PRIMERA PARTE: El problema del mal
Cuando un mortal se entrega a labrar su propia perdición, los dioses acuden a ayudarle en su cometido.
Esquilo
Yo no quiero la muerte del pecador, dice el Señor, sino que se convierta y viva.
La Biblia
Etiam peccata.
San Agustín
I. El problema del mal en Homero y los trágicos griegos
Nuestro tiempo es testigo de una «resurrección» de Homero. Gracias a los trabajos de Bérard y de Mazon, La Ilíada y La Odisea interesan al gran público. Se ha hablado incluso de llevar la historia de Ulises a la pantalla.
Este retorno es sintomático de una época que, avezada a lo trágico, recurre a los que pusieron el destino en el centro de sus obras. Homero figura entre ellos. Por eso es tan leído.
¿Por qué no ocurre lo mismo con los trágicos griegos? Se conoce un poco Antígona, Edipo Rey. De Esquilo tal vez hemos visto representar Los persas. De Eurípides se desconoce todo.
No obstante, hay indicios de un naciente interés. Pero son incursiones tímidas. Nuestra época, desarrollada en la tragedia, no tiene todavía el arca lo suficientemente sólida para «encajar» en ella esas graves liturgias del dolor, esos grandes espectáculos sencillos, que conmueven las entrañas y, al propio tiempo, inducen a reflexionar sobre los problemas del hombre. Tal es, al menos, lo que observé tras una representación de Los persas, de la cual saltaba a la vista que el público no había entendido ni una sola palabra. Sin las bailarinas, que cosecharon un ruidoso éxito entre los jóvenes espectadores, la obra hubiera sido un fracaso. ¡Esquiles salvado por un cuerpo de baile! Lo que faltaba ver. Por otra parte, nos preguntamos qué pintaban las bailarinas en una tragedia griega.
Nada más actual que las tragedias griegas. ¿Habrá que darles un barniz existencialista para hacerlas más potables? No me resultaría difícil dárselo, por ejemplo, a la trilogía troyana de Eurípides. No obstante, considero que, sin este refuerzo extrínseco, hay en el drama griego los suficientes elementos humanos para despertar el entusiasmo de nuestros contemporáneos. Voy a intentar desvelar el interés del lector. Pero le prevengo que tendrá que hacer un esfuerzo, pues el mundo de los trágicos está lejos de él. Es cuestión de no tener el corazón demasiado chico.
El problema del pecado es inmenso y difícil, particularmente en la literatura antigua: hay que «confesar» al mundo helénico. Además de la diferencia entre su psicología y la nuestra, ¿existe dominio más secreto y doloroso que el pecado? A menudo, hay que leer entre líneas, interpretar ciertos silencios; es fácil equivocarse en un campo donde los hombres tienen tanto interés en equivocarse. Para colmo, no hay ningún estudio sobre el particular, salvo un artículo en la Encyclopedia of Religion and Ethics, de Hastings, que por cierto resulta incompleto y muy superficial: de hecho, lo que nos ocupará no va a ser el estudio objetivo, externo, de las diferentes clases de faltas, sino la génesis, fatal o psicológica, del acto malo. Aunque abundan los estudios sobre la virtud, esto es, el ideal del héroe, como por ejemplo el de Robin sobre La moral antigua, el de Cresson sobre El problema moral y el de Festugiére sobre la Santidad, lo cierto es que no enfocan directamente nuestro problema. Tampoco existe ningún estudio comparativo de las concepciones griegas y las cristianas. En suma, hay que ser muy joven e incluso presuntuoso para abordar semejante tema, especialmente cuando uno se compromete a presentar en unas pocas páginas lo esencial de sus conclusiones. Con frecuencia he maldecido la inspiración que me indujo a añadir este tema a mi serie de capítulos. Pero, una vez la suerte echada, ya no es posible volver atrás. Confío, pues, en que el lector sabrá disculparme y en que sentirá la piedad que yo mismo experimenté al asomarme fraternalmente a esos abismos. Es correr un riesgo, diría Sócrates; y yo añadiría con él: «un hermoso riesgo».
Como hay mucho que decir, me veré obligado a proceder, muy lógicamente, con brevedad; temo que mi exposición caiga en el repertorio psicológico. Prescindiré de toda referencia a la erudición, de toda discusión, limitándome a presentar mis conclusiones apoyadas en varios textos. Daré por conocido lo esencial de los autores tratados.
Otras dos advertencias antes de entrar en materia: llamaré provisionalmente «pecado» a las malas acciones relatadas por los autores antiguos, de acuerdo con lo que una conciencia cristiana denominaría con ese nombre. Digo «provisionalmente» porque no es seguro que los griegos tuvieran la noción del pecado; no obstante, para abreviar, nos hemos visto obligados a servirnos de un término cómodo. Por otra parte, paso por alto las faltas puramente materiales de las cuales los autores son irresponsables, por ejemplo los innumerables «tabús» existentes en la religión griega, transgredidos a veces sin advertencia, si bien mancillan ritualmente al que los viola. Solo estudiaremos los actos en que se da cierta participación del hombre y, por ende, susceptibles de brindarnos la posibilidad de plantear el problema de la responsabilidad, el remordimiento y el castigo.
* * *
A tal señor, tal honor: el pecador más célebre de la antigüedad es Edipo: matar al padre y casarse con la propia madre equivale a «rebasar los límites» de todo lo imaginado. Los más exigentes deben declararse satisfechos. Pues bien, a través de una cita de Eurípides (siento predilección por Eurípides, sin duda porque todo el mundo lo pospone), vamos a ver que, en realidad, Edipo es tan desgraciado como pecador. Este texto va a permitirnos crear el ambiente en que se sitúa el problema del mal en los griegos.
En el momento de abandonar Tebas, ciego, solo y ensangrentado, Edipo canta:
¡Oh Destino! ¡Qué claramente desde el principio me hiciste nacer para el infortunio! No había salido aún del seno materno para asomar a la luz, no había nacido todavía, y ya Apolo había predicho a Layo que yo, Edipo, sería el matador de mi padre. ¡Desdichado de mí! No estoy, en verdad, tan desprovisto de inteligencia como para haber maquinado todos esos males contra mis propios ojos y contra la vida de mis propios hijos, a no ser que un dios me haya impulsado a ello. ¡Oh ciudadanos de mi ilustre patria! Mirad: aquí está Edipo, el que descifró el célebre enigma y se hallaba en la cumbre de las grandezas, el que por sí solo señoreaba el poder de la Esfinge impura y sanguinaria. Ahora, cubierto de oprobio, digno de compasión, es expulsado del país. Mas, ¿a qué vienen esas fúnebres lamentaciones y esos vanos gemidos? Al cabo, cuando se es mortal, hay que soportar las exigencias que nos vienen de los dioses9.
Este lamento expresa la ambigüedad de la noción de pecado en los griegos: Edipo es culpable a los ojos de los dioses, ya que su crimen es una mancha que contamina a toda la ciudad de Tebas, asolada por la peste, castigo del cielo; pero, al propio tiempo, es inocente, y tiene la impresión de ser injustamente afligido. Ante esa trágica paradoja, no hay más que una solución: la resignación, y también el sentimiento de la gloria personal, noblemente expresado en estas palabras: «Jamás traicionaré la nobleza de mi linaje, cualquiera que sea mi infortunio».
Nuestra exposición será solo un comentario de este tema esencial. Seremos testigos de crímenes abominables: incestos, parricidios, infanticidios, venganzas atroces, delitos que normalmente engendran horror hacia sus autores; no obstante, tendremos la impresión de que esos culpables son parcialmente, o incluso totalmente, inocentes. Necesitaremos desplegar un esfuerzo de adaptación para comprender esa paradoja, ininteligible para los cristianos, como veremos en el capítulo siguiente.
Revistámonos, pues, del alma de los héroes griegos y tratemos de retroceder al clima de la Moira, bajo el plomizo cielo de la fatalidad implacable.
Acabo de releer el conjunto de las tragedias griegas: la paradoja indicada al principio es fundamental en ellas; pero es de procedencia homérica. Resulta imposible prescindir del viejo aedo en cualquier cuestión de moral antigua. Él es, en efecto, el más grande de los poetas épicos: «Los dioses y los hombres no serían lo que son si Homero no los hubiese cantado». Elegido por Solón, el legislador de la vieja comunidad ática, como base de la educación griega, Homero convirtióse en «el bien común de la Hélade entera», como dice Schmid en su Historia de la literatura griega. Así, pues, la problemática de Homero pasó a ser la de los trágicos: Esquilo la criticará, si bien en un sentido positivo, esforzándose por introducir en el seno de la absurdidad y de la inmoralidad de las concepciones mitológicas del épos la noción racional y moral de dikè, la justicia. Sófocles la tomará sin hacerla objeto de ninguna corrección. En cuanto a Eurípides, testigo en esto de la sofística, la sometería a una crítica, esta vez negativa, poniendo de relieve, al igual que Jenófanes, la inmoralidad y la supina absurdidad de las representaciones míticas, y atestiguando así la dolorosa necesidad de una revelación sobre el verdadero Dios.
Abramos, pues, las páginas de Homero.
* * *
Si hay algo que La Ilíada, el poema militar consagrado a las virtudes de los soldados y a la exaltación de los héroes, maldice constantemente, ese algo es la «guerra, sembradora de llanto», «la horrible guerra» que devora y se lleva al Hades a «los mejores y más nobles de los humanos». Nos preguntamos con frecuencia en qué para la justicia en nuestras guerras modernas: ¿qué habríamos dicho de la guerra de Troya, aquella sangrienta lucha que, por espacio de diez años, enfrentó a dos pueblos por una mujer? Si existe una hija de Eva, alternativamente maldita y adorada, interrogada cual un irritante y bellísimo enigma por millares de corazones antiguos, esa es Helena, la cual, por su adulterio, fue la causa de aquella «atroz pelea». Escuchad el coro desesperado, lleno de juegos de palabras siniestras, de los ancianos, en el Agamenón de Esquilo:
¿Quién, pues, si no algún ser Invisible que, en su presencia, obliga a hablar a nuestros labios la lengua del Destino, dio ese nombre tan certero a la desposada cercada por la discordia y por la guerra, esto es, a Helena? —Esta nació, en efecto, para perder a bajeles, hombres y ciudades, y, tras levantar las suntuosas cortinas, huyó por el mar al soplo poderoso del céfiro, en tanto innumerables, extraños perseguidores armados de broqueles lanzábanse tras la estela desvanecida de su nave, para arribar a las verdes orillas del Simois, instrumentos de la contienda sangrienta (Agam., versos 681-698).
Y añade:
Lo que al principio entró en Ilión con Helena fue la paz subsiguiente a una tempestad, esa paz no turbada por ningún viento, una hermosa joya que realza un tesoro, un suave dardo dirigido a la mirada, una flor de deseo que embriaga los corazones. —Pero, de pronto, todo cambia; amargo es el desenlace de las nupcias: llegó ella a los Priámides para perder al que la recibe, para perder al que se le acerca. El hospitalario Zeus conducía a esa Erinia dotada con llanto... ¡Ah, Helena, insensata Helena, que sola destruyó frente a Troya centenares, miles de vidas...! (versos 738-739, 1454-7).
¿Cabe encontrar mujer más pecadora, más grávida de crímenes y de lágrimas? Por eso la condenan los ancianos. ¿Cómo olvidar tampoco la pintura que hace de ella Eurípides en Orestes, presentándola como una coqueta espantosamente ruin, fría y cruel, que se rodea de un lujo desmedido y afeminado, y se ríe del sufrimiento de Electra y Orestes...?
Y, sin embargo, en otra obra titulada Helena, ese mismo Eurípides nos explica que, según una leyenda digna de crédito, no fue la verdadera Helena la que estuvo en Troya, sino solamente su sombra, un eidôlon creado por los dioses, que engañó a los pobres humanos; y ella, la desdichada inocente, desterrada al bárbaro Egipto, ha de ver su nombre arrastrado por el fango; los griegos creyeron combatir por la belleza personificada, y, en realidad, combatieron por una ilusión. ¿Por qué? Porque los dioses, que se complacían en sembrar la guerra entre los hombres, querían vengar la afrenta hecha a Atenea y a Hera por Paris, en ocasión del fatal y ridículo concurso de belleza.
Según eso, aquella Helena aborrecida por los ancianos consejeros de Agamenón, ¿era inocente? Sí, en efecto. Una vez más, surge la paradoja reparadora: crimen-inocencia.
Asimismo, en La Ilíada, Héctor, ese héroe valeroso y tierno, lúcido y desengañado de la guerra, acusa a Paris, tratándole de «petimetre, mujeriego y sobornador». Ve en él la indiferente causa de la guerra, y proclama su horror hacia aquel «menguado cobardón», de «bella apostura bajo su uniforme», pero terriblemente superficial y veleidoso. Maldice su nacimiento y sobre todo su casamiento con Helena. Paris no tiene inconveniente en contestarle, como aquel que hace burla: «Tienes razón de atacarme; es de estricta justicia» (III, 59). Según eso, ¿se reconoce culpable? Aguardad, luego prosigue:
Con todo, no me eches en cara los seductores dones de la Afrodita de oro. Sabes que no hay que despreciar los dones gloriosos del Cielo; Él es el que nos los otorga, y nosotros no tenemos potestad de elegir por nosotros mismos (III, 65-67).
Se confiesa, pues, criminal y, sin embargo —dice—, ese don seductor del Cielo, Helena, es un regalo fatal de los dioses imposible de rechazar. Si fue Afrodita la que le dio a Helena en recompensa por haberle otorgado el galardón de la hermosura, ¿podemos seguir sosteniendo que Paris es un criminal?
La misma mezcla de remordimiento y de inocencia revela el alma de Helena. En el canto II se nos aparece entregada, en sus aposentos, a la coquetona y elegante tarea de bordar: sobre bellas estrofas perfila las desdichas de Troya, cuya causa es ella misma. Pero la informan de que se ha concertado un pacto entre los ejércitos contendientes: Menelao y Paris van a combatir en duelo: «Ven a ver, querida mía, ven a ver —le dice su doncella de confianza—; es algo increíble». Helena se levanta, impulsada por la curiosidad de una coqueta, y aparece sobre la muralla, ante los ancianos de la ciudad «sentados a platicar como cigarras de estío». Esos viejos libidinosos prorrumpen en exclamaciones ante su belleza y dicen que esta justifica la guerra, agregando —¡oh falta de cordura de esas canosas testas! —que mejor sería devolverla a su marido. Entonces, Helena, reconociendo en el llano a los jefes griegos, siente remordimiento y, como en un sueño doloroso, se maravilla de haber podido ser en otro tiempo una mujer fiel y de haberse convertido ahora en esa «perra de rostro maldito a quien más le valiera no haber nacido». Helena tiene remordimientos. Al igual que Paris, se siente culpable de todo lo sucedido. ¡Mas no! Una vez más, surge la ambigüedad: He aquí que Príamo, con nobleza, pero expresando la tristeza resignada de los antiguos ante los dioses impíos e irresponsables, bajo cuyo destino deben gemir y doblegarse los «mortales», le dice: «Ven acá, hija mía, siéntate frente a mí: tú no eres, en mi opinión, causa de nada, solo los dioses son la causa de todo; ellos fueron los que desencadenaron esta guerra, fuente de llantos, con los aqueos» (III, 164-166).
De nuevo, he aquí a Helena inocente. Irritante problema que halló su expresión en una tragedia de Eurípides, desgraciadamente perdida, aun cuando cabe reconstituir lo esencial de su contenido: Alejandro. Era la primera parte de una trilogía dedicada a la guerra de Troya. La tercera obra, Los troyanos, describe el lamentable destino de los cautivos de la ciudad de Príamo y la injusta crueldad de los griegos que, en su victoria, pisotean los derechos más sagrados. ¿Quién, pues, es la causa de esta lucha impía, de este crimen? ¿Paris? No, los dioses: la obra intitulada Alejandro (otro nombre de Paris) explica esa génesis de la guerra: cuando Hécuba llevaba en su seno a Paris supo, por un oráculo, que aquel a quien iba a dar a luz sería la causa de la ruina de Troya. Por ese motivo, apenas nacido, Paris fue «abandonado» en las montañas para evitar que estallase la guerra. Pero, al igual que en la historia de Edipo, fracasan todos los esfuerzos de los humanos para impedir ese crimen funesto, predicho por un oráculo: un cúmulo de circunstancias conducen a Troya al joven Paris, convertido ya en un hombre, y es imposible detenerle. Así, pues, en el origen de esta guerra hay un oráculo del destino que los humanos se esfuerzan por todos los medios en malograr, pero que, pese a todo, debido incluso a esos esfuerzos, se cumplirá. Crimen fatal: ¿cabe ejemplo más trágico? ¿Quién se atrevería ahora a culpar a Paris y Helena? Mas, ¿por qué, entonces, ambos se sienten culpables? ¡He aquí un «absurdo» capaz de desconcertar a los más exigentes!
Otra confusión inexplicable surge, asimismo, a raíz de la discordia entre Agamenón y Aquiles, al principio de La Ilíada. De esa famosa cólera, que los estudiantes deletrean con fastidio y a veces con pasión, no son responsables ni Aquiles ni Agamenón. Y no obstante, ¡qué fría y altiva brutalidad la de Agamenón! ¡Cómo se advierte que este procede del linaje de Atreo, aquella familia sedienta de oro y de poder, cuyo fundador se hizo tristemente célebre por la posesión del cordero de oro, ese oro maldito que, desde Homero a Wagner, es venero de guerras y de crímenes! También Aquiles se confiesa responsable de la muerte de Patroclo; ha cometido la que, según los antiguos, constituye la más grande de las culpas: la traición a la amistad. Pese a todo, en el canto XIX, cuando los dos enemigos se reconcilian, en interés de la patria común, Agamenón pronuncia estas palabras:
Yo no soy culpable; fueron Zeus, el Destino, Erinias, la que camina en la bruma, quienes, en la asamblea, inspiráronme en el alma un súbito y loco error (Atè) el día en que, por propia iniciativa, despojé a Aquiles de su honor. ¿Qué iba a hacer yo? Todo es obra del Cielo (XIX, 86-90).
La fatal ceguera que induce a cometer esas faltas de las cuales sus autores no son responsables, es el Error, Atè, el genio del mal, que tanta cabida tiene en la obra de los trágicos griegos. El Error está personificado: no se trata, pues, de una «excusa» piadosa de Agamenón:
Error (Atè) es la hija mayor de Zeus; y es ella, la maldita, la que induce a todos los seres al error. Tiene los pies delicados: no roza nunca el suelo y solo se posa sobre las cabezas humanas, para terrible daño de los mortales. Aprisiona en sus redes al primero que se le pone delante, hasta el punto de que un día movió a error al propio Zeus, es decir, al que está por encima de los dioses y de los hombres (XIX, 91-94).
Corre, pues, por el mundo esa Atè de cabeza orlada de trenzas lustrosas, kephalé liparoplokamos.
La guerra de Troya, la pendencia entre Agamenón y Aquiles, promotoras de tantas lágrimas, son, por consiguiente, a un tiempo delitos y el inexorable cumplimiento de una incomprensible fatalidad. Por eso los héroes de La Ilíada están desengañados, porque saben la absurdidad de sus contiendas; se resignan, conscientes de que, cuando los dioses se complacen en inducir a error a los humanos, no hay nada que hacer, como no sea morir lo más noblemente posible; oti kalon. Un profundo pesimismo invade al épos: los dioses son perversos o arbitrarios en sus designios; la fatalidad, la moira krataiè, es motivo de llanto, no solo porque envía calamidades, sino porque induce a los humanos a cometer faltas. Y, con todo, esos hombres se sienten culpables de unas faltas que solo han cometido a medias. En consecuencia, son mejores que los dioses. Una vez más se cumple la intuición profética de Péguy expresada en aquellas palabras: «Los antiguos no tuvieron los dioses que merecían», y lo sabían. Pues, si no son los mortales los aviesos, si el mal procede misteriosamente de los dioses, si el cielo antiguo aparece cerrado y colmado de maldiciones, grávido de lágrimas y tristezas, los hombres son, en cambio, nobles y rectos; procuran, mediante el heroísmo y la gloria, imprimir un poco de hermosura y grandeza en ese caos oscuro, y salen airosos de su empeño. Aunque abundan los crímenes y las lágrimas, estos no parecen adheridos, sino misteriosamente desasidos de los hombres, que permanecen puros e inocentes; los mortales son preservados, inmunizados. Aparecen bellos y valerosos, a pesar de las tinieblas que los circundan. Niños perdidos en la noche, un rayo de belleza y de virtud brilla sobre ellos. Sin eso, ¿cómo podríamos amarlos, interesarnos por ellos, compadecerlos, hasta el extremo de apiadarnos de esa Helena, eterna imagen de la coqueta, cuya belleza nos desarma... y nos induce a soñar? Para olvidar tales horrores, los griegos vieron en la guerra de Troya una lucha por la «belleza», aquella belleza que les incitaba a soñar, cuyo símbolo fue Helena.
Para comprender a esa humanidad a la vez culpable e inocente, hay que penetrar en el mundo de la tragedia griega. Los poemas homéricos nos han facilitado el orden de nuestra exposición. Existe en el pecado un elemento mitológico, fatal, del cual los hombres son irresponsables; es el primer aspecto que estudiaremos, para empezar. Existe, después, un elemento psicológico: ese pecado subjetivo se aproxima gradualmente, sin jamás alcanzarlo, al sentimiento cristiano de la culpa. Por último, en nuestra conclusión, explicaremos esta paradoja.
