CAPÍTULO PRIMERO: La ciudad en conflicto
«¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?»
Allen Ginsberg, Howl1
Charlotte Street, icónica calle del Bronx neoyorkino, llama la atención por sus pequeñas pero coquetas casas unifamiliares con un lindo jardín, setos cuidados e impolutas verjas blancas sobre las que se asoman los brotes de cerezos y melocotoneros. Se trata de un lugar tranquilo y acogedor, en nada diferente a cualquier rincón acomodado de la nación más rica del mundo. Es, en muchos sentidos, un lugar estupendo para vivir, sin la presión ambiental que corta el aire de las grandes avenidas de Manhattan, cerca de un espacio verde como el Crotona Park y apenas a unas manzanas del zoo más grande del país.
Las viviendas que nos rodean fueron construidas a partir de 1985 y son un símbolo de la renovación urbana del barrio que se desarrolló a finales del siglo XX. Aquí no queda ni rastro de la miseria que formó parte de la rutina de los vecinos en el pasado: si quisiéramos adquirir cualquiera de estos chalets independientes tendríamos que desembolsar algo más de medio millón de dólares y el alquiler difícilmente bajará de los 2.000 mensuales.
Sin embargo, esta misma calle Charlotte fue, durante más de una década y desde la crisis de los setenta, el paradigma de la pobreza y la marginalidad de las zonas deprimidas en las grandes ciudades norteamericanas. El panorama que encontró Ronald Reagan cuando la visitó en 1980 era muy diferente al que observamos ahora. Entonces abundaban los bloques semiderruidos y los solares abandonados en los que se amontonaban los escombros sobre el barro y la suciedad. El horizonte lo dominaban dos edificios gemelos de ladrillos ennegrecidos, quemados y llenos de grafitis. A la altura de las puertas de entrada alguien había escrito dos palabras en grandes letras, en español y en inglés: «Falsas Promesas». Parecía más una zona de guerra que la manzana de una gran ciudad y el propio Reagan, entonces candidato de unas elecciones presidenciales que ganaría en pocas semanas, la describió con toda claridad al decir que «parecía haber sido devastada por una bomba atómica»2.
Una generación de jóvenes afroamericanos creció corriendo sobre aquellas aceras rebozadas de basura para esconderse de la policía en los callejones oscuros. Eran chavales sin futuro que se evadían de la realidad en las primeras fiestas del hip hop, mucho antes de que el género alcanzara popularidad con la canción Rapper’s Delight en 1979. Aburridos, desesperanzados, se fumaban todo el crack que les cabía en el cuerpo al son de los scratch de Afrika Bambaataa y de las rimas de Grandmaster Flash.
Más al sur y más al este se encuentra Hunts Point, un área que ya entonces —y todavía hoy— tenía la triste fama de ser una de las más sombrías y peligrosas de Nueva York, corroída por el crimen organizado y la prostitución. Hunts Point era, a finales de los ochenta, el patio trasero del distrito más conflictivo de la ciudad, un suburbio industrial muy alejado de las luces de neón y de las estampas idílicas en las que los fuegos artificiales explotan sobre las azoteas del skyline de Manhattan mientras suena Rhapsody in Blue de George Gershwin.
Los seis carriles de la carretera 278 se unen a la gigantesca estación de carga de ferrocarril Oak Point Yard para crear una extraña frontera que divide el Bronx en dos partes, separando Hunts Point del resto de la urbe. No es un sitio al que acudan los turistas, ni siquiera los vecinos a no ser que por su trabajo o por su vida no tengan más remedio. Si nos damos un paseo apenas encontraremos otra cosa que edificios bajos con fachadas decadentes, tapias en las que se amontonan pinturas urbanas de mal gusto y pésima factura, viejos talleres, desguaces, centros de reciclado y chicas haciendo la calle al lado de viejas vías del tren en Edgewater Road o Lafayette Avenue.
Más al sur, junto al río y ocupando un espacio bien delimitado, está el mayor centro de distribución de comida del mundo, al que llegan las líneas de ferrocarril trazando gigantescos semicírculos que dibujan surcos concéntricos semejantes a la huella dactilar de un detenido. Entre los andenes y sobre los raíles se acumulan los contenedores de metal, el olor a productos químicos y una incómoda sensación de soledad mecánica.
Al fondo, como si alguien quisiera ocultarlo en el último rincón del desván, aparece la extraña mole blanca y azul del centro penitenciario Vernon C. Bain, construido en una barcaza que flota sobre las frías y sucias aguas de la rivera. A finales de la primavera de 1989, momento en el que comienza nuestra historia, la población de reclusos todavía no había crecido como para necesitar ampliar la prisión con la barcaza, pero los alrededores eran igualmente desagradables. Tal vez peores, más lóbregos e inseguros.
Como cada amanecer, el 15 de junio dos operarios del servicio de basura de Nueva York recorrían los aledaños de los muelles de carga cercanos al río envueltos en un halo de sudor y en el cansino aroma de la comida podrida y el agua estancada. Todavía no había llegado el calor veraniego, pero la humedad y el ambiente hacían que la faena fuese aún más desagradable. Por mucho que el lugar pareciera completamente vacío a aquellas horas siempre tenían la impresión de que alguien les observaba desde algún rincón, quizás un yonqui entre los montones de cajas o algún sicario oculto tras una puerta de metal entornada.
El camión atravesaba las calles llenas de remiendos con su pesado remolque, pasando bajo centenares de cables que colgaban en todas direcciones y unían los edificios con esos puentes para funambulistas que las ratas aprovechan, lejos del alcance de los coches y de los gatos callejeros. Al llegar a una esquina el vehículo se detuvo con un pequeño rugido, soltando una bola de humo negro. Un hombre vestido con un uniforme pardusco se dejó caer de la parte trasera y se apresuró a recoger a manotazos un montón de bolsas de basura de colores, que lanzaba volando por el aire hasta hacerlas aterrizar en la cubeta. En un momento dado se detuvo porque algo le llamó la atención, le pareció extraño. Dentro de una bolsa azul de mayor tamaño se adivinaba una mancha negruzca que parecía sangre. Deshizo el nudo y se asomó al interior para descubrir, horrorizado, un grueso torso de varón. Solo el torso.
Unas horas más tarde la policía encontraría en un lugar cercano, un terreno baldío frecuentado por traficantes y adictos, varios paquetes similares con dos brazos y dos piernas. Los restos tenían diversas quemaduras, heridas y golpes, señales de una tortura cruel y prolongada que habría conducido a un desgraciado hacia la muerte lentamente y entre horribles sufrimientos.
