INTRODUCCIÓN
Durante cuatro siglos, un velo de oscuridad y misterio cubrió el destino final de uno de los escritores más grandes que ha dado la literatura universal, Miguel de Cervantes Saavedra. Tras su muerte en abril de 1616, el rastro de su tumba se perdió casi por completo. Desde entonces no hubo certeza absoluta sobre el lugar en el que reposaban sus restos. No es en absoluto un caso único, ya que ese ha sido también el destino de otros grandes autores contemporáneos suyos.
Lope de Vega, al que el propio Cervantes bautizó como el “Fénix de los Ingenios”, tras fallecer en 1635, fue enterrado en la iglesia madrileña de San Sebastián de Atocha. Allí siguen tanto la tumba original donde fue inhumado como su lápida funeraria. Sin embargo, no se han conservado sus huesos, ya que se perdieron a causa de diferentes avatares históricos —entre otros el bombardeo de ese templo durante la Guerra Civil—, y se supone que acabaron inhumados en una fosa común que nunca ha sido localizada.

Retrato de Lope de Vega atribuido a Eugenio Caxés o escuela, 1630. (Wikimedia Commons)
Otro asunto diferente y no menos misterioso fue el de Francisco de Quevedo, cuyos restos también desaparecieron en extrañas circunstancias a principios del siglo XX, aunque fueron recuperados en parte tras la investigación de un equipo científico de la Universidad Complutense de Madrid, y depositados en 2007 en la cripta de la iglesia de San Andrés Apóstol de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real).
El caso de William Shakespeare, otro genio coetáneo de Cervantes, acumula tantos enigmas como el de este último. Fallecido también en ese mismo año de 1616, pocos días después de que lo hiciera el novelista español, fue sepultado bajo una losa con su nombre en la iglesia de Holy Trinity de su localidad natal en Stratford-upon-Avon, Inglaterra.

Retrato Chandos de William Shakespeare. (Wikimedia Commons)
Sin embargo, su tumba nunca ha sido abierta por respeto a la inscripción que allí figura:
Good friend for Jesus sake forbeare,
To dig the dust enclosed here.
Blessed be the man that spares these stones,
And cursed be he that moves my bones.
[Buen amigo, por Jesús, abstente
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos].

Imagen de la tumba de Shakespeare.
(Foto Wikimedia Commons)
Ningún equipo de investigación ha osado profanar el sepulcro, así que, hasta la fecha, no hay ninguna constancia de que los huesos del creador de Hamlet se hallen depositados en ese lugar.
Pues bien, a diferencia de todos estos escritores, de Cervantes no se ha conservado ni una lápida, ni una inscripción y menos aún un sepulcro. Es cierto que siempre ha existido constancia de su inhumación en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, pero al no haber sobrevivido ningún indicador que señale el lugar concreto de su enterramiento, durante siglos se especuló incluso sobre la posibilidad de que sus restos, en vez de permanecer en el monasterio de la capital, hubieran sido trasladados a otro sitio, desapareciendo para siempre.
Lo cierto es que los biógrafos de Cervantes nunca fueron capaces de responder a esa pregunta de forma contundente. Algunos de ellos se aventuraron en diferentes investigaciones para localizar el sitio en el que podría yacer el personaje más importante de las letras españolas. Iniciativas que por desgracia no obtuvieron sino escasos e imprecisos resultados, fracasando siempre a la hora de despejar el gran interrogante: ¿dónde reposan los restos del creador del Quijote?
Con toda lógica podríamos preguntarnos cómo es posible que se perdiera totalmente la pista del emplazamiento de la tumba en la que fue enterrada una personalidad literaria de semejante talla. Lo cierto es que, por asombroso que nos pueda parecer hoy en día, Cervantes no era una celebridad a principios del siglo XVII. A pesar del gran éxito que cosechó el relato de los avatares del Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho (fue una novela superventas con varias ediciones no solo en España, sino también en Francia, Italia, Alemania, Flandes e Inglaterra), su autor nunca alcanzó la fama ni la riqueza de otros escritores de su época, como el ya citado Lope de Vega.
Miguel de Cervantes fue un hombre discreto que vivió sin lujos. Tal es así, que los magros recursos de que disponía no le alcanzaron ni para pagarse una tumba y tuvo que recurrir a la caridad de una orden religiosa, la Tercera Franciscana, para que le proporcionara una humilde sepultura y un sencillo funeral. Nada de mausoleos o panteones, ni tampoco de los honores o del boato que un hombre de su prestigio hubiera merecido.
Una vez muerto, su nombre cayó prácticamente en el olvido y tuvo que pasar casi un siglo y medio para que se volviera a hablar de él y de su obra. A lo largo del siglo XVIII, primero en Inglaterra y luego en el resto de Europa, se reavivó el interés por su vida y sus libros, y fue entonces cuando le llegó la gloria que nunca pudo alcanzar en vida. A partir de ese momento, decenas de eruditos se afanaron en estudiar su legado literario y trataron de reconstruir su biografía a partir de referencias y escritos que supuestamente daban fe de sus peripecias vitales. Aunque actualmente se sabe mucho más de Cervantes que hace 300 años gracias a la ardua labor de muchos investigadores, los documentos recuperados durante la exploración sistemática de archivos públicos y privados solo han podido esclarecer parcialmente sus andanzas, arrojando luz únicamente sobre determinados pasajes de su vida y dejando en el aire numerosas incógnitas que aún permanecen sin resolver.