El «pecado fatal» es ora una mancha, un crimen que engendra, por un horrible determinismo, nacido de sangre y lágrimas, una progenie horrenda y un encadenamiento de nuevos crímenes, ora un delito directamente provocado por los dioses.
La Moira criminal
La grandiosa trilogía esquiliana de La Orestíada representa ese primer crimen fatal. Mientras su «real esposo» se halla lejos luchando en la guerra, Clitemnestra comete adulterio con Egisto, hijo de Tiestes. A su regreso, Agamenón es asesinado por su esposa y esta, a su vez, muerta por su hijo Orestes, que venga así a su padre. Al fin, Orestes, perseguido por las Erinias de su madre, es presa de la desesperación hasta ser, no ya absuelto, sino liberado de la maldición secular de los Atridas, mediante el juicio de un tribunal humano, el areópago de Atenas.
He aquí una bella sucesión de monstruos y criminales, perfectamente clara y definida; las ambigüedades de que hablábamos a propósito de Homero no se dan aquí. Clitemnestra dice, ante el cadáver de su esposo, en una especie de exaltación sobrehumana del crimen:
Este es Agamenón, mi esposo. Mi mano ha hecho de él un cadáver, y la obra es de buena obrera. Hedlo aquí (versos 1403- 1406).
¿Qué clase de crimen es el de la hija de Tíndaro? ¿Es un vulgar adulterio seguido de un «crimen pasional»? Así lo creyó Bellessort: incorregible obsesión la de ver en todo un drama de amor. Esa interpretación equivale a no comprender nada del Agamenón: el papel del adulterio es nulo en él, apenas sale a relucir. Ofuscados, desde Racine y los románticos, por el amor —siempre el amor—, a menudo somos incapaces de comprender el verdadero mensaje del drama antiguo. De hecho, el amor no tiene más cabida en él que como mera enfermedad.
Así, pues, el crimen de Clitemnestra no es más que el asesinato de su marido. ¡Y eso basta! Ahora bien: la mujer es a un tiempo justa y culpable: parece en su derecho, puesto que venga la muerte de su hija Ifigenia; es, por tanto, la justiciera que obliga a Agamenón a pagar uno de los peores crímenes imaginables: el infanticidio. Si, en consecuencia, es un instrumento de la justicia inmanente y, por ende, inocente, ¿cómo se explica entonces que, por orden de Apolo, deba ser muerta por su hijo Orestes? La explicación está en que también aquí, la justicia, para realizarse, se aúna horriblemente al crimen: el crimen engendra un castigo, que, a su vez, es un crimen. Tal es la fatal proliferación de que hablábamos al principio.
Pero hay que ahondar mucho más ante la ambigüedad de Clitemnestra criminal y justiciera. Admitamos que, en la primera parte de la trilogía, sea justiciera. Según eso, ¿es Agamenón el culpable? Imposible dilucidarlo con exactitud: la erudición alemana, resumida por Schmid, se obstina en mostrar que Agamenón es el tipo del «justo doliente»: no pudo evitar el sacrificio de Ifigenia: crimen fatal como el de Paris y Helena en La Ilíada. Por consiguiente, si Agamenón es un justo, la pecadora es Clitemnestra, pese a las apariencias; de ahí la venganza de Orestes. En cambio, la erudición francesa afirma que Clitemnestra no es culpable y que Agamenón es justamente castigado por una serie de pecados de desmesura (Hybris): desmesura en haber iniciado una guerra injusta por una mujer indigna, desmesura en haber sacrificado a su hija, desmesura en su victoria en Troya, victoria impía, ya que no respetó ningún templo ni ruego; desmesura, en fin, siniestramente irónica, en haber hollado una alfombra de púrpura, reservada a los dioses, para entrar en su hogar, donde perecerá en justo castigo.
Ante soluciones tan diversas, mi perplejidad fue en aumento, hasta que, de pronto, llegué a la conclusión de que el hecho de que se pudiera defender a voluntad la culpabilidad o la inocencia de Clitemnestra y de Agamenón indicaba que, en realidad, en la concepción griega, ambos personajes son a un tiempo inocentes y culpables, y que querer encasillar sus actos en una u otra de nuestras categorías morales equivalía a cometer un anacronismo y a olvidar la ambigüedad radical del pecado en los antiguos, que hemos subrayado ya en Homero. Semejante divergencia de opiniones, delicia de los filólogos, mas desesperación de los moralistas, lleva a la conclusión de que en esos horribles crímenes hay algo irracional, algo que no procede de los hombres, sino de un mundo más misterioso, el de la fatalidad criminal que pesa sobre la casa de los Atridas y la descendencia de Tíndaro.
En efecto, los dramas de Esquilo se desarrollan siempre en dos planos: el de lo visible, a donde los padres humanos tratan de dirigirse, y el de los poderes soberanos y misteriosos, procedentes de la tierra tenebrosa, poderes que actúan sobre los hombres y los obligan a cometer crímenes, como en una pesadilla.
Agamenón es el modelo inigualado e inigualable de este género de tragedias. Es el drama de la angustia ante una presencia secreta y maléfica que captamos desde las primeras escenas, fuerza del mal que acecha las más pequeñas fisuras para colarse y arrojarse sobre los héroes. Este terror difuso se acrecienta y cobra progresiva pesadez de escena en escena, acumulándose como una nube de tormenta, hasta culminar en «esos instantes de silencio intolerable en que la vida parece detenerse, en ese apaciguamiento siniestro de las cosas, ante las imprecaciones de Casandra. Entonces, de repente, cuando la profetisa, poseída de la ansiedad de Apolo, que la inspira y pierde, grita, lanza a los atemorizados viejos esas frases incompletas, esas onomatopeyas intraducibles del texto griego, esas visiones de pesadilla por las que desfila la historia sangrienta de los Atridas, entonces aparece el verdadero actor, el que lo maneja todo, el Genio funesto, la turba de las Erinias vinculada a la casta, cantando su melopea ritual». Nos sentimos de pronto espantosamente aplacados. Un viento de locura pasa por la escena. El sombrío palacio de los Atridas, alzado en medio del escenario, con sus muros ciclópeos, de los cuales solo dan idea las murallas de Micenas, esos muros que aún hoy es imposible contemplar sin sentir miedo, sin pensar en los millares de esclavos que debieron de construirlos, sin evocar los fabulosos montones de oro maldito que encerraban, el negro palacio de Atreo, ocultando en sus repliegues tantos crímenes pasados, empieza a chorrear sangre por una horrible herida; entonces, tras el crimen de Clitemnestra, aparece una sombra formidable, la fatalidad de la sangre que reclama más sangre, la locura del homicidio. El primer crimen de desmesura, el de Atreo, despertó un monstruo sediento de sangre que se arrojó sobre la casta, e, identificándose con ella, la condujo, con una constante y aterradora dicha, a su perdición.
Esta fuerza, que, identificada con los descendientes de Atreo, los aplasta con su fatal exigencia, esta locura que induce a Clitemnestra a matar a su esposo, se manifiesta al horrorizado coro:
Demonio vengador (daimôn alastôr) que te ciernes sobre la casa y las cabezas de los dos nietos de Tántalo, y te sirves de mujeres de almas parejas, para triunfar, desgarrando nuestros corazones... (versos 1468-1417).
Este Daimôn alastôr es visto por los enloquecidos viejos, en uno de esos momentos en que el cielo parece abrirse en un paroxismo de angustia:
Ved como, posado sobre el cadáver, cual un cuervo de maldición, se jacta de cantar, siguiendo la costumbre, su canto de victoria (versos 1472-1474).
Entonces, Clitemnestra comprende la verdadera causa de su acto. Parece despertar de su pesadilla y ver, al fin, ante sí, no ya su crimen, sino el espantoso destino que la indujo a vengarse:
«Oh Genio que tan sañudamente te cebas en este linaje; eres tú el que despierta en nuestras entrañas esa sed de sangre»; y el coro agrega: «¿Hay aquí algo que no sea obra de los dioses?» (versos 1475-1478-1488).
Y pensamos en aquellas noches de insomnio en que Clitemnestra, obsesionada por el crimen que iba a cometer, «desvelada por el más leve zumbido de mosquito», aguardaba con sed malsana el retorno de su esposo para matarle y apagar al fin, «como el viajero que halla un manantial en el desierto», su sed de sangre. No era ella la que quería matar, sino el genio vengador, sediento de crímenes, que la poseía. Y aunque el coro, representante de la piedad de Esquilo, no puede resolverse a declarar totalmente inocente a Clitemnestra de ese horrible crimen, cuando menos debe reconocer, con espanto, que el genio vengador fue cómplice. Y para terminar, tras todo ese cúmulo de tinieblas, aparece la causa última, la maldición de Tiestes sobre la familia de Atreo, la horripilante Ara, implacable, inexorable vengadora de los crímenes antiguos.
Sin duda, al hablar de los «crímenes ancestrales», Esquilo recuerda la desmesura inicial, la del oro, que marcó con un estigma imborrable a la familia de Tántalo. Más adelante veremos la importancia de este tema en los griegos. Pero aquí —y esto es lo que nos interesa— esa desmesura basta para despertar a un monstruo que va a vincularse a la familia entera y a impulsarla al homicidio. ¿Por qué esa herencia del crimen, ese castigo que no aflige a los culpables, sino a sus hijos? No vayamos a pensar, a este respecto, en nuestra «herencia fisiológica», pues los antiguos la ignoraban totalmente; ni tampoco en nuestra doctrina del pecado original, ya que este alcanza las disposiciones morales profundas de la naturaleza humana. Se trata más bien de un poder casi automático que nace de la sangre derramada y enloquece a los que apresa en sus garras. Así como Homero se contentaba con decir que los dioses impulsan a los hombres a obrar mal, sin más explicaciones, limitándose a personificar poéticamente el error, Esquilo creó una entidad aterradora, cuya presencia sentimos casi físicamente. Presenciamos el sangriento maleficio de Clitemnestra y, más tarde, la vemos surgir de su pesadilla e implorar a ese demonio cruel un pacto de apaciguamiento. Sospecha que va a continuar aquella locura criminal y que, en realidad, ella no ha sido más que un simple eslabón de la cadena homicida. En consecuencia, no es enteramente culpable; el inmenso número de doctos estudios sobre su «caso» bastaría, por lo demás, para sentar ese punto. En cambio, ¿quién duda que Macbeth y Yago son criminales?
Hay, por tanto, poderes subterráneos y maléficos que se enseñorean de los humanos y los obligan a perpetrar crímenes de los cuales no son del todo responsables. Hemos dicho poderes subterráneos: y es que, en efecto, el Hades, el país de los muertos, constituye un misterioso reino de influencias que merodean en torno a los humanos. Si el muerto no ha recibido las honras fúnebres, sobre todo si ha perdido la vida víctima de un homicidio, la sombra amenazadora de la psyquè vaga por el escenario del crimen, clamando venganza. El vengador deberá captar ese poder oculto para lograr su objeto. Ese es el motivo por el cual en Las Coéforas, lo que domina la escena no es ya el sombrío palacio de los Atridas, sino la tumba de Agamenón. Una vez más, la tragedia se desarrolla en un doble plano.
La serie de crímenes continúa; la sangre reclama más sangre. Orestes recibe de Apolo la orden de matar a su madre. Es un crimen: sin embargo, en este caso deja de serlo, puesto que Apolo lo ordena en venganza de una mujer que mató a su marido y privó a sus hijos de sus derechos cívicos. Orestes es, pues, el instrumento de la justicia. Mas, para cumplir esta dikè, comete un crimen. Luego, tras su acto, será perseguido por las Erinias vengadoras de su madre. De nuevo aparece, pues, el inextricable nudo en que se enlazan crimen y justicia. Pero Orestes no es el verdadero protagonista. Sus gestas se engrandecen bajo la temible y gigantesca sombra del muerto, de Agamenón. Su tumba, en el centro de la escena, desempeña el mismo papel que el palacio de los Atridas en Agamenón. Alrededor de ella, Orestes, Electra, el Coro, cantan, gritan, golpean la tierra en una espantosa evocación de los poderes subterráneos de la muerte, efluvios que deben comunicarles la furia vengadora del tenebroso Hades. Concepción que nos resulta difícil comprender, pero que confiere a Las Coéforas una suprema grandeza. Como en el Agamenón, hay aquí una ansiosa espera de la manifestación de una fuerza invisible que debe adueñarse de los protagonistas e impulsarlos a obrar:
Zeus, tú que tarde o temprano de los infiernos haces surgir la desdicha para todo mortal de mano malvada y pérfida... Incluso una madre debe pagar su crimen. Padre, a ti te invoco, ayuda a tus hijos... (versos 382-385-456).
Hay que leer el texto original de este sortilegio para apreciar su espantable poder. Sobre todo, habría que oír la admirable música compuesta por Darius Milhaud para esta escena: en un instante, nos lleva al paroxismo de la angustia.
Así, pues, el crimen de Orestes solo es posible cuando este se halla bajo el maleficio de las energías vengadoras de la sombra infernal de Agamenón.
* * *
Esquilo era piadoso y, como tal, no podía admitir aquella matemática sucesión de crímenes. Así, pues, trata desesperadamente de acordar todo eso con la responsabilidad humana y la justicia suprema de Zeus. Por este motivo, idea el recurso de la trilogía, destinada a plantear, discutir y resolver el problema. El propio hecho de que necesite tres tragedias para exponer un crimen, demuestra que este no solo proviene de las energías personales del héroe, sino de más arriba, como manifestación del genio vengador vinculado al linaje. En cuanto a la solución dada por Esquilo en Las Euménides, hay que señalar que no declara inocente a Orestes, si bien le concede la libertad cívica; dicha solución pone término al encadenamiento mecánico de crímenes mediante la institución de un tribunal humano que administrará la justicia: la trilogía concluye con un himno en honor de Atenas. Pero el problema de la responsabilidad de los héroes queda enteramente en pie: estos no son culpables ni inocentes, sino presas de una fatalidad criminal.
¿En qué para el hombre ante semejante maldición? No le resta más que una cosa: su gloria; y logra salvarla: en Los siete contra Tebas, última parte de la trilogía de Edipo, el héroe Eteocles sabe que no podrá perdonar a su hermano, porque así lo exige la maldición de Edipo, y nadie puede escapar al destino. Puesto que no puede evitarlo, lo hará, pero antes pedirá que, «al menos», su muerte y la de su hermano salven a su ciudad de Tebas:
Oh Zeus, tierra, dioses de mi patria, y tú, Maldición, poderosa Erinias de un padre, perdonad siquiera a mi ciudad (versos 69-73).
Esta sublime súplica muestra que por abrumados que estén los humanos bajo el peso de la fatalidad, logran siempre conservar la imagen del hombre en la belleza. Eteocles invoca a esa maldición en calidad de protectora: accede a morir, tras cometer un crimen en la persona de su hermano, ya que no puede evitarlo, pero impetra que, al menos, ese don voluntario y libre de sí mismo salve a los suyos. Intenta introducir de nuevo en el seno de la fatalidad arbitraria la luz y la libertad del hombre, y lo consigue.
Los dioses, fautores de crímenes
El pecado, error fatal enviado por Atè, está, pues, personificado por Esquilo, de manera aterradora, en ese grupo de Erinias, ese genio vengador, esa locura de sangre que trastorna a los humanos.
Y lo que es más terrible todavía: los propios dioses obligan con frecuencia a los mortales a cometer crímenes. Tal era el caso de Orestes, como hemos visto ya. He aquí otros ejemplos. Esos tremendos delitos cometidos bajo la influencia de los dioses pueden ser actos externos (es lo más frecuente) o bien pecados internos, máculas del alma. Procedamos a reseñarlos.
La «locura» criminal
El crimen puede ser cometido en un estado de ofuscación, de locura o inconsciencia, enviado por los dioses: el ejemplo más terrible es El Heracles, de Eurípides. El héroe vuelve a su hogar, tras haber realizado todas sus hazañas y prodigado entre los humanos beneficios sin cuento. Este caballero, salvador de los débiles, retorna al lado de su mujer y sus hijos en el momento en que estos van a ser muertos por el tirano local, que supone que Heracles no volverá más. Este liberta a los suyos y castiga al rebelde. Entonces, le vemos entrar en su palacio, llevando a sus hijos de la mano, lleno de paz y de alegría.
Hasta aquí, no hay más que una variante del tema del retorno de Ulises en La Odisea. Pero, de improviso, aparecen en escena Hera y su mensajera Lisa, la que enloquece a la gente. Celosa del éxito de Heracles, Hera se venga del modo más terrible imaginable: Lisa inspirará en Heracles una locura tal, que este asesinará a sus propios hijos:
Ahora que Heracles ha llegado al término de las pruebas impuestas por Euristeo, Hera quiere que se manche con la sangre de los suyos, con el asesinato de sus hijos. Vamos, hija de la noche tenebrosa, virgen extraña al himeneo, provoca en ese hombre un acceso de locura, turba su razón hasta inducirle a matar a sus hijos. Quiero que sepa lo que es el odio de Hera (versos 830-841).
Uno de los más bellos relatos de Eurípides refiere las fases del desvarío que se apodera del héroe, impulsado al crimen, sin saberlo, por un dios:
El gracioso coro de los niños hallábase al lado del anciano padre y de Megara. Guardábamos un religioso silencio. Llegando el momento de tomar en la diestra el tizón que debía sumergir en el agua lustral, el hijo de Alcmena permaneció inmóvil y silencioso. Su detención atrajo hacia él las miradas de los niños. Ya no era el mismo; con el rostro descompuesto, ponía los ojos en blanco, mostrando en ellos una red de venas sanguinolentas, y de su espesa barba goteaba espuma (versos 925-934).
¡Cómo ha descrito Eurípides esa pausa al borde de la locura criminal, ese instante en que el destino vacila antes de cernerse sobre el desgraciado! ¡Qué patetismo en la simple mención de la mirada asombrada de los niños!
Entonces, se puso a hablar con una risa demente... «¡Dadme mi arco, dadme mi maza! ¡Voy a partir para Micenas!» Y emprendió el camino, fingiendo llevar un carro inexistente; de vez en cuando, tendía los brazos para estimular a la caballería imaginaria como si empuñase una aguijada. Fluctuando entre dos sentimientos, los servidores reían y temblaban a un tiempo (versos 935, 942-943, 947-950).
¡Qué detalle desgarrador el de este espanto que se apodera del corazón de los testigos! Heracles cree ver en sus hijos a los hijos de Euristeo, y los amenaza.
Temblando de terror, los niños huyen a la desbandada. La madre grita: «¿Qué haces? ¡Eres su padre! ¡Son tus hijos!» (versos 971-972, 975-976).
Pero Heracles no ve nada. Mata, destruye las puertas, se dispone a derribar su propia casa.
Aparece entonces una imagen en la cual todas las miradas reconocen a Pallas blandiendo su lanza. Con una pedrada arrojada al pecho de Heracles, Pallas ataja su saña homicidia y lo sume en el sueño. Heracles se desploma, dando con la espalda sobre una columna que, partida en dos al derrumbarse la bóveda, yace volcada sobre su basa... (versos 1002-1009).
Un lector moderno halla aquí una descripción casi clínica de un arrebato de locura furiosa. Los antiguos, no pudiendo atribuir al hombre semejante capacidad de decadencia, atribuían esos desaguisados a los dioses.
A los ojos de un cristiano, Heracles no es culpable. Para la mentalidad antigua, sí lo es: en este punto surge precisamente la ambigüedad tantas veces manifestada en la noción de culpa. Según los griegos, esos crímenes merecen castigo, aun cuando en nuestra terminología no sean pecados formales, sino simplemente materiales10.
«Los que creen obrar bien»
Los crímenes cometidos bajo el impulso de los dioses no son siempre perpetrados en un desvarío absoluto de la conciencia humana, como en el caso de Heracles. Con frecuencia, los héroes creen obrar bien, pero su acción los indispone, aun sin darse cuenta de ello, con los dioses. En lugar de la ventura que esperaban, se produce la catástrofe. Cuando ven las cosas claras, es ya demasiado tarde. Y son castigados. Sófocles, en particular, que subraya siempre el papel de la voluntad en sus héroes, pone de manifiesto esta horrible paradoja. El autor se complace en resaltar ese falso viso de felicidad que rodea a los héroes antes de su caída en el crimen:
¡Salud, Atenea! —declara Áyax, un momento antes de descubrir la ridiculez de su violenta acción—. ¡Salud, hija de Zeus! ¿Qué oportuna eres! ¿Te estoy tan profundamente agradecido, que voy a coronarte con el oro de mi botín! (Áyax, versos 91-93).
Deyanira, que creía atraer de nuevo a Heracles a la fidelidad del amor enviándole la túnica fatal de Neso, expresa su angustia en el momento en que presiente el drama:
Mujeres, ¡cuánto temo haber ido demasiado lejos en todo cuanto acabo de hacer! Me asusta pensar que alguien no tarde en comprender que, animada de buena intención, he causado un gran desmán (Las Traquinianas, versos 663-668).
Una vez más, dase idéntica unión de la culpa y la fatalidad.
El crimen «por obediencia»
En los casos señalados hasta aquí, los héroes ignoraban lo que hacían en el preciso momento de obrar. Pero hay un caso más trágico que nos aproxima al pecado psicológico de que hablábamos antes. A veces, el protagonista sabe perfectamente que el acto impuesto por los dioses es un crimen. Pero no puede dejar de cometerlo porque los oráculos así lo desean y amenazan la desobediencia con los peores castigos.