Sin embargo, no encontraron la cabeza. Han pasado treinta años y todavía no se ha encontrado la cabeza.
Solo un día antes aquella carne y aquellos huesos maltratados habían formado la figura rechoncha y de aspecto bonachón de Bruce Bailey, un famoso abogado y activista que adquirió cierta fama por su implicación en la lucha por los derechos sociales de los inquilinos de Nueva York. Él fue uno de los pioneros de la batalla en contra de la gentrificación, un modelo de especulación urbanística que busca rehabilitar áreas urbanas deterioradas para atraer hacia allí a las clases medias, expulsando a los vecinos que cuentan con menos recursos y no pueden afrontar el aumento de los alquileres.
¿Quién fue Bruce Bailey, por qué fue asesinado de una manera tan horrible y, sobre todo, por qué su crimen nunca llegó a los tribunales, permaneció abandonado durante años y cayó finalmente en el olvido?
Nos adentramos en un relato que resulta paradigmático para mostrar la transformación de la ciudad posmoderna y de los modelos de vida y deseo que la configuran. Con él empezaremos a comprender los cambios que afectan a nuestro mundo y que nos dirigen hacia un futuro tan distinto que podemos decir que supone, junto con el paso al Neolítico, la mayor crisis —la mayor aventura y el mayor reto— a la que se ha enfrentado la humanidad.
* * * * *
La Universidad de Columbia es uno de los centros educativos de excelencia en todo el mundo y una de las universidades con un menor índice de admisiones (solo consiguen ingresar en sus titulaciones el 6% de los candidatos). Además de gestionar el Premio Pulitzer cuenta con más exalumnos en la lista de los Premios Nobel que ninguna otra institución educativa. Son en la actualidad 84, entre los que aparecen algunos presidentes de los Estados Unidos como Theodore Roosevelt o Barack Obama.
Su campus principal se encuentra en la zona alta de Manhattan, en Morningside Heights, y deslumbra por la magnificencia de sus edificios neoclásicos coronados con tejados de un llamativo azul y por la distribución urbanística con la que fue concebida, según un modelo que se conoce, de hecho, con el nombre de «Ciudad Bella». La estrella del recinto es el centro de visitantes, coronado con una enorme cúpula bajo la que encontramos un espacio noble con gigantescos arcos decorados con casetones y altísimas columnas corintias.
La universidad ha sido durante los últimos cincuenta años uno de los actores inmobiliarios más importantes de Manhattan y actualmente posee más de 150 fincas de alto valor por toda la zona, entre ellas algunas de las más bonitas y mejor ubicadas.
Los dirigentes de Columbia pueden sentirse orgullosos de lo que han conseguido, especialmente en el período de tiempo que va desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha, pero quizás no estén ansiosos por hablar de las estrategias que siguieron sus administradores de la década de los ochenta del pasado siglo para conseguir el control de algunos de los bloques de viviendas señalados, lo que en tantos casos conllevó la expulsión de los antiguos inquilinos.
En aquellos años se estaba produciendo un fuerte conflicto en el Morningside Heights que enfrentaba a muchos arrendatarios con los propietarios de sus pisos. No era nada excepcional: más bien una más de las disputas que recorrían todo Manhattan de norte a sur y que afectaban a amplias zonas de Harlem o del antiguo Lower East Side. Estos problemas empezaban a ser tan comunes en la Gran Manzana como lo eran en otras ciudades europeas, por ejemplo en el barrio londinense de Barnsbury.
La Universidad de Columbia crecía muy deprisa y necesitaba espacios que remodelar para convertirlos en apartamentos aptos para sus estudiantes. Por ese motivo decidió acudir a una política expansiva en los alrededores del campus, al considerar que la ampliación de su capacidad para hospedar estudiantes era «el mayor reto si se quiere asegurar la calidad de la institución en el futuro», en palabras recogidas de un informe interno de septiembre de 1980.
Los inmuebles interesantes no estaban vacíos, por supuesto, y su nuevo uso requería que lo estuviesen al menos en su mayor parte. Los vecinos solían tener viejos contratos y, en muchos casos, eran ancianos o familias que llevaban años en la barriada y que no tenían ningún deseo de cambiar de residencia o de ambiente.
A decir verdad, Columbia no fue ni mucho menos tan agresiva como otros grandes propietarios de Nueva York y buscó, siempre que fue posible, una política de acuerdos y compensaciones económicas. Sin embargo, también acudió a algunos mecanismos de presión que la legalidad le permitía, insistiendo en prácticas que se repetían en tantísimos edificios de la ciudad en aquellas fechas y que todavía siguen resultándonos demasiado familiares: agotar a los residentes con requerimientos legales que resultaban molestos a la par que costosos, desinvertir en las zonas comunes, retrasar tanto como fuese posible las reparaciones en las viviendas para que vivir allí no fuese tan agradable como en el pasado y, por supuesto, utilizar estrategias que buscaban provocar la desunión para evitar una resistencia organizada.
El 31 de octubre de 1980 el semanario estudiantil Columbia Daily Spectator ofreció una narración muy gráfica de lo que estaba sucediendo. El redactor, John Zimmerman, daba cuenta de una reunión que tendría lugar al día siguiente en el auditorio de la Iglesia de Riverside, conocida por su enorme torre neogótica. Al encuentro acudirían dos organizaciones que se suponía estaban comprometidas en la defensa de los derechos de los inquilinos frente a las pretensiones de Columbia, pero entre las que había muy serios desacuerdos lo que, según opinión de Zimmerman, auguraba «un triste futuro para los intereses de los arrendatarios».
¿Dónde estaba el conflicto en aquellos momentos? En el número 600 de la 113 West, un lujoso e impresionante bloque de apartamentos conocido entre los estudiantes como el «Nussbaum» o, más habitualmente, el «Nuss», que la universidad había adquirido 15 meses atrás y en el que se habían sucedido las «huelgas de alquiler» y las disputas judiciales. Algunas de ellas terminaron con la condena de Columbia, obligándole a realizar determinadas reparaciones, lo que pone de manifiesto la política de presión que se estaba ejecutando. Al mismo tiempo y mientras otros vecinos continuaban en el edificio, la universidad estaba haciendo obras en las plantas para llenarlas de pequeños estudios, siguiendo un proyecto que pondría 500 de ellos a disposición de los futuros alumnos. Las protestas por el ruido y las molestias (cortes de agua y de calefacción, por ejemplo) habían llevado a dos órdenes administrativas de paralización de las actuaciones, pero no parece que estos inconvenientes hubiesen desanimado a los promotores de aquella transformación.
