«La mente puede ser causa tanto de esclavitud como de liberación.» La frase la dijo Buda. También podemos leerla en el Bhagavad Gita, uno de los libros más importantes del hinduismo, que Gandhi calificó como su «diccionario espiritual». Sin embargo, no escribiré a partir de ninguna filosofía, ni de ninguna religión, ni de ningún sistema de creencias, sino a partir de mi experiencia. Creo que no puedo hacerlo de otro modo: la ciencia todavía no ha descifrado los misterios más profundos de la mente. Aún no ha podido averiguar cómo la fisiología, la bioquímica o la actividad de las neuronas dan lugar a la subjetividad. O sea, cómo la carne se convierte en pensamiento.

Así pues, escribiré desde mi subjetividad. Cuando empecé a interesarme por el autoconocimiento, hace más de quince años, leí a autores que afirmaban que éramos «marionetas» de los pensamientos, o que vivíamos bajo su «hipnosis». Al principio tuve la impresión de que exageraban, pero no tardé mucho en darles la razón. Efectivamente, yo era una marioneta de mis pensamientos. Solo tenía que echar un vistazo a mi biografía. Recordaba momentos en los que lo había tenido todo para ser feliz, durante unas vacaciones de verano, y me había sentido angustiado por el futuro, por lo que me esperaba en el trabajo. Por no hablar de los momentos en que había estado ante paisajes maravillosos sin fijarme en los verdes, en los ocres, en los pájaros, en las plantas. Con la cabeza en otro sitio. El pensamiento creaba problemas donde no existían. Problemas que al final se habían convertido en oportunidades, o incluso en regalos. Si echamos una mirada a nuestro pasado, es probable que lleguemos a la conclusión de que algunos de los episodios que hemos vivido como si fueran auténticas catástrofes, en realidad han sido una bendición.

Pero en su día el pensamiento hizo que no lo viéramos así, porque a la mente racional le encanta complicarlo todo, al contrario de lo que le sucede a mi gato Cheever, que ahora mismo descansa en mi regazo, mientras escribo estas líneas. Mi gato es un maestro zen: no tiene problemas, no se preocupa innecesariamente por el mañana. Es el ser más libre que he conocido jamás. Si tenemos miedo, no somos libres. Y a Cheever el miedo solo lo atenaza en momentos puntuales, cuando tiene que huir o plantar cara a un perro o a otro gato. El resto del tiempo vive instalado en el momento presente. Hace lo que quiere y cuando quiere.

Cuando yo era pequeño, la sociedad y la cultura me educaron como si el pensamiento fuese la herramienta que iba a permitirme resolver todos los problemas (no solo los matemáticos). Hoy sé que la vida es un misterio para vivirlo, no un problema que hay que resolver. Hoy sé que la sociedad occidental en la que nací y crecí sobrevaloraba la mente racional. Albert Einstein afirmó: «La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional un sirviente fiel. Hemos creado una sociedad que honra al sirviente y ha olvidado el regalo sagrado».

Cuando yo era pequeño, la lógica, la combinación de palabras y de conceptos parecía ser lo más elevado que podíamos hacer. A los niños se nos venía a decir que cuanto más utilizásemos la razón, más inteligentes seríamos. En aquella época aún no existía el concepto de inteligencias múltiples, ni tampoco el de inteligencia emocional. El hecho de pensar tenía prestigio. Y como yo era un niño introvertido y tímido que daba muchas vueltas a las cosas, que parecía pesarlas en la balanza del sentido común antes de tomar una decisión, estaba convencido de que iba por el buen camino. Que pensando mis dificultades hallaría la solución. Hoy sé que el pensamiento sirve para pensar la vida, no para vivirla.

De todos modos, antes de proseguir debo romper una lanza a favor del pensamiento: bien utilizado, es una herramienta maravillosa. Gracias a la mente racional, la especie humana ha hecho grandes avances; sin ir más lejos, el ordenador que me permite escribir este texto o enviarlo a través de internet. La mente racional nos permite hacer volar aviones o construir edificios, programar la agenda o las vacaciones de verano, resolver fórmulas matemáticas o aprender idiomas. Sin embargo, es un obstáculo a la hora de vivir con plenitud. El cerebro está preparado para sobrevivir, no para ser feliz.

Tenemos entre cuarenta y sesenta mil pensamientos al día, y el 90 % son los mismos que los del día anterior. Sé que lo que escribiré ahora puede sonar demasiado contundente, pero como estoy convencido de ello, lo escribo: la mayoría de los pensamientos que tenemos son basura.

