Con los samanas

Al anochecer de ese mismo día alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron aceptados.

En el camino, Siddhartha regaló su túnica a un brahmán pobre, quedándose solo con el taparrabos y un jubón descosido de color tierra. No tomaba sino una comida diaria, y nunca alimentos cocidos. Ayunó durante quince días, que al final se convirtieron en veintiocho. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Sueños ardientes llameaban en sus pupilas dilatadas; en sus dedos resecos fueron creciendo, largas, las uñas, y su barbilla fue poblándose de una pelambre hirsuta y seca. Su mirada tornábase de hielo cuando recaía en mujeres; su boca destilaba desprecio cuando, al atravesar una ciudad, veía gente bien vestida. Vio negociar a muchos mercaderes, vio príncipes que iban de cacería, gente enlutada que lloraba a sus muertos, prostitutas que se ofrecían, médicos que curaban enfermos, sacerdotes que fijaban el día de la siembra, amantes que se amaban, madres que amamantaban a sus hijos... Y encontró todo aquello indigno de su mirada. Todo mentía, todo era hediondo, todo rezumaba engaño y simulaba tener sentido, felicidad y belleza, cuando no era más que podredumbre encubierta. El mundo tenía un gusto amargo. Una tortura era la vida.

Solo una meta se perfilaba ante Siddhartha: quedarse vacío, despojarse de su sed, de sus deseos, de sus sueños, de sus penas y alegrías. Deseaba morir para sí mismo, no ser más él, hallar paz y tranquilidad en su corazón vacío, permanecer abierto al milagro despersonalizando el pensamiento. Cuando venciera y aniquilara a su Yo, cuando todos los impulsos y pasiones enmudecieran en su corazón, tendría que despertar lo Último, lo más íntimo del Ser, lo que ya no es el Yo, sino el gran Misterio.

Silencioso, Siddhartha solía permanecer bajo el calor vertical del sol, ardiendo de sed y de dolor, hasta que ya no sentía dolor ni sed. Silencioso permanecía también a la intemperie durante la estación de las lluvias; de sus cabellos caían gotas de agua sobre los hombros, caderas y piernas que se le iban enfriando, pero el penitente aguantaba hasta que sus hombros y piernas no sentían frío y cesaban de temblar. Silencioso, se acuclillaba entre zarzales espinosos: la sangre goteaba de su piel ardiente y las úlceras le supuraban, pero Siddhartha permanecía rígido e inmóvil hasta que ya no le goteaba más sangre, hasta que se volvía insensible a los pinchazos y a los ardores.

Sentado, el joven aprendió a ahorrar aliento, a vivir con muy poco aire y a contener la respiración. Aprendió a calmar sus pulsaciones con ayuda de la respiración, a reducir los latidos de su corazón al mínimo posible, hasta anularlos casi.

Instruido por el más anciano de los samanas aprendió Siddhartha a practicar la despersonalización y el ensimismamiento, según las nuevas reglas de los samanas. Si una garza pasaba volando sobre el bosque de bambúes, Siddhartha la acogía en su alma y volaba con ella sobre el bosque y las montañas: era él mismo garza, devoraba peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el lenguaje de las garzas y moría como el ave. Yacía un chacal muerto en la orilla arenosa, el alma de Siddhartha se introducía en el cadáver: era un chacal muerto, yacía sobre la orilla, se hinchaba, apestaba, se descomponía. Finalmente, destrozado por las hienas y desollado por los buitres, se convertía en osamenta, en polvo que se esparcía por el campo. Y el alma de Siddhartha regresaba después de haber estado muerta, de haberse descompuesto y convertido en polvo: tras haber probado la turbia embriaguez del ciclo de las transmutaciones. Y entonces aguardaba con una sed nueva, como un cazador, la salida que le permitiera evadirse del ciclo, la brecha que marcara el fin de las causas y el principio de una eternidad sin dolor. Mataba sus sentidos y sus recuerdos, se escurría de su Yo adoptando mil formas distintas y era sucesivamente animal, carroña, piedra, madera y agua. Y al despertar se reencontraba siempre a sí mismo; brillara el sol o la luna, volvía a ser él y a sumirse en el ciclo, volvía a sentir sed, a superarla y a sentirla de nuevo.