Vivir en un ambiente semejante no es ninguna broma, y afecta sobre todo a las personas de mayor edad. George Ewing, un residente del Nussbaum que había servido en la guerra del Vietnam, hacía una terrible comparación que no deja en muy buen lugar a los directivos de Columbia: «la escala y el alcance de esta situación ha ido más allá de lo que alguien podría creer. En la guerra y en este edificio puedes ver una total despreocupación por la salud, el bienestar y la vida humana. He presenciado, tanto en la batalla como aquí, cómo se emplean tácticas que buscan destruir la capacidad de resistencia de la mente y del espíritu».
En tales circunstancias la reunión del 1 de noviembre debería haber sido decisiva, pero también parecía imposible que las dos asociaciones protagonistas se pusieran de acuerdo.
Por un lado estaba la Morningside Tenants Union que había creado Ken Schaefer la primavera anterior con un doble fin: influir en la resolución del problema y evitar que los inquilinos se uniesen bajo una única dirección. A Schaefer le movían intereses políticos muy específicos. De hecho, era uno de los ayudantes de Ed Sullivan, representante del Distrito en la Asamblea de Nueva York3.
¿Qué hacía Sullivan implicándose en este tipo de asuntos a través de personas u organizaciones interpuestas? Sencillamente defender su futuro político, que dependía en buena medida del apoyo de Columbia. Su discurso se centraba en el diálogo con la universidad y en promover la renovación del barrio para darle un aire más universitario y moderno. ¿Qué pasaría con los desalojados durante el proceso? Parece que este asunto no constituía una preocupación para Sullivan, ni para Columbia ni, al parecer, para el gobierno de la ciudad.
Quien sí parecía estar preocupada por el destino de los vecinos era una beligerante y curtida organización, la Columbia Tenants Union, que tenía una bien ganada fama por sus enfrentamientos con los propietarios avariciosos, sobre todo utilizando las temidas «huelgas en el pago de las rentas». Su director era un brillante activista de izquierdas conocido y temido por todos los inversores inmobiliarios de Manhattan: el abogado Bruce Bailey.
Sullivan quería presentar a Bailey como un radical que anteponía su aversión ideológica al capitalismo a la defensa de los intereses de sus defendidos y, para demostrarlo, insistía en que era incapaz de alcanzar ningún tipo de acuerdo. El argumento tenía éxito porque encontraba cierto apoyo en la realidad, sobre todo cuando Bailey realizaba declaraciones que le hacían parecer un extremista, diciendo cosas como que «desde el punto de vista de mi organización la universidad no es más que un matón que se comporta como un gánster. Mi experiencia me ha enseñado que no se puede negociar con matones, porque ellos siempre pretenden aplastarte».
Y no es que Bailey tuviese nada especial en contra de la Universidad de Columbia, a la que debía mucho. Había estudiado en su Facultad de Derecho a finales de los cincuenta, participando en las tertulias del West End Bar junto a personajes como Allen Ginsberg, Jack Kerouac y otros miembros de la generación beat. En ellas se debatía sobre el comunismo, la lucha de clases, el consumo de drogas, el sexo y la contracultura.
Con el paso del tiempo los sueños revolucionarios de Bailey se habían concretado en una trinchera particularmente compleja e ingrata: la resistencia a la especulación inmobiliaria. Como él mismo advertía, dentro de la lucha general en contra de la cultura burguesa y la explotación de los trabajadores su campo de batalla era el más urbano de todos y, como en Stalingrado, aquí los enfrentamientos se sucedían barrio a barrio, calle por calle, casa por casa.
Entonces, y todavía hoy en círculos ideológicos cerrados, los procesos de gentrificación se explicaban desde una perspectiva marxista, apelando al tradicional esquema de la lucha de clases, al insaciable afán de riqueza de los especuladores y a los flujos de capital. Es un resumen sencillo y que no logra arrojar luz sobre ciertos matices o procesos complejos, pero que permite un primer acercamiento al fenómeno.
La idea base es que quienes cuentan con liquidez tienden a buscar inversiones que les permitan obtener rendimientos del capital que han acumulado, especialmente en escenarios de inflación alta donde el dinero pierde valor rápidamente con el paso del tiempo. A principios de los años ochenta la inflación superaba el 10% en casi todo el mundo y en Estados Unidos estaba por encima del 12%. Las revueltas en Irán y la guerra con su vecino Irak provocaron una nueva escalada en los precios del petróleo, que se multiplicó por dos en apenas tres años. En un panorama económico tan convulso, con los gastos empresariales al alza y las ganancias a la baja, la inversión inmobiliaria parecía más segura que otras y prometía un mayor retorno de beneficios.
El gobierno de la ciudad de Nueva York también había adoptado una serie de medidas que facilitaban que el dinero fluyera en esa dirección. En 1977 el consejo de la ciudad aprobó una ley que permitía el desahucio de las personas que hubiesen cumplido un año sin poner en orden sus deudas con la hacienda local, en lugar de los tres que se exigían previamente. De esta manera se propiciaba que las zonas más depauperadas pudiesen ser gentrificadas rápidamente: la ciudad se convirtió en propietaria de una ingente cantidad de viviendas y los alquileres que recibía no llegaban a cubrir el 50% de los costes de mantenimiento, así que progresivamente las fue poniendo en venta.
El ingreso en el mercado de tantos edificios y apartamentos coincidió en el tiempo con dos procesos culturales muy interesantes y que acarreaban el movimiento de la población dentro de la ciudad. Por un lado el llamado «retorno al centro» de la clase media y, por otro, su desplazamiento desde los suburbios hacia áreas que presentaran algún tipo de componente cultural interesante o, sencillamente, que se pusieran «de moda». Por razones que analizaremos más adelante muchas personas habían dejado de soñar con una casita con jardín en algún barrio tranquilo de Nueva Jersey que resultase apropiado para criar a un par de retoños lejos del bullicio y el gentío de las aceras neoyorquinas.
