros, de manera exclusiva, los llamados a contestarle. Quizás podamos buscar asesores o solicitar algún tipo de señal, pero al final de cuentas se elige por acción o por omisión, y de eso somos radicalmente responsables. Que no lleguemos a la vejez mirando al pasado con tristeza y frustración, diciendo: “Nunca fui capaz de hacer lo que amaba”, “No tuve el coraje de llevar la vida que quería”, “Se me pasó la existencia y no me di cuenta”.

Permanecer donde estamos, a veces por circunstancias difíciles de cambiar, en muchos casos es tan solo miedo de desacomodarnos y asumir responsabilidad sobre nuestro futuro. El qué dirán y las apariencias construyen cárceles con barrotes invisibles que, aunque inexistentes, son muy difíciles de romper: ¡nada como una buena jaula mental! Alguna vez una paciente me dijo: “Tengo setenta años y llevo un matrimonio infeliz hace cuarenta, nunca fui valorada ni respetada. He conocido a un hombre maravilloso y me he enamorado de él, pero ¿qué van a pensar mis nietos?”. Seguramente sus nietos van a sentirse orgullosos de tener una abuela capaz de tomar la vida en sus manos. ¡Qué más da si le quedan quince o veinte años de vida! ¿Por qué no vivir su última etapa feliz?, ¿quiénes somos para juzgar? Hay quienes piensan que a los setenta años es diferente, yo no opino igual.

Una alumna de mis clases de psicología existencial me dijo un día: “Estudié para tener este cartón; sin embargo, lo que realmente deseo es ser voluntaria y pertenecer a una comunidad religiosa. Mis papás no me dejan; me dicen que quieren nietos, que una niña tan bonita cómo se va a quedar sin una familia, que han invertido mucho dinero en mí”. Si quieres una vida religiosa, ¡llévala! Si quieres casarte con un adulto una década menor o mayor, ¡cásate! Si no te sientes lista para ser madre, ¡no tengas hijos! ¿Eres capaz de no vivir tu vida solo porque a alguien no le parece?, ¿estás desaprovechando la oportunidad de sentirte vivo porque gente que ni conoces te ve con recelo?, ¿de verdad te preocupa lo que piense la vecina que casi ni te habla?, ¿es tan grave lo que opine tu tía con la que te ves una vez cada dos años? Si tu respuesta a alguna de estas preguntas es “sí”, te digo: hay apariencias tan peligrosas que impiden la salida de la jaula inexistente que habitas. ¡Cuánta ridiculez puede soportar la cabeza! ¿No sería mejor vivir por valores y no por apariencias? No permitas que tu vida sea puro miedo y educa a tus hijos para que experimenten lo realmente valioso. Ya el filósofo francés Jean Paul Sartre lo decía: “Podrás obligarme a que te dé las gracias, pero nunca a que me sienta agradecido contigo”.

Las apariencias construyen jaulas mentales que nos hacen infelices y de paso les amargamos la existencia a los demás al compartirles nuestra pobreza de espíritu. Solo en la ausencia de humildad puedes juzgar y condenar a los demás, pensando que hay una sola forma de vivir la vida. Pero tarde o temprano la falta de autenticidad pasa la factura, así que no condenes a otros a habitar la cárcel de oro de lo políticamente correcto, de lo que se acostumbra. No le impongas a la gente que amas tus alas rotas, algunos tal vez sí puedan volar.

Vivir con sentido

Nietzsche decía: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”. Esta reflexión filosófica no se queda solo en ese terreno, pues la investigación científica también ha logrado comprobarla. El sentido de vida suele estar inversamente relacionado con el estrés, la depresión, la desesperanza, la susceptibilidad al aburrimiento, la ansiedad y la adicción. Hoy sabemos que las personas que están poco conectadas con el sentido de su existencia tienen mayor propensión a la tristeza profunda y a los problemas clínicos y mentales; también son menos felices. De igual forma, quienes logran una mayor conexión con un propósito están más correlacionados con el bienestar, el afecto positivo, el adecuado afrontamiento y la felicidad1.