Muchas cosas aprendió Siddhartha con los samanas. Aprendió a recorrer muchos caminos para alejarse del Yo. Recorrió el camino de la despersonalización a través del dolor, del sufrimiento voluntario y de la superación del dolor, el hambre, la sed y el cansancio. Recorrió el camino de la despersonalización a través de la meditación, vaciando su mente de cualquier tipo de representación sensorial. Aprendió a recorrer estos y otros senderos. Mil veces abandonó su Yo, permaneciendo horas y días en el No-Yo. Pero aunque esos caminos lo alejaran del Yo, al final volvían a conducirlo siempre al mismo punto de partida. Por más que Siddhartha huyera una y mil veces de su propio Yo, por más que se sumiera en la nada y fuera animal o piedra, el retorno era inevitable... e ineludible la hora del reencuentro consigo mismo, bajo los rayos del sol o a la luz de la luna, a la sombra o bajo la lluvia. Y era nuevamente un Yo-Siddhartha; y volvía a sentir la tortura del ciclo impuesto.

A su lado vivía Govinda, su sombra, que seguía los mismos caminos y se sometía a idénticos ejercicios. Raras veces hablaban de cosas no relacionadas con el servicio y las prácticas. A menudo se internaban en las aldeas para mendigar su sustento y el de sus maestros.

—Dime, Govinda —preguntó Siddhartha en el curso de una de estas peregrinaciones—, ¿crees que hemos hecho algún progreso? ¿Crees que hemos llegado a alguna meta?

Y Govinda contestó:

—Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddhartha. Has aprendido con rapidez cada ejercicio, y a menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás un santo, Siddhartha.

A lo que repuso Siddhartha:

—No comparto tu opinión, amigo mío. Lo que hasta hoy he aprendido de los samanas, Govinda, habría podido aprenderlo con mayor facilidad y rapidez en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, o entre arrieros y jugadores.

Y Govinda replicó:

—Siddhartha se burla de mí. ¿Cómo habrías podido aprender ahí, entre esos pobres diablos, a ensimismarte, a contener la respiración, a insensibilizarte contra el hambre y el dolor?

Y Siddhartha dijo entonces en voz baja, como si hablara consigo mismo:

—¿Qué es el ensimismamiento? ¿Qué significa abandonar el cuerpo? ¿Qué es el ayuno? ¿Para qué se contiene la respiración? Tan solo para huir del Yo. Para escapar brevemente al dolor de ser un Yo: para insensibilizarse por breves instantes contra el dolor y lo absurdo de la vida. Pues esa misma huida, esa misma insensibilización pasajera la encuentra el boyero cuando, en el albergue, se bebe unas cuantas copas de aguardiente de arroz o leche de coco fermentada. Porque luego deja de sentir su Yo y los dolores de la vida, insensibilizándose por breves instantes. Y así, adormilado sobre su copa de aguardiente de arroz, encuentra lo mismo que Siddhartha y Govinda logran cuando, después de largos ejercicios, se evaden de su cuerpo y moran en el No-Yo. ¡Sí, Govinda, así es!

A lo que Govinda replicó:

—Tú hablas de este modo, amigo, pero sabes muy bien que Siddhartha no es ningún boyero y que un samana tampoco es un borracho. Cierto es que el bebedor logra aturdirse y encontrar breves momentos de evasión y de sosiego; pero al final sale de su delirio y vuelve a hallar todo como antes: no ha ganado en sabiduría ni en conocimientos, ni ha subido peldaño alguno.