Ciertos espacios de Manhattan comenzaron a presentar un nuevo atractivo para los inversores, que veían cómo el coste de adquisición y rehabilitación de los inmuebles era muy inferior a los ingresos que llegarían de las rentas de alquiler cuando los apartamentos hubiesen sido reformados y el área modernizada. Aunque en principio nos pueda parecer anti-intuitivo, las mejores oportunidades de negocio se daban allí donde la desinversión había sido más intensa y prolongada, es decir, en lugares que llevaban lustros degradándose y depauperándose, hasta haberse vuelto nichos de marginación, desempleo y criminalidad.
Las sucesivas crisis de los setenta habían sacudido sobre todo a los colectivos con mano de obra de baja cualificación, muchos de ellos inmigrantes latinos o afroamericanos. La pobreza asfixiante y la falta de expectativas abocaron a jóvenes y adultos a buscar ingresos en actividades ilegales como el tráfico de drogas o la trata de personas y, en consecuencia, manzanas de la ciudad cuya criminalidad no había sido preocupante comenzaron a destacar en las estadísticas. En un contexto así los edificios también sufrían más desperfectos y los propietarios, obligados a aceptar alquileres cada vez más bajos y frecuentes impagos, perdían pronto el interés por conservarlos en buen estado.
El valor de las viviendas descendía al mismo tiempo que era más sencillo conseguir que los inquilinos se fuesen del lugar, y ambos factores favorecían la renovación de los edificios. Con las reparaciones y mejoras se podían esperar mejores alquileres, aunque para lograrlo a veces hubiese que expulsar con métodos poco ortodoxos a los vecinos más persistentes.
Pero podríamos preguntarnos, ¿qué interés podían tener los jóvenes vástagos de la clase aburguesada neoyorquina (los gentry) en desplazarse hacia estos barrios conocidos como marginales? Probablemente ninguna si no fuese por la colaboración del gobierno de la ciudad, que veía estos procesos de transformación como una oportunidad para mejorar amplios espacios de Manhattan. La experiencia había demostrado que la gentrificación se aceleraba allí donde se mejoraban los equipamientos, se limpiaban los focos de delincuencia y se cuidaba la seguridad y la limpieza.
La modernización del barrio pasaba por alejar de allí a las familias con menos recursos —obligándolas a mudarse al no poder hacer frente al alza del coste de la vida— y por expulsar a los vagabundos y a los pobres de las calles. Todos ellos eran enviados a otros lugares, normalmente —no siempre— más periféricos, y enseguida les seguía en su periplo la delincuencia, el crimen y la marginación.
El caso más famoso de gentrificación, que saltó a los titulares de todo el mundo debido a los enfrentamientos de los residentes con la policía en los márgenes del Tompkins Square Park, es el del viejo Lower East Side: un barrio multicultural del sur de Manhattan que había sido pasto de las bandas hasta que las autoridades, con el apoyo de la inversión privada, promovieron su transformación en el actual East Village —un nuevo nombre para una nueva realidad—. Conseguirlo pasó por llenarlo de locales cool, restaurantes vegetarianos, cafeterías de ambiente afrancesado, galerías de arte y lofts.
Desde el punto de vista del «interés general» todo el mundo parece ganar con estas metamorfosis que llenan de nuevos y lujosos establecimientos lo que antes eran entornos conflictivos y desagradables. Sin embargo, siempre habrá personas, como fue el caso de Bruce Bailey, que no puedan evitar ver las cosas de otra manera, centrando su atención en las comunidades rotas, en las personas desahuciadas y sometidas a todo tipo de presiones psicológicas, en las familias y los ancianos que tienen que empezar de nuevo en un barrio distinto, ajeno, más alejado y entristecido.
Los especuladores tenían una perspectiva muy diferente. El desplazamiento de la población que no podía hacer frente a la subida de los precios significaba sencillamente que la pobreza se amontonaría en otras áreas, que se depreciarían más rápidamente y se convertirían en nuevas oportunidades de negocio.
* * * * *
Ed Sullivan, como dijimos, se declaraba partidario de la negociación y había conseguido enrocar a Bailey en una postura impopular entre la mayor parte de los afectados, que tenían que sufrir cotidianamente las consecuencias de su política de enfrentamiento directo. Mientras los dos grupos, cada uno con su bando de vecinos, no llegaban a un acuerdo, la universidad podía llevar adelante sus planes sin obstáculos, afirmando que estaba abierta al diálogo con los inquilinos, pero solo cuando hubiese un único interlocutor. Por desgracia, el acuerdo que unificase posturas era imposible... porque Sullivan se preocupaba de que así lo fuese.
El resultado es bien conocido: en la actualidad el Nussbaum es un edificio reformado casi en su totalidad para contener apartamentos de estudiantes, que se pueden alquilar a precios de 2018 entre los 8.412 (para los alumnos de primer año) y los 9.500 dólares anuales. En todo caso mucho más económico que los 3.500-5.000 dólares mensuales que suele alcanzar la renta en la misma zona.
El conflicto con Columbia muestra la difícil situación que atravesaba Bailey, que se había ganado una fama de hombre controvertido que no le favorecía. También había tenido algunos problemas con la justicia que no ayudaron a mejorar su prestigio. En 1979 el Departamento de Trabajo de la ciudad de Nueva York le interpuso una denuncia a él y a su mujer por apropiarse supuestamente de 14.000 dólares que debían haberse invertido en ayudas a los desempleados. Poco después, en 1982, un líder de la comunidad judía le acusó de haberle propinado una paliza4. Para colmo uno de sus clientes, Pete Mastrangelo, que representaba a algunos grupos de vecinos, comentó a la prensa que estaba insatisfecho con el trabajo que Bailey realizaba en representación de los inquilinos, pero que no les quedaba más remedio que contar con él porque de lo contrario «intentaría destruir» la unidad que existía entre los residentes5.
Bailey consideraba estas dificultades como normales dentro del «campo de batalla» que afrontaba cada día. Su estrategia contra la gentrificación seguía siempre el mismo esquema, que era el más coherente con sus ideales: en primer lugar arengaba a los vecinos hasta convencerles de que la propaganda sobre la mejora del barrio que les llevaban los representantes municipales pasaba inevitablemente por su expulsión. Una vez que esto había quedado claro les animaba a atacar a los nuevos propietarios allí donde más les dolía, con la huelga de pago de alquileres. Su objetivo era encarecer la inversión tanto como fuese posible, haciendo que los promotores inmobiliarios desistieran y buscasen mejores lugares en los que ganar dinero.