Fachada principal del convento de las Trinitarias Descalzas en Madrid. (Foto Sociedad de Ciencias Aranzadi)
Nacido en Alcalá de Henares en 1547, poco se conoce sobre la infancia del escritor. Hay intervalos de su etapa adulta prácticamente opacos, como el que va desde su encarcelamiento en Sevilla hasta su traslado a Valladolid, poco antes de publicar la primera parte del Quijote. Más aún, ignoramos casi todos los motivos que le impulsaron a tomar decisiones cruciales de su vida, como el viaje a Italia a los 22 años o su alistamiento en la armada que combatió en Lepanto. Carácter no debió de faltarle porque es sabido que tuvo constantes enfrentamientos con las autoridades seculares y religiosas. Inclusive, fue encarcelado en dos ocasiones, la primera por una supuesta venta ilegal de trigo y la segunda tras haber sido acusado de apropiarse indebidamente de una suma de dinero cuando ejercía como recaudador de impuestos.
Cualquiera que revise las idas y venidas del gran escritor tanto por España como por el extranjero descubre además que su existencia estuvo plagada de episodios tan pintorescos como los que tienen lugar en sus novelas o en los enredos de sus obras teatrales. Es más, cuando los biógrafos del escritor se han visto obligados a recurrir a sus obras para tratar de dilucidar algunas de las peripecias que se le atribuyen, a menudo han acabado en un terreno pantanoso donde es casi imposible distinguir entre realidad y ficción, entre hechos probados y fantasías. Está demostrado, eso sí, que sirvió como soldado en el ejército de Felipe II y que fue funcionario del reino como comisario real de abastos en Sevilla.

Efigie de Cervantes en el convento de las Trinitarias. (Foto Sociedad de Ciencias Aranzadi)
Sin embargo, muchas otras dudas no están resueltas. ¿Era Miguel de Cervantes el duelista, del mismo nombre y apellido, que fue condenado a diez años de destierro y al que amputaron el brazo derecho tras un duelo en 1569? ¿Fue realmente un espía al servicio del rey Felipe II? ¿Tuvo realmente una hija secreta a la que nunca reconoció como tal?

Cervantes escribiendo el Quijote en una celda, anónimo. (Biblioteca Nacional de España).
Estos son tan solo algunos de los muchos misterios que rodean la figura de un hombre que sigue sin tener un rostro definido, ya que incluso desconocemos cuál era su verdadera apariencia física. Mientras que se conservan retratos originales de todos los grandes autores del Siglo de Oro, no existe ni uno solo del creador del Licenciado Vidriera que sea considerado como una representación fidedigna suya. Es cierto que diferentes pintores nos han dejado imágenes de Cervantes pero, en opinión del ya fallecido profesor de Pintura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, Ángel Rojas Martínez, “en conjunto son cuadros que dan una idea de tipo, es decir, ofrecen una visión bastante unitaria que podría pertenecer a la típica representación de hombre de letras de la época, o al de caballero español al uso que nos muestran pintores como El Greco, Sánchez Coello o Pantoja de la Cruz”.
Uno de los retratos más utilizado en su tiempo fue el dibujado por William Kent y grabado por Vertue en 1738 para una monumental edición del Quijote, y que se usó en posteriores impresiones del libro. También apareció otra pintura del escritor atribuida a Francisco Pacheco, maestro de Velázquez, aunque pronto quedó en entredicho su autenticidad. En definitiva, estas y otras obras menos conocidas son consideradas falsas por los expertos.

Retrato de Cervantes por Kent.
(Biblioteca Nacional)
El único pintor al que el propio Cervantes se refiere en el prólogo de las Novelas ejemplares como autor de un retrato suyo fue Juan de Jáuregui: “Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con este. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato” [sic].

