Dos caballeros franceses cuyo nombre ya se ha olvidado, si bien se recuerda su alta alcurnia, decidieron emprender el Camino de Santiago en pleno invierno, precisamente la época en que todos los peregrinos rehuían arriesgarse a seguir la Ruta, tanto por las condiciones meteorológicas adversas como, sobre todo, por los graves peligros que entrañaba el paso a pie de los puertos pirenaicos. Sin embargo, para los dos caballeros el reto invernal formaba parte de la misma devoción que los guiaba. Y el enorme sacrificio que suponía era para ellos una prueba más que querían afrontar en honor al Apóstol al que habían prometido visitar.
Así alcanzaron a duras penas el Summus Portus, el actual Somport, azotado por una terrible ventisca que los obligaba a caminar con nieve hasta la cintura. Apenas sobrepasada la cumbre, se dieron cuenta de que las fuerzas comenzaban a fallarles y que no podrían resistir el descenso, totalmente solitario y sin posibilidad de encontrar refugio alguno. De pronto, misteriosamente, atisbaron una luz a poco trecho y al acercarse, en el límite de su resistencia, distinguieron una cabaña iluminada. La cabaña estaba desierta, pero tenía el fuego encendido en el hogar y la tosca mesa se encontraba bien provista de alimentos y bebidas, de modo que saciaron su hambre y calentaron sus ateridos cuerpos.
Convencidos de haber sido objeto de un milagro, los dos caballeros se encomendaron al Apóstol y, devotos como eran de Santa Cristina, prometieron la construcción allí mismo de un refugio para peregrinos que llevaría su nombre. Apenas formularon su voto, surgió de no se supo nunca dónde un pajarillo llevando en el pico una cruz de oro, con la que fue marcando con pasmosa precisión los límites exactos del contorno del que, en poco tiempo, se habría de convertir en el primer hospital de peregrinos de aquel paraje por donde se iniciaba el Camino Jacobeo aragonés.
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He aquí, recién iniciado el Camino, una leyenda repleta de signos de reconocimiento. Para los peregrinos que la escucharan con la mente lúcida, tuvo que significar un buen inicio de su periplo iniciático, puesto que contenía multitud de claves capaces de dar sentido a su presencia. En primer lugar, la festividad de Santa Cristina se celebraba el día anterior a la del Apóstol, el 24 de julio, lo que la aproximaba a la presencia del cuerpo santo en cuyo recuerdo se emprendía la peregrinación. En segundo lugar, la santa, que no fue mártir, sino que murió en loor de santidad en torno al año 330, fue originaria de Armenia y tuvo justa fama de constructora, puesto que se sabe de ella, a través de la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, que colaboró con sus oraciones al levantamiento de un hermosísimo templo, cuyas columnas se desplazaban solas al son de sus rezos, para ocupar el lugar que habría de corresponderles en la nave. Su nombre, además, se asocia con el de otra santa, esta sí romana y mártir en tiempos de Diocleciano, que sufrió el suplicio de la amputación de la lengua —a pesar de lo cual, siguió proclamando a voces su fe en Cristo— y de los pechos, que comenzaron a manar leche a través de sus muñones.
Santa Cristina fue santa de devoción jacobea también en la primitiva ruta que se dirigía a Compostela por Asturias, donde aún se puede admirar una maravillosa iglesilla de estilo ramirense que lleva su nombre en las proximidades de Pola de Lena. Pero no tuvo la misma suerte el hospital que se levantó en las cercanías del puerto pirenaico. De él apenas quedan hoy unas pocas ruinas que ni siquiera nos transmiten una idea aproximada de la enorme importancia que tuvo en tiempos pasados. Sin embargo, las memorias escritas por Domenico Laffi y algunos peregrinos de otras épocas destacan la gran función que cumplió mientras se mantuvo en pie.
Un trecho más adelante, bajado ya el puerto y dejado atrás el pueblo de Villanúa, hay una desviación que tomaban antaño muchos peregrinos y que, pasada la localidad de Borau, donde estuvo durante algún tiempo custodiado el Santo Grial —de ahí tal vez el interés de los viajeros por acercarse al recuerdo—, se encuentra medio perdida entre los montes la iglesuela románica de San Adrián de Sasabe. Hasta hace pocos años, en que se decidieron a restaurarla, era una ruina apenas reconocible, medio enterrada entre aluviones que habían convertido su interior en una charca maloliente. En el ábside, la parte mejor conservada, surgen unas pequeñas tallas, las únicas figurativas labradas en relieve sobre la piedra. Una representa un rostro femenino, la otra una mano que sostiene una cruz. Según se asegura, la mujer representada es Santa Natalia, y la mano con la cruz es la de su esposo martirizado, San Adrián. La historia de este matrominio es objeto de una curiosa leyenda.