Estas medidas no siempre tenían éxito. La dificultad principal con la que Bailey tenía que lidiar era con las reticencias de los arrendatarios a mantener un escenario de enfrentamiento que se volvía con frecuencia muy penoso por las contramedidas de los agentes inmobiliarios.
Una de las muchas huelgas de alquileres que Bailey promovió tuvo como objetivo doblegar a un inversor un tanto particular, en muchos aspectos muy distinto a otros con los que se había encontrado en el pasado y, desde luego, con unos criterios de actuación que diferían bastante de los que mantenían empresas como la Universidad de Columbia.
El problema había surgido en varios bloques de Harlem. Los procesos de gentrificación que se venían sucediendo desde los años setenta eran ya muy evidentes en la zona y suponían una amenaza para la muy mayoritaria comunidad afroamericana del lugar.
En agosto de 1987 el presidente del Condado de Manhattan, David Norman Dinkins, había mostrado públicamente su disconformidad con un plan de la ciudad que suponía entregar 47 edificios vacíos del distrito (al decir vacíos tal vez tendríamos que decir «vaciados») a una empresa constructora de propietarios blancos que se proponía desarrollar 900 «unidades de nueva vivienda» en su interior. La cuestión, como siempre, no consistía en discutir si las inversiones ayudarían o no al desarrollo del barrio sino, en palabras de Dinkins —que sería más tarde el primer afroamericano en la Alcaldía de Nueva York—, que no había garantía alguna «de mejora para los residentes actuales». Evidentemente, porque la mejora futura no estaba pensada para ellos. Llegaría solo cuando se hubiesen visto obligados a trasladarse.
Harlem, en la parte norte de Central Park, es un buen ejemplo de cómo la explicación meramente económica —ya sea liberal o marxista— no basta para comprender los cambios que se vienen produciendo en los ambientes urbanos de todo el mundo. Más adelante podremos ver ejemplos similares, como el auge de la comunidad homosexual en el barrio madrileño de Chueca o los fracasos del Ayuntamiento de Valencia en su pretensión de modificar rápida y sustancialmente el área de El Cabañal para «abrir la ciudad al mar».
En 1984 Richard Schaffer y Neil Smith publicaron un estudio sobre la gentrificación en Harlem en el que mostraban la existencia de dos dinámicas aparentemente contrarias que daban cuenta de la complejidad del fenómeno6. Por un lado la zona estaba en el punto de mira de algunos promotores inmobiliarios blancos que solo querían hacer negocio, e incluso algunos políticos como el senador republicano Alfonse D’Amato mostraban abiertamente su deseo de transformar el barrio simplemente para que, en sus propias palabras, «deje de ser Harlem». Por otro, se hacía cada vez más evidente que muchos profesionales afroamericanos que podrían haberse permitido residir en otras áreas con mejores servicios y menor criminalidad preferían instalarse allí, posiblemente porque apreciaban la vida comunitaria que habían conocido desde su niñez o, tal vez, porque temían el racismo que podrían encontrar más al sur.
Es comprensible que muchos de los vecinos que habían prosperado abandonasen Harlem, como también lo es que un neoyorquino como Al D’Amato quisiera cambiar el barrio de arriba a abajo. Era una zona pobre y deprimida. En 1980 casi una cuarta parte de las casas estaban deshabitadas, sobre todo porque en una década se había marchado un tercio de la población, compuesta por afroamericanos en más de un 95% (frente al 20% de la totalidad de Manhattan). Sin embargo, y en contraste con esta tendencia, el número de negocios de clase media y profesionales liberales se había duplicado en las calles de Harlem Central.
Dejemos para después un mayor análisis de estos fenómenos en apariencia paradójicos y volvamos a nuestro beligerante abogado.
Bailey también se había comprometido en la defensa de los vínculos comunitarios de Harlem, atendiendo a los intereses de los vecinos de cuatro bloques de viviendas que habían sido comprados por Jack Ferranti, un peculiar inversor inmobiliario que ya poseía otros 26 edificios en la ciudad.
Ferranti no respondía al perfil típico del capitalista que, aunque procure utilizar la ley y la política en su beneficio, no recurre a prácticas abiertamente criminales. Él era un mafioso al que la policía relacionaba con una de las familias más sangrientas de la Cosa Nostra en Nueva York, la Lucchese, que le permitía realizar ciertas operaciones de narcotráfico, prostitución y otros negocios a pequeña escala y por su propia cuenta. Para llevar adelante sus proyectos había creado una especie de consorcio en el que colaboraban su hermano Mario, Tommy «Antorcha» Tocco y algunos otros.
A los Ferranti no les gustaba complicarse la vida con abogados ni enredarse en procesos legales interminables que les aburrían a ellos tanto como podían desanimar a los inquilinos. Preferían métodos más directos y de eficacia inmediata. Si querían que algún vecino se fuese de su vivienda recurrían a un cóctel en el que mezclaban diversos sistemas de intimidación y que solía derivar en un acuerdo económico ventajoso. Entre sus prácticas habituales estaban las amenazas, los golpes, las visitas de matones con perros agresivos, mostrar armas de fuego... e incluso cosas peores. Si algo tenían claro era que para conseguir lo que buscaban estaban dispuestos a llegar hasta donde fuese necesario. Dónde se detendrían era una decisión que correspondía a la otra parte.
Podemos imaginar el efecto que tuvo que producir en Jack Ferranti que Bailey promoviese una huelga de pago de alquileres en los edificios que él quería gentrificar en Harlem. Enseguida le pidió a su hermano que visitase al molesto abogado para hacerle saber que sus servicios serían más apreciados en otros barrios. Mario se valió de su estilo habitual, con amenazas al principio veladas y después explícitas, aumentando la violencia de sus expresiones y dejando ver que no era un especulador al uso. Al principio nuestro activista no se amilanó: ya vimos que él consideraba que los agentes inmobiliarios de Manhattan eran usualmente «gánsters», aunque no escondiesen un revólver bajo sus abrigos. Sin embargo, cuando Mario empezó a relatarle con detalle lo que le iba a suceder a él y a su familia si no accedía a algún tipo de acuerdo terminó por aceptar 20.000 dólares a cambio de olvidarse del asunto.
Cuando la luz de la mañana iluminó su rostro al día siguiente Bailey se despertó con una idea fija en la mente: no podía renunciar a los ideales de igualdad y justicia ni siquiera ante gentuza de tal calaña, o de lo contrario Nueva York pronto estaría bajo su control. En consecuencia devolvió el dinero y continuó con las huelgas.
