VOY A DECIR LA verdad de las cosas. Con esto de la enfermedad nos ha tocado traer mujeres de Facatativá. Son indias. Están sucias. Y huelen a leche de cabra. Pero a los caballeros les gustan. Porque obedecen. Las traemos en una carreta. Al orejón que me las consigue le insisto en que tienen que estar bien sanas. No queremos que los caballeros se infecten. Las necesito para el viernes. El viernes las vamos a llevar a una casa cerca de la iglesia de Egipto. Allí las vamos a meter en una pieza con los ojos vendados. El orejón salió de la fonda después de medianoche. Yo me embocé en la capa y salí también. Atravesé San Victorino y crucé por el cementerio. Por el camino bajaban ríos de barro. No había lugar seco. Ese día había llovido en Bogotá desde las diez de la mañana. Me acuerdo bien. Estaba todo solo. Yo caminaba con miedo. Miré los muros. Las tejas rotas. Los árboles que se movían haciendo crujir las ramas. Por fin llegué al inquilinato. Las puertas de las otras piezas estaban cerradas. Mientras iba hasta el otro lado oí voces. Y toses. Sobre todo en los cuartos en los que dormían muchos. En una pieza había unos hombres en harapos. Me miraron con rabia. Habían hecho una hoguera sobre unas piedras. Estaban acostados cerca de la candela. Tapados con costales. El humo subía por las paredes hasta las vigas del techo. Llegué hasta mi pieza. Me senté en la cama. Me froté las manos pensando otra vez en el orejón. De este negocio me van a quedar dos pesos en limpio. Saqué un pan que tenía debajo del colchón. Y un pedazo de longaniza. Miré debajo de la cama buscando una botella que tenía un poco de chicha. Acabé de comer y colgué la capa de una vara que atravesaba la pieza de pared a pared. Me quité las botas y los pantalones y me eché en la cama. Después volví a levantarme para orinar en la mica. Volví a la cama y me metí entre las cobijas. Me tapé hasta las narices porque hacía un frío de los diablos. Metí las manos entre las piernas y apagué la vela de un soplido. Abrí los ojos en mitad del cuarto oscuro. Oí los truenos que venían de Monserrate. Pensé otra vez en mis dos pesos. El viernes a las diez de la noche estaba la carreta frente a la casa que yo había dicho. Bajé a recibir a las indias. A esa hora nadie andaba por las calles. De Facatativá habían salido a las tres de la tarde. Eran tres horas de viaje hasta la Estación de la Sabana. Después la subida hasta Egipto que era una hora más. Eran bien jóvenes. Como yo le había dicho al orejón. A los clientes les gustan así. Con las mejillas rosadas todavía. Y con trenzas. No sé por qué las indias tienen los ojos siempre bajos. Mirando al piso. Las hice bajar del carromato y entrar a la casa. Subimos al segundo piso. Allí esperaba la vieja que me ayuda. Es muy fiera y muy práctica. Lo único es que tiene verrugas en los brazos y a la gente le da asco. Las indias estaban sudadas por el viaje. La vieja las tuvo que bañar en un tinajo. Las indias no decían palabra. No hablaban entre ellas. La vieja les ordenó que se sentaran en el piso. Llamó a la más joven. Una india de trece años. «Empelótese», le mandó. La india siguió mirando para el piso. Después me miró a mí. Entonces la vieja me hizo señas para que yo me saliera del cuarto. Ya afuera oí a la vieja que decía, «quítese todo para verla bien». Me arrimé a la cerradura para mirar. La india se quitó el sombrero y después la ruana. Puso todo doblado en el suelo. Se quitó la camisa y después una casaca de bayeta que llevaba debajo. Quedó casi desnuda. Solo le quedó una tela que le sostenía los pechos dándole vueltas por la espalda. La vieja se acercó y le quitó la tela. La india tenía los pechos grandotes. Yo se los vi por la cerradura. «Quítese lo de abajo también», le ordenó la vieja. La india miró a la vieja y después a la puerta. La vieja vino y abrió la puerta furiosa. Yo ni me di cuenta. «Deje de fregar, Calabacillas», dijo, «no ve que se va a hacer tarde». Después cerró y volvió adentro. Yo miré por la cerradura otra vez. La india se quitó el faldón negro y las enaguas. Se quitó todo hasta quedar empelota. La vieja la miró bien. La india tenía la piel oscurísima en todo el cuerpo. Más oscura debajo de las nalgas. Y en los pies. La vieja la metió entonces en el tinajo y la limpió con estropajo y jabón. Después la llevó a otro cuarto donde la hizo ponerse una bata. Cuando terminaron le mandó que se acostara en un colchón que había allí. «Ahí quieta, india», le dijo. Volvió a la pieza donde yo podía verla por la cerradura. Llamó a la segunda india y empezó otra vez todo. Se necesitó una hora para tenerlas listas. La vieja les peinó el pelo. Después les puso las vendas. Más tarde las metió a los cuartos. En ese momento se oyó ruido en el piso de abajo. Los caballeros ya llegaban. Yo entré al cuarto y le dije a la vieja, «prisa, prisa, que llegaron los señores».