Desde la subjetividad, debería decir que la mayoría de mis pensamientos son basura, pero después de haberme fijado en los diálogos mentales de muchas personas (lo que dicen y cómo lo dicen suele ser reflejo de su diálogo mental), me atrevería a afirmar que todos los procesos mentales son similares. El pensamiento, para empezar, es completamente caótico. No es de extrañar que el budismo haya hecho referencia a la mente de mono, la mente que no para de saltar de una rama a otra, de un tema a otro, del pasado al futuro. Es curioso que se denomine mente lógico-racional cuando los pensamientos no tienen nada de lógicos. Se recrean en los aspectos negativos de la realidad, y hacen conjeturas con las peores posibilidades. Si ahora, por ejemplo, nos tocara la lotería, de inmediato nos sobrevendrían pensamientos de escasez; tendríamos miedo de perder el dinero. Nos dan miedo acontecimientos que nunca sucederán, que solo forman parte de la imaginación. Es cierto que el miedo es necesario, y que gracias al miedo hemos sobrevivido como especie; gracias al miedo, a nuestros antepasados no se los comían los leones; gracias al miedo cruzamos la calle sin que nos atropellen los coches. Pero como en nuestras sociedades vivimos tanto desde el pensamiento, dependemos tanto de él, sobredimensionamos miedos estériles, miedos colectivos que los medios de comunicación contribuyen a esparcir como la pólvora. Una cosa es prevenir y otra muy diferente es vivir en estado de alerta veinticuatro horas al día, con el consiguiente estrés y el aumento de la hormona del cortisol, causa de muchas dolencias físicas. Miedo de las previsiones económicas, de la caída de las bolsas, del día de mañana; miedo de quedarnos sin trabajo y no poder pagar el piso. Miedos abstractos. Si llega esa situación, ya veremos qué hago. Pero como vivo desde el pensamiento, me preocupo por ello y me ofusco.

¿Por qué atendemos tanto a los pensamientos? ¿Por qué creemos que tienen razón? Porque los asociamos a la parte más profunda de nuestra identidad. No creemos ser los ruidos de nuestro estómago, pero estamos convencidos de que somos los ruidos de nuestra mente. Creemos que surgen de un yo que imaginamos dentro del cerebro, aunque no sepamos muy bien dónde situarlo. La neurociencia tampoco ha encontrado ninguna parte del cerebro donde se aloje el yo.

El yo también es una construcción del pensamiento, tal vez su principal construcción, pura fantasía. Hablaré de ello más adelante.

EL LOCUTOR DE RADIO

Muchos pensamientos los percibimos en forma de imágenes, pero también en forma de voz, una voz que oímos dentro de la cabeza y que se asemeja a nuestra voz física, la que producen las cuerdas vocales. Por deformación profesional, comparo esta voz dentro de la cabeza con la de un locutor de radio. Un locutor pesado, que parlotea a todas horas. Retransmite la vida en directo. Y por si fuera poco, no para de juzgarla, de criticarla, de encasillarla en categorías. «O vas a mi favor o en mi contra.» «Esta persona me cae bien, la otra, mal.» «Esta es de izquierdas; la otra, de derechas.» «Esta es buena; la otra, mala.» «Esta, amiga; la otra, enemiga.» Así acostumbra a hablar el locutor de radio. Por si fuera poco, siempre hace comparaciones. Podemos estar mirando unas fotografías en Instagram y que la voz no cese de hacer comparaciones del estilo: «Mira qué físico… Yo no lo tengo», «Mira qué vida se pega; yo no me la puedo permitir». Ya se sabe que cuando nos comparamos, la mayoría de las veces salimos perdiendo.

De la calidad de nuestro diálogo mental —o mejor dicho, monólogo— dependerá la calidad de nuestro día a día. La persona que no para de culpabilizar a los demás y al mundo, y que no para de repetir frases del estilo «Pobre de mí», «Tengo mala suerte», probablemente vivirá desde el victimismo. Y no podrá salir de esta dinámica si presta atención únicamente a los hechos exteriores, ya que pase lo que pase, se sentirá agredida o menospreciada. «Es el diálogo interno lo que ata a la gente al mundo cotidiano —escribió Carlos Castaneda—. El mundo es de una manera o de otra solo porque nos decimos a nosotros mismos que es de una manera o de otra.»1

OPUESTOS Y DUALIDADES

El pensamiento opera a partir de opuestos, de dualidades y de contrastes. Para el pensamiento, todo es blanco o negro, positivo o negativo, bueno o malo. O hay amor o hay odio. O luz u oscuridad. Es de día o es de noche. Para el pensamiento occidental, claro. La filosofía oriental se ha acercado más y mejor a la esencia de la realidad, tal como pone de manifiesto una frase de Chuang Tzu, ejemplo del taoísmo chino: «La noche empieza al mediodía».