El caso de Orestes es característico. En Esquilo, como hemos visto, revelaba el horrible determinismo de la sangre que exige más sangre. Pero Eurípides, que lleva más lejos que Sófocles la inquietud psicológica, abandona esta concepción esquiliana. Orestes ha recibido una orden formal de matar. Antes del acto, conserva la sangre fría. El problema es, pues, delicado. El hijo de Agamenón sabe perfectamente que matar a su madre es un crimen, tras el cual tendrá remordimientos. Y se indigna ante la idea de que Apolo pueda ordenar semejante cosa:
¡Ay de mí! ¿Cómo matar a la que me ha puesto en el mundo y alimentado? ¡Oh Febo! ¿Qué oráculo insensato te mueve a ordenarme el abominable crimen de mi madre? Me acusarán de parricida y yo era puro. Seré castigado. ¿No me habrá hablado un perverso demonio bajo la apariencia de un dios? Si tal es la voluntad de los dioses, sea. ¡Pero qué amarga y exenta de dulzura se me antoja esa proeza! (Electra, trad. Garnier, t. I, p. 115).
Orestes debe acceder, en virtud del adagio esencial de la moral antigua: el hombre no puede oponerse a los dioses. Negarse a cometer ese crimen sería afrontar a Apolo, ser teomacos, cometer el más grande de los descomedimientos.
¡Qué remordimientos torturan a Orestes tras su acción «de obediencia criminal»! Al principio de la obra, le vemos postrado en un lecho, anonadado, velado por su hermana, que protege al desgraciado contra sí mismo:
No hay pasión ni plaga surgidas de las cóleras divinas —canta Electra— cuya carga no se abata sobre la naturaleza humana. ¡Oh aflicción de las familias sobre las que pesa el Destino! Yo, sin tomarme un instante de reposo, velo junto a este miserable cadáver... pues su débil respiración hace de él casi un cadáver. ¡Oh, queridas amigas mías, caminad quedamente, no metáis ruido, amortiguad el rumor de vuestros pasos! Despetarle sería para mí un suplicio. Que tu voz, amiga, sea como el susurro de una fina caña. Sí, así, baja la voz, habla quedo (trad. Garnier, t. I, p. 139).
Y el coro, entonando suavemente un treno, danzando de puntillas alrededor de aquel lecho de dolor, expresa su horror ante la paradoja de un hombre que desea ser recto y se ve obligado a cometer un crimen:
¡Triste víctima de una acción abominable querida por un dios! ¡Infortunado! ¡Oh dolor! La injusta voz, la voz de Loxias ordenó la injusticia. Febo nos marcó con el signo de las víctimas al remitirnos la inviolable sangre de una madre desventurada que había matado al padre de sus hijos (Ib., p. 145).
Luego, Electra, inclinándose hacia Orestes, que se agita en su delirio, invoca a la aplacadora noche, a la nada, en un admirable lamento:
Noche venerable, augusta Noche, que efundes el sueño sobre los mortales doloridos. Ven, ¡oh, ven!, desde el fondo del Erebo; ¡posa tus alas sobre el hogar de Agamenón! Nuestros pesares, nuestros infortunios nos han destrozado, nos han aniquilado. Permitidle, amigas mías, saborear en paz la blandura del sueño (Ib., p. 146).
Cual una Antígona, fraternalmente, la casta Electra rodea de cuidados el despertar del desgraciado:
¡Pobre cabeza bañada en sudor bajo sus bucles! ¿Ves? Me es grato servirte, y estos cuidados de enfermera para contigo, ¡oh hermano mío!, nada le cuestan a mi mano fraternal (Ib., p. 147).
Habría que leer íntegramente este admirable prólogo pleno de dolor contenido, salpicado de amargas quejas contra Helena, la causante de todo, envuelto en la queda música de las mujeres que lloran...
El «bien» que conduce al «mal»
No hemos llegado aún al término de la espiral. Hay casos en que los héroes, sabedores de que los oráculos predican la perpetración de un crimen, intentan por todos los medios evitar ese acto. El caso de Edipo es el colmo de lo trágico: hace todo lo posible para no matar a su padre y casarse con su madre: y son precisamente esos actos los que le arrastran infaliblemente a cometer dichas faltas. La voluntad de los dioses, fatal e ineluctable, se disfraza tan bien, se identifica tan totalmente, en una farsa atroz, con la libertad del hombre, que este cree salvarse cuando, en realidad, se pierde. La identificación es aquí absoluta entre el pecado, que entraña libertad, y la fatalidad, que entraña lo contrario. La grandeza de Edipo Rey, de Sófocles, reside ahí.
Edipo se pierde haciendo el bien, esto es, salvando a Tebas de la Esfinge maléfica, pues ese triunfo le lleva al espantoso matrimonio. El mal se disfraza bajo la apariencia de bien. Edipo se condena a sí mismo al decir a los tebanos que va a perseguir al criminal a fin de consumar la purificación de la ciudad. Llevar a cabo esta misión de héroe salvador, llevar a cabo el ideal supremo de los antiguos, o sea liberar su ciudad y hacerla próspera, es, para Edipo, desembocar en el crimen. Sófocles llevó la paradoja al paroxismo dando a Edipo un carácter ardiente y generoso. El mismo ardor de su consagración al bien va a precipitarle más abajo todavía.
¡Qué trágico acento el de estas palabras de Edipo a los tebanos postrados!:
Hijos dignos de piedad: no ignoro que todos sufrís, mas en medio de vuestros sufrimientos, nadie hay que sufra tanto como yo. Vuestro dolor no alcanza más que a un ser, aisladamente; mi alma, en cambio, gime por Tebas, por mí, por vosotros, por todo a la vez (versos 58-65).
Este Edipo compasivo, desinteresado, se maldice a sí mismo, sin saberlo:
Deseo al criminal desconocido, sea uno, sean varios, que arrastre una vida miserable en la adversidad. Deseo también sufrir los males que mis maldiciones acaban de atraer sobre el criminal, si a sabiendas le dejare compartir mi hogar (versos 244- 251).
Y cuando descubre la horrible verdad, tras una serie de peripecias en que la esperanza y el horror parecen jugar con él como el gato con el ratón, exclama:
¡Ay! ¡Ay de mí! ¡Todo se ha aclarado! ¡Oh luz, deja que te vea ahora por postrera vez! Al presente todo el mundo sábelo ya: estábame vedado nacer de quien nací y vivir con quien viví, y maté a quien no debí (versos 1182-1185).
Edipo es considerado culpable por los tebanos. Cuando se muestra a ellos, con las cuencas vacías, nadie se opone a su partida voluntaria. Es un baldón para la ciudad, un criminal a quien los dioses ordenan castigar:
Los hombres son juguete de los dioses. Son como moscas en manos de niños crueles: las matan para divertirse.
Fedra, inocente e impura
El caso de Fedra pondrá de manifiesto esa inocencia de los humanos en el propio seno de los desvaríos enviados por los dioses. La acción de los inmortales va aquí más lejos que en Edipo, pues se infiltra en el mismo corazón de la infortunada esposa de Teseo, inspirándole un sentimiento de amor que ella combate con todas sus fuerzas.
La comparación con Racine es muy reveladora. Permítasenos adelantar algo de lo que diremos en el capítulo siguiente. La Fedra de Eurípides es totalmente inocente: no se da en ella complicidad alguna en ese amor. Es Afrodita la que le inspira tal enamoramiento con objeto de hacer tropezar a Hipólito, que desprecia el amor. Por tanto, Fedra es juguete de la diosa. Incluso esta reconoce la inocencia de su víctima, ya que dice, profetizando su muerte:
Para Fedra, la muerte no carecerá de honor. Con todo, morirá, pues no renunciaré, en atención a su desventura, a infligir a mi enemigo un castigo capaz de satisfacerme (versos 47-50).
Si Fedra no es cómplice de ese amor es que no hay en ella la secreta herida de la concupiscencia, esa sed de amor que, ante el deseo, despoja de toda fuerza a las heroínas de Racine. Sin duda, en el dramaturgo francés, la fatalidad juega un papel en el amor de Fedra (aun cuando dicha fatalidad se confunda acaso con la predestinación jansenista); mas, lo que produce en Fedra tan tremenda turbación, es que la infeliz descubre en ella una complicidad profunda con esa fatalidad; su carne es presa del acicate del deseo, pero la ciudadela interior, el fino soplo de su espíritu hállase, asimismo, abrasado de amor.
La Fedra de Eurípides solo está herida en la carne11, pero lo esencial de su ser, la libertad del héroe frente al destino, permanece intacto. La mujer consigue mantenerse por encima de esa pasión. Una zona de serenidad gravita sobre ella, envolviéndola de pureza virginal.
La continuación de la tragedia acabará de convencernos: se trata de una ofuscación inexplicable distinta de la lucidez perversa que se apodera gradualmente de la heroína de Racine.
En esa lucha contra el amor, la Fedra de Eurípides sale victoriosa. No quiere que su amor llegue a oídos de Hipólito. La nodriza lo revela a espaldas de ella12: esto es capital. (En Racine, Fedra consiente en cierto modo en hablar con Hipólito y luego se entrega por completo a él). Por otra parte, cuando Hipólito, afrentado por semejante amor, llena a Fedra de injurias, la deshonra «a la faz del sol». Pero Fedra no merece ese deshonor. Los insultos de Hipólito privan a la desgraciada del único bien que le quedaba en el fatal naufragio de su ser de carne, el orgullo de decir que ella no ha consentido, que ha permanecido «más grande que su destino», mejor que los dioses perversos. Como sabemos, ese honor, esa gloria, son el único refugio del alma antigua ante el Destino. El verdadero infortunio de Fedra comienza en ese momento: hasta el presente, había sido afligida por una diosa; ahora, la imagen de sí misma aparece manchada a los ojos del mundo; injustamente, quédase sin gloria. He aquí por qué, tomando la resolución de morir, escribe unas tablillas acusatorias contra Hipólito, único medio de salvar, pese a todo, su reputación o, al menos, la de sus hijos. En su desesperación, una vez perdido todo, se defiende como puede. Su única falta es no haber creído que Hipólito sería fiel a su juramento de silencio13. La muerte de Fedra salva, pues, su honor.
Muy al contrario sucede en la obra de Racine, en que la heroína se quita la vida porque ha pecado:
Yo fui la que sobre ese hijo casto y respetuoso osé echar una mirada profana, incestuosa...
En cambio, la Fedra de Eurípides declara que muere como una justa, tras haber salvado su honor:
No moriremos ya con gloria (versos 687-688),
decía al principio de su turbación. Luego, cuando decide morir, agrega:
Necesito otro lenguaje, pues Hipólito, con el alma exasperada de cólera, irá contra mí a denunciar mi falta a su padre y divulgará por todo el país los cuentos más infamantes... Solo hallo un remedio a mi infortunio, para asegurar a mis hijos una vida honorable y servir a mis propios intereses en lo posible después de esta adversa jugada de la suerte. Porque jamás deshonraré a mi linaje de Creta (versos 688-692, 715-721).
La que así habla ha salvado evidentemente su gloria. Por eso, la Fedra de Eurípides exhala esa pureza luminosa y triste, esa dulce resignación, esa delicadeza de alma, esa suave arrogancia, que es el distintivo de los héroes antiguos. Inexplicablemente inocente en medio de las tribulaciones del Destino, virginal en medio de la pasión. Fedra ocupa un lugar en la galería de mujeres inmortales creadas por el genio griego: Nausica, Andrómaca, Antígona. Esta conclusión nos resulta difícil de comprender a los que sufrimos el maleficio de la creación de Racine; pero es rigurosamente cierta.
Eurípides no podía escribir de otro modo su tragedia, puesto que, desconocedor de la flaqueza humana14, ajeno a la fría y lúcida malicia que la revelación cristiana nos ha obligado a descubrir en el corazón del hombre, el mal solo podía proceder, según él, de la fatalidad o de los dioses. Los antiguos, influidos por una mitología absurda e inmoral, atribuían a los dioses el mal de los hombres. El Destino se cierne con todo su peso. Es tan negro, tan espantoso, que la única grandeza del hombre consiste en dominarlo y en salir airoso en su cometido. El cristianismo revelará que el destino se halla inscrito en el propio corazón del hombre y que la fatalidad la constituyen las pasiones del hombre, que le llevan a la perdición.
La psicología de Racine es más profunda porque es cristiana; después de la Encarnación resulta imposible achacar a Dios el mal de los mortales. La visión del hombre es más penetrante; ahonda en los repliegues más recónditos del ser y descubre en ellos la complicidad en el mal. Los griegos, privados de la revelación, no podían hacer lo mismo. La Fedra euripidiana no es turbadora: despierta sentimientos de piedad y reflexión sobre la maldad de los dioses, de quienes los hombres son juguete. El hermoso rostro de Fedra, volando sobre el oleaje de la pasión y conservándose sereno y noblemente triste, encarna la dulce y nostálgica ilusión de los seres que se sienten y quieren ser grandes, y se ven inexplicablemente arrastrados al mal y a la muerte. Fedra moribunda es un mudo interrogante al cielo implacable de la Moira. Aunque muy distinta de su hermana raciniana, es una creación de pureza ideal que inducirá siempre a soñar a los hombres. La obra griega es un drama religioso, teológico, mientras que la tragedia francesa es una tragedia psicológica. Por un lado, drama del destino; por otro, drama del pecado. El drama de Eurípides es tan grande como el de Racine. Pone perfectamente de manifiesto la idea principal de este apartado, a saber, la inocencia inexplicable de los «pecadores» por fatalidad.
No obstante, hay en los trágicos griegos faltas que se cometen sin intervención visible de la fatalidad o de los dioses. El pecado de desmesura (hybris) es obra del hombre. Los crímenes resultantes de la desesperación son perpetrados indudablemente por pasión, pero los dioses no tienen parte en ellos. Finalmente, ciertos actos de falacia política parecen revelar esa malicia lúcida que hemos buscado en vano hasta aquí.
¿Nos hallamos ante un indicio de la flaqueza humana? ¿Dase aquí lucidez perversa, uso de la libertad para el mal, por amor al mal? Nada de eso: la semejanza con el clima del pecado en el cristianismo es puramente material. Sentar esta afirmación requeriría dilatadas explicaciones que nosotros no podemos permitirnos en la presente obra. Por tanto, expondremos nuestras conclusiones, omitiendo los textos justificativos, pues habría que multiplicarlos. El lector leerá las tragedias personalmente y descubrirá así un aspecto muy curioso del drama antiguo. Nosotros seguiremos las tres categorías citadas hace un momento y ordenaremos nuestras conclusiones de manera muy didáctica. Por lo demás, el lector puede pasar directamente al apartado IV, ya que la presente exposición se dirige más bien a los especialistas15.
La desmesura
La desmesura es un desvarío que hace olvidar al hombre su condición de mortal y rebasar los límites de la sôphrôsunè, del aidôs, o sea esa discreción resignada tan característica del alma antigua. Si, una vez más, hay desvarío fatal, en este caso la fatalidad está en el hombre: el pecado de desmesura proviene siempre de la sobreabundancia de felicidad, de demasiada fuerza, de demasiada juventud. Entonces, el hombre se convierte en enemigo de los dioses. Los griegos no subrayaron mucho las faltas derivadas de la flaqueza; tenían excesiva confianza en el hombre; pero notaron que la belleza humana es a menudo el instrumento de la caída. Muchas tragedias no tienen más objeto que el de mostrar la perdición de los humanos demasiado felices, terrible ejemplo para los mortales. Así, por ejemplo, el desastre de Jerjes en Los persas ha resultado extrañamente actual ante el desmoronamiento del orgulloso poderío alemán.
Ya en la tragedia de los Atridas lo que origina los crímenes ancestrales es la desmesura del oro maldito, simbolizada por el carnero de lana áurea de Atreo. Esa excesiva riqueza engendra la abundancia primero (holbos), la saciedad y la insolencia (koros) después, y, en último término, la desmesura, es decir, el deseo de más riquezas. Entonces, los dioses envían el error, Atè, la locura (paranoia), que trastornará definitivamente a los hombres y los hundirá. Este encadenamiento, clásico desde Teognis y Esquilo, representa una de las faltas más fatales. Aquí, pues, el hombre es culpable. Mas no hay el menor indicio de pecado lúcido, hecho en frío. Hay olvido de la condición humana. Además, esa abundancia de bienes materiales, causa de la caída, fue siempre considerada por los antiguos como una señal de la benevolencia de los dioses, una recompensa a la virtud, e incluso una condición de esta: sin riqueza, es imposible, según los griegos, aristócratas inveterados, practicar la virtud y hallar la felicidad. Lo que es, pues, prueba de la bendición de los dioses conviértese con frecuencia en origen de la caída: forzoso es reconocer que, aquí también, la culpabilidad es ambigua y muy relativa. Lo mismo cabe decir de la desmesura cometida por demasiada juventud y fuerza: estas dos cualidades son también distintivos de virtud y, por tanto, para los griegos, bienes deseables en sí.
Por último, y este es el matiz más importante, hay que recordar aquella terrible frase de Esquilo:
Los dioses siempre ayudan a los hombres que se ocupan en labrar su perdición.
Como dice el P. Festugière:
Basta con que cedamos un instante al arrebato del deseo, la venganza, la ambición o la lujuria para que, al punto, se apodere de nosotros una locura (paranoia). El hombre no es del todo irresponsable. Mas no lograría perderse con tanta aplicación y tan constante fortuna, a no ser por el Genio Perverso, que jamás abandona, su vigilancia para brindarse como cómplice (Moira paraitia)16.
Esto está en absoluta oposición con el clima cristiano: en la concepción griega del pecado, los dioses parecen aguardar con impaciencia el instante de olvido, el momento casi inevitable en que el hombre, demasiado dichoso, llevará sus deseos un poco demasiado lejos. En cierto modo, ¡cuán comprensible y patético es ese deseo de elevarse por encima de su condición por parte de unos «mortales» despiadadamente excluidos de la «vida venturosa e inmortal» de los dioses, esos mortales que sienten la necesidad de la dicha celestial, mas no sabiendo dónde encontrarla, por no conocer a Cristo, se extravían fácilmente en el orgullo! Ese instante casi imperceptible a la mirada humana en que el hombre cede a su negligencia es aprovechado inmediatamente por los dioses, que acechan dicho momento con una especie de alborozo sardónico; al punto, antes de dar tiempo al hombre a reaccionar, los destinos envían a Atè, el error, la locura, que será la causa definitiva de su caída. Diríase que los dioses temen que el hombre reaccione, que el hombre vuelva en sí, y de antemano le cortan todas las salidas. Tan solo aguardan el permiso de los hombres: la menor señal basta. Cuando el infeliz quiere reaccionar, es demasiado tarde: ya no es dueño de sí.
¡Qué dolorosa fatalidad! ¡Cómo se opone a aquella frase divina que la Iglesia repite diariamente durante la Cuaresma:
Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
En el cristianismo, un solo pecado, en particular el de flaqueza, no basta jamás para perder al hombre. Dios es paciente, misericordioso; espera, envía su gracia para intentar la salvación, y a veces salva al pecador, aun contra la voluntad de este: recordemos a san Pablo. En cambio, en los griegos, apenas cometido el pecado, los dioses mandan el extravío fatal, mas nunca la gracia salvadora. La culpabilidad del hombre es tan leve que cabe preguntarse si, de hecho, no es la fatalidad la que desempeña el papel más importante17.
El crimen de desesperación
Una segunda categoría de faltas es la que, ejecutada con lucidez y conciencia del crimen, se explica, no obstante, por la desesperación absoluta del ser que las comete.
Es Eurípides, sobre todo, el que mostró a qué extremos de violencia podía entregarse un ser totalmente desesperado. Sin embargo, ya la Electra de Sófocles nos manifestaba que la decisión del protagonista de matar a su madre debíase al exceso de su infortunio, aclarando así con una luz más psicológica el drama de la fatalidad pura de La Orestíada. Eurípides siguió a Sófocles en esta trayectoria, poniendo en escena una serie de desesperados, particularmente mujeres, impulsados al crimen por el exceso de sufrimiento: Medea, por ejemplo, abandonada por Jasón, mata a sus propios hijos para impresionar a su marido infiel: sabe perfectamente que su acción es insensata, criminal, y que por ella se perderá; pero, con todo, la lleva a cabo. ¿Hay aquí pecado de lucidez perversa, pecado demoníaco contra la luz? En modo alguno: para Medea, perder a su marido es perder toda su razón de vivir, no ya porque el amor lo fuera todo para una mujer antigua (ese elemento no es tenido en cuenta en la obra)18, sino porque, sin hogar, sin esposo legítimo, Medea veríase reducida a la condición de suplicante, de errante sin ciudad, que es la más terrible para un griego: ello equivale a perderlo todo, pues como no hay más allá, el infortunio en la tierra es el infortunio total. Eurípides quiso poner de manifiesto a qué excesos podía entregarse un ser reducido injustamente a tal estado. Y exhorta a los hombres a no despojar a los mortales del honor terreno:
El hecho inesperado que acaba de sucederme me ha lacerado el alma —exclama Medea—; ved qué ha sido de mí; he perdido la alegría de vivir y ya todo cuanto deseo es morir, amigas mías. El que lo era todo para mí —¡me consta esa verdad!—, mi esposo, se ha convertido en el peor de los hombres... Aquí, tú tienes ciudad, hogar paterno, comodidad de vida y sociedad de amigos. En cambio, yo estoy sola, sin ciudad, expuesta a los ultrajes, sin madre, sin hermano, sin allegados junto a quienes anclar, lejos de mi infortunio (Medea, versos 225 y 253 y ss.).
