A veces es muy útil que el antólogo aproveche la selección de la obra de un poeta famoso para iluminar los aspectos más desconocidos de su mundo literario, las voces y los matices que suelen quedar en segunda o tercera línea cuando se hace el retrato del autor. Es una buena forma de enriquecer la sabiduría de lo ya conocido y de iluminar la multiplicidad de caracteres, de rincones e incluso de personajes que cada autor, como cada lector, lleva dentro de sí mismo. Confieso que no he querido asumir esta perspectiva a la hora de seleccionar algunos poemas de Antonio Machado porque considero que su vida y su obra han configurado una imagen compartida, pública, autorizada por nuestra educación sentimental. Antonio Machado es lo más parecido a un poeta cívico que puede encontrarse en la literatura española, de ahí que en esta antología se recojan los poemas más conocidos de su obra, los que hemos aprendido de memoria en el colegio, escuchado en la voz de nuestros cantautores y citado en nuestra conversación o en nuestras intervenciones públicas.
Aunque el poeta huyese de un biografismo anecdótico, la poesía de Machado da cuenta de su vida y de su historia por propia decisión. Como él se rio de los que se empeñaban en separar la experiencia humana de Dante, su personalidad histórica, de los versos del poeta florentino, nosotros tenemos permiso machadiano para no tomarnos en serio a los que quieren separar los versos de don Antonio, los poemas memorables que escribió, de su bastón, su sombrero y sus pasos por la vida. Antonio Machado quiso dar cuenta de sus intuiciones, buscó una voz humana personal, y el camino cordial de su introspección acabó representando lo más vivo de la sociedad y la tradición españolas, su moral progresista en el último tercio del siglo XIX y en el primero del siglo XX.
El poeta de su primer libro, Soledades (1903), corregido y aumentado después con el título de Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), escribe acerca de un patio, una tarde clara y los frutos de un limonero sumergidos en el agua de una fuente para recordar con serenidad la inocencia inevitablemente perdida. El libro no se puede separar del Antonio Machado que viaja a Sevilla, cerca ya de la madurez, y visita el palacio de las Dueñas, donde había nacido el 26 de julio de 1875. No duda en elegir los elementos y las galerías interiores de su poética simbolista entre los propios recuerdos infantiles:
Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena,
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en las macetas.
Que tú me viste hundir mis manos puras,
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan…
Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
casi de primavera.
Cuando publique su famoso “Retrato”, en 1908, en el periódico El Liberal, y nos hable de sus gotas de sangre jacobina y de su deseo moral de entender la vida como un diálogo con la propia conciencia, estará reconociendo al niño que con 8 años se trasladó a Madrid y se educó por tradición familiar en la Institución Libre de Enseñanza, bajo el magisterio de Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío. Y cuando declare con orgullo que el poeta acude a su trabajo y paga con su dinero el pan que lo alimenta, no sólo tomará distancia ante la algarabía bohemia y el esteticismo hueco, sino que también recordará al hombre que, después de acabar el bachillerato a los 25 años, ha conseguido por fin una plaza de profesor en el Instituto de Soria, de la que había tomado posesión en mayo en 1907, a los 32.
La aparición de su segundo libro Campos de Castilla (1912), transforma en verso las ideas regeneracionistas que lo acercan, al mismo tiempo, a la voz política y a la necesidad de conocer las tierras y el folklore de España. El poeta que describe los campos nacionales con un verso duro “Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus arrapos desprecia cuanto ignora”, es el mismo profesor que escribe en El porvenir castellano el artículo “Sobre pedagogía” (1913):
Mientras no se descienda a estudiar al hombre de campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos de la vida española. De los elementos que nos empujan —no dirigen porque no pueden dirigir lo inconsciente—, que nos mueven o nos arrastran a un porvenir catastrófico, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia o por decirlo más claramente, los caciques y los curas.
La conciencia crítica es parte fundamental de su poética. Pero en el libro está presente también el ser humano que se identifica con el paisaje de Soria, porque allí ha recibido por fin la visita del amor verdadero, una muchacha de 15 años, llamada Leonor, con la que se casa en julio en 1909. Más importante incluso que la tierra donde se nace a la vida es la tierra donde se nace al amor, y por eso aprende a describir los paisajes de Soria como quien habla del propio corazón, la intimidad que los lleva dentro. Pero esto no encierra al mundo en el interior del poeta, sino que provoca una dialéctica de apertura a la realidad. La capacidad descriptiva se carga así de sentido en un proceso que va apoderándose del mundo exterior:
Es la tierra de Soria, árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada,
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.