Las dualidades son una de las características básicas de nuestro pensamiento. Dice el escritor Luis Racionero que desde pequeños nos colocan binóculos con el fin de que veamos el mundo de dos colores, dividido en sujeto y objeto, mente y materia. «Con estas gafas de corta vista es imposible entender nada: el mundo aparece como una lucha de principios opuestos, y la vida, como un problema que resolver para imponer uno de los principios, excluyendo el otro. […] La filosofía oriental evitó el callejón sin salida de la dualidad en que ha caído Occidente. Para los orientales, los principios opuestos no son dualidades o cosas separadas, sino polaridades o estados extremos de una misma cosa.»2

La realidad es como una moneda: todo incluye una cara y una cruz. Todo incluye su contrario. O, para utilizar otro símil, todo es como un bastón, con dos extremos. Nosotros solo queremos agarrar uno de los dos extremos, el que calificamos de «bueno». No nos damos cuenta de que si estamos agarrando el extremo «bueno», también estamos agarrando su contrario, el «malo».

El problema de fondo es que utilizamos el lenguaje racional para describir una realidad que, como ha demostrado la física cuántica, no tiene nada de racional ni de lógica. Una realidad ondulante que no se puede expresar con la linealidad de la estructura «sujeto, verbo y predicado». Todo está interconectado con todo. Todo se mezcla, se interpenetra e influye en todo. Y no cesa de cambiar, en una danza no permanente que nosotros queremos hacer fija, granítica. La realidad es como una película, pero el lenguaje racional solo nos permite hacer fotos fijas, instantáneas en forma de conceptos y palabras.

EL VELO DE LOS PENSAMIENTOS

El pensamiento siempre es viejo. Y nos impide captar impresiones nuevas. Como si fuera un filtro, se interpone entre nosotros y la realidad que captan los sentidos. La filosofía perenne ha hecho referencia al «velo de los pensamientos». A medida que transcurren los años, este velo o filtro cada vez es más grueso; cada vez estamos más encerrados en el pasado reiterativo y aburrido del pensamiento. Por eso nos sorprenden menos cosas. Nos perdemos nuevas maneras de ser y de estar en el mundo. Muchas personas solo captan impresiones frescas cuando viajan o les sucede algo excepcional. El resto de los días viven como separadas del ambiente por una membrana opaca. Metidas dentro de la caja de su cabeza, están y no están al mismo tiempo. Miran a la gente que las rodea, pero difícilmente se fijan en ella. Existe el tópico de la persona que mientras hace el amor elabora mentalmente la lista de la compra: quizá sea un tópico porque es cierto.

Paseamos entre la naturaleza y captamos los olores y los colores, o el canto de los pájaros, pero como si fuera un decorado de fondo. La voz interior de nuestra cabeza lo va etiquetando todo. Y va guardando la información en archivos a los que recurre una y otra vez. Si por ejemplo vemos un cardo, recurrimos a esos archivos —a la memoria condicionada— y damos por hecho que es feo. Nos sucede lo mismo ante un cerdo. En un nivel profundo, ni el cardo ni el cerdo son feos, porque en la naturaleza no existe la fealdad, pero los conceptos mentales ejercen de filtro entre nosotros y la realidad. Incluso el acto más sencillo de percepción sensorial va acompañado de un velo de pensamientos a través del cual lo interpretamos.3

Lejos queda la actitud expectante de cuando éramos pequeños, de atención, de interés, de curiosidad, de maravilla y descubrimiento constante. Lejos queda la mirada inocente, en el sentido de espontánea, limpia, sin juicios ni prejuicios. Hay personas que la recuperan durante la tercera edad, en el periodo que el teólogo Raimon Panikkar denominaba «segunda inocencia».