Reducida a esta espantosa indigencia, Medea no tiene más salida que la venganza. Esta fue siempre un deber en la moral antigua, según dijimos a propósito de Fedra, deber tanto más obligatorio si la acción que arrostra la víctima es injusta. Se impone porque es el único medio de salvar el honor, la gloria del perjudicado. Medea lo dice claramente:
¡Ser el hazmerreír de mis adversarios! No, no lo soportaría, amigas mías. Que nadie me juzgue mezquina y débil, ni indolente, sino de índole muy distinta: ¡rigurosa con mis enemigos y benévola con mis amigos! A las almas de ese temple corresponde la vida más gloriosa (Ib., verso 797 y ss.).
El hecho de que la gloria sea el único bien humano justifica el deber de confundir a los enemigos, dando así muestras del propio valor. La moral cristiana predicará el amor a los enemigos: puede predicarlo porque revela el reino del más allá donde entran los «pobres transfigurados» por el perdón. Como los antiguos no tenían esta esperanza, debían ampararse siempre en una moral del honor y preconizar, no ya el perdón de las injurias, sino la venganza.
Reducida a esta nada, Medea, poseída por la ira, matará, pues, a sus hijos pese a su ternura por ellos (¡quién no conoce la admirable escena de sus adioses a los «amamantados con su leche»?). La pasión del crimen a que alude la protagonista no es más que el envés de su desesperación:
Sí, presiento el horror de que voy a ser capaz; pero la pasión supera a mis resoluciones, y ella es la que causa los peores males a los humanos (Ib., versos 1078-1080).
No hay, por tanto, ningún indicio de fría lucidez, sino solo paroxismo de rencor, del cual Medea no acierta a librarse en su desesperada situación.
Es Jasón el gran culpable, pero su proceder se explica por razones políticas (ved nota de la página 63). Por consiguiente, lo que critica Eurípides implícitamente es la limitación, oscuridad e imperfección de las concepciones griegas sobre la política y la felicidad humana. El pecado de desesperación de Medea es el de un ser acorralado, presa de enfermiza lucidez y consciente de que le privan de todo cuanto necesita para vivir19.
Los crímenes políticos
Una última categoría de culpa la constituye la de los actos derivados de las artimañas políticas, fríamente calculados con un fin «patriótico». El ejemplo más célebre nos lo da Filoctetes, en que Ulises engaña (es su oficio) a un desgraciado con objeto de arrebatarle las armas, necesarias para la victoria griega. La retirada de Neoptolemo ante esta «mentira», la juvenil negativa a comprometerse en las combinazioni de la política, es una de las más admirables creaciones del genio de Sófocles.
Con todo, no se trata de un estudio del pecado, sino de la exposición dramática de un problema político: ¿es lícito forjar embustes para obtener un bien, especialmente el más elevado de todos, esto es, el bien de la ciudad? En los tiempos de Sófocles, y sobre todo en la época de Eurípides, las discusiones entre los Maquiavelos y los anti-Maquiavelos hacían estragos en la sofística. La astucia de Sinón, modelo inigualado de «marrullería política» (que, desgraciadamente, tanto hizo bostezar a mis alumnos este curso), es un caso análogo. El problema así planteado es eterno. Y también actual, en nuestra posguerra: la impresión general es que prevalecen los Maquiavelos. Lo que prueba una vez más la sorprendente «modernidad» de los autores clásicos.
Un solo héroe antiguo recuerda vagamente a los grandes criminales shakesperianos, por su ambición desenfrenada y fría crueldad: es el Eteocles de Las fenicias de Eurípides (no puede negarse que este trágico es interesante por los presentimientos que atestigua respecto a un mundo nuevo; no obstante, nadie lo lee; porque los «manuales» lo declaran inferior a los otros dos). Eteocles se niega a sabiendas a ceder a su hermano Polinice sus derechos a la realeza (extraña combinación política que no da más resultados en los griegos que en la Alemania ocupada), provocando así la guerra. Permanece insensible ante las lágrimas de su madre. Este personaje da miedo. Presagia los grandes pecadores de Dostoievski y de Corneille (muy entendido en la materia: ved a Cleopatra en Rodogune, tragedia no «clásica», con su causa y razón). De hecho, sentimos pasar por él el soplo infernal de los príncipes del mal.
Pero la semejanza es solo remota. Eurípides quiso condenar en Eteocles la forma más reciente de la sofística (la segunda), la que preconizaba el empleo sistemático de la violencia y del cinismo en la dirección de la ciudad. Este singular retraso de un precursor de los dictados modernos ilustra un caso de moral política. Eurípides condena a Eteocles.
Por lo demás, hay que tener en cuenta la maldición de Edipo, anunciadora de la lucha fratricida, la ceguera fatal resultante del poder (hybris), el artificio escénico ordenado a contraponer la crueldad de Eteocles al tema central de la obra, el dolor de Iocasta: este es el fruto amargo que brota en el árbol del cinismo político.
La genial creación de Eteocles muestra, en todo caso, el progreso de la psicología del pecado en Eurípides. En contraposición, este señala la necesidad de un Salvador. El último de los trágicos es un conmovedor testigo de esa necesidad.
IV. El pecado del espíritu de los dioses
No hemos hallado aún la malicia del pecado lúcido mediante el cual el hombre hace el mal por el mero placer de hacerlo. El atroz deleite en el crimen experimentado por Clitemnestra proviene, en efecto, del «genio vengador» de la estirpe. Al parecer, la «libertad» del hombre solo actúa en el aspecto del honor: dicha libertad representa la repulsa a dejarse identificar con el destino asolador. Es como el vuelo del alma sobre los azares de la suerte, la afirmación de que el hombre es superior a su Moka, por su lucidez ante la muerte y el sufrimiento, por su voluntad de «asumir» ese trágico destino. Tal libertad (muy próxima al estoicismo) es el único faro que alumbra al islote salvado por el hombre en la noche del destino. Los griegos parecen haber ignorado por completo, en el alma humana, el horror ante la libertad irracional, es decir, la capacidad de hacer el mal porque uno quiere, sin otra razón que una elección arbitraria. No obstante, revelan la existencia de esa «libertad irracional» en los dioses.
Los actos fríamente criminales, sin razón alguna, sin el delirio de la pasión o la ofuscación del espíritu, no son obra de los hombres, sino de los dioses.
El ejemplo más aterrador es sin duda el Dionisos de Las bacantes. Ese dios misterioso, de maneras zalameras y mirada turbia bajo su blonda cabellera, expande a su alrededor una pérfida suavidad. Ese seductor «de mejillas moradas», miembros gráciles y ademanes muellemente elegantes, maleficia a Penteo. Dionisos acude a Tebas para vengar el insulto hecho a su madre Semele. Ha vuelto locas a las mujeres que rehusaban su culto:
Demostraré a Penteo y a todos los tebanos que soy un dios... Entablaré combate a la cabeza de las Ménadas. Por eso he tomado la apariencia de un mortal... (Trad. Garnier, t. III, p. 16).
La terrible amenaza de venganza va a realizarse. Cuando Penteo, delirando a consecuencia de la locura que le ha enviado Dionisos, desea ir a ver a las Bacantes, pide al dios que le conduzca. Aparece vestido de bacante: una larga túnica de mujer flota a su alrededor; lleva el tirso. El desgraciado ignora que va a la muerte. Se confía al que le perderá. La lectura de esta escena hiela de espanto. El diálogo con el dios, camino de la muerte, está lleno de dulzura mortal: Dionisos se deleita en su venganza, saborea los detalles:
PENTEO.—Creo ver, en verdad, dos soles y dos Tebas. Tengo la impresión de que eres un toro que camina ante mí.
DIONISOS.—El dios nos acompaña. Hasta entonces no nos era favorable; se ha reconciliado con nosotros. Ahora, ves lo que debes ver.
PENTEO.—He aquí un bucle que no está en su lugar.
DIONISOS.—¡Bah! Puesto que soy yo el encargado de servirte, voy a arreglártelo. Vamos, mantén la cabeza erguida.
PENTEO.—Sí, componme. Estoy en tus manos. (Una pausa. Dionisos arregla la cabellera de Penteo).
DIONISOS.—Se te ha aflojado el cíngulo, y los pliegues de tu túnica no caen rectos sobre tus tobillos...
PENTEO.—¿Crees que podría cargar a mis espaldas el monte Citerón con todas las Bacantes?
DIONISOS.—Podrías, si quisieras. (Sarcástico). Hasta hace poco, tus disposiciones no eran sanas; ahora, son como deben ser.
PENTEO.—Tienes razón, me ocultaré entre los abetos para ver a las mujeres.
DIONISOS.—Sí, te ocultarás en el escondite donde debes esconderte para espiar furtivamente a las Ménadas.
PENTEO.—Me parece verlas ya en la espesura...
DIONISOS.—Sin duda, las aprehenderás a menos que no te aprehendan a ti antes.
PENTEO.—Condúceme... Soy el único hombre de Tebas que tiene ese valor.
DIONISOS.—Eres el único que se expone por esta ciudad. Sí, el único. Te esperan luchas y deberás arrostrarlas. Sígueme, yo te acompañaré y velaré por ti; pero, de regreso, otra persona te llevará.
PENTEO.—Seguramente, mi madre.
DlONISOS.—Sí, en presencia de todos.
PENTEO.—¡De acuerdo! Voy a partir.
DlONISOS.—Regresarás, llevado...
PENTEO.—¡Cualquiera diría que soy tan delicado!
DlONISOS.—...en brazos de tu madre.
PENTEO (halagado y satisfecho).—¡Quieres hacerme saborear todas las delicias!
DlONISOS (con dureza).—Sí, todas cuantas mereces.
PENTEO.—Obtendré, pues, el pago a que soy acreedor (Ib., pp. 46-49).
Este diálogo nos recuerda algunas escenas de Shakespeare, entre Yago y Otelo, por ejemplo: en ambas partes advertimos la misma burla sardónica, la misma fruición en frío, idéntico placer en preparar la muerte de un enemigo, el deleite en los pormenores, en una palabra, esa especie de secreto sadismo. Solo que esa fría malicia, la de un hombre en Shakespeare, es aquí la de un dios.
Y cuando Penteo parte, precediendo a poca distancia a Dionisos, este endereza bruscamente el talle y, despojándose al punto de su melosa crueldad, aparece en toda su espantable realidad. Entonces, mirando al infeliz Penteo, para quien no tiene un instante de piedad, profiere estas palabras, con expresión adusta y triunfante:
Eres terrible, sí, terrible, y te esperan terribles acontecimientos, hasta el punto de que hallarás una gloria lindante con el cielo. Extiende tus manos, Ágave; y vosotras también, hermanas mías, hijas de Cadmos. Conduzco a este joven a un gran combate. El vencedor seré yo y Dionisos. Lo demás lo evidenciará el propio suceso (Ib., p. 49).
Y cuando Ágave, tras matar a su hijo Penteo, descubre lo que ha hecho e implora perdón a Dionisos:
Te imploramos, Dionisos: hemos sido culpables, mas tu venganza es demasiado cruel,
el dios replica, glacial:
Tened en cuenta que yo, un dios, por vosotros ha sido ultrajado.
Y cuando esa respuesta arranca a Ágave este grito desgarrador:
En sus resentimientos, los dioses no deben asemejarse a los mortales,
Dionisos suelta estas palabras grávidas de toda la cruel fatalidad antigua:
Largo tiempo ha que mi padre, Zeus, pronunció este oráculo.
Y tras la respuesta de Ágave:
¡Infelices de nosotros! Estamos condenados, viejo, a un miserable exilio,
el dios abandona la escena, dejando a los «mortales» solos con su infortunio, al tiempo que pronuncia esta frase aterradora de frialdad:
¿A qué aguardáis, pues? Preciso es que os marchéis (Ib., p. 64).
El dios, cruel y perverso, lúcidamente, ha realizado su obra. La absurda libertad de los inmortales ha triunfado, sembrando la malandanza. Y los «hijos de la Gleba» quédanse solitarios en el atardecer, formando un patético grupo junto a los restos de su hijo. Lloran. Se arriman el uno al otro para entrar en calor. Se miran, escrutan un instante el negro cielo por donde ha desaparecido Dionisos; contemplan el camino desierto que será para ellos la senda del destierro, gimiendo para sí. Rechazando su nébrida20, Ágave se aleja lentamente, seguida por el viejo Cadmos, obligado a surcar los caminos para expiar un crimen que no ha cometido. «Adiós casa, adiós patria..»..
Frente a la implacable maldad de los dioses, la grandeza de los humanos resplandece como una epifanía nocturna del dolor. Ante esa necesidad de misericordia, ese abandono tan total, una pregunta aflora a nuestros labios: ¿por qué, por qué ha de ser así?
V. Por qué los griegos no tuvieron sentido del pecado
En el hombre antiguo no hay malicia demoníaca, ni «sensación de muerte espiritual», como, por ejemplo, la espantosa soledad interior de los «condenados» de Racine. Nunca se advierte en él el frío del infierno interior ante un Dios a quien es consciente de haber rechazado. Son los dioses los que rechazan a los hombres, deleitándose en su acción y abandonándolos con frases glaciales.
En cambio, los hombres imploran un poco de «tibieza» divina, un poco de calor, de piedad. Y, ante la repulsa de los dioses, se cubren con el pobre manto de su gloria, murmurando:
Cuando menos, morimos con honor,
y nos dejan con semblante interrogador, queda, discreta, castamente...
No obstante, las tragedias griegas presentan criminales. ¿Cómo es posible que la imagen del hombre salga casi intacta? El hombre salva su honor, su gloria, frente a la fatalidad. Siente remordimientos por crímenes que, en el fondo, son obra de los dioses, mostrando con ello una exquisita delicadeza moral e iluminando con dolorosa luz la perversidad y la barbarie de los «inmortales». ¿Cómo se explica, pues, que algunos hombres cometan esos pecados de desmesura y de desesperación? La presencia de faltas en el hombre, ¿es un misterio?
He aquí el meollo de la cuestión: los griegos tenían un sentimiento tan grande de la belleza del hombre, aseverábanla con tal tesón ante la arbitraria maldad del destino y de los dioses, que el hecho del pecado era para ellos un problema. Exactamente a la inversa del cristianismo, para el cual la problemática es la de la redención (¿cómo hallar perdón para el pecado?), los griegos preguntábanse cómo los hombres podían caer así, lejos del ideal tan profundamente grabado en ellos.
Los griegos no creyeron, en efecto, en la flaqueza de la humanidad frente al bien y lo bello21. Si hay crímenes entre los mortales, es imposible que estos sean enteramente culpables de ellos. Por eso la culpa aparece siempre como un desvarío, una locura (anota, paranoia), como una ofuscación fatal, irracional, inexplicable como no sea por la intervención de los dioses o de la fatalidad. Tan solo Sófocles y Eurípides entrevieron el pecado engendrado por la desesperación: salta a la vista que en dicho pecado es donde interviene menos la libertad y en donde apenas se da malicia gratuita. En cuanto al delito de desmesura, fruto de tan momentáneo olvido de la condición de mortal, es inmediatamente reforzado, vigorizado por Atè, el Error, enviado por los dioses para asegurar más a fondo la perdición del culpable.
Así, pues, la noción de pecado hállase siempre íntimamente unida a la de fatalidad. La idea de la libertad vertiginosa de una criatura capaz de oponerse al Creador, no aparece por ninguna parte. El mundo antiguo está dominado por un determinismo de causas ciegas. Lo irracional no está en el hombre, sino en los dioses. Los hombres son espontáneamente «razonables», bellos y grandes. Sus tropiezos son debidos a causas externas22.
La antigüedad griega es un clamor al dios de la misericordia, una llamada a un mundo divino racional, equilibrado, tan hermoso como el mundo humano soñado por los griegos. Toda la belleza del universo se concentra en el hombre: este se destaca sobre un fondo oscuro: la propia naturaleza es «nocturna»23 y aparece oscuramente mezclada con el curso fatal del destino, amenazadora, frecuentada por las sombras de los muertos, manchada con la sangre de los «asesinados»; es una naturaleza tosca, sin significación. El cielo aparece negro de fatalidad. Tan solo el hombre es bello, con una belleza triste y nostálgica. Tan solo él es puro, con la desgarradora pureza de las cosas destinadas a la destrucción. En este aspecto, la concepción de la vida por parte de los griegos es esencialmente un «humanismo».
* * *
¿Cómo se explica que los griegos atribuyeran a los dioses, al destino o al mundo una malicia que, en el fondo, es propia de los humanos? ¿Cómo es posible que unos seres tan lúcidos, tan inteligentes, no acertasen a ver esos abismos del mal, ni las profundidades del bien, de la alegría? De hecho, sabemos que esa mitología es falsa y que los pecadores son los hombres. ¿No será, como opina Brochard, porque la moral antigua se funda en el hedonismo, porque se centra en buscar la felicidad, ignorando la noción de deber? Todo cuanto hemos explicado hasta ahora demuestra que no hay nada de esto: los griegos sabían que existían deberes para con la familia, la ciudad, la patria, los suplicantes, los extraviados, los viajeros, e incluso para con los muertos. Antígona e Ifigenia murieron por ello.
Según eso, tal ignorancia de la noción de pecado, ¿obedecía a orgullo? ¿Cabe achacarla a eso? Henos aquí ante el meollo del drama antiguo, ante la raíz de la profunda tristeza de los antiguos: los griegos tenían un sentimiento tan abrumador de la perversidad de los dioses, de la fatalidad generadora no solo del infortunio, sino del crimen, que quisieron, ante ese océano de horror, ante ese mundo divino inexplicable, salvar siquiera algo, el único valor que le quedaba al hombre, su libertad, su sentido del honor, su valía humana. De haber sido preciso creer que los dioses y los hombres eran igualmente malvados, entonces, ¿a quién recurrir? Hay, en este esfuerzo por preservar la belleza moral del hombre (kalokagathia, sophia), un patético ejemplo de la eterna esperanza de la humanidad, deseosa de salvar los valores espirituales. Los griegos quisieron ocultar el máximo tiempo posible la presencia del mal en ellos. Esta conciencia del pecado hizo progresos, sobre todo en Eurípides. Normalmente, debiera, juntamente con la elaboración de un concepto más puro y moral de Dios, haber inducido a Grecia a confesar la perversidad humana. Dicha confesión hubiérala llevado a los pies de Cristo. Si la filosofía griega no efectuó este peregrinaje ni aventuró esta confesión fue tal vez por orgullo de espíritu. En cualquier caso, nos enfrentamos con el misterio de las almas.
Puesto que los dioses son malos, es menester que haya algo bueno. Decidme si cabe aún acusar a los griegos de orgullo. Debía llegar el día en que Dios se revelaría, bueno y misericordioso; ese día fue el de la «buena nueva».
Por consiguiente, lo que faltó a los griegos, lo que explica su ignorancia de la verdadera noción de pecado, es la ausencia de la revelación de Cristo. He aquí por qué, ante los criminales de la tragedia, de la epopeya, nos preguntamos con angustia si hay que condenarlos o compadecerlos, si son más culpables que infortunados o más infortunados que culpables. Los griegos eligieron la piedad. Nosotros también.
Los antiguos no tuvieron los dioses que merecían. No obstante, obedecieron a esos dioses. Quisieron salvar algo bello: no hallándolo en los dioses, ni en el mundo, ni en los eventos, transfirieron su deseo de luz al rostro de los «pobres mortales». Ese optimismo es más una esperanza que un orgullo. El apetito de belleza y de luz, innato en todo hombre y más aún en los griegos, fue referido a la tierra. En aquella noche del mundo, los semblantes de los hombres se les antojaron extrañamente hermosos. Pero los antiguos presentían que en todo ello había algo misteriosamente anormal. Sentíanse frustrados, asombrados de que un deseo tan grande de bien desembocase en una esperanza tan grávida de lágrimas.
La maldad humana era ya, a la sazón, una triste realidad. Si los griegos no quisieron verla fue porque hubiera aparecido odiosa en un mundo en que los dioses eran perversos. Rehusaron esa negrura absoluta, esa absurdidad radical.
Solo es posible arrostrar sin temblor la flaqueza del hombre, el orgullo de su vertiginosa libertad, cuando se siente en el hombro la mano todopoderosa y misericordiosa de un «buen Dios de Piedad». Solo es posible ver sin desalentarse la perversidad de los hombres entre sí cuando se perfilan a lo lejos las torres de otra ciudad, de una Atenas distinta de la de los sofistas, una ciudad del cielo, la Jerusalén celestial:
Urbs Jerusalem beata, dicta pacis visio...
La visión cristiana del hombre pecador es más «humana», por ser la mirada de un Dios de perdón sobre el rebaño de las ovejas. Una sola oveja vale más que un reino entero. La más débil es la más preciosa.
La visión del abismo de la libertad humana, satánicamente pecadora, solo es soportable frente a la libertad misericordiosa de Dios, un Dios que creó el mundo gratuitamente, para darse.
Los griegos, desconocedores de ello, buscaron en el hombre lo que únicamente podían encontrar en Dios. Su error fue inmenso. Es el error de las almas nobles.
* * *
Escuchad, griegos, a quienes tanto hemos amado y amamos aún, a quienes amaremos siempre; vosotros, niños perdidos en la noche, una noche poblada de monstruos aviesos y de dioses entregados a hacer el mal al dictado de sus caprichos, vosotros que creíais que el hombre era justo y fuerte y quisisteis salvar su belleza, vosotros que os figurábais que el hombre era bueno y los dioses malvados: ahora que nosotros, los cristianos, sabemos que es el hombre el perverso y Dios el misericordioso, ¿vamos a abandonaros porque vivisteis en el error?
