I
Al lector que eche una ojeada, o que lea por encima, el Diario del año de la peste, y que no conozca la fecha de nacimiento de Daniel Defoe ni sus propósitos y métodos literarios, se le podrá perdonar que crea que se halla ante una auténtico libro de memorias. Como tal se lee y como tal debe leerse: la narración coloquial, apresurada, a veces tosca, de los recuerdos de un gran acontecimiento histórico vivido por un simple comerciante de Londres, muy aficionado a los datos, con cierto talento periodístico, pero –aparte del conocimiento de la Biblia que cabe esperar de un comerciante de la época de la Restauración y disidente de la iglesia anglicana– sin pretensión literaria alguna. En realidad se trata de una obra de arte muy elaborada, un ardid de la imaginación. Seguramente Defoe pudo recurrir a algunos recuerdos personales de la Gran Peste y servirse de ellos como punto de partida, pero sólo tenía cinco años cuando ésta se produjo, y uno no escribe un libro adulto basado en hechos reales a partir de coloridos fragmentos de la infancia, ni a partir de la conversación de las personas mayores. Defoe era un escritor profesional y sabemos que, para preparar el Diario, se hizo con toda una biblioteca de obras de referencia. Quería escribir una novela popular, pero se empeñó en hacer antes los deberes.
Hay personas a las que aún les cuesta aceptar a Defoe como novelista, y eso se debe a que se han acostumbrado a pensar en la novela como un formato casi agresivamente «literario», caracterizada por una maquinaria apenas oculta, frases de estilo bello y consciente, mientras que la personalidad del novelista aparece por detrás como un ostentoso titiritero divino, omnipresente, omnisciente, omnipotente. Hasta la época de los primeros escritores disidentes de la Iglesia Anglicana (hombres como Defoe y Bunyan), que también resultó ser una época de gran artificiosidad literaria, la literatura era casi exclusivamente practicada por hombres de formación clásica. Isabelinos como Nashe, Dekker y Greene escribieron, al igual que Defoe, obras de ficción sobre un Londres real, alejado de las altas esferas y maloliente, pero siempre con un lenguaje –pese al vigor coloquial– muy forzado y que solía oler a despacho. Y, después de Defoe, la novela volvió a caer en manos de los cultos, que eran incapaces de no demostrar su cultura. Incluso Richardson, un novelista muy popular, era partidario de lo forzado y de una manipulación algo artificial. Pero en Defoe muy pocas veces encontramos el ruido del motor de la trama, y nunca evoca a los héroes clásicos ni recurre a las etiquetas de lo clásico. Sus novelas son demasiado novelas para que parezcan serlo; las leemos como si fueran la vida real. El arte está demasiado oculto para que parezca arte, y por eso muchas veces dicho arte pasa desapercibido.
Defoe fue nuestro primer gran novelista porque fue nuestro primer gran periodista, y fue nuestro primer gran periodista porque su punto de partida no fue la literatura, sino la vida. Su padre, como el de Shakespeare, era comerciante, pero no un comerciante partidario del Gobierno. Si el joven Shakespeare quería ascender, tenía que conseguirlo a través de una escala que seguía siendo esencialmente feudal, en la que la protección de la Corte era el último peldaño. Shakespeare no buscaba ser aceptado tanto por el pueblo como por los nobles y los caballeros que poseían tierras y que habían estudiado en la universidad. Pero en 1660, el año del nacimiento de Defoe, Inglaterra se había dividido en dos mundos. La Restauración, que también se produjo ese año, no hizo más que tapar con una fina capa la fisura de la sociedad inglesa que había dado lugar a una guerra civil; no podía cerrar la fisura, pero tampoco era deseable que lo hiciera. La fisura no era signo de enfermedad; era tan natural y tan sana como la división de una célula. Una nueva clase despuntaba, una clase que no tenía vínculos ni con la realeza, ni con la Iglesia Anglicana, ni con las tradiciones de una sociedad agrícola; buscaba la salvación a través del comercio y de una forma de calvinismo, y se asentaba en las ciudades. Las antiguas tradiciones y las nuevas ya no generaban un conflicto armado, pero seguían generando conflicto. Daniel Defoe nació dentro de una dialéctica.