«LO SABRÉ CUANDO ME OCURRA»

La memoria condicionada recurre, siempre que puede, al sistema de creencias. Un sistema que la sociedad, la cultura y la familia nos han instalado, como si fuera un programa de ordenador. La comparación con el programa de ordenador es del economista y divulgador de la consciencia Emilio Carrillo,4 a quien tengo el placer de conocer. Emilio procura vivir sin creencias, momento a momento, actuando según lo que le dicta el corazón. Sigue a pies juntillas una recomendación de san Agustín: «Ama y haz lo que quieras». O sea, hace lo que le viene en gana, pero siempre desde el amor. Si hay amor hacia los demás, no hará nada que pueda perjudicarlos.

Nunca tiene nada «previsto» en su quehacer. Da por hecho que cada situación requiere respuestas diferentes. Un día, unos amigos le preguntaron si daba limosna a la gente que la pedía en la calle, y él les respondió, lacónico:

—Pues no lo sé.

Sus amigos se quedaron sorprendidos.

—Emilio —le replicaron—, o das limosna o no la das.

—Pues no lo sé —reiteró él.

Y a continuación sus amigos enumeraron una serie de motivos por los que ellos sí daban dinero a los mendigos. Hubo también quienes argumentaron por qué no lo hacían nunca. Emilio insistió en que él no tenía ni idea.

—Previamente, no lo sé —añadió—. Lo sabré cuando me encuentre en la situación. Ni tendré previsto decir que no a quien me pida dinero, ni tampoco tendré previsto darle un euro. Lo que me diga el corazón en ese momento. No tengo ninguna creencia previa.

En el fondo, Emilio hace lo que la situación demanda, es uno con la situación. Fluye con el momento presente. El momento presente es el espacio de libertad desde el cual dejamos de reaccionar como autómatas. Contar hasta diez no solo es una frase hecha: es la puerta de entrada a este espacio de libertad, desde el cual dejamos de reaccionar. Eso no significa que todo nos resbale, sino que dejamos de ser marionetas de según qué situaciones y personas. En realidad, dejamos de ser marionetas de cómo interpreta nuestro pensamiento estas situaciones y personas. Cuando, por ejemplo, yo me indigno al escuchar unas declaraciones de Donald Trump, no es Donald Trump quien está haciendo que me indigne, sino yo mismo.

Desde el espacio de libertad del presente, cuando alguien nos insulta no necesariamente reaccionamos insultándolo también nosotros. Ni sintiéndonos ofendidos, ni agredidos. Y, al contrario, no hacemos que nuestro valor dependa del hecho de que nos elogien o nos digan cosas bonitas. El gran psicólogo catalán Antonio Blay Fontcuberta (1924-1985) dijo que, a causa de la dinámica del pensamiento, es muy fácil manipular a la gente: «Si quieres que una persona sonría, dile que es estupenda, y si quieres hacerla enfadar, dile que es estúpida; verás como nunca falla», dijo Blay. Y añadió: «Es como una máquina de tabaco. ¿Quieres un Chester? Pues metes las monedas en la máquina, aprietas el botón y la máquina te da un Chester».5

Somos así de previsibles. Desde el espacio de libertad del presente, dejamos de ser reactivos.

LA MEDITACIÓN

La meditación, que cuenta con más de cinco mil años de antigüedad, es una herramienta para vivir desde el espacio de libertad del presente. Probablemente, la herramienta con mayúsculas. No es de extrañar que el dalái lama asegure que si se enseñara meditación en las escuelas, en una generación se habrían acabado las guerras en el mundo. Dejaríamos de ser reactivos. Seríamos libres para decidir cómo actuar ante los agravios de los que consideramos «enemigos». Unos agravios que no dejan de ser argumentos del pensamiento, los cuales damos por buenos. De hecho, en nombre de la razón se han justificado todos los grandes crímenes contra la humanidad, todas las guerras y matanzas. Todas han sido bien razonadas y argumentadas; quienes las perpetraban se identificaban por completo con sus pensamientos de rabia y de odio. Es urgente, por tanto, dejar de vivir desde el pensamiento o, como mínimo, situarlo en el lugar que le corresponde. Y la herramienta que puede favorecerlo es la meditación, o el yoga, que es meditación en movimiento, o algunas de las técnicas de autoconocimiento que se están poniendo de moda. Ojalá que cuando la moda pase, las herramientas hayan arraigado y el cambio de consciencia colectivo sea inevitable.