Y Siddhartha repuso entonces, sonriendo:

—No lo sé, nunca he sido un bebedor. Pero sí sé que yo, Siddhartha, solo consigo insensibilizarme fugazmente durante mis ejercicios de ensimismamiento, y me hallo tan lejos de la sabiduría y la liberación como lo estaba de niño, en el seno de mi madre. Esto, Govinda, puedo afirmarlo con seguridad.

Y en otra ocasión en que ambos abandonaron el bosque y se dirigían a una aldea a mendigar sustento para sus hermanos y maestros, Siddhartha empezó a hablar de nuevo:

—Govinda —dijo—, ¿cómo saber si vamos por el buen camino? ¿Estaremos acercándonos al conocimiento? ¿Alcanzaremos pronto la liberación? ¿No seguiremos dando vueltas en círculo… nosotros, que tanto ansiamos evadirnos del terrible ciclo?

Y Govinda replicó:

—Hemos aprendido mucho, Siddhartha, y aún nos queda mucho por aprender. No damos vueltas en círculo, nos dirigimos hacia arriba: el círculo es una espiral y ya hemos ascendido bastante.

Siddhartha preguntó entonces:

—¿Qué edad crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable maestro?

Y Govinda respondió:

—El más anciano de los nuestros quizá tenga sesenta años.

Y Siddhartha:

—Ya tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana. Cumplirá setenta y ochenta, y tú y yo también los cumpliremos y seguiremos con los ejercicios, el ayuno y la meditación. Pero no llegaremos al nirvana: ni él, ni nosotros. ¡Oh, Govinda!, creo que ni uno solo de todos los samanas llegará al nirvana. Encontramos consuelos, conseguimos insensibilizarnos y aprendemos artificios para engañarnos. Pero no hallamos lo Esencial, el Camino de los caminos.

—Te ruego no pronunciar palabras tan terribles, Siddhartha —repuso Govinda—. ¿Por qué pensar que entre tantos y tantos sabios y brahmanes, entre tantos samanas venerables y austeros, entre tantos hombres santos y buscadores asiduos y escrupulosos no haya uno solo que logre encontrar el Camino de los caminos?

Y Siddhartha contestó con una voz que conjugaba la aflicción y la burla, una voz suave, ligeramente triste y a la vez burlona:

—Muy pronto, Govinda, abandonará tu amigo la senda de los samanas, la senda que tanto tiempo ha recorrido a tu lado. Tengo sed, Govinda, y este largo trayecto con los samanas no ha conseguido aplacar mi sed. Siempre he padecido de sed de conocimientos y he vivido acosado por innumerables preguntas. Año tras año he interrogado a los brahmanes, consultado en los sagrados «Vedas» y preguntado a los piadosos samanas... año tras año. Y tal vez, Govinda, habría sido igualmente cuerdo y provechoso interrogar al cálao o al chimpancé. He empleado mucho tiempo en aprender, Govinda —y aún lo sigo haciendo—, que no se puede aprender nada. Creo que, en realidad, aquello que llamamos «aprender» no existe. Solo hay un conocimiento que está en todas partes, amigo mío, y es el Atmán. Se halla en mí, en ti, y en cada ser. Y empiezo a creer que este conocimiento no tiene peor enemigo que el querer saber, que el aprender.

Al oír esto Govinda se detuvo, alzó las manos y exclamó:

—Te ruego, Siddhartha, no angustiar a tu amigo con semejantes palabras, que despiertan en mi corazón auténtico pavor. Y piensa más bien: ¿Qué sería de la sacralidad de la oración, de la dignidad de la casta brahmánica y de la santidad de los samanas si todo fuera como tú dices, si el aprender no existiera? ¿Qué sería entonces, oh Siddhartha, de cuanto en la tierra hay de sagrado, valioso y venerable?

Y Govinda murmuró entonces un verso, un verso sacado de un «Upanishad»:

El puro de espíritu que, meditando, se sumerja en el Atmán,

sentirá en su corazón una alegría inefable.