Así llegamos al 14 de junio de 1989, un día que amaneció enhebrado en una espesa niebla. Una lluvia ligera picoteaba sobre los paraguas de los transeúntes que abarrotaban las aceras de Broadway y los alrededores de Times Square. Un miércoles cualquiera en la metrópoli más animada del planeta, un miércoles de tráfico, problemas, discusiones y, tal vez, algún avance en la batalla cotidiana. Al menos así lo veía Bruce Bailey. Esa noche tenía una reunión con los gerentes de otro edificio de los Ferranti, en la calle 146, al norte de Manhattan. Le habían asegurado por teléfono que la intención era encontrar un terreno común en el que entenderse y que no estarían presentes ninguno de los peligrosos hermanos, así que las cosas pintaban bien.
La cita, sin embargo, fue una encerrona que acabó de la peor manera posible: con pedazos del cuerpo de Bailey desparramados en diferentes bolsas de basura. Años más tarde, en agosto de 1993, Mario Ferranti le confesó a un agente infiltrado de la policía de Nueva York que en los cimientos del edificio en el que había sido citado el abogado había una habitación oculta, «ideal para un encuentro romántico o para un rápido desmembramiento»7.
Pero aquí no termina esta historia. A lo largo de sus años de intensa implicación en la política Bailey se había labrado la enemistad de muchas personas y había interferido en los negocios de muchas más, por lo que a la policía no le sorprendió su asesinato. Lo llamativo para nosotros es que parece que tampoco causó ninguna preocupación, porque las pesquisas pronto quedaron en suspenso.
El Departamento de Policía de Nueva York no realizó ninguna detención, no avanzó apenas en las investigaciones y pronto dio carpetazo al expediente sin mayores explicaciones.
La desatención al caso llegó a levantar cierta polémica. El Comité por los Derechos de los Inquilinos organizó una manifestación frente a la New York City Housing Court para reclamar una mayor atención al caso, ya que el crimen parecía ir dirigido a atemorizar a las asociaciones que luchaban en contra de la gentrificación y a los propios arrendatarios. Entre gritos y acusaciones exigieron que se emplearan más recursos, sin conseguir nada positivo.
Había algunos otros detalles que podrían despertar interés como, por ejemplo, la crueldad que se empleó contra Bailey y la manera tan teatral de deshacerse del cadáver. De hecho, era justamente ese abuso del histrionismo lo que animaba a descartar a la Cosa Nostra. A pesar de las escenas que vemos en las películas y en las series de televisión, la mafia no acostumbra a actuar de esta manera, a no ser que pretenda enviar algún mensaje en concreto. Siempre prefiere la discreción y la eficacia. En este caso podrían haber arrojado las bolsas con los restos al río, que estaba apenas a unos metros de donde se encontraron. ¿Por qué torturar y mutilar un cuerpo para después dejar sus partes al alcance de las autoridades? El desmembramiento tiene sentido cuando facilita el transporte o hace más sencillo esconder los restos, pero no se emplea para llamar la atención. Además, queda por saber dónde está la cabeza de Bruce Bailey, que todavía hoy no ha sido hallada.
Entre las personas que podían ser consideradas sospechosas destacaban los Ferranti, que tenían un enfrentamiento directo con el abogado en ese momento. Sin embargo, la policía no les dedicó un interés especial a pesar de que los dos, pero sobre todo Jack, tenían antecedentes por diversos delitos, como el linchamiento.
Solo muchos años más tarde la justicia se fijó de nuevo en los hermanos, si bien por un caso muy diferente que terminaría por dar luz sobre el terrible asesinato.
Los siguientes acontecimientos nos permitirán entrar en la red de complejas relaciones entre la economía, la política y el crimen organizado que tienen lugar en nuestro mundo.
* * * * *
Una tenaz cortina de agua helada bañaba las calles de la Gran Manzana el 24 de febrero de 1992. El viento era molesto y parecía penetrar en el cuerpo llevando la humedad hasta los huesos. El termómetro estuvo todo el día amenazando con descender por debajo de los 0 ºC, aunque para cualquiera que campara por la ciudad la sensación era de un frío más intenso.
Había anochecido hacía horas cuando empezó un extraño incendio en una tienda de ropa de la Grand Avenue de Queens. Era un local en planta baja que lucía un rótulo llamativo en el que podía leerse: Today’s Style. Ladies Boutique, sobresaliendo por encima de una parada de autobús hoy retirada.
El fuego consumió todo el comercio rápidamente y empezó a extenderse hacia los cuatro apartamentos que había en el piso superior, en los que vivían ocho personas. Al provenir el incendio de una zona inferior los vecinos no habían encontrado la manera de escapar y se habían agolpado en el tejado del edificio, literalmente sobre una hoguera que estaba debilitando la estructura del inmueble, que podía venirse abajo en cualquier momento.
La escena que se encontraron los miembros de la Unidad 4 de Rescate de los bomberos de Nueva York cuando llegaron al lugar era dramática. Una humareda oscura se elevaba en gruesas volutas sobre unas llamas vivas y potentes. Cuando el manto apelmazado de aire ardiente no formaba un muro opaco y gris los destellos de luz que emitía el fuego permitían ver a unas figuras aterrorizadas que gritaban sobre la azotea, en medio de la noche. Nadie podía asegurar que no hubiese alguien más atrapado dentro y la obligación de los bomberos, en todo caso, era asegurar que los apartamentos estuvieran vacíos, al menos las habitaciones a las que fuese posible acceder.
De inmediato el teniente Thomas A. Williams pidió a Michael Milner, uno de sus compañeros, que le siguiera, y ambos penetraron en el interior por una ventana de la planta alta. El calor era insoportable, pero se abrieron paso por lo que parecía una oficina luchando contra el espesor que les dificultaba orientarse. Al pasar de una habitación a otra sintieron que una ráfaga de viento caliente se les venía encima, quemándoles la cara y el pecho y llenándolo todo con una capa de etéreo veneno. Entonces se dieron cuenta de que era imposible avanzar y de que corrían verdadero peligro. Retrocedieron para buscar una salida, pero sencillamente no podían ver nada. Eran hombres curtidos, experimentados y duros, que habían escapado de auténticos infiernos y que sentían ahora cómo la piel les ardía bajo las protecciones. Comprendieron que apenas podrían sobrevivir unos segundos más en aquel agujero incandescente.