Adrián era un centurión de la milicia imperial en tiempos del emperador Maximiano; estaba casado con la noble Natalia y, siendo pagano, su conversión se produjo mientras custodiaba a treinta y tres cautivos cristianos a los que conducía camino del martirio. Les preguntó por la recompensa que pensaban obtener a cambio del martirio que iban a recibir y ellos le contestaron que solo esperaban alcanzar la gloria que su dios les había prometido. Naturalmente, lo convencieron inmediatamente y, abrazando entusiasta la fe de aquellos valientes, los puso en libertad, pero él fue prendido a continuación por orden directa del emperador y presionado a revelar dónde los había escondido, algo a lo que se negó el neófito. Para que confesara, no solo fue sometido a los más atroces tormentos, sino que los sicarios trajeron a su esposa, que también era cristiana, aunque lo había mantenido en secreto, para que los presenciara e intercediera en favor de su confesión.
Pero los planes de las autoridades paganas se vieron destrozados cuando Natalia, lejos de intentar convencer a su marido para que abandonase su obcecación, comenzó a darle ánimos para que resistiera a toda costa los suplicios a los que lo sometían, exhortándolo llena de alegría a que despreciara la gloria terrena y pensara solo en los bienes celestiales que le esperaban. Los verdugos, finalmente, cortaron las manos de Adrián y el mártir murió desangrado, mientras Natalia tomaba una de ellas y la escondía disimuladamente entre su ropa.
Al poco tiempo, la esposa viuda tuvo que huir con otros cristianos para evitar su prendimiento. Con la mano de su difunto marido como único equipaje, se embarcó en una nave que pronto tuvo que enfrentarse a una espantosa tormenta. Fue entonces cuando la mano de San Adrián tomó el mando de la nave y, con sus movimientos, guió a los marineros hasta dejarlos en lugar seguro. Natalia regresó donde había depositado el cuerpo de su esposo, puso la mano cortada junto al cadáver y, despidiéndose de los que la acompañaban, se abrazó al muerto y entregó en silencio su alma a Dios. Sus compañeros los enterraron juntos y la Iglesia proclamó también mártir a la esposa fiel.
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La figura de la mujer animosa capaz de sostener muy en alto la fe y los ánimos del marido surge en la leyenda hagiográfica como expresión cristianizada de un símbolo que aparece igualmente en el ámbito de la Gran Tradición, representando, más que a la esposa real, a la fuerza que permitirá al hombre alcanzar la Gloria, expresión del estado superior de conciencia al que desea acceder. En este sentido, Santa Natalia no está lejos de la figura de la shekiná cabalística, expresión de la Sabiduría, o de la esposa que surge en los tratados de alquimia, como en el Liber Mutus, o en la vida de los grandes maestros, junto a los cuales, dándoles ánimos y ayudándolos en sus trabajos, nos tropezamos casi siempre con la esposa abnegada. La leal Perrenelle de Nicolás Flamel, es una fiel personalización de los mismos saberes que él persigue.
Ya en Jaca, el primer encuentro mítico del peregrino tenía lugar ante el Árbol de la Salud, definitivamente desaparecido incluso del recuerdo, pero que marcaba un significativo hito entre los prodigios del Camino. El tal Árbol, un enorme olmo, se encontraba frente al también desaparecido hospital que regía la Orden del Temple y tenía fama de devolver, con su sombra, la salud y las fuerzas que el peregrino había gastado desde que atravesara los puertos que daban acceso a la Ruta. Lo más probable era que el olmo en cuestión fuera una reminiscencia de aquellos árboles sagrados que formaron parte de la sacralidad de la Tierra venerada por los antiguos montañeses. Y es más que seguro que los caballeros templarios, sempiternos buscadores de lo que se escondía detrás de las viejas creencias anteriores al cristianismo, fomentaran su culto y sus virtudes como una recuperación secreta de los primitivos cultos a la Madre Tierra.
