Poco hablaremos aquí de la Guerra de Sucesión, de Casanova y del 11 de septiembre de 1714. Avasalladores son los ríos de tinta que han fluido sobre ello desde hace un siglo, especialmente desde que Jordi Pujol pusiera en marcha la maquinaria totalitaria de lavado de cerebro que asfixia Cataluña desde hace cuarenta años, así que no contribuiremos a la inundación y nos centraremos en sus consecuencias jurídicas y económicas.
Resumiendo las mil y un mentiras, tergiversaciones y ocultaciones que, lamentablemente, se han sembrado en las últimas décadas sobre la Guerra de Sucesión —en palabras del eminente historiador británico Henry Kamen, «uno no sabe si reír o llorar ante tanta insensatez»—, subrayaremos solamente que no es cierto que Castilla invadiese y se anexionase Cataluña ni que ésta fuese un estado soberano en 1714, sino un territorio con algunas instituciones propias, como en cualquier otro lugar de la Europa del Antiguo Régimen, y parte constituyente de la Corona de Aragón, es decir, de España.
No es cierto que se tratase de una guerra entre castellanos y catalanes, sino entre partidarios de dos candidatos al trono de España, sin distinción de regiones.
No es cierto que todos los catalanes fuesen austracistas y todos los castellanos, borbónicos, pues muchos de los más importantes gobernantes castellanos fueron austracistas y muy distinguidos borbónicos fueron catalanes; y muchos miles de castellanos lucharon en el ejército del archiduque Carlos mientras que muchos miles de catalanes hicieron lo propio en el de Felipe V, candidato que contó con la fidelidad de comarcas enteras de Cataluña, como Cervera, Berga, Centelles, Ripoll y Manlleu.
No es cierto que el famoso 11 de septiembre combatieran catalanes contra castellanos, pues hubo castellanos defendiendo Barcelona, empezando por el comandante supremo de las fuerzas barcelonesas, Antonio de Villarroel —quien, en el momento cumbre, dirigió estas palabras a pueblo y soldados:
«Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la Nación Española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fue poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y privilegios».
No es cierto que los catalanes sufrieran singularmente por su apoyo al archiduque, pues en 1705, tras la toma de Barcelona por los austracistas ingleses y holandeses, abandonaron la ciudad varios miles de partidarios de Felipe V para refugiarse en Francia o pasarse a tierras borbónicas, y los que se quedaron en Cataluña sufrieron represalias, encarcelamientos y saqueos de sus propiedades.
No es cierto que los catalanes se opusieran al candidato Borbón desde el principio, pues aunque su condición de francés no era la más apropiada para granjearle simpatías entre los muy francófobos catalanes, éstos, en su mayoría, aceptaron de buen grado el testamento de su amado Carlos II tanto por respeto a su voluntad como por considerarlo la mejor opción para mantener la integridad del reino. Los próceres de Cataluña se apresuraron a celebrar su llegada a España y a invitarle a celebrar Cortes según las leyes, fueros y privilegios de los reinos, para que tomara posesión de ellos legítimamente.
No es cierto que la represión alcanzara sólo a los catalanes, pues la confiscación y el destierro —treinta mil austracistas de toda España pudieron regresar tras el Tratado de Viena de 1725— alcanzó a cualquier partidario del archiduque, de cualquier región.
No es cierto que los catalanes austracistas fueran separatistas, sino que presumieron de ser los más españoles de todos. El austracismo de la mayor parte de los catalanes fue inspirado por su apego hacia una España habsbúrgica y tradicional en vez de hacia una Francia a la que miraban como su enemiga tradicional.