Pero Siddhartha guardó silencio. Siguió meditando en las palabras que Govinda le había dicho, y las pensó hasta agotar su contenido. «Sí —pensó con la cabeza inclinada—, ¿qué quedaría de todo cuanto nos parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Cuánto resistiría a la prueba?» Y sacudió la cabeza.

En cierta ocasión, cuando ambos jóvenes llevaban ya casi tres años viviendo con los samanas y compartiendo sus prácticas, les llegó por diversas fuentes y canales una noticia, un rumor, una leyenda: un hombre al que llamaban Gotama, el Sublime, el Buda, había superado en sí mismo el sufrimiento del mundo, deteniendo la Rueda de las reencarnaciones. Y ahora recorría el país enseñando, rodeado de jóvenes, sin bienes de ningún tipo, sin patria ni mujer, envuelto en el manto amarillo de los ascetas, pero con la frente serena: un Bienaventurado. Y brahamanes y príncipes se inclinaban ante él y convertíanse en discípulos suyos.

Esta leyenda, rumor o cuento se fue difundiendo por todas partes como un perfume. Los brahamanes hablaban de ella en las ciudades, y los samanas, en los bosques. Y el nombre de Gotama, el Buda, llegaba constantemente a oídos de los jóvenes, para bien o para mal, aureolado de alabanzas o cubierto de improperios.

Como cuando en un país diezmado por la peste se propaga el rumor de que ahí anda un hombre, un sabio o un experto cuya palabra o aliento bastan para curar a los enfermos del mal, y la noticia recorre el país y todo el mundo habla de ella, unos creyendo, dudando otros, y un gran número se pone inmediatamente en marcha para buscar al sabio, al salvador, así también cundió por el país esa leyenda, la leyenda perfumada de Gotama, el Buda, el Sabio de la estirpe de los Sakya. Decían los creyentes que se hallaba en posesión del conocimiento supremo, que recordaba sus vidas anteriores, había alcanzado el nirvana y nunca más regresaría al ciclo ni se sumergiría en la turbia corriente de las formas. Muchas historias fabulosas e increíbles se tejieron sobre su persona: había hecho milagros, vencido al demonio y conversado con los dioses. Pero sus enemigos y los incrédulos pretendían que el tal Gotama era un seductor vanidoso que pasaba sus días inmerso en toda suerte de placeres, despreciaba los sacrificios, no era sabio e ignoraba las prácticas religiosas y la mortificación.

Dulcemente iba extendiéndose la leyenda de Buda, de la que emanaban toda suerte de hechizos. El mundo se hallaba, sin duda, enfermo, y la vida era difícil de soportar..., cuando hete aquí que una fuente parece brotar y un mensaje repercute de improviso, rebosante de consuelo, ternura y nobles promesas. Dondequiera que llegaran noticias de Buda, en todas las regiones de la India, los jóvenes aguzaban el oído y sentían nacer anhelos y esperanza en su interior; y cualquier peregrino o forastero que trajera noticias de Él, el Sublime, el Sakyamuni, era calurosamente recibido por los hijos de los brahamanes en las ciudades y en los pueblos.

En forma lenta, gota a gota, la leyenda se filtró también hasta los samanas del bosque, hasta Siddhartha y Govinda. Cada gota llegaba cargada de esperanzas, pero también de dudas. Se hicieron pocos comentarios, pues el más anciano de los samanas mostrábase reacio a hacerlos. Tenía entendido que aquel presunto Buda había vivido antes como asceta en los bosques, pero que luego se entregó a una vida de placer y desenfrenos. Escasa era su estima por el tal Gotama.