No es realmente irónico que Defoe añadiera el «de» aristocrático al apellido Foe. De este modo marcó la importancia de la clase a la que pertenecía, así como su propia importancia. No obstante, su padre era un hombre humilde. James Foe era un fabricante de velas de sebo que vivía en Cripplegate; creía que su valor como ser humano no se originaba en la pertenencia a la clase adinerada y terrateniente, sino en la convicción de profesar la única fe verdadera, el presbiterianismo, que se veía amenazado por el regreso de la monarquía y la reinstauración de la Iglesia de Inglaterra. Su patriotismo era retrospectivo: evocaba la gloria cromwelliana, cuando Inglaterra era respetada en Europa, una gran potencia protestante. Bajo el nuevo régimen, impío y corrupto, él no disimulaba, como tantos correligionarios suyos, y cuando iba a la parroquia anglicana mostraba su sarcasmo. Tenía una tozudez que transmitió a su hijo; sacaba su fuerza de la Biblia y trabajaba incansablemente en su oficio. Cuando sobrevino la Peste, y después el Incendio, creyó que constituían la venganza divina contra los malvados. Al llevarse por delante a tantos de sus vecinos y sus tiendas, la peste y las llamas supusieron para él un regalo del Cielo. Pudo establecerse como carnicero y acabó ingresando en el Gremio de Carniceros. La prosperidad era una recompensa divina a la virtud y a la perseverancia y le animó a leer más la Biblia, no menos. Su hijo escribió que, en su infancia, la Biblia era omnipresente, y que su madre le hacía copiar largos fragmentos. Como muchos otros disidentes, de Bunyan a Shaw, aprendió los rudimentos del estilo literario gracias a ella: el sencillo estilo de vocabulario austero, el tono de moralista y de pequeño profeta.
Defoe recibió su formación secular no sólo en el colegio, sino también deambulando por las calles. No fue escolarizado hasta los catorce años, pero no fue a un colegio de enseñanza secundaria normal, donde no tenía cabida el hijo de un disidente, sino a la Academia Presbiteriana del reverendo Charles Morton, en Newington Green, a unos cinco kilómetros al norte de Cripplegate. Allí daban mucha importancia a las lenguas modernas, no al latín y al griego, y el sesgo científico del plan de estudios –contaban incluso con una especie de laboratorio– demuestra que el colegio era singularmente avanzado. Si a Defoe, como a los conformistas, la ley le hubiera permitido acceder a la educación tradicional (clásica) de Oxford o Cambridge, es probable que sólo se hubiera convertido en un Swift menor. Tal y como se desarrollaron las cosas, su formación, así como su carácter, lo prepararon para convertirse en el primer escritor realmente moderno; su inteligencia estaba preparada para la independencia, el liberalismo y la investigación científica, dominaba cinco idiomas (aunque el latín y el griego no se contaban entre ellos), y sus intereses eran inmediatos y prácticos, no clásicos y remotos. Fue Swift quien lo definió desdeñosamente como «un personaje iletrado, de cuyo nombre no me acuerdo». No obstante, la nueva forma de escribir de Defoe era una cualidad que Swift, que también escribió una novela sobre un náufrago, podía apreciar mejor que nadie. Se lo impidieron la política y la religión.
Inevitablemente, la religión desempeñaba un papel preponderante en el plan de estudios de la Academia Presbiteriana, pero la tradición cromwelliana de libertad de conciencia y de debates libres y abiertos tenía más fuerza allí que en el hogar de James Foe. A Defoe le atraía más la política que la teología, y le atraían más los sueños de éxito terrenal que cualquiera de las dos. Es posible que su padre quisiera que se convirtiera en pastor presbiteriano, pero la austeridad de tal perspectiva a él debió de inspirarle rechazo; Defoe había nacido para el mundo. Después de una época como aprendiz con un fabricante de medias llamado Lodwick (Defoe negaría posteriormente, algo muy propio de él, haber trabajado de dependiente), al parecer se estableció como comerciante con negocio propio cuando tenía unos veinticuatro años. Seguramente vendió ropa para caballeros al por mayor, y no cabe duda de que ganó bastante dinero. Pero la euforia comercial de 1688 –un verdadero rey protestante ocupaba el trono, una época gloriosa de libre comercio empezaba– dio paso a inversiones imprudentes y concluyó finalmente en la quiebra (Defoe se vio envuelto en ocho juicios entre 1688 y 1694). Fue, sin duda, mientras se acogía al tradicional refugio para morosos de Whitefriars –uno de los «espacios libres» donde el mandato real no se aplicaba–, cuando entró en contacto con los ladrones y las prostitutas sobre los que escribiría con tanto conocimiento en Moll Flanders. La tolerancia frente a la moral de aquellos a quienes la sociedad había tratado injustamente le llevó a pedir tolerancia a sus propios acreedores. Defoe consiguió llegar a Bristol y, desde una posada de la que sólo salía los domingos, prometió a esos acreedores veinte chelines por cada libra si le concedían un poco de tiempo. Regresó a Londres, volvió a probar suerte en los negocios, y volvió a triunfar. Pero ahora era más cauto, e iba a convertirse en algo más que un simple comerciante.