Así lo resumió el más importante historiador dieciochesco catalán, Antonio Capmany:
«En la guerra de sucesión que afligió la España, no se trataba de defender la patria, ni la nación, ni la religión, ni las leyes, ni nuestra constitución, ni la hacienda, ni la vida, porque nada de esto peligraba en aquella lucha. Sólo se disputaba de cuál de los dos pretendientes y litigantes a la Corona de España debía quedar el poseedor (...) Estaba la nación dividida en dos partidos, como eran dos los rivales; pero ninguno de ellos era infiel a la nación en general, ni enemigo de la patria. Se llamaban unos a otros rebeldes y traidores, sin serlo en realidad ninguno, pues todos eran y querían ser españoles, así los que aclamaban a Carlos de Austria como a Felipe de Borbón. Era un pleito de familia entre dos nobilísimos Príncipes, muy dignos cada uno de ocupar el trono de las Españas. Con ninguno perdía la nación su honor, independencia y libertad; sólo la Corona mudaba de sienes, pero la monarquía quedaba ilesa».
Pero hasta las autorizadísimas palabras de Capmany son innecesarias, pues basta con las escritas por los propios regidores barceloneses protagonistas del 11 de septiembre, que a las tres de la tarde de tan trágico e histórico día convocaron a los barceloneses a empuñar las armas con estas palabras —palabras cuidadosamente ocultadas durante décadas a unos manifestantes que, ignorándolas en porcentajes cercanos a la unanimidad, acuden cada año a la Diada para protestar contra la conquista española:
«Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan ante los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos bajo la esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».
No es cierto que el Decreto de Nueva Planta suprimiera la lengua catalana, puesto que la norma de que «las causas de la Real Audiencia se sustanciarán en lengua castellana» se dirigió a la sustitución de la que se había usado hasta aquel momento, el latín. Su objetivo fue conseguir mayor uniformidad en los procesos judiciales de todo el reino, pero ni siquiera afectó a los tribunales inferiores —ni, por supuesto, a la enseñanza—, donde siguieron conviviendo el castellano y el catalán.
Y, finalmente, no es cierto que Felipe V suprimiera la soberanía nacional representada en las Cortes catalanas, pues eran estamentales y, por lo tanto, no representaban a soberanía nacional alguna. Y, lo que más importa en relación con el tema de estas páginas, no es cierto que Felipe V incorporara Cataluña a Castilla, sino que uniformizó el derecho —solamente el público, pues las normas civiles, mercantiles, procesales y, en parte, administrativas de Cataluña se conservaron en su plenitud— y centralizó el gobierno, fenómeno general en toda la Europa de aquel tiempo, lo que también conllevó grandes cambios en la vieja planta castellana, detalle que no suele recordarse.
Llegada la paz, Cataluña se adentraría en el siglo XVIII entre el dolor por la guerra pasada y la prosperidad que la nueva situación iría facilitando. Y mientras que algunos siguieron lamentando la desaparición de las antiguas estructuras del reino de Aragón, otros alabaron las medidas tomadas por Felipe V.
Entre éstos destacó el futuro presidente de las Cortes gaditanas, Lázaro Dou, que ensalzó a Felipe V por su prudencia en el gobierno, por haber eliminado numerosas reliquias del sistema feudal, por haber promovido la humanidad y la libertad de sus súbditos prohibiendo, por ejemplo, a los señores catalanes aplicar penas corporales, así como por haber impulsado la industria y la enseñanza, razones por las que le otorgó el título de Solón de Cataluña.
Su compañero en Cortes Antonio Capmany también fue un entusiasta partidario de la dinastía borbónica y alabó las reformas realizadas desde el reinado de Felipe V. Seguidor de las doctrinas fisiocráticas, consideró un acierto la unificación jurídica y administrativa de todos los antiguos reinos de España, como la eliminación de los peajes y aduanas interiores y la liberalización del comercio con América, por considerar que había provocado el desarrollo de la hasta entonces atrasada industria nacional, cuyos puestos de cabeza empezaba a ocupar su región natal. Consideró que los viejos privilegios de los territorios de la antigua Corona de Aragón, derogados por el Decreto de Nueva Planta, habían cumplido su función en siglos pasados —los que llamó «siglos góticos»—, pero el desarrollo social y económico del siglo XVIII los había privado de sentido. A pesar de ello, durante sus últimos meses de vida defendió en las cortes gaditanas que la estructura administrativa del reino aragonés quizá pudiese haber servido de modelo para la futura organización de España sobre la que en aquellos días se trataba.