Nuestros corazones cristianos son demasiado grandes para olvidar las virtudes humanas que lograsteis practicar en un mundo perverso, en tanto que nosotros, que tenemos el Dios que merecemos, no somos con frecuencia más dignos de Él. Nuestras almas bautizadas no pueden abandonaros. Mientras haya corazones verdaderamente cristianos, de los que dicen: «¿Quién llorará que yo no llore?», habrá también en la Iglesia de Cristo almas que oirán, fraternalmente, el lamento del viejo Esquilo en su exclamación final de Las Coéforas:
Aquí está la tercera tormenta cuyo soplo brutal azota de pronto el palacio de nuestros reyes. Los niños devorados iniciaron, tristemente para Tiestes, la serie de nuestros males. Después, tal fue la suerte corrida por un héroe real: el jefe de los ejércitos griegos murió degollado en su baño. Y ahora, por tercera vez, viene a nosotros, ¿qué sé yo?, ¿la muerte, la salvación? ¿Cuándo terminará, cuándo se detendrá al fin, adormecida, la cólera de Atè?
II. El tema del pecado en Shakespeare, Racine y Dostoievski
Shakespeare es, con los trágicos griegos, el mayor dramaturgo de todos los tiempos. Su obra es un universo. Con todo, es mal conocida de nuestros «humanistas». Su aspecto cristiano se desconoce.
Racine, víctima de los tratamientos «preventivos» de la enseñanza, es objeto de un aprecio superficial: la belleza de sus versos resulta demasiado discreta para gustar a los amantes de lo pintoresco; la increíble violencia oculta bajo palabras neutras es apenas entrevista y, si lo es, da miedo; muchos dicen: «es una exageración». Sin embargo, pocos poetas han expresado como él la trágica soledad del alma «que se busca a sí misma».
En cuanto a Dostoievski, me apresuro a sentar mis reales: en mi opinión, es el Shakespeare de la novela. Los hermanos Karamazov figura entre los fastigios más encumbrados de la cultura. Aun cuando Dostoievski no es aún un «clásico», no cabe duda que lo será con el tiempo. Es el más cristiano de nuestros tres autores. La obra de Dostoievski, lector apasionado de Eugène Sue, Hugo, Balzac y Schiller, adolecería de un romanticismo de melodrama si su genio cristiano no renovase la visión de los «grandes criminales». Un cristiano cultivado no debe ignorar Crimen y castigo, El idiota, Los demonios, Los hermanos Karamazov, El adolescente. Que nadie salga diciendo: ¡todo esto es ruso! A cada nueva novela del maestro los críticos declararon unánimemente que sus personajes no eran rusos, sino franceses o alemanes. Cierto que es muy «ruso» suicidarse tras una discusión sobre Dios (Krafft en El adolescente), pasarse las noches discutiendo metafísica; decir como el viejo Karamazov, ebrio, cuando alguien pregunta si Dios existe: «¡Caramba, señores! ¡Qué cuestión más interesante!»; escribir de un mujik: «Cualquier día irá en peregrinación a Jerusalén o pegará fuego a su pueblo». Mas todo esto es apariencia. En realidad, se trata de una revelación acerca de los abismos del pecado y de la misericordia divina. Aparte de algunas páginas de Péguy y Claudel, ningún literato occidental ha ido tan lejos como Dostoievski24 en el estudio de lo diabólico en el hombre.
Haremos pocas citas de Shakespeare, pues los dramas aquí utilizados son los más conocidos. Nos extenderemos algo más en lo tocante a Racine, con objeto de poner de manifiesto en qué difiere de los dramaturgos griegos. Y multiplicaremos los fragmentos de Dostoievski, puesto que se trata de un «clásico cristiano», y quisiéramos demostrarlo.
I. El «clima» cristiano en Shakespeare
Es menester que haya algo bello. Como los dioses son perversos, conviene salvar al hombre. Confianza en lo humano, inocencia inexplicable de los pecadores pese a sus crímenes: he aquí cómo aparecía el pecado en el pensamiento griego.
El humanismo de los héroes homéricos es, pues, una tentativa de ser mejores que los dioses del Olimpo. Dicha tentativa —y esto es capital— medra. En Shakespeare, todo cambia: el mundo es perverso, los malos prevalecen, y los que intentan salvar la belleza humana esfuérzanse en vano y no logran su empeño.
Una obra de Shakespeare25, Troilo y Crésida, muestra esa oposición total. Esta tragedia, una de las más pesimistas de todo el teatro isabelino, escrita durante el «período negro» del dramaturgo inglés, presenta los mismos personajes que La Ilíada, si bien con un tinte más sombrío: la mitología no desempeña ningún papel en la obra; además, no son los dioses los malos, sino los hombres. Helena es una repulsiva coqueta, perversa, ajada, acicalada, decrépita, disoluta en palabras y obras; es, según la cruda frase de Tersites, «un vientre impuro». Paris disipa sus energías y pierde a su patria en un lecho adúltero. Los jefes griegos hállanse ridiculizados: aparecen como unos imbéciles. La guerra no es más que un fraude gigantesco: Héctor y Eneas, Ulises y Diomedes lo saben perfectamente. El prestigio heroico que aureolaba, pese a todo, a la guerra de Troya en Homero, desaparece brutalmente. La guerra es una deplorable historia de «rameras, rufianes y juerguistas». Néstor y Ulises manejan los hilos, llevan el tinglado, equilibrando la vanidad y el rencor de los jefes. Por lo que se refiere a los «héroes» que, en La Ilíada, procuraban infundir a su vida un poco de belleza, ¿a qué quedan reducidos aquí? Áyax es un insoportable matasiete, estúpido y fanfarrón, a quien Ulises y Néstor excitan grotescamente en una célebre escena, hasta inducirle a creer que es el primer soldado del mundo. Aquiles, el gran Aquiles, es un pedante y un traidor, aliado con Hécuba, reina de Troya, para obtener de ella una de sus hijas, Polixena. Héctor, el único que recuerda el ambiente homérico, sabe que la guerra es injusta; pero sigue batiéndose por un «honor» visiblemente falso, dando muestras de carencia absoluta de denuedo moral. Respecto al joven Troilo, el enamorado de Crésida, la coqueta hipócrita e infiel, es un ingenuo que será «engañado» por todo lo alto por Diomedes. El que dice la última palabra, el que salva su vil armazón e innoble cerebro, es el bufón Tersites, el cínico testigo de todas estas deformidades morales, que, desengañado y triunfante, cual satisfecho de verlo todo menoscabado y abyecto, llega a la conclusión de que «tan solo la guerra y la lujuria están siempre de moda...».
La maldad que, en Homero, atribuíase a los dioses, es, pues, aquí, obra de los hombres. La gloria se torna ridícula: muéstrase la «verdadera faz de la guerra», cínica empresa en que tan solo se encuentran y reconocen los «diplomáticos maquiavélicos»26. El pesimismo homérico procedía de la perversidad de los dioses; el de Shakespeare procede de la de los hombres. En consecuencia, es un pesimismo total.
El personaje que encarna ese sentimiento de espanto y disgusto ante la omnipresencia del pecado en el hombre es Hamlet, joven filósofo, alumno de las universidades alemanas, de donde tal vez proviene parte de su pesimismo. Pero esto no basta para explicar sus «náuseas». Estas resultan algo abstractas, mezcladas de neurastenia juvenil, hasta el momento en que el espectro de su padre le revela que aquella a quien venera entre todas, aquella a quien todo hombre respeta y debe respetar, so pena de ver vacilar su propio mundo, esto es, su madre, es una «zorra» cínica e incestuosa. Tal es el rudo golpe, la trágica revelación que va a quebrantar a Hamlet, lo que le induce a exclamar:
¡Eh, eh, mis tablillas, mis tablillas! Escribamos, para no olvidarlo, que es posible sonreír y ser un villano.
Terrible impresión para este joven idealista, modelo eterno de todos los jóvenes a quienes una revelación en exceso brutal de la maldad humana inspira por mucho tiempo aversión a la vida. He aquí por qué Hamlet enloquece. Su locura nos hiela de espanto porque nunca sabemos si es real o simulada. Ella le impulsa a replicar a Guildenstern, cuando este comenta que «el mundo se ha vuelto honesto»: «En tal caso, el fin del mundo es inminente».
El universo de Shakespeare no es el de la fatalidad trágica cernida sobre hombres inocentes, sino el del pecado universal de los hombres. Extraña inversión que no vacilamos en atribuir, como veremos, a su cristianismo latente.
Pasemos revista a las diversas clases de pecados en el drama shakesperiano.
Hay, ante todo, lo que Péguy denominaba «pecados de flaqueza», esto es, las faltas cometidas por los pobres, los desgraciados: impureza, lujuria, pequeños hurtos, lastimosas mentiras para librarse de los «poderosos». Shakespeare nos lleva a las mancebías de las grandes ciudades puritanas de Inglaterra: ese ambiente no resulta sano. Y sin embargo un inexplicable hálito de piedad, de perdón, envuelve a esos desdichados. Shakespeare no oculta la simpatía que le inspiran. Una célebre comedia, Medida por medida, lo pone abiertamente de manifiesto: se trata de la historia, desgraciadamente vulgar, sobre todo en nuestros días de miseria y de flaqueza, de un joven imprudente que, sin malicia, pero llevado por su sentimiento amoroso, peca con su prometida. En la población donde sucede el hecho ostenta el mando un nuevo jefe respetado de todos por su virtud. Este, dispuesto a implantar de una vez para siempre la pureza y la moralidad, dicta una ley que castiga toda fornicación con la cárcel y la muerte. Los dos jóvenes en cuestión servirán de ejemplo. Pese a todos los esfuerzos por convencer al juez de que los jóvenes fueron débiles, de que su falta es excusable y de que están dispuestos a repararla con el matrimonio, ambos son condenados. Mas, inesperadamente, cambia todo: el propio jefe puritano es, a su vez, tentado por el pecado, y, en secreto, comete el mismo delito que los jóvenes condenados, solo que en este caso la falta va acompañada de cierta apariencia de virtud. Como se trata de una comedia, todo acaba bien, es decir, que los jóvenes se libran de la muerte y contraen nupcias, en tanto el «perverso juez» es presa de gran confusión. Pero lo que nos interesa aquí es el contraste entre la fría malicia, la doblez consciente del juez, y el pecado de flaqueza de los dos infelices. Shakespeare no oculta su simpatía por ellos, ni tampoco su horror por el puritanismo naciente en Inglaterra, aquel puritanismo que, bajo la apariencia de virtud de los grandes burgueses isabelinos, ocultaba una crueldad y malignidad maquiavélicas. Detrás de esta oposición, hay otra, justamente la que deseamos subrayar: la oposición entre los pecados de flaqueza y los pecados de fría malicia, entre el pecado de pasión y el pecado contra el espíritu.
El mundo del hampa que pulula por el teatro shakesperiano aparece, pues, iluminado por una inefable luz compasiva. ¿Por qué? Al fin y al cabo, nos hallamos en presencia de auténticos pecados, que, en Shakespeare, no pueden ya atribuirse a los dioses. La respuesta nos la da el célebre personaje Falstaff, el caballero que llena con su enorme presencia los dos Enrique IV y la comedia de Las alegres comadres de Windsor.
¿Quién no conoce a Falstaff, siquiera a través de la brillante ópera de Verdi? ¿Quién no ríe con él, quién no le compadece? Nosotros, aunque cristianos, le perdonamos. Y, no obstante, es un individuo innoble: embustero como un gascón, fachendoso, camorrista, ladrón, libertino, pilar de mancebías. Todo eso aún podría perdonársele. Pero hay algo peor: cuando se ve obligado a reclutar soldados para una de las innumerables guerras de la época (nada nuevo bajo el sol), muéstrase francamente vil: solo paga la mitad de la soldada a los infelices aldeanos que enrola contra su voluntad, reservándose el resto del dinero para ir a beber en compañía del Príncipe de Gales. En el campo de batalla es un cobarde que se burla de la gloria y no piensa más que en salvar el pellejo: perseguido por el enemigo, se esconde bajo tierra, haciéndose el muerto, y cuando su perseguidor cae muerto por un soldado, Falstaff hiere al cadáver por segunda vez antes de levantarse y marcharse, para asegurarse de que «el otro no ha hecho como él». Terminada la batalla, se jacta de hechos de armas tan asombrosos como falsos. En una palabra, es una especie de Don Quijote de pacotilla.
Y, con todo, nos reímos, perdonamos. ¿A qué viene esa piedad por un sujeto a quien los griegos hubiéranse negado a contar entre el número de los humanos dignos de ese nombre? ¿Será porque Falstaff es gracioso y ocurrente, y halla siempre la palabra capaz de provocar la risa? Sin negar la posible influencia de su ingenio en nuestra actitud, no cabe duda de que existe una causa más profunda. De lo contrario, nuestra compasión sería injusta, puesto que equivaldría a absolver a los pecadores con tal que tuvieran ingenio. Tal es, por desgracia, lo que suele suceder, pero no basta para explicar el caso de Falstaff en Shakespeare.
Si perdonamos a Falstaff y no experimentamos ante él el horror que nos causa un Yago o un Macbeth, es porque el panzudo caballero peca por flaqueza, no se hace solidario de su pecado: tiene conciencia, difusa pero profunda, de ser un «pobre diablo». Algo en él permanece intacto. Como sucede a menudo a los que pecan por pasión, es consciente de su propia flaqueza y siente una especie de humildad un poco ruborosa, un poco tímida, una caricatura de la verdadera humildad, aun cuando se da aún en ella un reflejo de la sinceridad del alma ante sus faltas. Una de las mujeres de mancebía, con quien Falstaff pasa casi todo el tiempo, la que Shakespeare denomina «Ro-ro arruga sábanas», le dice un día con su procaz lenguaje:
¡Ah, mi pequeño hijo de..., mi lindo cochinillo de feria! Dime, ¿cuándo dejarás de batallar de día y pelear de noche? ¿Cuándo te decidirás a aprestar tu viejo caparazón para el paraíso?
A lo cual Falstaff replica:
Cállate, mi pequeña Ro-ro, no me hables como una calavera; no vale la pena recordarme mi fin (T. III, p. 952).
Esta mezcla tan shakespeariana de amarga bufonada y de piedad cristiana muestra que, si bien Falstaff no quiere oír hablar del paraíso, tampoco niega su existencia y tiene plena conciencia de su pecado; sabe perfectamente que tendrá que rendir cuentas; no intenta llamar bien a lo que es mal; pero es demasiado débil para cambiar. No obstante, al morir, parece que invoca a Dios y se salva. Leamos el admirable relato de la tragedia Enrique V: la patrona, inútil precisar de qué clase de mesón, refiere:
Falstaff ha muerto, con gran aflicción de nuestro corazón. ¡Ah! A buen seguro, no está en el infierno, sino en el seno de Abrahán, si algún hombre ha ido allí jamás. Ha tenido un buen fin, ha muerto como un niño con traje de cristianar; ha partido exactamente entre mediodía y la una, en el preciso momento en que la marea comenzaba a descender. Cuando le vi descomponer las sábanas, juguetear con las flores y esbozar una sonrisa, comprendí que era el fin; su nariz aparecía afilada como una pluma, su espíritu deliraba. Vamos, maese Juan —le murmuré—, vamos, amigo mío, ánimo. Entonces, él exclamó: «Dios mío, Dios mío, Dios mío», tres o cuatro veces... Luego, le palpé las rodillas, después más y más arriba; todo él estaba frío como la piedra». (T. III, p. 1066).
Los teólogos pondrían mal gesto ante este fin tan poco «sacramental»; pero ningún rector de nuestras parroquias rehusaría la sepultura cristiana. ¿Por ventura Cristo no perdonó a María Magdalena y a la mujer adúltera por más que eso?
Así, pues, Falstaff y todos los de su clase conservan una rara transparencia de alma: no pecan contra la luz. Por tanto, nuestra piedad, nuestro perdón, son, sin duda, un reflejo de la piedad y el perdón del propio Dios.
He aquí un mundo nuevo, el de la flaqueza humana. Aunque Eurípides habíala entrevisto, su descubrimiento no tuvo eco. En Shakespeare, por el contrario, esa flaqueza humana llena la mitad de su mundo; no dice nada en favor del hombre: los griegos la ignoraron siempre; y, no obstante, ese valor da al teatro shakesperiano una resonancia admirable, una vibración de piedad, un sentido del hombre absolutamente nuevo, que nos conmueve hasta lo más hondo. Sentimos que, más o menos, nos parecemos a esas pobres gentes; que son «hombres», que, si su miseria es humilde y hecha de flaqueza, requiere una respuesta inenarrable, la de la misericordia de un Dios bueno. En otras palabras, Shakespeare nos muestra que ser hombre no significa solo ser valiente, glorioso, sino también débil, pecador, digno de compasión; en suma, ser perdonado por un Dios...
Pero, ¡ay! Ser hombre significa también pecar contra la luz, por orgullo, por malicia. Si el mundo shakesperiano es radicalmente pesimista es porque los hombres son a veces fríamente malos, crueles y perversos. El hombre no solo es débil, capaz de ver el bien y hacer el mal por pasión, por seducción, sino también capaz de ver el bien, de percibir la luz divina y pecar contra ella, fría, lúcidamente. Dicho de otro modo: al lado de Falstaff, hay la galería de los grandes criminales shakesperianos, hay un Macbeth, un Edmundo de Gloucester, un Yago y, el más abominable de todos, un Ricardo III de Inglaterra.
Es imposible equivocarse: nos hallamos en presencia de auténticos criminales, mientras que, como recordará el lector, los casos de Orestes o Clitemnestra ofrecían duda. Nos enfrentamos, pues, con los abismos del mal, que solo el cristianismo permite sondear. Conviene recordar las características de cada uno de ellos.
1. Hay criminales por ambición. Dejemos a un lado a Edmundo de Gloucester, en El rey Lear, por más que ese personaje diabólico merezca por sí solo un cumplido estudio. Tomemos a Macbeth: es el prototipo del criminal por ambición; sabe perfectamente que comete un crimen abominable, pues siente remordimientos y temores ignorados por su mujer. Tras matar a Duncan, su huésped, oye una voz que le grita: «Macbeth ha matado al sueño, Macbeth no dormirá más...». Dase cuenta, por consiguiente, de que no solo ha matado un cuerpo de carne, sino que, además, ha herido de muerte a su conciencia. Es menester seguirla a través de la sucesión de crímenes que se ve obligado a cometer, pues, como él mismo dice, «ha ido demasiado lejos en el crimen, ha derramado tanta sangre que ya es tarde para retroceder». Sabe que arriesga su salvación eterna; él mismo lo reconoce antes de matar a Duncan. Pero es demasiado tarde; no porque los dioses se empeñen en hacerle pecar, sino porque le domina la pasión del poder. Muere en la impenitencia final: las últimas escenas del drama lo presentan enajenado, violento, alucinado, yendo a la batalla donde perecerá, con un sentimiento de invencibilidad. Se cree invulnerable, y en esa creencia reconocemos el endurecimiento que se apodera de los grandes criminales y les lleva a su perdición, en un falso sentimiento de poder. Sus gritos tienen algo de diabólico. Muere maldiciendo la vida, tildándola de «relato lleno de viento y de furia, hecho por un idiota y carente de sentido». El cielo se cierra sobre él: ha matado a la luz. Esta yace muerta, todo se ha agotado. ¿Cómo olvidar, asimismo, aquella escena alucinante en que Lady Macbeth, sonámbula, impulsada por el remordimiento, se levanta de la cama y, haciendo ademán de lavarse las manos, murmura: «todos los perfumes de Arabia no podrían lavar esta pequeña mano...»?
Tal es la malicia voluntaria ausente de la tragedia griega. Sin embargo, aunque el crimen de Macbeth es lúcido y voluntario, cometido a sangre fría, se explica por una pasión muy humana: la ambición. Todos sabemos que Nietzsche hubiera llamado a esto «voluntad de poder», creación del «superhombre». Nosotros también somos ambiciosos, y pese a que no hemos matado, ¿quién de nosotros, como dirá Iván Karamazov, no ha deseado hacerlo alguna vez?
2. Ahora es preciso considerar la voluntad de hacer el mal por el mal. Henos aquí ante Yago, el que induce a creer a Otelo que su mujer le engaña, desencadenando así una catástrofe. ¿Comete Yago esta bajeza por ambición? Si bien es cierto que los celos juegan un papel importante en Roderigo, no tardamos en comprobar que no es el principal. Yago es un demonio. Sabe que los hombres, todos sin excepción, son pecadores, y que el que apuesta por su maldad tiene nueve probabilidades contra diez de ganar. Si hay algo que Yago no puede imaginar ni soportar, es que existan seres inocentes, por ejemplo aquella Desdémona, que, la última noche, antes de morir, canta una vieja canción de nodriza y pregunta ingenuamente a su doncella «si de veras hay mujeres que engañan a sus maridos...». Esta inocencia despierta en Yago una cólera demoníaca. Mientras que la tragedia de Hamlet se basa por entero en la dolorosa laceración de un alma noble e idealista ante el descubrimiento del mal omnipresente del que Troilo y Crésida daba una imagen alucinante, Yago, por el contrario, se refocila de ese mal universal. Sabe positivamente que todos los hombres, sobre todo los puros, conviértense en pecadores.