El trauma de la quiebra, así como las compañías que tuvo que frecuentar mientras se escondía de los alguaciles, debió de obligarle a replantearse su situación, y la de aquellos a los que la mala suerte o una sociedad injusta han colocado en una posición inferior, en general y en términos filosóficos. Ya había publicado algunas sátiras en la Athenian Gazette; en el exilio de Bristol empezó a concebir una obra importante, An Essay Upon Projects [Un ensayo sobre proyectos]. Se interesó por la teoría del comercio, así como por su práctica, y se relacionó con whigs influyentes como el conde de Halifax, que desarrollaba planes para la expansión del comercio. Defoe prestó sus servicios al gobierno whig, ocupó un cargo en Hacienda y, al mismo tiempo, vio, en esos años de reconstrucción de la ciudad, cuánto dinero se podía ganar con los inmuebles. Otra vez rico, siendo un caballero whig con una mujer de mal carácter y una amante que vendía ostras, ya no corría el peligro de considerar la escritura como un mero pasatiempo para las clases altas. Tenía cosas urgentes que decir.
Esas cosas urgentes eran más indicadas para un periodismo efímero que para la literatura inmortal, aunque An Essay Upon Projects no tiene nada de efímero. Se trata de un sorprendente compendio de propuestas para reformar radicalmente el Estado, un proyecto para una incipiente sociedad capitalista que debe aceptar la intromisión que supone la dirección y el control del Gobierno. Defoe propone planes muy osados –la instauración de un banco central, un impuesto sobre la renta y un comité itinerante para impedir la evasión, la dirección del trabajo, la construcción de carreteras nacionales, una academia militar, una academia para la corrección y el refinamiento de la lengua inglesa, la emancipación de las mujeres–: todo lo que aparecería en un tratado fabiano, pero dos siglos antes. Inevitablemente, la obra dio en la diana y asustó a los reaccionarios, y Defoe se dio el gusto de utilizar las palabras como un martillo veloz, en vez de emplearlas como una mecha de combustión lenta. La otra cara de la moneda era el anverso habitual del liberal constructivo: el despiadado escritor satírico. La sátira de The True-Born Englishman [El inglés de pura cepa] resulta sorprendentemente actual, pues ataca la xenofobia y la intolerancia hacia los inmigrantes:
¡Éstos son los héroes que tanto desprecian al holandés
y que tanto protestan por el extranjero que ahora ves!
¡Olvidan que ellos mismos han descendido
de la estirpe más canalla que ha existido!
El hecho de que Defoe fuera capaz de conseguir que el heroico pareado sonara tan fácil como una conversación (no aspiraba a la elegancia de Dryden) demuestra perfectamente que era un artista esforzado, que no sólo tocaba las notas que le salían espontáneamente. Y la agresiva oratoria popular de sus panfletos en prosa es igualmente ingeniosa.
El celo reformador y el veneno satírico eran bien aceptados cuando los whigs ocupaban el poder y el rey Guillermo se sentaba en el trono. La llegada de la reina Ana Estuardo y la posterior rehabilitación de los tories tuvieron como consecuencia, primero, que Defoe volviera a perder posiciones y, segundo, su voluntad de transigir, de asumir el papel de editor, que es más propia del novelista que del polemista. Su impulso destructivo podía adoptar una forma autodestructiva. Defoe tenía que saber cuál sería la respuesta a su panfleto The Shortest Way with the Dissenters [La forma más rápida de acabar con los disidentes]. En él, instaba irónicamente a los tories de la High Church1 que atacaban a los disidentes a que desterrasen a todos aquellos a quienes descubrieran rezando en una asamblea ilegal y que ahorcasen al predicador. Entonces «se acabaría en seguida la historia; todos irían a la iglesia, y vendría una época en la que todos estaríamos unidos». La sátira se publicó de forma anónima y muchos necios se la tomaron en serio. Cuando se descubrió que todo era sarcasmo e ironía, y que Defoe era el autor, arreciaron las voces que pedían su cabeza. El panfleto brindó a sus enemigos un anhelado pretexto para pedir su encarcelamiento y, con una sentencia que pretendía ser mucho más dura, que lo llevasen a la picota. Pero la muchedumbre londinense, que podía matar a un delincuente en la picota arrojándole ladrillos, lo aclamó, y puso una guirnalda de espuelas de caballero en la «máquina estatal de jeroglíficos», como la llamó Defoe.