—Siddhartha —le dijo un día Govinda a su amigo—. Hoy estuve en el pueblo y un brahmán me invitó a su casa, donde conocí al hijo de un brahmán de Magadha que había visto al Buda con sus propios ojos y lo había oído predicar. En aquel momento me fue doloroso respirar y pensé para mis adentros: «¡Ojalá yo también pueda, ojalá Siddhartha y yo podamos, algún día, escuchar la doctrina de los labios de aquel Ser perfecto!». Dime, amigo, ¿no deberíamos también nosotros ir allí y escuchar la doctrina de boca del propio Buda?

A lo que Siddhartha respondió:

—Siempre creí, Govinda, que acabarías quedándote con los samanas; siempre pensé que tu meta sería llegar a los sesenta o setenta años y seguir practicando las artes y ejercicios que ennoblecen a un samana. Mas ahora veo que no conocía bien a Govinda, que poco sabía de su corazón. ¿De modo, querido amigo, que ahora deseas emprender un nuevo viaje y dirigirte a donde el Buda se halla predicando su doctrina?

Y Govinda repuso:

—Te complace burlarte, Siddhartha. Sigue burlándote, si lo deseas. Pero ¿no se ha despertado en ti también un intenso deseo de escuchar esa doctrina? ¿Y no me dijiste hace poco que ya no pensabas continuar por la senda de los samanas?

Al oír esto riose Siddhartha a su manera, conjugando en su tono de voz matices de tristeza y de ironía. Luego dijo:

—Bien dices, querido Govinda, y tus recuerdos son exactos. Pero me gustaría que también recordaras las otras cosas que te dije: que había terminado por cansarme y desconfiar de las doctrinas y de cuanto signifique aprender, y que mi fe en la palabra de los maestros se ha tornado muy débil. Mas no importa, amigo mío: estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque en el fondo de mi corazón algo me dice que ya hemos cosechado sus mejores frutos.

Dijo entonces Govinda:

—Tu disponibilidad me alegra el corazón. Mas dime, ¿cómo es posible todo esto? ¿Cómo la doctrina de Buda puede habernos dado sus mejores frutos antes de que la hayamos escuchado?

Dijo Siddhartha:

—¡Gocemos por ahora de estos frutos y aguardemos la continuación, Govinda! Pues el primer fruto que debemos a Gotama es el habernos alejado de los samanas. ¿Podrá darnos, además, cosas mejores? Esto, amigo mío, más vale esperarlo con el corazón tranquilo.

Aquel mismo día hizo saber Siddhartha al mayor de los samanas su decisión de abandonarlos. Se la comunicó con la modestia y cortesía propias de un discípulo más joven. Pero el samana montó en cólera al saber que ambos jóvenes querían abandonarlo, y empezó a vociferar y a proferir toda suerte de improperios.

Govinda fue presa del miedo y se quedó desconcertado. Pero Siddhartha acercó sus labios al oído del amigo y le dijo en un susurro:

—Ha llegado el momento de mostrar a este anciano que algo he aprendido a su lado.

Y parándose frente al samana, se fue concentrando hasta que su mirada interceptó la del anciano y lo hechizó, dejándolo nulo y sin voluntad, sometiéndolo a la suya y ordenándole cumplir en silencio cuanto pidiera. El anciano enmudeció, quedándose con la mirada fija y los brazos caídos, totalmente abúlico e impotente: había sucumbido al hechizo de Siddhartha. Y los pensamientos del joven se apoderaron luego del samana, quien tuvo que hacer cuanto le ordenaron. El viejo le hizo entonces varias venias, esbozó gestos de bendición y murmuró, vacilante, un feliz augurio para el viaje. Agradecidos, los jóvenes le devolvieron las venias y el augurio y, tras saludar, se marcharon.

Ya en camino dijo Govinda:

—Oh, Siddhartha; has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a un anciano samana. Seguro que, de haberte quedado ahí, pronto habrías aprendido a caminar sobre las aguas.

—No es mi deseo caminar sobre las aguas —replicó Siddhartha—. Dejemos este tipo de satisfacciones a los viejos samanas.