Pero, sin duda, era la Catedral el lugar que ejercía mayor atracción sobre el peregrino, la visita obligada que se debía cumplir como rito imprescindible para todo el que marchaba hacia Compostela. Construida en el siglo XI, sigue conteniendo el conjunto simbólico más completo de la iconografía románica de la comarca, aunque perdió muy pronto el papel para el que fue levantada: el de albergar la Copa Griálica, el Cáliz de la Cena que enviara a su patria el mártir San Lorenzo. La sagrada reliquia sería pronto trasladada al monasterio de San Juan de la Peña, y allí incidiremos sobre las circunstancias legendarias de su presencia, pero la catedral la sustituyó pronto por el cuerpo de Santa Orosia, que atrajo inmediatamente la devoción de los creyentes y se convirtió muy pronto en objeto de culto para los numerosos peregrinos que se dirigían a Compostela.
Orosia era, según dicen, una princesa procedente de Aquitania que llegó a aquellas montañas acompañada de un numeroso séquito camino de Toledo, donde estaba destinada a contraer matrimonio con un príncipe godo. Su largo viaje coincidió, sin embargo, con la invasión agarena, de la que ni siquiera tuvieron noticias al emprender su andadura. Así, la comitiva principesca, al pasar por los montes cercanos a la localidad de Yebra, tuvo la desgracia de tropezarse con una numerosa partida de musulmanes que los hizo prisioneros.
El cabecilla de aquella partida, Aben Lupo, se sintió inmediatamente enamorado de la princesa cristiana y la requirió de amores, pero fue rechazado una y otra vez por Orosia, que sentía sobre todo la incompatibilidad de su fe con las creencias de aquel moro que pretendía convertirla al islamismo y casarse con ella según sus creencias religiosas. El enamorado caudillo echó mano de todos los trucos imaginables para convencer a la cristiana y, ante sus firmes negativas, no encontró otra solución que intentar convencerla recurriendo al miedo. Así, en presencia de la virtuosa princesa, hizo degollar a su propio tío y a su hermano, que la acompañaban. Con ello no logró otra cosa que afirmarla en sus convicciones y, finalmente, desesperado por el mismo horror que había despertado en su amada, la hizo también decapitar con todos los demás miembros de su comitiva y arrojó sus cuerpos a una sima cercana.
Pasó el tiempo y la poca gente que tuvo noticias de aquella matanza buscó primero inútilmente sus restos y luego olvidó el suceso. Pero un buen día, mientras conducía su rebaño, un pastorcillo de Yebra distinguió luces que salían de una covacha y, al acercarse, sintió que de ella salía un aroma indefinible. Cuando se asomó, encontró los restos de los mártires y, entre ellos, el cuerpo decapitado e incorrupto de la princesa Orosia. La noticia corrió por toda la comarca y, muy pronto, el cabildo de la catedral de Jaca reclamó la reliquia de la princesa, que inmediatamente después de ser encontrada fue proclamada santa y comenzó a hacer prodigiosos milagros. El pueblo de Yebra, en cuyo término había tenido lugar el hallazgo, reclamó por su parte el derecho a conservar a su santa y solo largas conversaciones con la autoridad religiosa abocaron en una solución: Yebra conservaría la cabeza de la princesa mártir, pero el cuerpo sería trasladado a la catedral jacetana, donde habría de recibir el culto apropiado para que su santidad fuera conocida de mayor número de fieles. Y así se hizo. Y, desde entonces, la reliquia de Santa Orosia siguió repartiendo milagrosos favores desde su capilla del templo catedralicio.
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El cuerpo de la princesa aquitana se sigue conservando en la capilla especial que se le construyó junto al claustro de la catedral. Esa capilla tiene una disposición muy significativa, porque fue levantada justo a los pies de la gran nave central, de tal manera que su estructura conformaba como los dientes de una llave cuyo cuerpo lo constituiría la nave misma del templo. Este simbolismo de la llave se repite en numerosos templos cristianos, y la disposición del enterramiento sagrado llama la atención por el mensaje que transmite. Todo hace pensar que, tanto aquí como en otros lugares con las mismas características (algunos de los cuales forman parte de esta misma Ruta Jacobea que recorremos ahora en pos de sus recuerdos legendarios), la capilla debía transmitir la idea simbólica de que aquella llave estaba destinada a guardar y a descubrir un determinado secreto a aquellos que fueran capaces de captar debidamente su significado. El secreto en cuestión, en nuestro caso, sería probablemente la identificación del culto a la princesa mártir con los cultos ancestrales rendidos a personajes femeninos, como la Perséfone de los misterios eleusinos, a los que se traspasaría el papel sagrado antiguamente destinado a las divinidades femeninas de las antiguas tradiciones precristianas: diosas que participaban de la maternidad telúrica y de la pureza y que, con el tiempo, serían absorbidas por la devoción popular mariana, que vino a asumir una parte fundamental de las creencias propiciadas por el cristianismo a partir del siglo XII.