Así pues, el castigo no se hizo efectivo, pero el héroe popular sufrió un escarmiento al verse detenido «indefinidamente» en Newgate. La actitud de desafío resulta difícil de sostener cuando el negocio propio es una ruina y tu mujer y tus siete hijos están a punto de morirse de hambre. Defoe se tragó su orgullo y pidió ayuda a un político tory, Robert Harley. Harley se dio cuenta de que podía utilizar la pluma de Defoe para sus propios fines y, mediante la intermediación de Godolphin, el lord de Hacienda, obtuvo su liberación. A partir de entonces, durante nueve años, Defoe tuvo una deuda que pagar. La saldó aceptando trabajar para Harley, dirigiendo la gaceta de la que Harley era propietario y cuyo fin era servir de vehículo a las opiniones de Harley. Defoe, de algún modo, consiguió tranquilizar su conciencia. Al fin y al cabo, el periodismo no era lo mismo que la propaganda sectaria; todo buen periodista debe ser una especie de editor. De su nueva carrera como buen periodista surgió la posterior gloria de sus novelas.
La gaceta de Harley se llamaba la Review. Entre 1704 y 1713 apareció tres veces por semana, y Defoe la hacía él solo. Se parecía mucho más a lo que entendemos hoy por periodismo que el Tatler o el Spectator de entonces. Buscaba el público más amplio, se permitía hacer comentarios campechanos y simplones, carentes de la fina elegancia de Addison, y no era tan elevado como para no recurrir al escándalo. Defoe albergaba en su interior parte de esa falta de escrúpulos que hace a un buen periodista, una astucia y un oportunismo, un tufillo cínico, la levísima disposición a renunciar a la integridad personal, la pasión por una «historia». Al mismo tiempo, su entrega al oficio de reportero era absoluta. Antes de empezar a trabajar para Harley, muy poco después de ser liberado en Newgate, en realidad, una tormenta de violencia sin precedentes se cernió sobre el sur de Inglaterra. Defoe la «cubrió», y escribió el primer reportaje moderno reconocible. Podemos imaginarnos cómo lo habrían abordado escritores más «literarios»: embelleciéndolo, moralizando, sometiendo el contenido a la forma. Con Defoe, la cosa era más importante que la palabra, y el «interés humano» era más importante que cualquiera de las dos. Él nos habla del callado heroísmo de un tal Thomas Powell, de Deal, que ayudó a los náufragos con su propio dinero después de recurrir «al agente de la reina para marineros enfermos y heridos, pero éste no quería ayudarles ni con un penique, con lo cual, y corrió con todos los gastos, les dio carne, bebida y alojamiento». También pagó él su entierro, «ya que el agente seguía negándose a entregar ni un solo penique». Esa sencilla frase es suficiente, sin que nadie alce un dedo manchado de nicotina, sin una ronca exclamación en Fleet Street2 de J’accuse.
La carrera periodística de Defoe es mucho más importante para nosotros por lo que aprendió de la técnica del reportaje que por las causas a las que sirvió. Viajó por todo el país por encargo de Harley, y sus crónicas rápidas y sencillas de lo que vio y escuchó siguen siendo modelos de estilo claro y sobrio. El público que buscaba no era el que se entusiasmaba con Addison y Steele; él seguía dirigiéndose a los sencillos comerciantes disidentes, patriotas, astutos, prácticos, ignorantes. Nadie puede hacer concesiones permanentemente, y, tras su desengaño con la política, Defoe se convirtió en un hombre muy parecido a su padre, aunque sin su devoción y austeridad. Se había visto obligado a vivir de lo que escribía, y la meta de su escritura había sido una especie de servicio público. Pero cuando Harley lo abandonó sustituyéndolo por Swift, cuando el propio Harley cayó en desgracia, cuando todos los mecenas y colaboradores demostraron que no se podía confiar en ellos, la escritura no desapareció. James Foe había sido carnicero; Daniel Defoe era escritor. La devoción puritana a un oficio como fin en sí mismo, la salvación a través del trabajo, siguieron presentes en el comerciante cuando casi todas las causas se disiparon.