Aunque a muchos les sorprenderá, algunos influyentes intelectuales catalanistas renegaron de Casanova y los suyos y manifestaron su preferencia por el bando borbónico. Uno de ellos fue nada menos que Antoni Rovira i Virgili, ignorante enciclopédico que hoy da nombre a una universidad y falsificador histórico confeso que, por una vez, atinó al observar que los herederos de los catalanes austracistas del XVIII no eran los nacionalistas como él, sino los «carlistas de la montaña catalana».
Pero el más interesante fue el mallorquín Gabriel Alomar, destacado dirigente del catalanismo de izquierdas en el primer tercio del siglo XX. Su argumento fue sencillo y coherente: el bando borbónico trajo el progreso. En un artículo publicado en El Poble Català el 13 y 14 de septiembre de 1906 afirmó que él, en 1714, probablemente hubiese sido botifler «porque la casa de Borbón representaba el futurismo (…) Era la invasión salvadora del norte, del norte a punto de emanciparse, sobre la España negra, último reducto de todo un mundo que moría».
Según el progresista Alomar, era Francia la que venía a modernizar la España anquilosada, y esa Francia llegaba a lomos del caballo de Felipe V. No se trataba sólo de «la desfloración de la adormecida y mortecina Cataluña, sino de aquella España inquisitorial y funesta». Además, y esto es lo esencial, Alomar consideró beneficiosa la derogación de los fueros catalanes, derogación que, antes o después, habría acometido igualmente la dinastía Habsburgo por estar condenados a desaparecer a causa de su anacronismo.
Ésta es la clave del siglo XVIII catalán. Pues, como explicó el eminente Vicens Vives, «al echar por la borda un anquilosado régimen de privilegios y fueros, la Nueva Planta de Felipe V fue un desescombro que obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir y les libró de las paralizadoras trabas de un mecanismo legislativo inactual».
Porque, efectivamente, Cataluña comenzó a despegar económicamente a partir de la derogación de su régimen foral y a causa de las medidas tomadas por los monarcas de la nueva dinastía.
Pero comencemos recibiendo al joven Felipe V. Pues cuando puso su pie en Cataluña en 1701, el pueblo y las instituciones se apresuraron a darle la bienvenida, a rendirle homenaje y a celebrar grandes festejos, con motivo de los cuales se escribieron en su honor numerosos opúsculos, versos, coplas, canciones y villancicos.
Por ejemplo, Raymundo Costa, en su Oración panegírica en acción de gracias a Dios por el acertado llamamiento, feliz venida y gloriosa exaltación del Rey Nuestro Señor Felipe V de Castilla y V de Aragón, celebró que Carlos II le hubiese dado en testamento su corona para que la conservase unida como «cuerpo uno y sin división de partes, cuerpo político, civil y místico de España». Su paisano Juan Bach recordó en su Sermón panegírico que «Su Majestad, con liberalidad verdaderamente Regia, decretó nuevos privilegios a Cataluña, superiores a los que había recibido de sus serenísimos reyes». Y, en el mismo sentido, un austracista tan eminente como Narciso Feliu de la Peña reconoció que Cataluña consiguió de Felipe de Anjou «cuanto había pedido» y que «las Constituciones que habían hecho las Cortes fueron las más favorables que había conseguido la Provincia».
Pero, ¿cuáles fueron esos privilegios tan notables concedidos por el primer Borbón? Pues, entre ellos, el envío a América de dos barcos anuales sin pasar por el monopolio sevillano; la libre y exenta introducción de vinos, aguardientes y otros productos agrícolas en todo el reino; la formación de una compañía náutica y mercantil «para adelantar la agricultura, manufacturas, industria y navegación propia, que están tan olvidadas en este Principado de Cataluña» que pudiese «enviar naves, barcos u otras embarcaciones libremente por los mares, Océano y Mediterráneo y puertos de aquel» (cap. LXXXVI); y lo más importante a efectos de lo aquí tratado, la prohibición siguiente (cap. LXXII):
«Considerando los grandes perjuicios que provoca el inmoderado uso de vestir ropas, y tejidos de plata y oro y galones, así como paños y sargas forasteras, y que por ese motivo salen del presente Principado considerabilísimas y excesivas sumas, que precipitadamente conducen a todos a la mayor imposibilidad en deservicio de Dios nuestro Señor, y de Vuestra Majestad, y beneficio público: por todo ello la presente Corte suplica humildemente a Vuestra Majestad que tenga a bien estatuir y ordenar que ninguna persona del presente Principado pueda gastar ropas, ni tejidos de oro y plata en los vestidos, ni tampoco usar paños ni sargas forasteras, bajo pena de diez libras por cada vez, y la ropa confiscada; y que la misma pena de diez libras se aplique a los sastres que trabajen y cosan dichas ropas».