Pero el poeta acaba llevándose esos campos dentro del corazón cuando la desgracia cae sobre su vida: Leonor enferma y muere de tuberculosis, y él pide un cambio de destino a Baeza, en Andalucía, en donde vive entre 1912 y 1919. Allí seguirá creciendo el libro Campos de Castilla, igual que los álamos, las encinas y los olivos, con poemas en los que conviven los pasajes evocados de la felicidad perdida y las nuevas realidades andaluzas por las que pasea como un meditador solitario. En Soria mientras esperaba el restablecimiento de Leonor, se había atrevido a escribir un poema a las hojas verdes que brotaban de un olmo seco. Ya en Baeza, sometido por los abismos trágicos de la vida y la muerte, acentúa sus meditaciones filosóficas, necesita más que nunca vivirse por dentro, pero no olvida su diálogo permanente con la realidad:
Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro del gay-saber,
aprendiz del ruiseñor)
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego.
Invierno. Cerca del fuego.
La dureza de algunas alusiones no debe entenderse sólo como una toma de postura particular sobre los lugares en donde le toca vivir, sino como una consecuencia de su espíritu crítico ante un país de “charanga y pandereta”, que se hunde en la propia agonía de sus crisis, sin atreverse a apostar por una vida nueva. Esa crítica permanente en sus meditaciones rurales surge también ahora en su propia tierra, como distancia consciente de una fe que inmoviliza y hace imposible la búsqueda de nuevas formas de vida:
¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores,
al Jesús de mi agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar!
Al afirmar que no es su cantar, no dice que ese cantar haya dejado de ir con él. Es el cantar de la “tierra mía” y de la “fe de mis mayores”. O sea que se trata más bien de un acto de conciencia, de voluntaria responsabilidad, el no querer y no poder, que lo distancia de la exaltación de la agonía, a favor de una vida nueva que debe caminar, obrar, conseguir lo que parece imposible. La toma de postura de Machado tiene especial importancia cuando se produce en el cantar del pueblo, en el folclor, porque cada vez está más convencido de que los sentimientos individuales pertenecen a la historia y son inseparables de una sabiduría colectiva. Su tercer libro Nuevas canciones (1924), aparecido cuando trabajaba como profesor en el Instituto de Segovia a donde llega en 1919, presta especial atención al cancionero tradicional. Es emocionante que el poeta que indaga en el folclor y en la lírica popular recuerde a su padre Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, investigador de los Cantes flamencos. Más viejo ya que su padre, el poeta lo recuerda trabajando en su despacho del Palacio de las Dueñas en un soneto conmovedor:
Esta luz de Sevilla… Es el palacio
donde nací con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho. —La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio—.
Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
La anécdota de hablar solo y de cantar, además del recuerdo infantil de una escena cotidiana, se carga de significado cuando nos acordamos del poema “Retrato”: “[…] quien habla solo espera hablar a Dios un día”, y cuando pensamos en la significación del cantar colectivo, la sabiduría social hecha sentimiento cordial en el individuo, cada vez más decisiva en la poética de Machado. Llegará a afirmar que al escribir poesía hace autofolklore. Muchas de las reflexiones que protagonizan sus heterónimos Abel Martín y Juan de Mairena, que toman cuerpo en De un cancionero apócrifo, incorporado en la edición de Poesías completas (1928), defienden la palabra temporal y los universales del sentimiento, distanciándose de una poesía joven que había apostado por la metáfora conceptual y por una depuración racionalista de las identidades, procedimiento estético aprendido de Juan Ramón Jiménez. No se sintió cómodo Machado con la exaltación gongorina, el barroco y la defensa de la metáfora capitaneada por los jóvenes de la Generación del 27.