En consecuencia, vivir con sentido es un factor indispensable del bienestar y la satisfacción con la vida, el trabajo y las relaciones en general. ¿Vale entonces la pena apostarle a una existencia propia y con dirección?, ¿realmente vamos a impedirle a la gente que amamos que acceda a esto tan solo para que cumpla nuestras expectativas? El sentido de vida no se puede imponer, no es un tema hereditario, no hay distingo entre hombres y mujeres, y es diferente para cada persona; el asunto es saber qué es realmente vivir con sentido y qué cosas hay que hacer para vivir así.

Aunque los cuestionamientos sobre el sentido de nuestra vida y las causas de la frustración pueden ser reflexiones momentáneas, a veces se transforman en preguntas permanentes que llegan a atormentarnos y llevan al malogro personal y empresarial, así como a la búsqueda desesperada de soluciones pasajeras, como las drogas, las compras, la necesidad enfermiza de compañía u otros distractores de la problemática real. Les aseguro, desde mi experiencia, que la sensación de vacío no se puede llenar con cosas, personas o sustancias, y de nada sirve aparentar que todo está bien. La pérdida de sentido es un problema tan serio que hay gente que llega a quitarse la vida por ello.

¿Qué es eso que llamamos “sentido de vida”?

Para algunas personas, el “sentido de vida” consiste en tener un hacia dónde ir. Sin duda, conocerlo nos ubica, nos delimita el camino; sin embargo, esto va más allá. Muchos saben claramente cuál es la dirección que lleva su existencia, pero eso no quiere decir que quieran permanecer en ella. Algunos niños nacen y son vistos como herederos que en el futuro manejarán la compañía familiar; de otros solo se espera el día en que se los vea camino al altar. En ambos casos, es poca la versatilidad que se les da para definir el rumbo que quieren seguir y, peor aún, los sueños y expectativas de sus padres están basados en que sean sus hijos quienes den sentido a sus vidas. ¡Qué apuesta tan arriesgada para los padres y tan injusta para los hijos!

Tener una dirección no necesariamente implica que le hallemos sentido, aunque vale la pena aclarar que quien lleva una vida con sentido sí suele sentirse orientado. He conocido personas que terminaron casándose con alguien tan solo por agradarles a sus padres, otras porque ya estaba muy avanzado el compromiso y todo el mundo esperaba que lo hicieran; algunas anularon sus sueños deportivos, artísticos y sociales para no quedar mal con la familia, ¡qué bonita dirección!

También se cree que llevar una existencia con sentido es tener metas. Es cierto que muchas veces estas indican un punto de llegada que genera entusiasmo, un propósito o una razón para vivir, pero lamentablemente no siempre es así. A veces las personas se fijan objetivos como respuesta a una serie de “deberes sociales” que han sido impuestos o autoimpuestos. Hay quienes están llenos de ideales forzados que los llevan a vivir con un estrés insoportable y una presión hacia el cumplimiento que finaliza en problemas de salud, insomnio, bruxismo, contracturas musculares y depresión. ¿Esto será tener un sentido de vida sólido? Claro que no.

Formularnos metas no es lo mismo que tener sentido de vida, aunque, al igual que con la orientación, las personas que lo encuentran suelen seguir ideales que lo avivan. ¿Perderías tu valioso tiempo por cumplir metas que no son tuyas o no te llenan?, ¿persigues tus fines porque son importantes y te dan sentido, o porque huyes de lo insoportable que es para ti fracasar? ¿Vale la pena obtener un bono laboral a costa de malgastarte?, ¿no será mejor trabajar con propósito y que el efecto colateral sea el bono?

Otro aspecto con el cual se relaciona frecuentemente el sentido es con aquello que nos emociona; sin embargo, no puede reducirse a una cuestión de sentimientos. Las emociones suelen teñir la razón y hacernos ver paraísos mágicos que quizás nos hagan pensar que dotan la vida de sentido, pero a veces ¡solo son fogonazos hormonales! No es suficiente con experimentar las emociones, también es necesario ser capaz de reconocer lo valioso que hay detrás; debe haber unión entre el corazón y la cabeza.