En cualquier caso, la meditación permite trascender los pensamientos, no controlarlos: basta con que no queramos pensar en un elefante de color rosa para que en nuestra mente aparezca un elefante de color rosa. La meditación tampoco sirve para dejar la mente en blanco. Nada ni nadie puede dejar la mente en blanco. Como mucho, podemos lograr que el espacio entre pensamientos sea cada vez mayor: intervalos de quietud.

Lisa y llanamente, lo mejor que podemos hacer con la mente es ignorarla. Dejar que vaya hablando, haciendo conjeturas, especulando, criticando, comparando, regresando al pasado. Para utilizar un símil que iré repitiendo a lo largo del libro, la mente es la superficie del mar y nosotros somos el fondo, que siempre se encuentra en quietud, aunque la superficie pueda estar removida por la tempestad. Esto no significa que el hecho de meditar comporte vivir en paz exterior todo el día, con una sonrisa de oreja a oreja. Meditar no es eso. Sin embargo, la paz interior, aprovecho la ocasión para decirlo, a mi entender es el bien más preciado.

¿Por dónde podemos empezar a meditar? Reitero lo que he escrito antes: solo puedo abordarlo desde la subjetividad, desde mi experiencia. Existen mil técnicas de meditación, y cada meditador es un mundo. La técnica más sencilla y eficaz que conozco consiste en sentarse en una silla (no es necesario sentarse en la postura del loto; lo importante es tener la espalda recta), cerrar los ojos, centrarnos en la respiración, en el aire que entra y sale, y dejar que los pensamientos vayan pasando como si fuesen nubes. Nubes o copos de nieve. Copos de nieve que van cayendo sobre una piedra caliente y se van deshaciendo. No nos recreamos en ellos. No hacemos una bola de nieve con los copos. No dejamos que a partir del pensamiento «Tengo que hacer la cena» la mente se recree en la cena, en los ingredientes, en cómo los cocinaremos. En este supuesto, es probable que en el estómago notemos la sensación de hambre. Nos fijamos en ello, en las sensaciones físicas —quizá nos duele una contractura, o quizá tenemos molestias en la espalda, o en las rodillas—, pero no hacemos conjeturas sobre los dolores o molestias. Si las hacemos, cuando nos damos cuenta de ello, volvemos a poner la atención en la respiración, en el aire entrando y saliendo.

Durante años, la respiración ha sido el eje de mi práctica, desde que mi primer maestro me enseñó meditación vipassana. Pero últimamente también utilizo un mantra, siguiendo la meditación trascendental, o la que proviene del raja yoga, que es la que practico. Recito un mantra en silencio: una palabra. El mantra se convierte en un metrónomo. La respiración se regula por sí misma. Medito dos veces al día, veinte minutos cada vez. Aunque hay días que me desespero porque me molesta alguna parte del cuerpo o porque no paro de hacer cavilaciones (una meditación superficial), la neurociencia ha demostrado que para el cerebro es igualmente eficaz. Lo importante es el hecho de ponerse a hacerlo. Los resultados se notan a medio plazo, como una lluvia fina que al final te acaba dejando empapado. En mi caso, una de las consecuencias es que en el día a día hago menos caso al locutor de radio. Lo oigo como si estuviera en casa escuchando una emisora mientras limpio u ordeno, es decir, de fondo, sin prestar demasiada atención. Por tanto, cada vez vivo más situaciones sin juzgarlas ni criticarlas. Las juzga o las critica el locutor de radio, no yo.

Y dejo que él siga con lo suyo.

Soy mucho más libre que cuando estaba sometido a su voz.

De todos modos, como aún me queda mucho camino por recorrer, en ocasiones se me disparan automatismos, y algunas situaciones me sacan de quicio. De hecho, quizá sería muy aburrido no enfadarse nunca. Sin embargo, abro un paréntesis para decir que hay maestros como Emilio Carrillo que no se enfadan nunca. «Las personas que viven mucho desde la mente se pasan la vida enfadadas —dice Emilio—. ¿Os dais cuenta de la cantidad de personas enfadadas que hay en el mundo? Se enfadan por cualquier cosa. Incluso por los resultados de un partido de fútbol. No os enfadéis nunca. No existe ningún motivo para enfadarse. Respirad, fluid con la vida, confiad en ella. Y no permitáis que el enfado del otro se os contagie.» Emilio compara a las personas que se enfadan con las que sufren un ataque cardiaco, y dice que tendríamos que hacer con ellas lo mismo que con las infartadas, es decir, ayudarlas. Dice que en una sociedad consciente, en las urgencias de los hospitales habría salas para las personas enfadadas. Personas que sufren «infartos de enojo» y que no dejan de proferir quejas, descalificaciones, insultos. «Pero lo que ellas dicen —concluye— no tiene nada que ver contigo. No te lo tomes de manera personal.»6