Engañar al noble Otelo, el hombre recto, inducirle a matar a su esposa inocente, es la horrible apuesta que Yago se propone ganar para demostrarse a sí mismo y al mundo entero que no hay justos sobre la tierra. Lo más atroz es que logra su intento. Mejor dicho, lo más atroz es esa especie de alegría, de alacridad, de ligereza seca y cual alada que experimenta Yago a cada uno de sus progresos en su abominable empresa. Habría que analizar, escena por escena, esta espeluznante tragedia. Nos falta espacio. Releedla y no podréis negar la presencia de Satán. Su lectura da escalofríos.
¿Es un melodrama? En tal caso, ¿cómo se explica que sea una obra inmortal? No, sabemos perfectamente que su contenido es real, que existen Yagos en el mundo. De ahí nuestro temor. Es imposible negar la presencia en este personaje del pecado del espíritu, del mal en sí, el que Cristo denunció. Desafío al lector a encontrar algo que se parezca a esto, siquiera remotamente, en la tragedia griega. No obstante, ese mal absoluto alienta en el hombre. Por eso Shakespeare alcanza en la tragedia alturas no igualadas antes de él.
3. Yago no cree en Dios. Cree solo en el mal. En cambio, Ricardo III, el cruel usurpador del trono de Inglaterra, sabe que hay un Dios y cree en Él; sabe también que «el diablo es el que hace mejores sermones», pues nadie puede como él remedar a un ángel de luz. Cierto que la ambición desempeña también aquí su papel, aparte de que hay que tener en cuenta la predominante influencia de Maquiavelo en la época del Renacimiento. Mas, si bien esta explica la ambición sin escrúpulos de Ricardo, no elucida el placer diabólico del rey en jugar con los sentimientos más sagrados de sus víctimas, su habilidad consumada en representar la farsa de la santidad: basta recordar la escena prodigiosa en que Ricardo finge hallarse abstraído en la oración cuando sus cómplices acuden a «suplicarle» que acepte el trono de Inglaterra. Reléase también la tentativa de seducción, por parte de Ricardo, de la esposa del rey a quien acaba de asesinar: se trata de otra horrible apuesta en que el rey se jura a sí mismo justificar su desprecio a la humanidad y mostrar a los ojos de todos que «todas las mujeres son vendibles» y están siempre dispuestas a echarse en brazos del vencedor. Hay que verle y oírle, simulando arrepentimiento, con tales acentos que la pobre reina cae en la red. Jamás ha escrito nadie escenas semejantes. Tan solo Shakespeare podía hacerlo con éxito. Campea en ellas la voluntad lúcida de remedar a Dios y el sentimiento de pecar contra Él; henos aquí muy cerca ya de los criminales de Dostoievski.
El mundo de Shakespeare nos muestra, pues, la universal malicia de los hombres, una malicia fría, lúcida, por ambición o, lo que es peor, por amor al mal por el mal, por el placer de caricaturizar a Dios. Nos hallamos en los antípodas de la concepción griega, para la cual era inconcebible que el hombre pudiese ver el bien y hacer el mal voluntariamente. Frente a ese mundo de los poderosos, donde reinan la lujuria y la guerra, y lo que es peor, la hipocresía, hay la ingente muchedumbre de los débiles; los humillados, que pecan por flaqueza y hallan misericordia ante Dios. Esa dualidad, ¿no representa la oposición cristiana entre los pecados de flaqueza, perdonados, y los pecados contra el espíritu?
¿Cómo negar la influencia cristiana en esa dilatación del conocimiento del hombre? Lo trágico es infinitamente más profundo. Surge un humanismo impregnado de un patetismo que es fruto del reconocimiento de la perversidad humana. ¿Acaso no es ese, por desdicha, uno de los aspectos más actuales del hombre?
IV. El amor «perverso» de Racine
Los hombres son profundamente perversos porque hay en ellos una malicia oculta, una fuente envenenada. Racine nos lo revelará27.
Su obsesión es la herida incurable del hombre, esa malicia naciente, esa especie de inocencia espantosa en el mal, tan bien resaltada por Rivière y Rousseaux. El segundo de los trágicos franceses describe con una crueldad implacable, acaso cómplice, «los sentimientos que surgen en el hombre, secretamente, antes de toda intervención de la voluntad libre». Por ejemplo, cuando Orestes se entera de que Pirro rechaza a Hermiona y que, de esta suerte, va a sumir a la reina en un paroxismo de desesperación, no puede menos de exclamar:
En mi corazón cunde un secreto gozo.
Antes de toda intervención de la conciencia moral, Racine sorprende el movimiento espontáneo del corazón de Orestes, que se alegra de la infelicidad de Hermiona porque espera que esta se vuelve hacia él. Le consta que solo conseguirá «casarse con su rencor», pero, pese a todo, aspira a esos esponsales en la crueldad y el odio.
Cuando Erifila confiesa a Doris que se propone revelar a Calchas los ardides de que se vale Agamenón para salvar a Ifigenia, la doncella exclama, ante ese pecado de odio lúcido:
¡Oh señora! ¡Qué designio!
Pero Erifila, presa de una irrefrenable voluptuosidad de hacer mal, profiere estas palabras, que traicionan abiertamente el fondo de su alma:
¡Oh Doris! ¡Qué dicha!
El amor es, en Racine, una especie de enfermedad, una cólera celosa, mezclada de odio: inútil mentar a Roxana, Erifila, Hermiona. Incluso Ifigenia no cobra un poco de relieve dramático hasta el momento en que, creyéndose traicionada por Aquiles en provecho de una rival, se abandona a los celos y habla, por un instante, con el mismo lenguaje de las «mujeres malvadas» del teatro raciniano. Berenice, cosa rara, no ignora esos reflejos espontáneos; una lectura atenta de la obra lo pone claramente de manifiesto28.
Racine descubre abismos de malicia en el hombre, aspecto ignorado por los trágicos griegos. Según han observado los maestros de la vida espiritual, el egoísmo, el orgullo y, sobre todo, el odio se mezclan y ocultan en todos nuestros actos. Cuanto más se acercan los santos a la perfección, tanto más pecadores se consideran: imposible tacharles de exagerados o ilusos. La línea de fuerza del teatro raciniano es, pues, el antípoda de la del drama griego. Es fundamentalmente cristiana. Racine osó arrancar la máscara pomposa de Corneille; levantó el barniz de gloria que recubría a los «hombres de la corte del Rey Sol», dejando al descubierto reacciones inconfesables. Sin ser jansenistas (de hecho, no podemos serlo, afortunadamente), forzoso es reconocer que alienta, en cada uno de nosotros, cuando menos el inicio y el primer ensayo de esos actos, de esos pensamientos de odio: de otro modo, ¿cómo comprenderíamos a Racine?
Tener reflejos perversos no significaría nada (claro está que no nos gusta que nos los hagan ver con excesiva crudeza), pues, en el estricto sentido de la palabra, no hay culpa si tales movimientos espontáneos no son aceptados por la voluntad. Pero Racine nos muestra que los hombres son impotentes para vencer esas pasiones. El amor se apodera bruscamente de los sentidos de sus víctimas. Basta recordar los monólogos en que los «condenados al amor» confiesan el origen de su pasión. Erifila, cautiva de Aquiles, vil presa destinada a quehaceres de esclava, detesta a su raptor hasta el momento en que, estrechada en los brazos ensangrentados que la arrancan de las llamas, se apodera de los sentidos de la desgraciada una misteriosa turbación; un temblor involuntario la agita traidoramente y, poco a poco, invadirá su espíritu hasta hacerla caer enamorada de su vencedor. A un tiempo aterrorizada y fascinada por Aquiles, Erifila le mira, por primera vez. Entonces, dice estos versos admirables:
Le vi, su aspecto nada tenía de feroz.
Sentí el reproche expirar en mis labios.
Sentí contra mí rebelárseme el corazón.
Olvidé mi cólera y solo acerté a llorar...
En el preciso momento en que está presta a odiar a Aquiles, se insinúa el amor, precediendo a su voluntad. Erifila comprende que ama contra la razón, contra el honor. Mas algo en ella se burla de todo esto y la arrastra a la perdición.
La lucha contra esa turbación semeja vana. Erifila, Fedra, se oponen desesperadamente a la marea de la pasión y, al propio tiempo, son atraídas por ella, con una especie de vértigo. Preciso es citar unos versos que todo el mundo sabe de memoria. Nada alcanza la desgarradora angustia, absolutamente al desnudo, de esas palabras de Fedra reveladoras de su impotencia frente al mal:
Reconocí a Venus y sus terribles fuegos,
tormentos inevitables de una sangre por ella perseguida.
Con votos asiduos creí desviarlos;
Le construí un templo y cuidé de adornarlo.
De víctimas a todas horas rodeada, buscaba en su flanco mi razón extraviada.
¡Impotentes remedios de un amor incurable!
En vano sobre los altares quemaba incienso mi mano:
Mientras mi boca imploraba el nombre de la Diosa, yo adoraba a Hipólito; y viéndole constantemente, incluso al pie de los altares por mí incensados, ofrecíaselo todo a aquel dios que nombrar no osaba...
Todos sus esfuerzos por librarse de la obsesión que la invade vuélvense contra ella: su corazón la traiciona.
No obstante, su alma jadeante, enferma, aspira a la pureza: una vez desterrado Hipólito, se cree salvada:
Respiré, Oenone; y tras su ausencia,
mis días, menos agitados, transcurrían en la inocencia.
Ante el contraste entre su monstruoso amor y el de Hipólito y Aricia, envuelto en un clima de serena claridad del cual ella siéntese para siempre excluida pese a desearlo con toda su alma, exclama:
¡Ay! Ellos veíanse con plena licencia.
El cielo de sus suspiros aprobaba la inocencia.
Sin remordimiento seguían su inclinación amorosa;
Todos los días amanecían claros y serenos para ellos.
¡Qué límpido acorde, estremecido de lágrimas de Fedra, eternamente excluida del paraíso de la inocencia! ¡Qué contraste entre esa llamada a la pureza y el desencadenamiento de los celos! ¡Qué dolor en ese examen de conciencia de Fedra!:
Y yo, triste desecho de la naturaleza entera,
ocultábame de la claridad, huía de la luz...
Finalmente, ¿quién no conoce los versos sublimes que ponen fin a la obra, acaso los más bellos de toda la lengua francesa? Sus palabras extínguense lentamente, acaban en un murmullo, al tiempo que Fedra se desvanece gradualmente, confundiéndose con la nube de la muerte, para dar paso a la pureza:
Ya tan solo veo a través de una nube
el cielo y el peso que mi presencia ultraja;
y la muerte, hurtando la claridad a mis ojos,
devuelve al día, por ellos mancillado, toda su pureza.
El último suspiro de Fedra es para esa pureza que jamás ha podido conquistar29.
Nos hallamos, por tanto, en los antípodas del humanismo griego en que la ciencia identificábase con la virtud. Las almas que, en Platón, se dejan extraviar por los sentidos, son las que no saben. El único remedio es la dialéctica socrática, que, descubriendo la luz interior, libera a la «mariposa inmortal» de la crisálida, de la prisión del cuerpo. En cambio, los héroes de Racine saben perfectamente que están equivocados y van a perderse. Si no logran salvarse es porque una íntima herida, que Racine no menciona pese a hacernos sentir su secreta presencia, mina subterráneamente los frenéticos esfuerzos de las almas cautivas.
La tribulación del amor alcanza también al espíritu. En la Fedra de Eurípides, la «enfermedad» enviada por Afrodita tan solo alcanza a la sensibilidad fisiológica. La voluntad, el espíritu de Fedra, permanecen más grandes que su destino. El «santuario» del ser no es arrastrado en la caída. El cambio de perspectiva es total en Racine. Aquí, el alma aparece cual caída en la carne, inextricablemente trabada con ella: los maleficios carnales revístense de una peligrosa chispa portadora de todas las violencias del pecado del espíritu, y los ardores internos del amor poseen una especie de «aura» carnal que los enturbia. A no ser por el estilo, increíblemente discreto pese a la violencia de su contenido, no creo que Racine hubiera podido convertirse jamás en un autor «escolar».
Tal es el motivo por el cual la Fedra de Racine resulta tan terriblemente turbadora: notamos en ella una rara pasión demoníaca del espíritu, un odio, un instinto de crueldad, solo provocados por los pecados cometidos fríamente. A decir verdad, nos da miedo. Es imposible clasificarla en la categoría de Andrómaca y Antígona, como hizo Eurípides. En el pasaje donde confiesa el nacimiento de su amor, obsérvase esa mezcla de carne y espíritu que indujo a decir a Mauriac que no hay ningún amor humano tan bajo como para no albergar en sí un elemento espiritual, ni ninguna pasión tan espiritual como para no contener en sí un polo carnal. Aunque algunas palabras se inspiran en Safo, el conjunto revela la herida profunda de nuestra carne y de nuestra alma:
Mi reposo, mi ventura parecían afirmados.
Mostróme Atenas, a mi soberbio enemigo.
Le vi, me ruboricé, palidecí a su vista,
he aquí la emoción carnal, involuntaria.
De mi alma desatinada apoderóse una turbación,
he aquí la turbación espiritual.
Mis ojos no veían ya, hablar no podía,
de nuevo la turbación física. Luego, este verso de una incomparable verdad psicológica, pues denota la mezcla de ardiente ardor y de fría lucidez, característica de esta pasión carnal-espiritual:
A un tiempo sentí tiritar y arder todo mi cuerpo;
y después:
He languidecido, me he consumido, en los fuegos, en las lágrimas.
Toda la tragedia hállase sumida en esta atmósfera de tormenta azufrada, en esta seca electricidad.
El hecho de que el amor sea «ardor espiritual» condiciona que esté colmado de rencorosa lucidez por la rival o por el ser amado cuando este es esquivo. Todo el teatro raciniano está contenido en la exclamación de Fedra:
Hay que perder a Aricia.
Abandonándose a este celoso odio, los pecadores racinianos se solidarizan, se identifican con su herida. Saben que van a perderse, lo ven claramente:
Sirve a mi furor, Oenone, y no a mi razón...
Mi inocencia comienza al fin a abrumarme
os entregáis al crimen como criminales,
mas no pueden retroceder. Una especie de delirio se apodera de ellos. Pecan contra el espíritu: están animados de perversa lucidez, de voluntad de pecar contra la luz, en sí y en los demás. Ven el mal y lo hacen: las dos lucideces son estrictamente simultáneas:
¡Pues bien! Conoce a Fedra y todo su furor.
Amo. No creas que en el momento en que te amo
inocente me considero a mis ojos,
ni que del loco amor que turba mi razón
mi lasa complacencia haya alimentado el veneno.
Fedra sabe que es un monstruo:
Me aborrezco aún más que tú a mí,
pero, en una especie de paroxismo, se enorgullece y se condena a la vez de su amor, y clama, a la faz del mundo:
La viuda de Teseo se atreve a amar a Hipólito.
Entonces, pide la muerte que merece; mas la muerte, de mano de Hipólito, es un abrazo infernal. En los postreros versos del parlamento, Fedra se ofrece, cínica, impúdica, suplicante y doliente, al amor y a la muerte:
Créeme, no debe escapársete ese horrible monstruo.
El parlamento del cuarto acto30 mezcla también constantemente el paroxismo del odio y de la lucidez culpable:
Respiro a un tiempo el incesto y la impostura,
Mis manos homicidas, prestas a vengarme,
en la sangre inocente ansían sumergirse,
y este grito desgarrador:
Miserable, ¿y veo? ¿Y soporto la vista
de ese sagrado sol del cual desciendo...?
Perdona...
Los celos desempeñan un gran papel en la obra de Racine, pues, cuando un ser descubre que no es amado, pierde toda razón de vivir: no porque, sin matrimonio, no haya ciudad, esto es, ninguno de los bienes sin los cuales la vida era imposible para los griegos (recordemos a Medea, por ejemplo), sino porque los amantes buscan en el amor un absoluto31. Los héroes de Racine no parecen saber que solo Dios puede aquietarles. Entran entonces en el «desierto del amor», árida y ardiente soledad en que se buscan desesperadamente. Están en un laberinto oscuro: el admirable decorado de Jean Hugo para Fedra representaba la prisión de la infortunada en una mansión cuyas puertas daban todas a la muerte. Hermiona, Roxana, Erifila, Fedra están espantosamente solas; envueltas en su nube, sin ver ni oír a los demás, pasan el tiempo torturándose a sí mismas, con unas frases de dulzura emponzoñada, cuyo secreto solo conoce Racine. En su confusión, las heroínas se abandonan a las convulsiones del odio. Desean hacer perecer al que las rechaza, a fin de unirse con él en un monstruoso acoplamiento de la muerte, el odio y el amor.
* * *
Tal es el mundo raciniano: malicia del alma ante toda intervención de la voluntad libre, impotencia ante las inquietudes de la sensibilidad carnal, contagio del espíritu por la pasión, violencia espiritual en que el alma entera se vuelve contra sí para hacerse daño y hacer daño a los demás, desesperada búsqueda de un absoluto imposible, lucidez perversa que «desemboca» en celos, en deseo de dañar, conciencia de culpabilidad, remordimiento, desierto total y, por último, caída vertiginosamente lúcida en una muerte sin esperanza.
Es difícil negar una influencia latente del cristianismo: la flaqueza radical del hombre, malicioso antes de darse cuenta, es el pecado original; la lucidez perversa, es el pecado contra el espíritu; el odio, máscara invertida del amor, es el pecado contra la caridad; y finalmente, la atroz soledad del hombre en el desierto de la búsqueda de sí, es el rostro deformado de la llamada a la vida en Dios, por amor. Todo esto, desconocido de los griegos, es de origen cristiano. Es también profundamente humano. Es nosotros mismos.
V. El vértigo de la libertad en Dostoievski
Dostoievski32 va a llevarlos al fondo del abismo del mal. Pero, al pie de esa «espiral», va a mostrar la misericordia divina, otro abismo llamado por el primero.
El pecado de flaqueza
El viejo Fedor Pavlovitch Karamazov, el padre de los hermanos, encarna el «pecado de flaqueza». Pese a su abyecta sensualidad, su maldad, su embriaguez inveterada, su crasa avaricia, mueve a compasión, al igual que Falstaff. Es un débil frente a pasiones demasiado fuertes. Por lo demás, conserva el sentimiento de Dios, cómo testimonia al decir a Smerdiakov que, por impío y perverso que sea, «si cree firmemente que en algún lugar del desierto hay un anacoreta que consagra su vida a la contemplación cristiana, es un auténtico ruso». Fedor no se solidariza por entero con su ruindad: sin tener la fuerza ni la voluntad de enderezarse, se inclina profundamente ante la santidad de los demás, dando de ella un testimonio que no sabemos si calificar de doloroso o cómico. De la misma manera, Lebedev, en El idiota, va diciendo por doquier: «Soy vil, soy vil». Otro personaje encarna, asimismo, el pecado de flaqueza, de impotencia ante la violencia de los deseos, a saber, el hijo mayor de Fedor, Dimitri Karamazov: es el tipo clásico de hidalgo ruso, arrebatado, dadivoso, imprudente, terriblemente apasionado, pero, en el fondo, recto y generoso. Las faltas de Dimitri no son motivadas por una voluntad fría y lúcida de hacer el mal, sino por la indignación casi delirante que se apodera de él ante las injusticias de su padre. Si roba, lo hace con conmovedores ardides incomprensibles para los demás, en un intento por mantener vivo el sentimiento de que no es cabalmente un hombre ruin, de que aún subsiste en él algo de honor. No quiere apagar del todo la luz en él, dando así testimonio de Dios. Asimismo, cuando, creyendo haber matado al viejo Grigori, se cree completamente deshonrado, es presa de la desesperación, se tiene por un desecho de la tierra, se sorprende de poder vivir aún. Quiere eclipsarse ante una virtud que sabe es incapaz de poseer. Mitia se salvará, como veremos al final.
El pecado contra la luz
Los pecadores contra el espíritu forman legión en Dostoievski. Su crimen nace del vértigo de la libertad que puede elegir entre el bien y el mal y volverse contra Dios, es decir, contra la imagen de Dios según la cual fueron creados. Dostoievski es el profeta de la voluntad libre: ha sondeado «los abismos de ese riesgo formidable a que está expuesta la creación entera».
El humilde funcionario petersburgués, protagonista de las Memorias escritas en un subterráneo, consciente del poder ilimitado de su libertad interior, siéntese fuertemente tentado a asegurársela mediante acciones absurdas cuya única justificación es haber sido queridas por su autor. Es también la tentación a poner a prueba esa libertad lo que impulsa a Raskolnikov a cometer el asesinato de la vieja usurera: desea ver qué sucederá apartándose de los caminos trillados; quiere saber si es «un piojo de la tierra», uno de esos que los otros pueden aplastar, o uno de los poderosos con derecho al crimen. Detrás de las teorías románticas, a lo Nietzsche, que pululan en la mente de Rodion, hay, sobre todo, el vértigo de la libertad, la tentación de realizar un acto inédito, para probar.