Hoy el culto a Santa Orosia ha sufrido un considerable retroceso en su vertiente popular, pero hasta no hace todavía un siglo la devoción por su reliquia constituyó una de las celebraciones más singulares de aquellos contornos. Porque la santa adquirió buena parte de su fama por sus especiales poderes para sacar los diablos del cuerpo de los endemoniados. Y así, en los días de su festividad, acudían a Jaca familias enteras acompañando a los pobres que habían tenido la desgracia de caer poseídos por el diablo, para invocar los favores de la reliquia.
El ritual que se llevaba entonces a cabo, y que era precedido por una procesión durante la cual se conducía a los endemoniados hasta la catedral, consistía en atarles a aquellos desgraciados cintas de colores a los dedos y dejarlos juntos durante toda la noche y en la más absoluta oscuridad en la capilla de Santa Orosia, entregados a sus terrores y a sus histerias. A la mañana siguiente salían magullados y medio muertos después de aquella experiencia colectiva. Entonces, los familiares procedían a contar las cintas que se les habían desprendido de los dedos. Y cada cinta suelta era, según fama, un diablo que había abandonado su cuerpo.
Creo que hay razones para pensar que si el Camino Jacobeo arrancaba en la Península a través de dos accesos principales —el navarro y el aragonés—, era con el fin de dar a los peregrinos la oportunidad de elegir el mito inicial más acorde con el esquema ideológico que guiaba las razones de su marcha. El camino que se iniciaba en Valcarlos y Roncesvalles comenzaba profundamente marcado por el recuerdo de Carlomagno, el Emperador de la Barba Florida, representación puntual de una idea sinárquica basada en el gobierno mundial bajo la gloriosa égida del Cristianismo triunfante que habría de concentrar poder y creencias bajo el dominio espiritual de la Iglesia. Tal dominio estaba reflejado en el ideario de la Orden de Cluny, que fue la que estableció el Camino Oficial hoy existente. Esta ruta habría de sustituir a los múltiples y anárquicos caminos que habían seguido los peregrinos jacobeos antes de la intromisión de los cluniacenses en el ordenamiento de la vida religiosa y de los ideales imperialistas y unitarios de la cristiandad.
En cambio, el Camino Aragonés, este que seguimos ahora en pos de sus elementos legendarios, estaba marcado por la presencia casi palpable del esquema iniciático representado por el simbolismo del Mito griálico: un factor esencial de paganidad, aunque debidamente cristianizado para que aportase sus raíces heterodoxas tradicionales al ideal de Conocimiento superior latente en el espíritu de muchos de los que emprendían la Ruta en pos de un destino trascendente representado por el sepulcro del Apóstol.
Sin duda, el mismo protagonismo de las mujeres santas en las leyendas hagiográficas que dan sentido a las primeras etapas de este trecho del Camino tienen mucho que ver con la implantación de esta idea. Pues la mujer, como representación inmediata de la Gran Madre, constituye el ideal remoto que configura el principio griálico como contenedor de Vida y de Conocimiento.
El Grial, cuyos orígenes pueden establecerse en los legendarios recipientes prodigiosos ritualizados por los pueblos paganos de Occidente, simbolizaba un principio esencial de vida y de Sabiduría, útero materno y amoroso de conocimiento esencial y meta de todo buscador lanzado en pos de los principios fundamentales de la sacralidad. Así era la caldera de Dagda de las primitivas sagas irlandesas, regalo de Lug a los Tuatha de Danán y tan capaz de resucitar a los muertos como de curar a los heridos en las batallas y proporcionar alimento hasta saciar a los hambrientos. Ir en pos del Grial significaba perseguir la esencia de los principios rectores de la vida. Hasta el mismo Jesucristo lo proclamó así en la cena eucarística y así lo asumió la doctrina desarrollada por sus sucesores.