Junto a los consejos, coplas y sonetos que mantienen la inercia de la canción y que se prestan a las meditaciones intelectuales, De un cancionero apócrifo recoge también los poemas a Guiomar:
en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
Aunque se trató de un amor sin fortuna, porque Pilar de Valderrama era casada y muy conservadora, las relaciones secretas de la pareja se hicieron casi cotidianas cuando Machado se trasladó a Madrid en 1931 para dar clases en el Instituto Calderón de la Barca, uno de los nuevos que puso en pie el gobierno de la República. El poeta que había firmado en 1926 el manifiesto de la Alianza Republicana y que había presidido en Segovia la proclamación de la Segunda República, se identificó con su moral política y se mantuvo leal a sus principios cuando en 1936 los militares golpistas provocaron la Guerra Civil.
Invitado por el gobierno a abandonar Madrid en noviembre de 1936 porque la ciudad sufría una situación bélica muy difícil, viaja con parte de su familia a Valencia y se instala en una casa a las afueras de Rocafort. Allí vivirá hasta que, siguiendo la suerte de la República, debe trasladarse a Barcelona y luego salir de España en enero de 1939. Durante los años del conflicto escribe emotivos poemas de guerra, y denuncia, por ejemplo, el crimen sufrido por García Lorca; retrata la muerte de un niño herido o evoca la tradición renacentista de la espada y la pluma cuando homenajea a Líster, jefe de los ejércitos del Ebro: “Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría”. En el “Retrato” de Campos de Castilla había confesado que, fiel a la experiencia humana, le gustaría dejar sus versos clásicos o románticos como deja el capitán su espada: “famosa por la mano viril que la blandiera / no por el docto oficio del forjador preciada”. Las urgencias descarnadas le hacen ahora dar otra vuelta de tuerca. Hubiese deseado ser útil no sólo como poeta cívico que acude a su trabajo, sino como un capitán capaz de defender a su país con las armas en la mano. Una sensación muy parecida tuvo Rafael Alberti que, en medio de la guerra y ante las sucesivas derrotas del ejército popular, pidió balas en vez de palabras. Juan de Mairena había escrito que tomar partido suponía una responsabilidad moral inevitable, que obligaba en ocasiones a caminar por un sendero de renuncias íntimas.
Antonio Machado murió el 22 de febrero de 1939, en una habitación del hotel Bougnol-Quintana de Colliure. Su hermano José encontró en el bolsillo de su gabán un último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Los días aún pacíficos del Mediterráneo francés le habían recordado su infancia y la luz de Sevilla.
En efecto, la historia cívica de Antonio Machado, que representó los valores de la tradición progresista española en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, hizo posible que se convirtiera en un poeta nacional. Valgan como ejemplo, entre las muchas evocaciones posibles, estas palabras del escritor granadino Francisco Ayala, que había salido de España por la misma frontera y casi al mismo tiempo que el poeta. Pertenecen a un artículo publicado en su exilio argentino con el título “Antonio Machado: el poeta y la patria” (1944), en el que identificaba ya los destinos del escritor y de la sociedad española:
No sé; pero al repasar con ocasión de las primeras ediciones póstumas la obra de Antonio Machado y recordar también el paso de la vida del poeta, no he podido sustraerme a la impresión de que su figura alta, pensativa y derrotada representa, vista ahora a la luz de su muerte, toda la nobleza y todo el dolor de su patria.
Además de la importante significación humana de Machado, conviene destacar también la singularidad fructífera de su aventura poética. Bajo su aparente sencillez, el poeta asumió una de las indignaciones más personales en el panorama lírico del siglo XX. Educado estéticamente bajo la rebeldía juvenil del modernismo, pronto sintió la necesidad de apostar por sus territorios menos formalistas, acercándose a una lírica de estirpe simbolista. Él mismo lo confiesa así en el prólogo de sus Páginas escogidas (1917) a propósito de Soledades:
Por aquellos años Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas profanas, el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero yo pretendí —y reparar en que no me jacto de éxito, sino de propósitos— seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada del contacto del mundo.
Algunos escritores, reinventan su propia estética al recordarla, pero este no es el caso de Machado. Si volvemos a leer sus dos ediciones de Soledades puede comprobarse su afán por evitar el parnasianismo y los versos más retóricos de la forja modernista. Prefiere la estirpe simbolista de Bécquer y Verlaine, el deseo de expresar los estados más profundos del alma a través de símbolos que conviertan la realidad en una alegoría íntima. La tarde, la fuente, la lluvia, sugieren en los poemas de Antonio Machado “una honda palpitación del espíritu”, a través de imágenes más alusivas que elocuentes:
Cantaban los niños
canciones ingenuas,
de un algo que pasa
y nunca llega:
la historia confusa
y clara la pena.