Retrato de Cervantes por Juan de Jáuregui.
(Wikimedia Commons)
Esta pintura, un óleo sobre tabla, fue donada a la Real Academia Española en 1911 y es, sin duda, la más famosa del escritor. La obra incluye una inscripción en su parte superior que reza “Don Miguel de Cervantes Saavedra”, así como otra en la zona inferior donde figura el nombre del autor y el año “Juan de Jáuregui pinxit, año 1600”. Sin embargo, hay muchos detalles pictóricos y de estilo que no concuerdan. Por ello, desde entonces muchos expertos han puesto en duda su autenticidad.
Más allá de intentar averiguar cómo era el semblante de Cervantes, muchas de las pistas seguidas a lo largo de los siglos para dilucidar su recorrido vital se han demostrado falsas y a menudo han conducido a callejones sin salida, de manera que en la actualidad se sigue sabiendo relativamente poco del personaje. Solo contamos con las referencias de sus contemporáneos y con los documentos ya conocidos o los que van saliendo a la luz con cuentagotas, además de con la escasa información que él nos ofreció de sí mismo en algunos prólogos y dedicatorias de sus obras. Para complicar más las cosas, nada se ha conservado de sus pertenencias. Ya hubiera sido casi milagroso que hubiese sobrevivido la pluma con la que escribía o algún otro de sus objetos personales. Pero el problema es que tampoco ha llegado hasta nosotros ninguno de sus manuscritos originales, ni siquiera un ejemplar de la primera edición del Quijote. Y nunca se ha encontrado su testamento, que en el siglo XVII era un documento obligatorio para todo buen cristiano que quisiera dejar sus asuntos terrenales en orden y ansiara alcanzar la eternidad celestial.
Hallar alguno de estos objetos se convertiría sin duda en un suceso de gran relevancia para los cervantinistas pero, más importante aún hubiera sido descubrir la propia tumba del autor. No obstante, todos los intentos realizados desde su muerte para averiguar dónde yacían sus restos se han topado con mayores dificultades que las que encontramos para tratar de reconstruir su vida. Y eso que desde hace más de 200 años diferentes investigadores han tratado de resolver el intrincado laberinto que ha supuesto la localización de sus huesos. Esa prolongada búsqueda entre antiguos legajos y archivos polvorientos no fue, sin embargo, baldía; dio algunos resultados importantes, como la consecución de pruebas suficientes para establecer sin ningún género de dudas que el escritor fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas.
Pero a pesar de los repetidos esfuerzos por hallar su sepulcro, en el antiguo monasterio enclavado en el centro histórico de Madrid, este nunca fue encontrado. Las monjas siempre aseguraron que la fosa del escritor estaba allí y existían asimismo evidencias documentales que así lo atestiguaban. Pero lo cierto es que todos los que buscaron a Cervantes erraron su camino, frustrados porque cada vez que descubrían una prometedora huella que podía conducir al descubrimiento de la tumba, esta demostraba ser un mero espejismo. ¿Se averiguaría algún día dónde descansaba eternamente el gran genio de las letras españolas?
Así estaban las cosas hasta que en 2011 se llevó a cabo una nueva iniciativa para conocer de una vez por todas su lugar exacto de enterramiento y, con suerte, llegar a identificar los restos que allí se pudieran encontrar. La idea había surgido meses atrás cuando Luis Avial, experto en georradar, comentó al historiador y escritor Fernando de Prado la sugerencia que le había hecho hacía poco el periodista del diario El País, Rafael Fraguas: “Luis, Cervantes está enterrado en una manzana de la calle de las Huertas, pero el lugar exacto se desconoce. ¿Por qué no localizas sus restos?”. La propuesta prendió de inmediato la mecha de la curiosidad y De Prado y Avial se pusieron de acuerdo en intentar aclarar ese misterio: saber dónde yacía Cervantes, rescatar lo que quedara del escritor y darle digna sepultura en un mausoleo a la altura de su grandeza, que además se convertiría a partir de ese momento en un lugar de homenaje a su figura y a su obra. Eran conscientes de que, si lograban su objetivo, sería el suceso de mayor repercusión en la efeméride que se avecinaba: la celebración del 400 aniversario de la muerte del escritor en 2016. Aunque había quien opinaba que esa misión no tenía sentido y que era mejor dejar los huesos del escritor en paz, allá donde estuvieran, escritor y georradarista se empeñaron precisamente en lo contrario. De hecho, no tardaron en recibir el aval de la Real Academia de la Lengua Española para poner en marcha su incipiente empresa.