En estos pagos prepirenaicos del Camino Aragonés se forja la leyenda y nace la historia del recipiente griálico. Lo que comenzó siendo un mito se transformó en realidad palpable y acabó convertido en objeto devocional por excelencia, meta de ideales y versión palpable de un símbolo universal. Difiere de la leyenda artúrica, pero, en el fondo, contiene sus mismos principios y, en muchos aspectos, no refleja sino variantes de aquella Demanda que persiguieron los caballeros de la Tabla Redonda. Con una ventaja: que aquí el Grial no tenía que ser buscado incansablemente como una meta inalcanzable, sino que, durante siglos, los peregrinos pudieron admirarlo y localizar el lugar donde se custodiaba, porque de la leyenda había pasado a formar parte de la Historia.
Así y no de otro modo lo cuentan en las comarcas del Alto Aragón. Así y no distinto lo escucharon los peregrinos que caminaban hacia el sepulcro de Santiago cuando, ya cruzada Jaca, se internaban en los montes donde se esconde el monasterio de San Juan de la Peña.
Fue en los primeros tiempos de las persecuciones a los cristianos, cuando era obispo casi clandestino de Roma el papa Sixto II, a quien por fin descubrieron y vinieron a prender los esbirros imperiales. Su diácono Lorenzo, que era natural de Loreto, un suburbio de la ciudad de Huesca, quiso ir con él a recibir el martirio, pero el Pontífice no se lo permitió, al menos hasta que hubiera distribuido entre los pobres de la ciudad imperial los escasos bienes que entonces poseía la Iglesia.
Así lo hizo Lorenzo y se dispuso a entregarse y sufrir el martirio, pero, antes de cumplir la orden que le había transmitido el Papa, separó de aquellos tesoros sagrados el que tenía por más preciado: el Cáliz con el que el mismo Jesucristo instauró la Eucaristía durante la Última Cena, el mismo Cáliz que recogió también su sangre cuando, ya en la Cruz, el centurión Longinos le atravesó el costado con su lanza. San Pedro había llevado consigo la joya simbólica al trasladarse a Roma y todos sus sucesores lo habían conservado como la más importante reliquia de la cristiandad.
San Lorenzo entregó en custodia aquella reliquia a un legionario cristiano y le encargó que lo llevase a su ciudad, donde vivían sus padres, Orencio y Paciencia, que también alcanzaron la santidad. Y así, la ciudad de Huesca, ante la sagrada responsabilidad que le había tocado en suerte, guardó secretamente el Vaso Sagrado y, cuando terminaron las persecuciones y triunfó la Iglesia, le levantó un hermoso templo que ocupaba el lugar donde hoy se levanta la iglesia románica de San Pedro el Viejo.
Pasó el tiempo y dio comienzo la invasión musulmana; y los oscenses, en su huida hacia las montañas, sacaron de la ciudad la preciosa reliquia y la fueron dejando sucesivamente custodiada en los lugares que parecían más seguros para que no cayera en manos del Islam y pudiera ser profanada. Así, de Huesca pasó a Yebra —el lugar donde sufriría martirio Santa Orosia, cuya leyenda hemos contado anteriormente—, de allí a Siresa, en el valle de Echo, donde le levantaron la iglesia de San Pedro para guardarla a buen recaudo. Pero también de Siresa tuvo que ser sacada para esconderla en Balboa primero y luego en San Adrián de Sasabe, la iglesuela levantada en honor del matrimonio de santos, San Adrián y Santa Natalia, del que también dimos anteriormente cumplida cuenta.
Finalmente, cuando el peligro sarraceno se alejó definitivamente de aquellas comarcas —y aquí se acaba la leyenda y comienza la historia de nuestro Grial—, cuando nació, casi de la nada, el reino de Aragón, su primer monarca, Ramiro I, mandó construir en su honor y para su custodia la que había de ser la primera catedral del incipiente reino: la Seo de Jaca.
No lejos de esta primera capital aragonesa se encontraba ya entonces el monasterio de San Juan de la Peña, de cuya leyenda fundacional habremos de ocuparnos un poco más adelante. Sus abades ostentaban el cargo añadido de obispos de la catedral jacetana, siguiendo una costumbre que se arrastraba desde los tiempos en que aquellas tierras formaban parte del reino de Pamplona. Y sucedió que, hacia los inicios del segundo cuarto del siglo XI, cuando la reforma cluniacense se extendía como una mancha de aceite por toda Europa, los monjes pinatenses —así se llamaban los del monasterio de San Juan de la Peña— abrazaron la regla de San Benito y unos cincuenta años más tarde, que no más, adoptaron la reforma preconizada por Cluny, que, entre otras novedades, vendría a unificar los ritos eucarísticos en todo el ámbito cristiano.