Y con esto empezamos a atisbar el meollo de la cuestión que nos ocupa. Pues no por casualidad el recién mencionado Feliu de la Peña había publicado veinte años antes, en 1681, reinando Carlos II, su Político discurso en defensa de la cierta verdad que contiene un memorial presentado a la Ciudad de Barcelona, suplicando mande y procure impedir el sobrado trato y uso de algunas ropas estrangeras que acaban el comercio y pierden las artes en Cataluña, cuyo título se basta para explicar el contenido.
Pero regresemos a Felipe V. Ya que poco después de las Cortes de 1702 llegaría el desembarco angloholandés en Barcelona, el quebrantamiento del juramento de fidelidad prestado por las Cortes catalanas, el juramento al Archiduque Carlos, la guerra civil y todo lo demás de sobra conocido y más que de sobra manipulado.
Acabada la guerra, una de las claves del progreso económico dieciochesco fue la paulatina liberalización del comercio tanto interior como con América, lo que benefició tanto a Cataluña como a otras provincias. Ya en 1717 el rey triunfante suprimió los aranceles interiores, prohibió la importación de tejidos de algodón y ordenó la preferencia por los productos nacionales en la adquisición de pertrechos para el ejército.
Desde el descubrimiento, todo barco que saliera hacia o llegara de América tenía que pasar por la Real Casa de Contratación de Indias, en Sevilla, por motivos tanto fiscales como de seguridad, pues, debido a los piratas y al casi perpetuo enfrentamiento con otras potencias, las flotas navegaban agrupadas y protegidas por buques de guerra. En 1717, recién concluida la Guerra de Sucesión, se trasladó la Casa de Contratación al más operativo puerto de Cádiz, momento a partir del cual se fue liberalizando paulatinamente el comercio y la navegación. Así, en 1728 San Sebastián pasó a monopolizar el comercio con Venezuela y en 1755, ya con Fernando VI, se fundó la Real Compañía de Comercio de Barcelona, cuyo propósito fue fomentar el comercio y la agricultura en las islas de Puerto Rico, Santo Domingo y Margarita, y más tarde la venezolana Cumaná. Obtuvo los mismos privilegios fiscales que la donostiarra Compañía de Caracas y envió su primer barco al Caribe, La Perla Catalana, dos años más tarde. Una de sus actividades más habituales fue llevar negros a Puerto Rico en el viaje de ida y traer azúcar en el de vuelta.
El agradecimiento de los catalanes por los propicios reinados de los dos primeros Borbones se evidenció en 1759 con motivo de la llegada desde Nápoles de Carlos III para ocupar el trono español tras la muerte de su hermano Fernando VI. El nuevo rey entró en España por Barcelona, ciudad que lo celebró con gran entusiasmo durante varios días de galas, arcos triunfales, audiencias, música, bailes y fuegos artificiales. De todo ello nos ha quedado recuerdo a través de los magníficos grabados que realizó Francesc Tramulles, una de las cumbres de la edición dieciochesca española, y de la Relación Obsequiosa de los seis primeros días en que logró la Monarchía Española su más Augusto Principio, anunciándose a todos los vassallos perpetuo regozijo, y constituyéndose Barcelona un Paraíso con el arribo, desembarco y residencia que hicieron en ella las Reales Magestades del Rey Nuestro Señor Don Carlos III y de la Reyna Nuestra Señora Doña María Amalia de Sajonia, escrita por orden del ayuntamiento barcelonés.
