CHAU, PIQUITO
Me da vergüenza contarlo, algunos se van a reír y van a decir que soy raro. No importa, no tengo que disimularlo: me gusta ir a la Biblioteca de mi barrio. Más que me gusta, ¡me encanta! Y no voy de vez en cuando sino todas las semanas, por lo menos dos días. El edificio es enorme, con pasillos anchos y escaleras largas. Hay un montón de libros, y puedo elegir los que quiera y leerlos en silencio, sin escuchar los gritos del insoportable de mi hermanito, que llora por cualquier pavada. En casa miro la tele y juego con la compu o el celu, pero como la Biblioteca no hay.
Resulta que una tarde, después del cole, sentado en mi lugar de siempre vi que sobre la mesa de madera había unos papeles chiquititos. Cada papel era una letra y formaban una palabra: «Ayuda», decía. Se notaba que las letras habían sido cortadas así nomás de algún libro. Miré a mi alrededor y la sala estaba vacía; ¿quién había dejado ese mensaje? Pensé que era una broma de Analía, la bibliotecaria, así que soplé los papelitos, empecé a leer Moby Dick y me olvidé de todo. Pero la vez siguiente pasó lo mismo, y ahora el mensaje decía «Socorro».
—Muy gracioso el chiste, Analía...
—¿Qué decís, Manuel?
Le mostré los pedacitos de papel con las letras, me miró enojada y dijo:
—¿Quién anda rompiendo los libros? ¿Viste algo vos? Si lo llego a agarrar se las va a ver conmigo…
Tres días después voví a la Biblioteca. Quise hacerlo antes, por lo de los mensajes, pero no pude porque la Seño dio tarea de matemática y lengua. Cuando iba a abrir un libro de Los tres mosqueteros, descubrí lo que pasaba: en la mesa había un nuevo mensaje, y esta vez, ¡un pájaro tenía uno de los papelitos en el pico! Era gordo, de color gris y plumas naranja en el pecho; en lugar de asustarse, apoyó el papelito junto a los otros que había en la mesa y voló a mi alrededor. Después, fue directo al estante más alto, entró en el nido hecho con hojas de libros y se quedó quieto, mirándome fijo.
Me acerqué un poco a la mesa y vi que el pajarito había escrito «Salida». Entonces entendí: el pobre Piquito, que así le puse de nombre, quería salir del edificio y no podía. ¿Y si había entrado sin querer y no había encontrado la vuelta? ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo solo acá? Seguro que mucho, porque de tanto estar entre libros había aprendido a escribir.
Hice una prueba: estiré mi mano y esperé; enseguida vino, se sentó en un dedo y saludó con un silbido largo.
—Mire lo que encontré, Analía —le dije, y se lo mostré. La cara le cambió de pronto.
—¡Así que este bicho es el que ensucia todas las mesas! ¡Fuera de acá, fuera de acá…! —empezó a gritar, mientras corría a Piquito por las escaleras y lo espantaba con un libro enorme llamado «Aves en peligro de extinción», o algo parecido.
—¡Espere, lo va a lastimar! —dije. Pero al que lastimó fue al director de la Biblioteca, que justo pasaba por el primer piso. Le dio un librazo en la cabeza y el pobre quedó medio mareado y a punto de caer hacia delante por la escalera, diez metros para abajo.
—¡Nooooo…! —gritó Analía.
—¡Nooooo…! —grité yo.
—¡Piu, piu, piuuuuu…! —silbó Piquito y, con sus patas, agarró al director de los pelos y lo tiró para atrás. Terminó en el piso panza arriba mirando el techo, con cara de perro perdido.
—¿Qué… pasó…? —preguntó el hombre.
—Creo que le bajó la presión, señor Gamelberto —mintió Analía—. Casi cae por la escalera.
Yo no hablé, estaba muy ocupado buscando a mi amigo.
—Usted… me salvó, Analía… —murmuró el señor Gamelberto, con ojos de enamorado—. ¡Usted me salvó!
Los dejé solos porque lo único que faltaba era que se dieran un beso, ¡qué asco!
Durante una semana busqué a Piquito, iba todas las tardes, recorría los rincones del edificio, revisaba las estanterías, pero nada. El nido de hojas de libros seguía vacío.
«Ojalá hayas encontrado la salida», pensé. «¡Chau, Piquito!».
Desde entonces no pasó un día sin que mirara al cielo, y cada vez que cruzaba un pájaro pensaba que era él.
No lo volví a ver. Anduve medio triste unos meses, y siempre que entraba en la sala me acordaba de mi amigo. Al principio dejé de leer historias de aventuras y pedía libros de pájaros, sobre todo el de «Aves en peligro de extinción». Tampoco ahí lo encontré.
Hasta que una tarde, antes de entrar en la Biblioteca, escuché un silbido largo que venía del árbol de la puerta. No lo podía creer: en un nido bien arriba ¡se asomaba la cabeza de Piquito! Subí rapidísimo por el tronco y cuando lo vi nos dimos un apretón de alas y brazos. No estaba solo, en el nido había una pajarita y tres pichones que no paraban de piar. ¡Qué alegría!