Para dar carácter oficial a esta reforma, y celebrar la primera misa según la liturgia romana, llegó a San Juan de la Peña, en el año 1071, el cardenal Hugo Cándido. El abad obispo, que entonces era don Sancho, para dar más esplendor a aquel acto tan trascendental para la Iglesia, trasladó al monasterio el Cáliz que se guardaba en la catedral. Y allí quedaría custodiado desde entonces el Grial, sin que reclamaciones ni amenazas de los jacetanos lograsen que los monjes lo devolvieran ya nunca. La reliquia fue depositada en el altar mayor de la iglesia monástica y solo fue utilizado, durante siglos, en las grandes solemnidades del cenobio con motivo de las fiestas señeras de la cristiandad.
Posteriormente, el último monarca de la dinastía condal catalano-aragonesa, Martín el Humano, aún no se sabe por qué motivo y mediante presiones, logró en 1399 que los monjes le cedieran la reliquia, a cambio de otro cáliz mucho más costoso en lo material, pero carente de la tradición sagrada del que ellos guardaban. El Grial pasó a custodiarse por algún tiempo en el palacio real de la Aljafería de Zaragoza, de allí fue trasladado a la Capilla Real de Barcelona, donde se encontraba en 1410. Y el 18 de marzo de 1437 —esto es ya historia, no lo olvidemos— fue entregado para su custodia a la catedral de Valencia por el rey Alfonso V el Magnánimo. Desde entonces, y sin perder su condición de custodia, la reliquia sigue en la ciudad del Turia, en una capilla especial que, en sus orígenes, parece que fue sala capitular de la seo valenciana. Solo salió de ella para ser escondido en algún lugar secreto durante la Guerra Civil (1936-1939) y para presidir años después un viaje eucarístico y políticamente manipulado por todos los lugares señeros donde estuvo depositado anteriormente.
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Pienso que pocos que lean esta historia que acabo de contar relacionarían el Santo Cáliz aragonés con el Grial que forjó el mito caballeresco medieval, el que cantaron Boron, Eschenbach y Chrétien de Troyes. Sin embargo, bajo la apariencia de una historia eminentemente eclesiástica, sin caballeros andantes ni monjes templarios custodios de la reliquia, se esconde otra que no fue reflejada en las crónicas y que, sin embargo, pone sobre la pista de un mito forjado a golpes de misterio que, sin duda, la Iglesia oficial no habría aprobado si hubiera llegado a divulgarse.
No hay más solución que dejarse guiar por indicios. Y el primero de ellos es, sin duda, la constante alusión que en los poemas artúricos se hace a los territorios peninsulares o a determinados lugares que se corresponden con enclaves situados más acá de los Pirineos. Igualmente, hay constantes referencias a personajes que formaron parte tanto de la España cristiana como de la musulmana. El mismo Wolfram confiesa el origen toledano de la historia que narró, en una extraña simbiosis argumental en la que se hermanan tradiciones cristianas e islámicas y con Toledo, la ciudad mágica por excelencia, como telón de fondo de todo el mito.
Yendo aún más allá, nombres como el del rey del Grial de los cantares, Anfortas —el rey Pescador (o Pecador) que sobrevive gracias a las virtudes curativas de la reliquia—, es paralelo al nombre de Anfortius, empleado en numerosas ocasiones en documentos oficiales por el monarca aragonés Alfonso I el Batallador, muerto en 1344, el gran devoto del Cáliz pinatense, del que se llegó a asegurar también que, herido de muerte tras la batalla de Fraga, logró sobrevivir milagrosamente, gracias a las virtudes de la reliquia, refugiándose en el monasterio de la Peña y marchando después a Jerusalén para purgar el pecado de su derrota.