Esto es lo que dice y hace Emilio. Pero yo no estoy tan evolucionado como él, y a veces no puedo evitar enfadarme. En estos casos, intento ver el enfado de manera imparcial, objetiva. Me digo a mí mismo: «Noto el enfado». No me digo «Estoy enojado o enfadado», sino que «Noto el enfado». Lo ideal es decírmelo al principio. De lo contrario, el enfado va tomando fuerza: noto la opresión en el tórax, o se me acelera la respiración o el latido del corazón. Me repito que el enfado no soy yo: he aquí una verdad como un templo. Y él quiere arrastrarme hacia su miríada de pensamientos perturbadores. Son más perturbadores de lo habitual; se ha demostrado que la emoción de la ira inhibe la corteza prefrontal del cerebro. En cualquier caso, como no la alimento, no echo más leña al fuego; poco a poco se va deshaciendo. Una emoción, como mucho, dura un minuto y medio. Pero a menudo los pensamientos asociados hacen que se prolongue: nos recreamos en la emoción y la convertimos en un estado de nuestro ser que puede durar semanas, meses, años.

Muchas personas viven instaladas en estados del ser como el enfado, la apatía, el resentimiento, el rencor, el miedo, el odio… Son estados que vibran en una frecuencia muy baja. Actualmente, el término vibración se utiliza muy a la ligera, y se asocia a la cultura new age, pero conviene recordar que en el siglo pasado el psiquiatra David R. Hawkins midió científicamente la vibración de los estados asociados a las emociones a través de pruebas musculares.7 Todo vibra en este planeta, desde las piedras hasta las personas, pasando por las plantas y los animales. No emite la misma vibración una persona amable y bondadosa que una huraña y furibunda. Nosotros captamos esta vibración. Y nos sentimos atraídos por ella o nos provoca rechazo. «Lo semejante atrae a lo semejante», dice el tópico, que, una vez más, es un tópico porque es cierto. Todos nos hemos sentidos atraídos por personas de buenas a primeras; o, al contrario, todos conocemos a algunas que de entrada nos provocan rechazo. Son personas muy negativas, que viven desde la crítica sistemática, que fácilmente se ofenden o que rezuman cólera. No son personas libres porque están encerradas en la mecanicidad de la mente. Se pasan la vida dando las mismas respuestas a los mismos estímulos.

LA ATENCIÓN

La libertad del momento presente también la podemos lograr a través de la atención. De hecho, la atención puede ser una especie de interruptor que desconecte o disminuya el volumen del pensamiento, como sucede cuando nos fijamos en la respiración. También podemos prestar atención a los propios pensamientos —la ciencia lo denomina metacognición—, como hacemos durante la meditación. Todos vivimos momentos en los que nos encontramos tan inmersos en una tarea que la noción del tiempo desaparece. Quizá cuando practicamos alguno de nuestros hobbies. Nos gusta tanto lo que hacemos que no oímos al locutor de radio. Este estado, este fluir (flow), lo hizo célebre el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi. Guarda relación con la creatividad y con el talento, y es uno de los pilares de la psicología positiva. Cuando estamos inmersos en una tarea para la cual tenemos habilidades, pero que al mismo tiempo supone un reto, experimentamos un alto grado de concentración, y no solo desaparece la noción del tiempo, sino también la de agotamiento. Nos centramos en el proceso, no en el resultado.

Sin embargo, no es necesario llegar al estado de flow. Podemos poner atención plena en todas y cada una de las tareas cotidianas. Podemos observar los objetos, los colores, o escuchar los sonidos de la calle como si fueran un bien preciado. De hecho, lo son, tal y como constatamos cuando, a causa de una enfermedad o incapacidad, tenemos que recluirnos en casa. Podemos entrenar la atención como si fuera un músculo. El mindfulness ha popularizado esta práctica. Aunque contempla la meditación formal, para mí lo más valioso han sido las prácticas informales, pues me han permitido dirigir el foco de la atención durante las actividades del día a día.