Raskolnikov no es más que un aprendiz comparado con Iván Karamazov, el hermano de Mitia: Iván es un intelectual con visos de occidentalismo, esto es, a los ojos de Dostoievski, de ateísmo. Iván no cree en Dios ni en la inmortalidad del alma o, al menos, no quisiera creer en ninguna de ambas cosas. Duda, vive torturado por la inquietud religiosa. Pero, poco a poco, su alma se inclina hacia la incredulidad total. Si nuestra alma no es inmortal, proclama ante Smerdiakov, el hijo natural de Fedor, todo está permitido. Sabe que, escuchadas por Smerdiakov, estas palabras van a impulsarle a cometer crímenes, por ejemplo a matar a su padre, a quien él también detesta. Sabe que, en ese lacayo obsequioso y demasiado bien peinado, tiene una espantosa imagen de la peor parte de sí mismo. No obstante, le deja hacer. Y hay algo más grave aún en su caso: sabe perfectamente que la religión de Cristo es elevada, pero la considera demasiado difícil para el pueblo y quiere reducirla sistemáticamente al nivel de una empresa de felicidad colectiva: es la famosa Leyenda del gran Inquisidor, uno de los textos en que se lee al descubierto el crimen contra el espíritu: el gran inquisidor sabe que la religión de Cristo es verdadera, pero engaña al pueblo a sabiendas, cerrándole el camino de la santidad. Aun cuando hay inquietud religiosa en Iván, su orgulloso espíritu le impide aceptar ciertas realidades de la religión, por ejemplo el sufrimiento, la humillación, la cruz...
Pasemos ahora a examinar el personaje más diabólico de Dostoievski, y acaso de toda la literatura occidental; Nicolás Vsievolodovitch Stavroguine. Con él, palpamos el fondo de la maldad gratuita; nos enfrentamos con el príncipe del mal, con el propio Lucifer. Stavroguine ha querido destruir en él la imagen de Dios. Ha hecho la gran repulsa. ¿Cuándo? Es difícil decirlo, pues en Dostoievski no hay jamás comienzos absolutos; mas lo cierto es que ha efectuado esa repulsa, y se nos muestran las consecuencias de la misma.
Nicolás Stavroguine está dotado de todas las cualidades naturales: es atractivo, inteligente; es príncipe. Todos los seres a su alrededor experimentan su prestigio, su fascinación; alguien le llama «serpiente sutil». Sin embargo, ese hombre es un condenado: sabe perfectamente que negándose a someter a Dios su libertad, redúcese a una facultad absurdamente contingente; sabe que, haciéndolo, se rebaja; pero alienta en él un gusto por la tiniebla, una voluntad de degradarse: y, al probar su fuerza, como él dice, ha comprobado que esta «no tiene límites». Pero no sabe en qué emplear esta fuerza, pues ha rechazado a Dios. Entonces, terrible es decirlo, vuélvela contra sí mismo:
Sucede con el momento del crimen, lo que con el instante en que siente uno la vida en peligro. Si yo hubiese robado algo, habría experimentado durante la perpetración de ese robo, hasta la embriaguez, la conciencia de la profundidad de mi ignominia. Mas lo que me gustaba no era la ignominia, sobre este punto mi razón está absolutamente sana, sino el enajenamiento procedente de una conciencia torturada por su bajeza...; ese placer excede a todo cuanto cabe imaginar (Los endemoniados, T. III, p. 387).
Stavroguine ha violado a una jovencita, Matriocha, hija de su patrona, no por sensualidad, sino «por hastío». Sabe que, presa de la desesperación, creyendo «haber matado a Dios», la muchacha está a punto de ahorcarse en un pequeño aposento. Le hubiese resultado fácil librarla, porque sabe sus propósitos: ha previsto que Matriocha, considerándose condenada, se suicidaría, perdiéndose así definitivamente. Así lo desea. Quiere saborear largamente los instantes en que el suicidio se consuma; con una lucidez diabólica, ve no solo la caída de la desventurada, sino su propia muerte espiritual. Una página dará la sensación casi física del pecado contra el espíritu:
Transcurrido un minuto, consulté mi reloj y me fijé en la hora lo más exactamente posible. ¿Por qué necesitaba tanta precisión? Lo ignoro, mas tuve fuerzas para hacerlo y, en general, en aquel momento, deseaba observarlo todo minuciosamente. Por eso, recuerdo todo cuanto advertí y puedo reverlo como si ocurriera en este instante.
Atardecía. Encima de mí zumbaba una mosca, empeñada en posarse sobre mi rostro. Logré atraparla y, tras retenerla un instante entre los dedos, dejéla escapar por la ventana. Una carreta entró abajo, en el patio, con estrépito. En un rincón de este, un oficial sastre, sentado junto a su ventana, cantaba una canción con voz sonora, hacía un buen rato ya. Se me ocurrió pensar que, puesto que nadie habíame visto franquear la puerta y subir la escalera, era preferible que nadie me viera al bajar. Con precaución, aparté la silla de la ventana para no ser visto por los inquilinos. Tomé un libro, pero a poco lo rechacé y me puse a contemplar una minúscula araña roja sobre una hoja de geranio. Me abismé en su contemplación; lo recuerdo todo hasta el final (T. III, p. 397 y ss.).
La araña roja es una imagen que obsesionó a Dostoievski. Simboliza el infierno. Svidrigailov, otro condenado «por hastío», explica a Raskolnikov cómo ve él la eternidad, es decir, para él, el infierno en que le consta estar ya:
—¿Y si allá abajo (en el más allá) no hubiese más que arañas u otra cosa por el estilo? —exclamó de pronto Svidrigailov.
«Está loco», pensó Raskolnikov.
—Nos imaginamos siempre la eternidad como una idea incomprensible, como algo inmenso, grandioso. Mas, ¿por qué debe ser necesariamente inmensa? Figúrese usted por un momento que, en lugar de eso, solo hubiera allá abajo una pequeña estancia, una especie de cuarto de baño rústico, ennegrecido de humo, con arañas en todos los rincones, y a eso se redujera toda la eternidad. ¿Sabe usted? Tal es como se me aparece en ocasiones33.
Svidrigailov sabe perfectamente que eso es el infierno. Y lo desea, sardónicamente:
—¿Es posible que no os imaginéis algo más justo y consolador que eso? —exclamó Raskolnikov con un sentimiento de malestar.
—¿Más justo? ¿Quién sabe? Tal vez sea eso lo justo. Y sepa usted que, si de mí dependiese, hubiéralo hecho así, adrede —respondió Svidrigailov con una sonrisa indefinible (Crimen y castigo, T. II, p. 296).
El instante en que Stavroguine se pierde en la contemplación de la araña roja es, pues, aquel en que el «radiante príncipe» se identifica con el mundo de muerte y condenación que ha escogido lúcidamente. Por lo demás, la araña reaparece más adelante, cuando Stavroguine se pone de puntillas para contemplar a la suicida en su aposento:
Me elevé sobre la punta de los pies y miré a través de una rendija. En el preciso instante en que me ponía de puntillas, recordé que mientras estaba sentado junto a la ventana, observando ensimismado a la araña roja, pensaba precisamente en la forma en que me elevaría sobre la punta de los pies para aplicar el ojo a aquella rendija. Si consigno este detalle es porque tengo empeño en demostrar hasta qué punto me hallaba en posesión de todas mis facultades, y porque quiero probar que soy perfectamente responsable. Por espacio de un rato, atisbé por la rendija, pues dentro estaba muy oscuro, aunque no del todo, de suerte que finalmente vi lo que necesitaba ver (Los endemoniados, T. III, p. 399).
Stavroguine está condenado. La obsesión de la araña le recordará constantemente la escena que acaba de describir. En el curso de un sueño, ve la edad de oro (en la imagen del cuadro Acis y Galatea, de Claude Lorrain). Pero el sueño se enturbia y desvanece: una araña roja cubre todo el cuadro, símbolo perfecto del paraíso del cual el protagonista está excluido para siempre:
Era como si hubiera vivido todas las sensaciones de mi sueño; no sé exactamente qué soñé, pero, al despertar, creí volver a ver las peñas, el mar y los oblicuos rayos del sol poniente y, por primera vez en mi vida, abrí los ojos húmedos de lágrimas. La sensación de una felicidad ignorada aún por mí traspasó mi corazón hasta el malestar. La tarde tocaba a su fin; por la ventana de mi pequeña estancia, a través de las plantas que allí florecían, inundóme con su luz un gran haz de rayos centelleantes proyectados por el poniente sol. Me apresuré a cerrar de nuevo los ojos, cual ávido de reanudar el sueño desvanecido. Mas, de pronto, en el centro de la deslumbradora luz, columbré un diminuto punto. Poco a poco, este fue tomando forma y, de improviso, vi distintamente una pequeña araña roja. Me recordó al punto la que había visto sobre la hoja de geranio en aquella otra puesta de sol. Algo pareció hundirse en mí. Me incorporé y sentéme en la cama. Tal era como había sucedido en otro tiempo (Ib., p. 404).
Stavroguine ha matado a su alma. Le consta. La fidelidad paradisíaca es para él fuente de desazón. Es enteramente responsable. Ha cometido el crimen con completa lucidez.
El pecador utiliza, asimismo, su «libertad» contra los demás. Este tema, central en Dostoievski, constituía la clave del drama de los «humillados y ofendidos».
El autor tenía la obsesión de la crueldad física infligida por el hombre a su prójimo. Esta violencia homicida contra lo más frágil e indefenso fue descrita muchas veces por el escritor.
Cuando Raskolnikov avanza hacia Isabel, con el hacha en alto, y la mujer retrocede poco a poco hacia la pared, fascinada y desarmada, la ve sonreír «como un niño». Tras la confesión de Raskolnikov, antes de decir al desgraciado estudiante: «¿Qué habéis hecho contra vos?», Sonia siéntese cual fulminada también por el crimen: entonces, esboza una mueca infantil que recuerda a Raskolnikov la lastimera sonrisa de su víctima en el momento de matarla. El Staretz Zossima cuenta cómo, siendo oficial, había golpeado un día a su ordenanza y descubierto de pronto lo que su acción tenía de criminal, de contrario a la caridad cristiana contra la cual son siempre cometidos los pecados verdaderamente imperdonables:
Revivo la escena como si esta volviese a acontecer: el pobre muchacho, de pie ante mí mientras le abofeteaba con toda mi alma, permanecía con las manos en los costados del pantalón, la cabeza erguida y los ojos desencajados, estremeciéndose a cada golpe, sin atreverse siquiera a levantar los brazos para protegerse.
¡A qué estado puede quedar reducido un hombre golpeado por un semejante! ¡Qué crimen! Fue como si una aguja me traspasara el alma. Estaba desatinado, y el sol brillaba, las hojas alegraban la vista, los pájaros loaban al Señor... Señor, ¿es posible?, pensaba yo llorando; soy el más culpable de los hombres, el peor que existe (Los hermanos Karamazov, T. I, p. 310).
Pero, ante todo, el pecador intenta matar el alma de los demás. Recordemos a este respecto la dolorosa sonrisa de la muchachita a quien «mata» Stavroguine y la aversión del «príncipe radiante» a la flaqueza, la piedad que siente en sí mismo en aquel momento. Mata en él la tentación del bien; le exaspera el reflejo de la inocencia impotente ante el mal, pero una inocencia que, en su pureza sin defensa, refleja lo divino:
Sentéme suavemente junto a ella, en el suelo. Ella se estremeció y, de pronto, tuvo miedo y se puso en pie. Tomé su mano y se la besé dulcemente. Obliguéla a sentarse de nuevo en el banco y la miré a los ojos. El hecho de que le hubiera besado la mano la hizo reír como una niña, mas solo por un instante, pues levantóse por segunda vez impetuosamente, presa de tal espanto que un espasmo contrajo su rostro. Me miraba con los ojos inmóviles de terror, y sus labios comenzaron a contraerse para llorar. Sin embargo, no gritó (Los endemoniados, T. III, p. 391).
Poco a poco, Matriocha es fascinada por el ángel negro representado por Stavroguine. El párrafo siguiente pone de manifestó la caída de la inocencia indefensa en las redes del mal:
Entonces, de improviso, ella volvióse y sonrió con una sonrisa crispada, como experimentando vergüenza. Su rostro estaba como la grana. Yo le cuchicheé algo, como un beodo. Por último, pasó algo tan raro que jamás podré olvidarlo y llenóme de estupor; la chiquilla rodeóme el cuello con sus brazos y, de pronto, se puso a besarme locamente. Su semblante expresaba un éxtasis absoluto (Ib., pp. 391-92).
El maleficio diabólico está consumado. En este momento, Stavroguine está a punto de perdonar a la desventurada, movido a compasión:
Estuve a punto de levantarme e irme ante lo desagradable que se me antojaba proceder de aquel modo con aquella criatura, debido a la súbita piedad que me inspiraba. Cuando todo hubo terminado, ella quedóse confusa. No intenté disuadirla y me abstenía ya de acariciarla. Ella mirábame, sonriendo tímidamente. De pronto, su fisonomía me pareció estúpida. Su turbación aumentaba por momentos. Finalmente, cubriéndose el rostro con las manos, volvióse de cara a la pared y permaneció inmóvil en el rincón... Sin decir palabra, salí de la casa (Ib., p. 392).
Esa actitud de arrepentimiento y de bochorno en que deja a Matriocha va a exacerbar en él el odio contra los últimos destellos del bien, a llevar al paroxismo la cólera que siente contra la niña a quien ha perdido; él mismo mata en él la piedad. Todas las fases del asesinato de un alma aparecen perfectamente detalladas:
Por la tarde, en mi casa, en mi habitación, concebí tal odio por ella que resolví matarla. Aborrecíala sobre todo por su sonrisa. Un desprecio mezclado de inmensa aversión originóse en mí debido al hecho de que se precipitase al punto al rincón y se cubriese el rostro con las manos. Una rabia inconcebible apoderábase de mí (Ib., pp. 393-94).
Luego, cuando vuelve a casa de Matriocha, la tarde en que esta va a suicidarse, una escena muda se desarrolla entre ambos. Leed estas líneas y tratad de comprender los abismos del mal:
Sus ojos, que aparecían muy grandes, mirábanme, inmóviles, con una curiosidad que al principio se me antojó estúpida. Yo estaba sentado y mirábala sin moverme. De improviso, sentí de nuevo odio... Bruscamente, ella levantó contra mí su pequeño puño y amenazóme desde el lugar donde se hallaba. De momento, aquella actitud me pareció ridícula (es el desprecio por la inocencia impotente ante el mal), pero a poco, no pude soportarla. (La actitud de Matriocha, cual un reproche vivo de su crimen, le obliga a tener conciencia de su condenación). Había en su rostro tal desesperación, que era imposible contemplar su expresión en un rostro infantil (Ib., p. 396).
Entonces, sin saber por qué, la abandona. Una idea cruza por su mente, la del suicidio de la chiquilla. Y permanece en una estancia contigua, «como el que espera algo».
Por consiguiente, no se trata solo del asesinato «corporal» de otro, sino de la voluntad de destruir todo vislumbre de bien en este mundo (como hemos visto ya a propósito de Yago).
Stavroguine va a seguir expandiendo «la muerte del alma» a su alrededor: cabe decir que los miembros de la célula comunista que prepara el asolamiento de la pequeña ciudad son como destellos dispersos de la personalidad de Stavroguine, que «se ha perdido a sí mismo».
Él es el alma réproba del grupo comunista. Verkhovenski, carente de la menor personalidad, es un títere entre sus manos; le maldice cuando descubre que Stavroguine no cree en el comunismo. Entonces, se hunde en la nada.
Stavroguine juega, asimismo, con el alma de Chatov y la de Kirilov. En un mismo día atrae a uno de ellos a la fe ortodoxa e induce al otro al suicidio. Convence a Kirilov de que, si Dios no existe, es el hombre el que es Dios y que lo único que puede hacer para demostrárselo a sí mismo es suicidarse: propone así un acto libre y absurdo a la vez, absurdo porque proviene de una libertad impía, sin objeto, desviada de su único fin: Dios. Frente a la experiencia Kirilov, hay la sugerida a Chatov, en sentido inverso: él, el demonio sin creencias, infunde la fe cristiana en Chatov. El infortunado será muerto por sus cómplices. Todo esto, Stavroguine lo hace para pasar el rato34.
El pecado de flaqueza procedía de la impotencia a renunciar a los bienes visibles. Al precio de perder a Dios, aportaba una realidad aparentemente positiva, deleitosa, que explicaba la caída (tal era el caso de Marmeladov). El pecado total es más diabólico: consiste en elegir la nada a sabiendas, pero deseándola, porque es lo único que pertenece al hombre. Claudel llama a eso «descansar en la diferencia esencial» (escena entre don Camilo y doña Prouhéze en el tercer acto de El zapato de satén). Dostoievski comprendió que Stavroguine se aburría, porque pecar es tedioso. Por su gran repulsa, entra en una terrible vacuidad: he aquí por qué, en Los demonios, muéstrase misterioso, silencioso; por qué hace comunismo, a falta de otra ocupación; por qué pasa el tiempo matando espiritualmente a los demás. Toda la ciudad donde se desenvuelve el drama está embrujada, fascinada, por el encanto de Stavroguine: se halla, literalmente, centrada en la nada.
El pecado habitual y la solidaridad en el mal
Los antiguos no concebían una falta replegada en los secretos movimientos del alma: una mala acción era siempre un acto visible. Según Racine, la intimidad del alma es perversa: Fedra siéntese culpable aun antes de haber revelado sus deseos amorosos. Dostoievski, más profundamente cristiano y, por ende, más lúcido, ilustra de forma aterradora, en Iván Karamazov, la palabra de Cristo: «quien mira a una mujer para codiciarla ha cometido ya pecado en su corazón».
Desde el trivial punto de vista de la justicia humana, Iván no ha cometido el asesinato de su padre. No obstante, es culpable del mismo. Es más. Él es el verdadero culpable. El descubrimiento de esta culpabilidad le hará enloquecer35.
Iván deseaba con fría voluntad la muerte de su padre. Smerdiakov, que veía en Iván a «su dios», diole a entender ambiguamente que, si se marchaba oportunamente, «podrían llevarse a cabo muchas cosas, pues siempre gusta hablar con un hombre de talento». Todo esto resulta muy vago, pero, en lo íntimo de su ser, Iván presiente que el criado va a matar a su padre. Durante la noche anterior al crimen, se levanta y va al rellano, como para olfatear un misterioso demonio oculto en la casa. Parte el día indicado por Smerdiakov, aun cuando nada le obliga a hacerlo. En lo más recóndito de sí mismo (lo que los teólogos denominan «el nivel del pecado habitual», a donde solo es posible descender, para purificarlo por la gracia, mediante la ascesis de los santos), sabe que el lacayo va a matar; y consiente en ello sordamente, con sus omisiones (no obliga al lacayo a hablar claramente) y con sus actos (se marcha). Presiente, sobre todo, que, matando, Smerdiakov cree cumplir una orden dada por él mismo.
Cuando el padre es asesinado, las sospechas recaen en Dimitri, que lo había amenazado públicamente; además, la noche del crimen hallábase en el jardín; había alzado la mano contra él, pero, en el último momento, no había matado. A los ojos de la justicia humana, debía, pues, ser el culpable. No obstante, Iván descubre que Smerdiakov ha matado, creyendo obedecer sus órdenes («si Dios no existe, todo está permitido»). El culpable es él: impulsado por la ira, Dimitri no había proyectado el crimen fríamente: por otra parte, no lo comete. En cambio, Iván «ha maquinado en frío» la muerte de su padre. Smerdiakov no miente al exclamar: «¿Así, no queríais que le matara?» Iván lo ve todo claro: sí, lo quería y lo sabía. Ve en Smerdiakov la imagen de la parte más inconfesable de sí mismo. Por más que Aliocha le dice que, puesto que no ha perpetrado la acción material de matar, no es culpable, lo cual es teológicamente cierto, eso no quita la culpabilidad «interior». Así, pues, Iván se presenta ante el tribunal para declarar que él es el culpable: «Por lo demás —dice ante la asamblea, que le toma por loco—, todos los aquí presentes hemos deseado matar a nuestro padre...». El tribunal no le comprende. ¿Qué tribunal lo haría, sino el de Dios? Dimitri es condenado.
Nadie ha llevado nunca tan lejos el análisis del pecado en que el consentimiento profundo hállase encubierto por un equívoco aparente y solo se manifiesta por un comportamiento ambiguo. Es una visión cristiana de las cosas. Cuando santo Tomás declara que es menester que nuestras pasiones se impregnen gradualmente de rectitud y moralidad, de forma que sus reflejos se tomen morales, limítase a describir la ley de la santidad.
Al propio tiempo, se pone de manifiesto otro aspecto, también cristiano, puesto que ilustra la doctrina del pecado original: el de la solidaridad en el pecado (y, correlativamente, la solidaridad en el bien, sobre la cual diremos algo más adelante). Smerdiakov es solidario del crimen de Iván, pues obra bajo el maleficio de este, y, recíprocamente, Iván es solidario del pecado de Smerdiakov: la falta de uno motiva la del otro. Toda la historia de los Karamazov se centra en torno a esta espantosa solidaridad en el mal. Tal es lo que confiere una grandeza única a la obra de Dostoievski. El novelista nos introduce así, literalmente, en el infierno36, o sea en esa «comunión de los santos» a la inversa, en que los condenados (sufren ya en la tierra) se aúnan oscuramente en el crimen. Smerdiakov se suicida cuando descubre que Iván, enajenado ante la revelación de su crimen, no es el príncipe radiante a quien todo le está permitido, sino un pobre infeliz que tiembla cuando le muestran, en un cadáver, la realidad de lo que había deseado, la consecuencia lógica de sus teorías. Smerdiakov ha perdido «el dios» que constituía la única razón de su existencia, el príncipe de las tinieblas de alma glacial y ardiente, el ídolo hacia el cual levantaba los ojos ese ser rastrero. Comprendemos ahora la frase de Dostoievski: «Cada cual es responsable de todos, y todos de cada uno».