Son acontecimientos que no cabe sino asociar al gran mito griálico y a su sentido trascendente, potenciados por la presencia física de un objeto repleto de sacralidad y considerado como materialización ortodoxa del símbolo universal. Pero, a su vez, la presencia del Grial en un lugar como San Juan de la Peña debía ser también discreta, como de hecho lo fue durante los siglos en que lo albergó. Y, sobre todo, debía acumular también los signos que lo harían digno de convertirse en custodio de semejante joya espiritual. Tal vez por eso, los orígenes de San Juan de la Peña se bañaron también con el misterio sagrado de lo legendario.
Cuenta la leyenda que un joven noble llamado Voto se encontraba cazando a caballo y en solitario por aquellos parajes selváticos del prepirineo. De pronto, su montura se asomó a un precipicio y estuvo a punto de despeñarse, pero el jinete se encomendó a tiempo a San Juan Bautista, que impidió milagrosamente el accidente. Asombrado por la belleza del lugar, Voto desmontó y comenzó a recorrer los alrededores. Poco a poco, sin casi percibirlo en un principio, un aroma suave y celestial lo condujo hasta la boca de una cueva. Se metió por ella y, no lejos de la entrada, tropezó con el cuerpo incorrupto de un anacoreta que había muerto con la cruz abrazada contra su corazón. El joven lo reconoció inmediatamente como Juan de Atarés, porque la fama de su santidad se había extendido por toda la comarca, aunque nadie se había atrevido nunca, por respeto, a romper su soledad y prácticamente nadie conocía el lugar donde había elegido retirarse.
Tocado por la santidad de aquel hombre, Voto tomó la decisión de seguir sus pasos. Y acompañado de su hermano Félix abandonaron su casa, su familia y la vida cómoda que les aguardaba y se encerraron en el laberinto de aquellas soledades abruptas, con el propósito de entregar su vida a Dios y a la contemplación. Allí discurrió su existencia en loor de santidad y, a su fallecimiento, otros dos hermanos, Benedicto y Marcelo, vinieron a sustituirlos y formaron en torno suyo el núcleo de la primera comunidad de monjes que constituiría el primer cenobio.
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No deja de ser significativo en esta historia un elemento que suele pasarse por alto cuando se narra: el hecho de la presencia, incluso repetida, de dos hermanos como promotores y fundadores de la comunidad monástica. Estamos, sin duda, ante un factor recurrente de la tradición arcana, el mismo que creó a los Dióscuros de la mitología clásica, los hermanos Cástor y Pólux, y el mismo también que, en la tradición cabalística judía, indicaba la necesidad de que dos sabios se hermanasen para poder indagar juntos en los secretos más impenetrables de las Sagradas Escrituras y descubrir en ellas la Palabra y la Cifra transmitidas a los hombres por la Divinidad.
Habría que tener en cuenta toda una larga lista de hermanos santos de la tradición simbólica que, desde Caín y Abel a Osiris y Seth y Rómulo y Remo, marcaron una sacralidad diosúrica que tendría su correspondencia mistérica en el mismo santoral cristiano, en el que santos tales como Abdón y Senén, Gervasio y Protasio o Cosme y Damián surgirían en la Leyenda Dorada para sustituir y cumplir el papel simbólico adjudicado por la Tradición a los gemelos olímpicos que prestaron su nombre y su función a toda esta larga lista de parejas simbólicas.
El símbolo representado por estas parejas de hermanos no es otro que el de la Dualidad que conforma la naturaleza humana y que, regida por los principios emanados del Conocimiento, tiende al encuentro con la Unidad representada por la idea de lo divino, tal como está ya expresado en los textos fundamentales de la Tradición y, entre ellos, resumiendo la gran idea trascendente, en la Tabla Esmeraldina atribuida a Hermes Trismegisto. El hecho mismo de que la leyenda fundacional de San Juan de la Peña insista repetidamente en este principio, a través no ya de una, sino de dos parejas sucesivas de hermanos, es señal inequívoca de la intencionalidad de sacralizar al máximo un principio universal: el de ese Grial que muy pronto entraría a formar parte de la historia y de la esencia del monasterio. Si pensamos, además, su advocación bajo el sagrado patronazgo de San Juan, representante de una Iglesia secretamente opuesta a la Iglesia oficial encabezada por la doctrina romana —la doctrina de Pedro y de sus sucesores los papas—, comprenderemos seguramente mucho mejor el significado que la figura del recipiente griálico pudo tener para los peregrinos que emprendieron el Camino Jacobeo siguiendo esta senda aragonesa que penetra por el Somport, el Sumo Puerto, el lugar Supremo, y encuentra su sentido pleno en el cenobio encastrado en la roca, imagen telúrica del sagrado Útero de la tierra que ya tomaron como espacio esencialmente numinoso los seres humanos en su primer contacto con la idea de la trascendencia.