Seis años más tarde este rey liberalizaría el comercio caribeño desde los puertos andaluces de Cádiz, Sevilla y Málaga, mediterráneos de Cartagena, Alicante y Barcelona, y atlánticos de La Coruña, Gijón y Santander. Y en 1778 promulgó el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de España e Indias, que abrió el comercio con Perú, Chile y Río de la Plata y añadió cuatro puertos españoles más a los ya autorizados: Almería, Tortosa, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife.
La incipiente industria catalana se desarrolló con rapidez y se asentó gracias a los grandes mercados que se le abrieron en todo el reino, especialmente en América, a donde enviaron privilegiadamente sus productos agrícolas (vinos y aguardientes), textiles (seda, lana y sobre todo algodón) e industriales (jabón, papel y productos metalúrgicos). Además, Carlos III dio un muy notable empujón a la industria textil nacional —no se olvide que la industria del tejido no radicó exclusivamente en Cataluña: la salmantina Béjar, por ejemplo, fue un próspero centro textil lanero durante varios siglos, y en la Málaga decimonónica operaron varias fábricas de gran tamaño— mediante la prohibición de introducir «en estos Reynos y Señoríos, gorros, guantes, calcetas, fajas y otras manufacturas de lino, cáñamo, lana y algodón, redecillas de todos géneros, hilo de coser ordinario, cinta casera, ligas, cintas y cordones».
Tanta prosperidad alcanzó Cataluña que José Cadalso pudo escribir en sus Cartas Marruecas (1775) que «los catalanes son los pueblos más industriosos de España (…) Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas».
Por aquellos mismos años, el poeta extremeño Francisco Gregorio de Salas describió así a los catalanes en su Juicio imparcial o definición crítica del carácter de los naturales de los reynos y provincias de España:
«El Catalán oficioso,
carruagero, navegante,
mercader y fabricante,
jamás vive con reposo;
en un país escabroso,
a costa de mil afanes,
marca tierras, hace planes;
y aunque sea en un establo,
al fin por arte del diablo
hace de las piedras panes».
Si apoteósicos fueron los recibimientos de Felipe V y Carlos III, el de su hijo Carlos IV no se quedó atrás. Un 11 de septiembre, por cierto. Pues este bonachón e inútil monarca visitó Cataluña en 1802, seis años antes de perder su trono a manos de Napoleón. También en esta ocasión los catalanes celebraron por todo lo alto los dos meses durante los que Barcelona fue Corte Real. No faltó de nada: repique de campanas, salvas de artillería, monumentos conmemorativos, conciertos, teatro, corridas de toros, cabalgatas, banquetes, bailes, mascaradas, fuegos artificiales… e incluso algunos próceres locales gustosos de sustituir a los caballos en el tiro de la carroza en la que se desplazaban los reyes.
Las Escuelas Pías de Cataluña saludaron al rey publicando en lengua catalana —la prohibidísima y perseguidísima lengua catalana— una Cançó Real, escrita por Jaume Vada, en la que se le agradecía la paz y prosperidad de España durante el «siglo de oro» traído por los Borbones, a la vez que se le recordaba que, si la guerra se hiciese necesaria, no se encontraría vasallo que no estuviese dispuesto a derramar su sangre y su vida en defensa del trono. Entresacamos dos breves fragmentos:
«Gran Carlos, amat idol de l’Espanya,
del trono honor, de nostre Siggle gloria (…)
El Fat ordena que de tots cantada
sia, Augustos Borbons, la excelsa gloria;
y vol qu’ab vostres fets quede aumentada
del Siggle d’or la memorable Historia».
Detalle significativo fue el de que no había abandonado aún Barcelona cuando el buen Carlos IV, el 6 de noviembre de aquel 1802, promulgó un edicto por el que se prohibía importar hilo de algodón y sus manufacturas.
Pero este «Siggle d’or» tenía sus días contados, pues Marte ya estaba afilando su espada para inaugurar el siguiente por todo lo alto con la impagable ayuda del Gran Corso.