Llegado al pie de la «espiral de los infiernos», el hombre busca la salvación. Sin una luz celeste, el mundo humano limitaríase a ser tedio y absurdidad; sería una nada oculta en el corazón de la crueldad que aplasta a los «débiles». Si no existiesen almas santas esforzándose en remontar esa horrible corriente, el universo provocaría las «náuseas» que constituyen una de las notas características de nuestra posguerra. Topando con el «muro» de la muerte, viviendo en el infierno que son los «demás», la humanidad no tendría más alternativa que poner fin a esa absurda historia. El pesimismo del existencialismo ateo es inevitable sin un Dios que sostenga y salve, más allá de la muerte, los esfuerzos hacia «el paraíso que son los demás».
Es imposible un retorno al optimismo griego. Una de dos: o bien hay Dios, «que es el más fuerte», o bien hay la nada. La grandeza de Dostoievski estriba en haber descrito con rasgos de fuego esa Redención de misericordia: a la dimensión «demoníaca» se une la dimensión «celeste». Efectivamente, Shakespeare no superó su pesimismo más que a través de la sabiduría serena, pero desengañada, de sus últimas obras. Racine, con Atalia, nos transporta a un plano muy distinto, sin comunicación con el mundo de las tragedias (se ha hablado de las «dos caras» de Racine). Abramos, pues, de nuevo la obra del novelista ruso.
Frente a la ciudad de Satán, mezclada con ella, hay la solidaridad en el bien, mediante la expiación y el sufrimiento de los inocentes por los culpables. Sin duda, hablar de inocentes tiene solo un valor relativo en el ámbito cristiano: hasta cierto punto, todos los hombres son culpables. Tal es lo que declara el hermano del Staretz Zossima, poco antes de morir:
Somos todos responsables de cada cual y cada cual es culpable ante todos, por todos y por todo, y yo más que nadie (Los hermanos Karamazov, T. I, p. 302).
Y tras decir esta frase, eco de la de todos los santos, agrega:
¿Cómo podríamos vivir sin saber eso?
Así, pues, el sentimiento de que todos los hombres son pecadores y solidarios explica el apetito de expiación que se apodera de determinados personajes de Dostoievski. Dimitri, que no ha matado, es condenado y acepta su condena como un medio para redimirse y redimir a los demás: actitud diametralmente opuesta a la de Iván. Gruchinenka va a partir con él para expiar, pues ella también participa de cierta culpabilidad por la forma perversa en que trató antaño al pobre Mitia37.
La vida entera del Staretz Zossima y sobre todo la de Aliocha, el menor de los hermanos Karamazov, atestiguan ese mundo de redención. La grandeza de Los hermanos Karamazov reside ahí: frente al infierno de los Karamazov, en que reina la solidaridad en el mal, hay el grupo de los que procuran ser solidarios en el bien: Aliocha, el Staretz, los muchachos; las ondas negras que irradian del viejo Karamazov interfieren constantemente con las ondas luminosas cuyo centro es el monasterio del Staretz. Así, pues, las fuerzas del mal hállanse inextricablemente mezcladas con las del bien, incluso en la propia alma de los personajes: Aliocha, por ejemplo, siente en él la poderosa sensualidad, la animalidad bestial de la familia a que pertenece; no se siente menos culpable que Iván, y se lo dice. En el alma de Iván hay también tentaciones de bien: siéntese atraído por Aliocha y, pese a sus crímenes, no puede menos de acercarse a su hermano. Idéntica mezcla se da en Dimitri y en Catalina (otra culpable, cuyo caso es digno de estudio), en sus relaciones con Mitia.
¿Cuál es el resultado de este combate espiritual contra el mal y sus espantosos abismos? Henos ante el misterio más turbador de la obra de Dostoievski. De un modo general, preciso es responder que, en el plano temporal, el bien fracasa. Pero entendámoslo bien: los que quieren expiar por los demás sienten en su corazón un gozo, una alegría espiritual de la cual Dostoievski nos ha dejado algunas descripciones célebres (Aliocha, en la noche de la muerte del Staretz, con su impresión de que la Tierra y el Cielo se reconcilian en unas nuevas bodas de Caná). Nos hace presentir también la Jerusalén del final de los tiempos, en que todos los infortunados serán perdonados y «se comprenderá todo», en que los animales se reconciliarán con los hombres y la tierra entera se transformará en la luz del Verbo. Esta visión de las torres de la Jerusalén del futuro al término del camino doloroso de la humanidad, perfílase a menudo en la obra del maestro y le da una resonancia cristiana única en toda la literatura.
Pero estas felices visiones se producen en el interior del alma de los cristianos allegados a la santidad; no se realizarán hasta «el día del gran juicio», es decir, hasta el final de los tiempos.
Entre tanto, Dostoievski está obsesionado por el triunfo de los que él denomina «los demonios», los constructores ateos del paraíso en la tierra. Profetizó que convertirían a la humanidad en una comejenera, que «los imbéciles serían tratados como bestias de carga», que el pueblo sería engañado y abrevado con sangre. Desde este punto de vista, hay que leer Los demonios, como asimismo, en El adolescente, la famosa página sobre la ciudad socialista de mañana. Dostoievski sentíase a un tiempo atraído y aterrado por la gran apostasía del mundo moderno. Presintió, mucho antes que Nietzsche, que Europa iba a la revolución y a la guerra. En una palabra, tenía la impresión de que la «ciudad de Satán» asentábase gradualmente en este mundo.
Hay en esto una influencia del dualismo ortodoxo. ¿Pero quién puede negar que los hechos dan grandemente la razón al profeta ruso?
Dejemos este tema, puesto que se presta a discusiones imposibles en nuestro reducido marco. Otro aspecto del malogro relativo del bien en el mundo es indiscutible: es el odio de los «perversos» a los santos. Aliocha no consigue impedir ni un solo crimen. Algunos aducirán que la novela, incompleta, debía presentarnos a Aliocha en el mundo. Pero los críticos rusos han repetido a porfía que la continuación de los Karamazov existe bajo otro nombre, en El idiota, una de las obras más extraordinarias del autor, acaso su verdadera obra maestra.
La historia del príncipe Muichkine, antítesis de la del «príncipe Stavroguine», es la de un hombre que desea hacer el bien a su alrededor; intenta restablecer la concordia en una familia, lograr el triunfo de la caridad. No solo fracasa en su intento, sino que, además, obtiene el efecto contrario: la obra concluye con la escena inolvidable del asesinato de Nastasia.
Sería necesario un largo estudio para aclarar las causas de este fracaso. No podemos esbozarlo aquí. Recomendamos al lector que lea y relea a Dostoievski y reflexione a su vez. No obstante, se impone una observación: si Muichkine fracasa es porque su candor, su profunda pureza, su ignorancia del mal, su caridad, su desinterés, provocan, con su sola manifestación, un aumento de odio en el corazón de los pecadores. Una vez más hallamos el pecado bajo la forma de odio a la luz. Lo que impulsa a Rogojine a matar es la bondad de Muichkine, en virtud de la espantosa ley del mundo moral: el abismo de arriba atrae al de abajo. Imposible negar que nos enfrentamos aquí con una realidad cristiana: cuanto más se elevan los santos en la gracia divina, tanto más presa son de los ataques diabólicos; ved, si no, el Cura de Ars; ved, sobre todo, la historia de Cristo, en constante lucha contra el demonio.
Comprendemos ahora por qué la comunión en el sufrimiento redentor, el progreso de la santidad en el mundo debe ocasionar, de rechazo, un incremento momentáneo de los poderes del mal. «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra», decía Cristo. Cuanto más se acerque la Iglesia al final de los tiempos, esto es, cuanto más se aproxime al estado de gloria, tanto más arreciará la violencia de las luchas diabólicas.
Vemos, pues, en qué sentido cabe hablar de cierto fracaso del bien en la obra de Dostoievski: el pecado es el demonio; el bien es Cristo, es Dios. ¿Cómo sorprendernos del combate?
Sin duda, Dostoievski acentuó en demasía el carácter invisible, escatológico, del reino de Dios. Surge ahí un inmenso problema (el de la coexistencia del elemento Encarnación y del elemento Apocalipsis en el cristianismo) que no vamos a abordar. Con todo, convenía señalar ese fracaso aparente del bien en el mundo, aun cuando no sea tan total como cree el novelista ruso. Mauriac y Bernanos, amén de algunas páginas de Péguy, demuestran que todo eso no es tan «ruso» como algunos pretenden, con frecuencia para desembarazarse de esa enojosa realidad. También Shakespeare lo puso de manifiesto.
La «literatura cristiana» no debe confundirse, pues, con la llamada, en un sentido peyorativo, literatura «de edificación» en que «triunfa la virtud», en el vulgar sentido de la palabra (el egoísta de Meredith, por ejemplo, rechazado por todos los hombres). El humanismo de las Bienaventuranzas es inconcebible sin el Dios de misericordia que da alegría espiritual a las almas, en el más allá. Desde ahora aparece ostensible el íntimo lazo existente entre el tema del pecado en la literatura cristiana y el sufrimiento y la muerte. En otras palabras, el fracaso relativo del bien nos lleva al problema del Justo doliente, esto es, a Jesucristo.
Si nos negásemos a admitir este aspecto de la cuestión, forzoso sería reconocer que no hay nada tan «inmoral» como el teatro de Shakespeare y de Racine y las novelas de Dostoievski. No obstante, dos de esos autores figuran entre los «clásicos».
El cuadro, pues, no puede ser más sombrío. Cierto que, hasta en los criminales más empedernidos, quedan aún algunos destellos de bondad moral: por ejemplo, en Raskolnikov, que hace caridad a la familia de Marmeladov cuando acaba de perpetrar un asesinato; en Mitia Karamazov, que quiere conservar en él siquiera un vestigio de honor; y también en el misterioso Versilov, el protagonista de El adolescente (un libro injustamente olvidado). Pero la universalidad del reino de las tinieblas en que se peca contra la luz, ese reino que aplasta a la multitud de los humillados y ofendidos, obsesiona nuestra imaginación.
Si los hombres, según los griegos, son buenos, es porque los dioses son malos. En la perspectiva cristiana, los hombres son perversos. La única esperanza es que Dios redima y perdone. Entonces, se nos restituye todo el humanismo, a través de lo alto, un humanismo infinitamente más hermoso.
Para aclarar esto, volvamos a Dimitri Karamazov. En los griegos, apenas el hombre se descuida (siquiera un instante) y se entrega a la desmesura, los dioses envían al punto a Atè para perderlos del todo. En el cristianismo ocurre exactamente lo contrario: Dimitri quiere matar a su padre; así lo ha dicho claramente, alegando que «el viejo» es injusto con él e intenta quitarle la novia. En un paroxismo de furor, una noche en que, supone, la que ama se ha dejado seducir por Fedor, se precipita, ofuscado, al tenebroso jardín, armado de un mazo. Está dispuesto a matar a su padre, impulsado por la desmesura. Si Esquilo relatase esta historia, digna de él, nos mostraría, en el momento en que Dimitri blande el arma sobre su padre, al genio vengador, Atè, arrojándose sobre él para enajenarle por completo. Pero Dostoievski no podía presentar el drama así porque era cristiano. La única cosa que nadie esperaba, en la cual ni el propio Dimitri creía, una cosa que nadie creerá en el tribunal, hasta el punto de que Dimitri será condenado, es que Dios interviene para evitar que el desgraciado mate a su padre; el propio Mitia no comprende que no haya matado, siendo así que todo le impulsaba a hacerlo:
¿Quién podía matar a mi padre —exclamó— sino yo? Y, sin embargo, no he matado. Tengo para mí, señores, tengo para mí —prosiguió quedamente—, que lo sucedido fue tal vez que mi madre imploraba a Dios por mí y un espíritu celeste besóme en la frente en aquel momento. Ignoro si así fue, pero el diablo quedó vencido. Me aparté de la ventana y corrí a la empalizada. Yo no he matado... (Los hermanos Karamazov, T. II, p. 478).
Dase, pues, un milagro moral. Como es de suponer, nadie cree a Dimitri. De hecho, un instante después, Smerdiakov, al acecho, mataba al viejo Karamazov y, con ello, las sospechas recaían en Dimitri. Mas, el hallazgo genial del escritor es haber mostrado que, humanamente hablando, Dimitri debía matar y, no obstante, no lo hizo, porque Dios se lo impidió. Una aurora de misericordia divina aparece en el sombrío horizonte.
Si Mitia fue protegido es porque pecaba por arrebato, sin fría malicia. Con todo, la misericordia divina resplandece también para los que pecan contra el espíritu: la única respuesta que da Cristo a las blasfemias del Gran Inquisidor, encarnación de Iván, es besarle humildemente. Aliocha, el hijo menor Karamazov, perdona a Iván y le revela las perspectivas del perdón. Expiará por él y le salvará, al igual que Sonia sufrirá para salvar a Raskolnikov, al igual que el viejo Verkhovenski, el padre del revolucionario, convertido al fin, se irá por los caminos y perdonará a su hijo.
Una radiante luz expándese sobre los abismos. La belleza del hombre, perdida por el pecado, esa belleza cantada por los griegos y salvada, pese a todo, por sus poetas, esa belleza que no existe en el hombre abandonado a sí mismo, reaparece más hermosa, porque Dios perdona, es decir, crea en el hombre una imagen divina, luminosa, resplandeciente. Basta ver la alegría del hermano del Staretz al morir: entiende el canto de los pájaros y, como san Francisco, perdona a todo el mundo, exultando de gozo... Entonces, el mundo se transfigura, la creación recobra su primitiva armonía. Decimos «recobra»: en verdad —y he aquí descubierta la fuente profunda del optimismo cristiano, del humanismo de las Bienaventuranzas—, esa belleza otorgada al hombre por el perdón divino es una restitución, una re-creación, es la transfiguración de una imagen divina, perdida pero recuperada. Si la caída en el pecado es tan profunda, si la imagen del hombre pecador es tan sombría, tan trágica, tan «antihumanista», es porque la caída se produjo desde una cumbre divina de la cual ningún griego tuvo jamás idea. Esos abismos de malicia no son más que el envés de la llamada, de la vocación sobrenatural del hombre. Si el hombre no hubiera sido elevado a categoría tan alta, no podría caer tan bajo. El cristianismo no niega la belleza del hombre, pero la coloca en un lugar distinto al que le atribuía la concepción griega: la pone más arriba, tan arriba que el riesgo tórnase formidable: la libertad humana es santa, divina, a la imagen de Dios, transfiguradora del hombre; pero, si se vuelve contra Dios, no hay más alternativa para ella que la caída en la nada. Repetimos: la piedra clave que armoniza al hombre fue colocada tan arriba por el Salvador que, sin Él, no queda nada.
Tras el Infierno de los Karamazov, surge la incomparable belleza del epílogo del libro. Cuando, después del drama, Aliocha, reunido con los muchachos alrededor de la tumba de su pequeño compañero, les habla de la caridad fraterna, de la expiación de las culpas de los demás, de la futura resurrección, ¡qué dulzura, qué despuntar de aurora un poco gris pero reconfortante, qué epifanía de la Jerusalén celeste, con sus torres en lontananza...!
Ahora pasemos a recoger los elementos dispersos en nuestra encuesta. Discúlpenos el lector si somos tan «escolares»: es la única manera de hacer ver que la óptica de los tres autores considerados es, conscientemente o no, la del cristianismo.
Empecemos por inventariar los hechos:
I. Hay, en primer lugar, el descubrimiento de la flaqueza profunda del hombre ante el bien, incluso cuando lo conoce, incluso cuando se esfuerza en luchar contra el mal. Fue Racine, sobre todo, el que ahondó en este drama; testimonió, acaso sin saberlo, la realidad de la concupiscencia carnal y espiritual en el hombre. Dostoievski subrayó también esta flaqueza, particularmente en el inolvidable Marmeladov.
Las faltas de flaqueza enfrentan al hombre con una elección: o bien solidarizarse con ellas, identificarse con la caída en el mal, como hacen los héroes de Racine, en cuyo caso su pecado se convierte en falta contra el espíritu (aunque siempre con esa nota de impotencia para resistir, que Racine recalca constantemente y es su aportación personal, tal vez en parte inspirada en el jansenismo), o bien, pese a todas sus faltas, no solidarizarse del todo con sus caídas, sino tener conciencia de su flaqueza y seguir confiando en Dios a pesar de todo: Shakespeare representó este drama en Falstaff, y Dostoievski en Marmeladov, Verkhovenski (el padre del revolucionario), Lebedev, e incluso, hasta cierto punto, en el padre Karamazov.
Esta debilidad del hombre ante el mal, esta malicia interna, fue ignorada por los griegos (aparte de Eurípides y Aristóteles, y aun estos de modo pasajero).
II. Al lado de las faltas de flaqueza, de pasión, hay el reino del pecado contra la luz. Es el aspecto a que hemos dedicado más atención. Dicha falta está hecha de lucidez perversa. Detallemos un poco:
1. Pecar contra la luz es ver el bien y elegir el mal por simple voluntad de que prevalezca la propia libertad. Esta libertad sin Dios no puede escoger más que actos absurdos; conduce, pues, a la nada, a la muerte de uno mismo. Stavroguine eligió en este sentido. Entró, por tanto, en la gran vacuidad. Yago y Ricardo III también eligieron el mal por el mal. Este suicidio del alma rebasa al individuo y se vuelve contra los demás. Stavroguine, Yago, quieren matar en torno a ellos, no solo los cuerpos, sino las almas. Odian la luz en ellos y en los demás. Racine muestra lo mismo en el amor humano, cuando este no es correspondido.
2. Así, pues, el pecado del espíritu es idéntico al pecado de odio, odio contra Dios, odio contra la imagen de Dios en nosotros (la «tentación» del bien, matada por Stavroguine), odio contra la imagen de Dios en los demás. El pecado contra el espíritu es esencialmente contrario al amor, a la caridad.
3. El sufrimiento en el mundo débese, sobre todo, a la opresión de los inocentes por parte de los «príncipes del odio». En la lucha contra el mal, una especie de fatalidad ocasiona el fracaso de las fuerzas del bien, en el plano visible. Shakespeare y Dostoievski mostráronse obsesionados por esta paradoja.
4. Existe una solidaridad en el mal, como asimismo en el bien (Dostoievski). Según los griegos, los hombres eran buenos y los dioses malos. Aquí, son los hombres los perversos y Dios el que salva.
III. El ámbito del pecado en nuestros autores sería espantosamente pesimista si no apelase como réplica la aurora de la misericordia de Dios y, en las almas de los santos, el deseo de expiar por los demás. Incluso el pecado contra el espíritu puede ser perdonado, si el pecador manifiesta una humilde confianza en la misericordia infinita de Dios. En lo tocante a este punto, tan solo Dostoievski da testimonio, sin duda porque su cristianismo es más profundo y más vívido.
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Tales son los hechos. ¿Quién no ve las verdades cristianas que entrañan?
1. La concupiscencia, consecuencia del pecado original, así como la doctrina de todos los espirituales sobre la malicia interna, profunda y a veces inconsciente, del hombre.
2. La relación entre el pecado y la libertad del hombre: el pecado es fruto de una especie de vértigo de la libertad que se escoge sin Dios y contra Dios. Así como, en los griegos, la noción de culpa no se desligó jamás de un contexto fatalista, en el cristianismo todo depende de la libertad humana, imagen de la del propio Dios. Esa libertad orgullosa es el pecado de Satán, el pecado contra el espíritu, descrito en el Evangelio.
3. El orgullo engendra el odio: de donde la falta contra la caridad. ¿Acaso no dijo Cristo que ese era el mayor pecado?
4. El fracaso relativo del bien está en el plano de la misión de Cristo, que fracasó, a los ojos del mundo, pero salvó al mundo. Sin la doctrina del reino de Dios manifestado al fin de los tiempos y, durante «este siglo», brillando en las almas de los «buscadores de Dios», es imposible dar razón de la paradoja del mundo visible sumido en el mal.
5. La solidaridad en el bien expresa el dogma de la comunión de los santos.
6. La misericordia divina, abismo venido de lo alto, respondiendo al abismo del mal, es la doctrina central de la Buena Nueva: perdón, consolación para los que lloran, en una palabra, anuncio del Dios de amor, «humanismo de las Bienaventuranzas».
No todas las verdades cristianas con relación al pecado fueron expuestas por los autores estudiados; el acento que les confieren Shakespeare y Dostoievski no se ajusta siempre a la estricta teología. Hay ciertos aspectos del problema del pecado que han sido subrayados por otros autores. No obstante, los escritores citados, que figuran entre los más grandes, representaron en imágenes inolvidables de patetismo humano las abismales realidades del pecado y de la misericordia que solo la luz de la Revelación ha manifestado al hombre.
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El cristianismo profundiza la visión del hombre pecador, aportándole nuevos armónicos, los más profundos; un drama de Shakespeare, una tragedia de Racine, una novela de Dostoievski, son incomparablemente más humanos, más ricos, más bellos que todo lo que produjo Grecia, no porque sus autores fueran más geniales, sino porque se dejaron influir por el cristianismo. En la base del humanismo hay que poner el rescate, el perdón divino y, por ende, la confesión de nuestra miseria, de nuestra malicia, pero, una vez hecha esta opción, lo demás se nos da centuplicado.
Cierto que no abandonamos la belleza del hombre, tan amada de los griegos; mas sabemos que es preciso volver a hallarla, reconquistarla. También Grecia debe ser rescatada.
Una frase para terminar, una sola, la que oímos cantar el Sábado Santo en el Exultet: felix culpa quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem, feliz culpa que nos mereció tener tan grande Redentor...