Una sospecha adquiere cuerpo cuando, escarbando en la vieja historia del monasterio, tan cuidadosamente reunida por el abad Briz Martínez en 1620, parecen surgir elementos que tienden a santificar a toda costa, aunque de acuerdo aparente con el ideario romano, precisamente aquellas vivencias cenobíticas arcaicas que chocaban frontalmente con la liturgia cluniacense que se impuso al monasterio después de siglos de haber seguido el ritual mozárabe.
Así sucede con la recuperación, por parte de los monjes pinatenses, de un cuerpo santo, el de San Indalecio, que no formaba parte del santoral romano, sino de la tradición mozárabe que todavía conservaban limpia los cristianos que vivían en al-Ándalus. Esta recuperación, a caballo también entre la historia y la leyenda, explicaría por qué, en la fachada del monasterio que llaman Nuevo y que data de fines del siglo XVII, aparecen a ambos lados del patrono San Juan los dos santos copatronos del cenobio, precisamente San Benito —el santo de cuya regla reformada procedía la de Cluny— y el tal San indalecio, representante del cristianismo mozárabe que el cenobio practicaba antes de que se le metiera en las anfractuosidades del rito reformado introducido por los cluniacenses.
Es fama que San Indalecio fue uno de los Siete Varones Apostólicos discípulos de Santiago que se repartieron Andalucía para predicar las verdades evangélicas. De este se sabía, por larga tradición, que fue obispo de Almería y que murió en loor de santidad, pero se ignoraba el lugar donde su cuerpo recibió sepultura. Al parecer, durante largo tiempo, el fantasma de este santo se estuvo apareciendo a los monjes de San Juan de la Peña manifestando su deseo de que sus huesos reposasen en aquel monasterio, pero nada se hizo para cumplir aquel capricho, porque nadie sabía dónde se encontraban.
Pero hete aquí que un caballero murciano de rancio abolengo cristiano mozárabe recaló un buen día en el monasterio y transmitió a sus monjes una noticia que a todos llenó de gozo. Según les contó, en las cercanías de la antigua Urci, muy cerca de la ciudad de Almería, venían apareciendo desde tiempo atrás unas extrañas luces en un lugar que nadie lograba localizar con exactitud, porque las luces se apagaban apenas alguien intentaba acercarse a ellas. Los monjes, convencidos de la relación entre sus visiones y aquel fenómeno, pidieron al caballero murciano que acompañase a dos de los hermanos de la comunidad hasta aquel lugar. Y así se hizo, sorteando los peligros que suponía adentrarse en aquel remoto territorio musulmán.
Efectivamente, cuando ya se hallaban cerca, las luces comenzaron a emitir sus resplandores con toda su fuerza, pero esta vez, al contrario de lo sucedido en otras ocasiones, no se apagaron cuando los monjes se acercaron, permitiéndoles descubrir la pequeña oquedad de donde surgían los destellos de luz, en cuyo interior se encontraron unos huesos que no dudaron en establecer sin reticencias que pertenecían a aquel santo obispo que había querido reposar en su monasterio.
El viaje de regreso, primero por tierras andalusíes y luego por territorios cristianos de la Corona de Aragón, fue un auténtico rosario de prodigios. A su paso, los huesos de San Indalecio curaron enfermos, resucitaron muertos, dirimieron conflictos, calmaron tempestades e hicieron surgir agua de las peñas, dando un sinfín de pruebas de su autenticidad y, sobre todo, de su santidad. Y mucho tuvieron que bregar los buenos monjes, porque en infinidad de lugares les pidieron quedarse con aquella preciosa reliquia que todos consideraban absolutamente milagrosa.
Así llegaron por fin a San Juan de la Peña en su viaje de regreso. El mismo rey, Sancho Ramírez en aquel tiempo, acudió al monasterio para recibirla y para depositarla, junto al abad, en el mausoleo que se le había reservado. Y, desde entonces, estuvo impartiendo sus favores celestiales a la comunidad. Y no hubo peregrino jacobeo que se acercara al cenobio sin postrarse a rezar una oración ante la tumba del santo mozárabe procedente de al-Ándalus, que tanta fama de milagrero había adquirido.