El mercado sabe esto muy bien, por eso, como consecuencia de estrategias de mercadeo basadas en la emotividad, terminamos comprando cosas sin las que llevamos viviendo durante años, pero que de repente se vuelven indispensables: libros que no leemos, ropa que no usamos o vacaciones que no llevamos a cabo. Estos impulsos pueden llegar hasta tal punto que incluso personas por las que nos esforzamos mucho en cautivar pierden todo su encanto cuando las tenemos. Definitivamente, el sentido emociona, pero no todo lo que emociona da sentido.

El sentido también puede ser percibido como algo que dota la vida de una lógica especial, de cierta coherencia, pero no todo lo que parece lógico necesariamente llena la vida de sentido. Puedo creer que es razonable proteger a mis hijos evitándoles a toda costa cualquier dificultad; sin embargo, ellos crecen y necesitan desarrollarse individualmente con independencia y madurez, así es que, aunque para mí suene lógico, no necesariamente tiene sentido. Ser muy dependiente afectivamente y evitar el malestar del posible abandono sobreprotegiendo a mis hijos es muy distinto de realizar un acto amoroso hacia ellos.

Finalmente, hay quienes consideran que el sentido es aquello que brinda placer. Lo cierto es que muchas cosas dan placer, pero no necesariamente sentido; las adicciones son un buen ejemplo de ello. En ocasiones se nos presentan situaciones que no nos permiten experimentar gozo y que pueden incluso generar incomodidad, pero a pesar de ello brindan sentido; por ejemplo, el proceso de gestación humana y el parto. La vida está llena de este tipo de sacrificios: consecución de metas, tratamientos médicos, superación de problemas… Todas son experiencias que dan sentido, a pesar de la falta de placer que producen y del sufrimiento que las acompaña. Evitar la pena a toda costa y, en cambio, fomentar la búsqueda de placer como fin último solo deja el vacío de la inmediatez con el que se acaba. El verdadero deleite es el efecto de alcanzar un fin, pues ir en pos de la felicidad o tratar de producirla sin tener motivos para que surja, frustra el proceso. Sería muy triste tener que golpearse en el coxis para poder reír, picar cebolla para poder llorar o consumir drogas para sentirse conectado.

Si el sentido de vida no puede reducirse a contar con una dirección, ni a tener metas, tampoco a aquello que nos genera emoción o placer ni a lo que a nuestro parecer es lógico, entonces ¿qué sí es? Voy a dar una definición con tono académico que posteriormente explicaré: es una percepción afectiva y cognitiva2 de valores que invitan a la persona a actuar de un modo u otro ante una situación particular o ante la vida en general y que le brindan coherencia e identidad. Dicho en otros términos, el sentido de vida es conectar el corazón y la razón a personas, acciones, circunstancias y cosas valiosas, lo que te lleva a actuar de un modo u otro en las situaciones cotidianas y en la vida en general, te hace experimentar coherencia y te convierte en aquello que haces.

Ad Propositum

Ad Propositum es un método de trabajo personal que he desarrollado con el fin de ayudar a las personas a llevar una vida con sentido y a ser ellas mismas. En él se mezclan cientos de investigaciones sobre el tema y muchos años de trabajo acompañando a personas en su desarrollo. Por medio de seis grandes pasos podrás llegar a conectar el corazón y la razón con las personas, acciones, circunstancias y objetos valiosos que halles a lo largo de tu camino, actuar coherentemente con lo que es importante, vincularte de manera amorosa y legítima con otros, trabajar con propósito, manejar las dificultades que se te presentan y, especialmente, llevar una existencia propia, una vida que merezca ser vivida.

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En cada uno de los siguientes capítulos descubrirás, paso a paso, la explicación de los componentes del método, un resumen para que lo consultes cada vez que lo necesites y una serie de prácticas para implementarlo en tu vida. ¡Bienvenido a esta gran aventura!

 

1 Para profundizar en estas investigaciones, se puede consultar el libro: Martínez, E. (2014). Coaching existencial basado en los principios de Viktor E. Frankl. Bogotá: SAPS.

2 Percepción emocional y mental.