Desesperado, Milner encontró una ventana abierta y salió por ella, quedando colgado por la parte exterior a la altura de un segundo piso, aproximadamente a cinco metros y medio del suelo. El teniente Williams, no sabemos si empujado por la ansiedad o por alguna explosión de gases saltó disparado por encima de él para estrellarse contra el suelo. Milner no aguantó mucho más y tuvo que dejarse caer, sabiendo que tal vez muriera por el impacto contra la acera. No fue así. Sobrevivió y pudo salir del lugar por su propio pie. Incluso pudo colaborar con sus compañeros en los intentos de reanimación de Williams, que falleció a causa de las heridas8.
Mientras esto sucedía los demás valientes hicieron su trabajo con eficacia: todas las personas que estaban en el tejado fueron evacuadas y no hubo ninguna otra víctima. Finalmente el fuego pudo apagarse sin que el edificio llegara a sufrir daños profundos.
Un grupo de expertos en incendios del Departamento de Policía visitó el lugar por la mañana. Los indicios eran bastante claros para quienes supieran leer las manchas oscuras que se dibujaban en el suelo. Dos grandes salpicaduras se extendían irregularmente por dos zonas distintas de Today’s Style señalando los lugares en los que se había derramado acelerante para provocar el incendio y asegurar que se extendiera con fuerza y rapidez. Apenas quedaban rastros de las estanterías de metal y plástico pero lo que resultaba evidente era que la tienda había sido vaciada antes del suceso.
Alguien había provocado el incidente. Alguien con tan pocos escrúpulos que no se detuvo a pensar en las personas que dormían en el piso superior, en las familias indefensas que quedarían atrapadas sobre el fuego sin ninguna vía de salida al ser imposible bajar hasta la calle. Adultos, ancianos y niños que se ahogarían fácilmente en cuanto el humo utilizara el hueco de la escalera como chimenea.
La pericia del cuerpo de bomberos de Nueva York, quizás el mejor y más entrenado del mundo, impidió que la tragedia fuese mayor, pero a costa de la vida del teniente Williams, de 53 años. Un hombre admirado y respetado, con treinta años de servicio a sus espaldas. Un jefe en quien confiar, que sabía mantener la calma y encontrar soluciones en los peores momentos, que se había arriesgado en tantas ocasiones para rescatar del peligro a sus compañeros más jóvenes.
Su hermano Robert Williams, también bombero, así como el resto de sus camaradas, se conjuraron para no cesar de presionar hasta que se encontrara al criminal que había provocado la muerte del teniente: el autor o los autores de aquello debían pagar por las consecuencias de sus actos.
Ninguno de ellos sabía que en el entramado de intereses, presiones, acuerdos y desacuerdos que trazan la vida de nuestro mundo posmoderno había una fuerza más poderosa y oculta que perseguía otro resultado. Vieron con asombro y desolación que la policía abandonaba el caso a los pocos días, y eso a pesar de que las primeras indagaciones parecían bien encaminadas: un testigo afirmó haber visto un coche aparcado al lado del local y a dos hombres sacando material de dentro pocas horas antes del incendio.
El propietario de la tienda era Jack Ferranti y la persona que le ayudaba a poner a salvo la mercancía (la ropa que osó incluir después en su solicitud de indemnización a la compañía de seguros) era Tommy «Antorcha» Tocco.
Desde el primer momento la policía investigó la muerte del teniente Williams como un asesinato, poniendo su punto de mira en los Ferranti. Sin embargo, no fue nada fácil encontrar las evidencias necesarias para realizar una acusación formal. El motivo, como se supo después, era que los Ferranti estaban apoyados por alguien muy influyente dentro de la propia policía. De hecho, solo ese apoyo interno podía servir para explicar las muchas veces que habían salido airosos de sus crímenes, a pesar incluso de haber dejado rastros que cualquier investigador avezado habría podido seguir con éxito.
En 1985 Jack y Mario habían reunido una pequeña banda para planear un atraco bancario. En el grupo se encontraban varios delincuentes habituales y entre ellos Patrick Donnelly, uno de los gánsters que se movían alrededor de las grandes familias de la Cosa Nostra haciendo «trabajos» esporádicos.
Donnelly se unió a la conspiración desde el principio, participó en la elaboración de los planes y en la captación de otros compinches pero, en un determinado momento, comenzó a sentirse incómodo. No sabemos si sería por el carácter autoritario de Jack o porque la personalidad de su hermano Mario —un sociópata y depredador sexual de la peor calaña— le hacía dudar sobre su profesionalidad; pero durante un encuentro del grupo anunció que no seguiría adelante.
La renuncia de uno de los miembros, que conocía al resto y sabía con detalle los pasos que pretendían dar, comprometía el golpe y a los integrantes de la banda, haciendo imposible terminar lo que con tanto cuidado habían preparado. Por ese motivo Jack entró en cólera y le amenazó de muerte delante de todos. Unos días más tarde decidió mostrar a cualquiera que conociera los bajos fondos del Bronx que no se podía jugar con los Ferranti. Cuando Donnelly paseaba por la calle, cerca de un grupo de conocidos y a plena luz del día, Jack se le acercó y le disparó varias veces, dejándolo tirado y malherido en el suelo. Donnelly sobrevivió, y él y algunos de los presentes reconocieron al mayor de los Ferranti como el agresor, pero ni siquiera así las investigaciones llegaron a buen puerto.
Delincuentes de tal estofa, violentos, inquietos y ambiciosos, que se creen prácticamente inmunes a la ley, pueden llegar a ser muy peligrosos.
La agente especial del FBI Cindy Peil declararía en un juicio posterior —relacionado con el incendio de Today’s Style— que los dos hermanos habían estado implicados en otro intento de asesinato acaecido en 1991.
La familia de mafiosos, como vimos, había encontrado una verdadera mina de oro en el negocio inmobiliario asociado a la gentrificación, sobre todo en el Harlem y otras zonas del norte de Manhattan. Compraban edificios en mal estado, expulsaban a los inquilinos a través de la extorsión, los rehabilitaban y los volvían a poner en el mercado. Este tipo de inversiones resultaban extraordinariamente rentables y los Ferranti, cegados por la codicia, no dudaron en recurrir a créditos externos para poder adquirir más y más inmuebles.