Para empezar, Fernando de Prado se dirigió a la Dirección General de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid con el objetivo de solicitar autorización para desarrollar una primera fase del denominado “Proyecto Cervantes”, que consistiría en el empleo de dos tecnologías como el georradar y la fotografía infrarroja para localizar la tumba del genio de las letras en el convento de las Trinitarias, un vetusto recinto de 3.000 metros cuadrados situado entre las calles de Huertas y Lope de Vega, en pleno corazón de la capital. En marzo de 2012 se recibió respuesta a esa petición, instando a los interesados a presentar una serie de documentos para continuar con la tramitación del expediente. Paralelamente a este proceso administrativo, Fernando de Prado llevó a cabo una investigación histórica sobre la fundación y evolución del convento de las Trinitarias, y las circunstancias de la muerte y enterramiento de Cervantes en ese lugar para determinar la posible ubicación de su sepulcro. Mientras tanto, ya en enero de 2014 se hizo entrega de los informes requeridos por la administración y finalmente el 5 de marzo de ese mismo año fue concedida la autorización por parte de Patrimonio para llevar a cabo la primera etapa de la intervención, que se realizó en el mes de abril.
Con la finalidad de continuar adelante con una segunda fase en la que se ejecutaría una intervención arqueológica, De Prado y Avial pensaron en la necesidad de encontrar a una persona capaz de dirigir el proyecto y dotarlo de solvencia científica. Luis Avial había participado en diversos trabajos arqueológicos y en la exhumación de fosas de la Guerra Civil junto a Francisco Etxeberria, profesor de la Universidad del País Vasco, doctor en medicina forense, antropólogo y entonces presidente de la prestigiosa Sociedad de Ciencias Aranzadi, ubicada en San Sebastián, a la cual también pertenecía el georradarista. Por tanto, es lógico que la primera persona con la que contactaran fuera el forense guipuzcoano, experto conocido por haber participado con éxito en varios casos con gran eco social y mediático como especialista en medicina forense, y dedicado especialmente al ámbito de la identificación humana en el ámbito nacional e internacional.
Francisco Etxeberria se mostró absolutamente interesado en la posibilidad de desarrollar una operación de búsqueda de los restos de Cervantes y de inmediato comenzó a reunir un equipo multidisciplinar conformado por cuarenta profesionales pertenecientes a diecisiete instituciones españolas e integrado por reputados especialistas en diferentes y muy variadas disciplinas, desde la medicina forense a la genética, pasando por el estudio de momias o de tejidos. Ante la gran oportunidad que se les presentaba para desentrañar uno de los secretos mejor guardados de la historia de la literatura universal, prácticamente la totalidad de los expertos requeridos contestó afirmativamente. Al frente de este personal científico se puso el propio Francisco Etxeberria, que también recabó la colaboración de Almudena García-Rubio, arqueóloga y doctora en antropología física, para dirigir la intervención. Asimismo, otras personas y empresas se fueron sumando al equipo, como fotógrafos, profesionales audiovisuales, historiadores y técnicos de escaneado en 3D.
Además del papel principal que la Sociedad de Ciencias Aranzadi de San Sebastián desempeñó como ejecutora del proyecto, también se sumaron al mismo varios organismos públicos como el Área de Gobierno de las Artes, Deportes y Turismo del Ayuntamiento de Madrid (con una mención especial a su responsable, Pedro Corral, uno de los impulsores de la iniciativa), el Arzobispado de Madrid, la Dirección General de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid, así como otras instituciones. Y por supuesto, se contó con el permiso de la propia congregación del convento de las Madres Trinitarias Descalzas. De hecho, el grupo de especialistas contó en todo momento con la colaboración de las religiosas, y muy especialmente de tres de sus hermanas: la madre superiora sor Amada, junto a sor María y sor Edita, todas ellas implicadas activamente en la fase del proyecto que supuso la intervención arqueológica en el convento.
Así fue como, en 2014, arrancó la primera fase del “Proyecto Cervantes”, que consistió en una prospección con georradar en el propio convento, cuya finalidad era detectar los sepulcros que pudieran existir en el lugar. A continuación, ya a principios de 2015, el grupo de especialistas dirigidos por Francisco Etxeberria y Almudena García-Rubio se puso manos a la obra y trabajó a contrarreloj durante cinco semanas en una excavación arqueológica cuyo propósito era despejar de una vez por todas el gran enigma que rodeaba el destino final de uno de los más grandes escritores de la historia.
La empresa reunía todos los ingredientes de una buena novela cervantina: el protagonista era un personaje de renombre universal que había desaparecido sin dejar rastro; el reparto estaba formado por un grupo de expertos que contaban con los métodos e instrumentos científicos más sofisticados; y el escenario se situaba en un lugar lleno de misterio, el monasterio de clausura del siglo XVII de las Trinitarias Descalzas. Lo cierto es que las largas jornadas de excavaciones y análisis, que se desarrollaron desde el 24 de enero hasta el 28 de febrero de 2015 en el recinto religioso, culminaron en uno de los más interesantes episodios arqueológicos de este siglo, pleno de enormes sorpresas y descubrimientos mayúsculos. El relato que sigue a continuación es la crónica de esa aventura.