Es cierto que con la meditación empiezas a vivir desde otro ángulo, con más alerta, con más claridad, con más ecuanimidad, con más concentración en todos y cada uno de los momentos; es decir, te instalas más a menudo en el presente. Sin embargo, gracias al mindfulness he reforzado esta capacidad. Porque una cosa es ser consciente de mis sensaciones corporales mientras estoy meditando sentado en el comedor de casa —las molestias y las contracturas acostumbran a ser siempre las mismas— y otra hacerlo, por ejemplo, mientras me estoy duchando. Poner atención a la temperatura del agua, al hecho de si está fría o caliente, a la presión del chorro sobre la piel, al olor del jabón, hace que viva plenamente la experiencia. Dejo de estar encerrado dentro de mi cabeza, la ducha pasa a ser lo más importante, y no lo que haré después, las actividades que tengo programadas durante el día. Siempre que el pensamiento se va hacia el futuro, regreso al presente de la ducha, a las sensaciones físicas y a la respiración. Y eso es lo que intento hacer durante bastantes momentos del día. Cuando estoy fregando los platos, barriendo, cuando voy en autobús o en metro, cuando paseo por la calle: todo es susceptible de ser vivido con atención plena. Incluso las interrupciones, los momentos de espera, las transiciones entre dos actividades, que solemos hacer con el piloto automático, más pendientes del hacer que del ser.

El mindfulness propone entrar en contacto con la experiencia del momento presente y, al mismo tiempo, observar la relación que establecemos con él: nos fijamos en las sensaciones físicas y también en los pensamientos que estamos teniendo. Si, por ejemplo, estamos en una calle llena de coches y pasa una ambulancia, no solo nos fijamos en el sonido de la sirena, en las luces intermitentes, en el colapso del tráfico que quizá está provocando, sino que también tomamos conciencia de nuestros pensamientos. Es posible que empecemos a hacer elucubraciones como estas: «Debe de haber ocurrido un accidente, quizá haya heridos, espero que la ambulancia llegue a tiempo…». Dejamos que estos pensamientos pasen como si fueran nubes. El locutor de radio lo complicará todo y hará asociaciones de ideas —criticará el estado del tráfico en la ciudad, o la mala gestión del ayuntamiento de turno—, pero nosotros dejaremos de prestar atención al locutor.

Desde mi experiencia, ignorar sistemáticamente al locutor —o, por decirlo de manera más liviana, oírlo como quien oye llover—, lo debilita. En mi caso, su voz se ha hecho tan frágil como la de según qué locutores reales, de emisoras de radio que ya no escucho. No solo somos lo que comemos, también somos lo que pensamos, y por la atmósfera circulan pensamientos tóxicos de políticos y de medios de comunicación que no cesan de irradiar negatividad. Los evito al máximo. Sé que lo ideal no sería evitarlos, sino aprovecharlos para cultivar la compasión. Sé que lo ideal sería decirme a mí mismo que provienen de personas que están sufriendo, como si fueran animales heridos. O como si hubieran sufrido «infartos de enfado», como diría Emilio Carrillo. Soy consciente de ello, pero de momento procuro cuidar lo que entra por mis oídos. A menudo, hago ayunos de noticias.

Me queda mucho trabajo por hacer, son muchas mis limitaciones. A veces, tengo claro cómo debería haber actuado cuando la situación ya ha pasado, cuando la analizo de manera retrospectiva (gracias a la mente racional, todo hay que decirlo). Igual que cuando publico un nuevo libro y los periodistas me entrevistan: siempre se me ocurre la respuesta ideal cuando la entrevista ya ha terminado. A veces me encuentro en la curiosa situación de estar criticando —mentalmente— a una persona con la que estoy hablando porque hace demasiados juicios. O sea, que la estoy juzgando yo por el hecho de que ella hace juicios. Es de risa. Una oportunidad para reírme de mí mismo.

De todos modos, creo que cada vez hay en mí más aceptación del presente. Cada vez dejo más que las cosas sean lo que son, con independencia de las fantasías de mi locutor de radio: de lo que debería ser, de lo que sería correcto o deseable. Dejo atrás las expectativas y digo sí al momento presente, como si yo hubiera escogido vivirlo tal como se está desarrollando. Esto no significa resignación, no quiere decir tirar la toalla: desde la aceptación del instante presente, si es necesario, actúo para transformar una situación que quizá es injusta. Esta aceptación proviene de una parte de mí mucho más profunda y auténtica que la parte del pensamiento. Y la libertad que me da es extraordinaria.