Entre los prestamistas que les apoyaban estaba Robert Cohen, que conseguía su parte del pastel proveyendo de financiación a distintos inversores. Jack había firmado con él algunos préstamos hipotecarios que, llegado el momento, no fueron abonados, lo que provocó que Cohen amenazara a los Ferranti con presentarlos en los juzgados para pedir su ejecución. De inmediato recibió la visita de Mario, que solía tomar la iniciativa cuando se trataba de presionar a los díscolos y que, después de una fuerte discusión, le disparó en el cuello. Cohen sobrevivió milagrosamente y en cuanto pudo levantarse de la cama le vendió los créditos al propio Jack a un precio muy por debajo de su valor.
Finalmente, dejando de lado algunos de los distintos casos que implicaban a los Ferranti y que recorren desde intentos de violación a palizas, venta de armas, de drogas, etc., encontramos el asesinato de un informador de la policía, Eric Mergenthal, un heroinómano que se había criado en el pequeño brazo de tierra del extremo este del Bronx, conocido como Throggs Neck, habitado sobre todo por descendientes de irlandeses e italianos.
Eric era vecino y compañero de Tommy Tocco y de otros matones y delincuentes del barrio. En su niñez Tommy y Eric recorrían juntos la rivera del East River buscando travesuras en las que divertirse junto a una cuadrilla en la que también estaba John Wrynn, hijo de un respetado policía que con el tiempo llegaría a ser comandante del Departamento de Asuntos Internos en Nueva York. La familia Wrynn vivía casi al lado del río, en Hosmer Avenue, apenas a unas manzanas de la Avenida Tremont y del Sebastian’s Bar (hoy transformado en el Bridge’s Bar) que sería el punto de reunión de estos amigos desde su adolescencia.
Años después Mergenthal cayó en las drogas, convirtiéndose en un vagabundo que recorría las calles de la zona buscando la manera de hacerse con su dosis cotidiana. El detective Edward Dowd enseguida comprendió que su desesperación le llevaría a colaborar con la policía y lo captó para que le ayudase en un caso que se había complicado inexplicablemente: el asesinato del teniente Williams. El peligroso trabajo que le propuso consistía en grabar a escondidas conversaciones con Tommy Tocco que pudieran llegar a inculparle a él o a los Ferranti.
Sin embargo, algo había ido mal. Como reconocería Tocco al agente infiltrado #4126, algún miembro corrupto de la policía había descubierto a Mergenthal y puesto sobre aviso a los Ferranti, que no dudaron en asesinarle simulando una sobredosis. #4126 intentó una y otra vez seguir esta pista para descubrir si era cierto que un policía ayudaba desde dentro a Jack y Mario, y sobre todo para saber quién era ese individuo que podía ponerle a él mismo, como agente encubierto, en apuros. Pronto pudo comprobar que el Departamento de Asuntos Internos de la Policía de Nueva York tenía un gran interés en que esa investigación no llegara a buen puerto: mientras a él siempre le impedían dar pasos decisivos para desvelar la identidad del traidor, Jack salía una y otra vez airoso de sus problemas policiales.
Incluso cuando una vez fue detenido por contratar a una prostituta y se encontraron armas ilegales en su coche, este desapareció del depósito policial del Bronx antes de que se le pudieran realizar pruebas para ver si estaba implicado en algún otro posible delito. Oficialmente el vehículo había sido robado.
Después de una investigación muy larga y complicada, llena de obstáculos y dificultades, Jack Ferranti fue arrestado el 27 de febrero de 1995 por el incendio provocado en su negocio de moda. Fue entonces cuando dos asistentes de la fiscalía de Brooklyn, Georges Stamboulidis y Lauren Resnick, dirigieron una carta a la juez de instrucción Roanne L. Mann para advertirle sobre la peligrosidad de los tres detenidos en las actuaciones (Jack, Mario y Tocco). En dicha carta, a la que tuvo acceso el New York Times, los fiscales afirmaban sospechar fundadamente que los arrestados habían participado en el asesinato de Bruce Bailey —como aparecía en las grabaciones realizadas por el agente #4126—.
La sentencia condenó a Jack a 435 meses de prisión (más de 36 años), a los que seguirían 5 de libertad vigilada, y entre las multas y las indemnizaciones se le castigó al pago de 4.676.386 dólares.
Las investigaciones también revelaron que el policía que protegía a Tommy Tocco y a los Ferranti era su viejo amigo de infancia John Wrynn, que había seguido los pasos de su padre ingresando en la Policía de la ciudad. El Departamento de Asuntos Internos llevaba tiempo investigando a Wrynn, pero nadie era capaz de asumir el coste de enfrentarse a su padre que, como se diría más tarde, «sabía demasiadas cosas de demasiados compañeros».
Gracias al trabajo de un buen grupo de detectives y a los artículos del periodista del New York Times David Kocieniewski, los Wrynn fueron seriamente puestos en cuestión, el hijo por su colaboración con grupos criminales y el padre por protegerle9. El 7 de mayo de 1998 el comisionado de la Policía de Nueva York Howard Safir declaró que el departamento iba a iniciar un proceso contra Wrynn. El propio asistente del fiscal Georges Stamboulidis había presentado unos meses antes un memorándum de 11 páginas sobre su comportamiento, solicitando que se le retirase del servicio de inmediato.
El 31 de julio de 1998 John Wrynn fue obligado a renunciar a su puesto, pero nunca fue acusado formalmente de nada. El portavoz de la policía Michael Collins declaró que esta «era una forma terminante pero justa de remover a un miembro del servicio, sin el tiempo y los gastos de un juicio». Su padre había sido trasladado de sección mucho antes. Es evidente que hubo algún tipo de acuerdo extrajudicial que puso a todo el mundo a salvo.
A pesar de los juicios, las investigaciones y los conflictos larvados dentro de la policía y en las calles de la Gran Manzana, donde el crack y la heroína se adueñaban de las voluntades y los bolsillos, nunca se retomó el expediente por el asesinato de Bruce Bailey, un rostro olvidado que surcó las olas de un cambio de época.
El crimen nunca juzgado de Bruce Bailey nos sumerge en un mundo de cambio acelerado en el que el diseño de las ciudades, la actuación de las autoridades y las formas en las que se configura lo político y lo social se transforman tan deprisa y de una manera tan difícil de predecir como sucede con la tecnología, con el mercado de trabajo o con las relaciones interpersonales. Un mundo extraño y complejo que todavía estamos lejos de comprender y que tal vez haya perdido la cabeza.
Busquémosla.