Pero ya en las Soledades empieza el poeta a inquietarse por los peligros del subjetivismo, del verso ensimismado, hasta el punto de formular a la noche, como ámbito lírico extremo, una pregunta cargada de sentido:
Dime, si sabes, vieja amada, dime,
si son mías las lágrimas que vierto.
La poesía subjetiva tiende a expresar una intimidad esencial, pura, que se define por oposición a la realidad y la historia. Machado se atreve a poner en duda esa estirpe simbolista y sugiere que tal vez no seamos dueños absolutos de nuestras propias lágrimas. Lo que se entiende por verdad esencial puede ser una interiorización de la experiencia histórica. Desde ahí procura buscar lo que hay en sí mismo de diálogo inevitable con los otros. Por eso matiza en su prólogo de 1917 a Soledades:
Y aún pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes, que puede también, mirando hacia adentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento.
Antonio Machado intenta huir del ensimismamiento, pero sin traicionar su propia individualidad. La tradición simbolista, aunque tendamos a olvidarlo, respetaba sobre todo los ecos, las sugerencias, el halo de la depuración. Por eso debe tomarse como todo un programa de ruptura estética el ejercicio de pararse a distinguir las voces y los ecos:
Desdeño la romanza de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos
y escucho solamente, entre las voces, una.
Distanciarse de los tenores huecos era fácil en 1908. Más difícil iba a resultar alejarse de los poetas demasiado llenos de sí mismos. Había muchas direcciones planteadas en los procesos de divinización del yo. Frente a los que apuestan por una poética deshumanizada, conceptual, en busca de una identidad que se borra en las manos de los valores universales de la razón, Machado habla del sentimiento como un lugar histórico que posibilita el encuentro. Pretende huir de la sacralización del poeta, de las novedades pasajeras, del subjetivismo. Su camino atiende a razones éticas y estéticas. El lirismo simbolista le parece un horizonte cultural propio de una economía social egoísta, y llega a afirmar que los poetas exhiben las grandezas de su corazón con la misma soberbia que gasta el burgués enriquecido a la hora de enseñar sus palacios y sus queridas. Antonio Machado intenta abrirse entonces a una poesía realista, en la que no sólo sea posible la crítica social aconsejada por el regeneracionismo, sino la búsqueda dialéctica de unas intuiciones y unos sentimientos personales en constante diálogo con los otros. El poder descriptivo de alguno de los mejores poemas de Campos de Castilla consigue al mismo tiempo nombrar de modo literal la realidad y exponer pudorosamente a la intimidad del poeta, la relación del hombre con su tiempo, a través de un lenguaje comedido, unas cuantas palabras verdaderas.
Los caminos que sigue Machado, con mayor o menor fortuna, procuran sostener esa apuesta. Aunque los tiempos invitaban a la metáfora gongorina, el conceptualismo o la irracionalidad vanguardista, supo mantener su postura con una lucidez teórica poco común en nuestra poesía. Puso los dedos en las llagas decisivas y sugirió que las nuevas voces líricas necesitaban descubrir una nueva sentimentalidad, unos nuevos valores:
Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico muy difícil de observar y que, tal vez, no sea apreciable mediante la vida de una especie zoológica. Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian a través de la historia y aún durante la vida de un individuo. En cuanto resonancias cordiales de los valores en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son sustituidos por otros.
Son palabras escritas en 1932, para el “Proyecto de un Discurso de ingreso de la Academia Española”.
En los debates teóricos sobre la poesía supo abrir una nueva perspectiva fundamental para la evolución posterior de la lírica española. Los poetas que quisieron huir del conceptualismo, ya fuese por voluntad social o por una necesidad ética de conocimiento personal, encontraron los caminos abiertos por Machado y por sus heterónimos. Los tonos coloquiales, la música del pensamiento, la aproximación de la poesía a la vida cotidiana, la exigencia moral, habían aparecido con raíz honda en el camino. El poeta no se conformó con el utilitarismo, que tantas veces nos obliga a comulgar con ruedas de molino, ni con la sacralización del subjetivismo. Quiso soñar con los ojos abiertos, unir el sentimiento y la lucidez:
Tras el vivir y el soñar
está lo que más importa:
despertar.
LUIS GARCÍA MONTERO