El Defoe que estimamos no es un periodista en activo, sino un novelista cuyo método es el de un periodista en activo. Que lo llamaran «escritor de ficción» le habría aterrado. La finalidad de la escritura era dejar constancia, con una inmediatez aparentemente descuidada, de hechos verdaderos, y, si los hechos resultaban extraños y sorprendentes, tanto mejor. Hasta cierto punto, los datos podían manipularse levemente, como un fotógrafo de prensa que enseña una hogaza de pan para que unos niños hambrientos parezcan más hambrientos. Por eso –después de que la Review cerrara sus puertas–, mientras Defoe trabajaba para el Journal de Applebee, era muy capaz de escribir una confesión en la horca para un delincuente condenado y conseguir que el reo se la entregara a un amigo antes de que le pusieran la soga al cuello. Después, claro está, Defoe la publicaba, recién salida del infierno.
Retirado en Stoke Newington, Defoe comenzó la carrera de novelista bien entrado en la cincuentena. Dos facetas suyas –el reportero de hechos, el puritano receloso del arte–, le llevaron a incurrir en los inocuos trucos que quedan de manifiesto en el Diario del año de la peste. En el prefacio de Robinson Crusoe le cuenta al lector que «el editor cree que estamos ante una historia real; y no parece ser ficción». Defoe lo dice en serio, pero todo el mundo sabe que es una novela.
Renunciando al arte, Defoe también parecía renunciar al mérito. El valor de la escritura sólo radicaba en su utilidad, y una obra de ficción sólo podía aspirar a ella de forma marginal: a través de la información nueva que ofrecía, y a través de sus lecciones morales. No cabe duda de que Defoe pensaba que Robinson Crusoe era peor que sus anteriores obras didácticas, aunque tuvo que concederle el valor de un producto que la gente –por razones que van más allá del ámbito de lo económico– quería comprar. Robinson Crusoe era una nueva clase de ficción popular, y el público la consumía con avidez: tuvo cuatro ediciones en la primavera de 1719. Defoe volvía a ganar dinero, y eso ya era una justificación puritana para su nuevo oficio. En cinco años escribió un libro tras otro –de ficción y de no ficción–, y, como le daba dinero, se permitió disfrutar con el trabajo. El Diario del año de la peste apareció en 1722, veinticinco días después de Religious Courtship [Cortesía religiosa] y cuarenta y nueve días después de Moll Flanders. Colonel Jack [El coronel Jack], Due Preparations for the Plague [Preparativos previstos para la peste] y Life of Cartouche [Vida de Cartouche] completaron un año notable por su productividad, pero no más notable que otros años.
II
Defoe, periodista hasta la médula, siempre escogió los temas de ficción por su actualidad. La peste se declaró en Marsella en 1720, y estuvo dando que hablar durante un año. La Gran Peste inglesa de 1665 procedía (y el primer párrafo del Diario nos lo recuerda) de Holanda, donde había sido virulenta dos años antes, y de ahí se había extendido al Levante o a Creta o a Chipre. Por tanto, era posible que Inglaterra volviera a contagiarse, incluso desde un puerto tan lejano como el puerto francés de Marsella. La peste volvía a ser noticia, y Defoe fue uno de los primeros periodistas en escribir sobre ella, no de forma sensacionalista sino del modo que apuntaba el título del otro libro sobre la peste que escribió dos años después del brote de Marsella: Preparativos previstos para la peste. No se trataba de un azote divino frente al que todo el mundo quedaba inerme: formaba parte del orden de las cosas, por inoportuna que fuera, y se podía tratar científicamente. No obstante, el Diario del año de la peste era un intento de sacar provecho narrativo a un tema del que se había hablado y del que se había escrito mucho; al mismo tiempo era una forma de fijar un período histórico en el imaginario público y, en el terreno personal, de dar orden y forma a unos hechos que sólo recordaba vaga y caóticamente. Defoe parece colocarse, como disidente, como comerciante y como escritor aficionado, en la época de su infancia, e imponer el control de un adulto sobre una espantosa experiencia infantil.
Al final de la larga narración aparecen las iniciales H. F. Conociendo la obsesión de Defoe por la credibilidad, podemos pensar que son las de un miembro de la familia Foe, y sabemos que Defoe tenía un tío Henry que debía de andar por los treinta y siete años cuando se declaró la peste, aunque hay pocas pruebas de que viviera en Londres en esa época. Pocas cosas más sabemos de él, aparte de que tenía una hermana, y nos llama la atención que Defoe rompa el discurso con la información gratuita de que H. F. y su hermana están enterrados en Moorfields. También encontramos una referencia a la familia de H. F. en Northampthonshire, «de donde procedía nuestra familia», y lo cierto es que los Foe eran oriundos de ese condado. Ahí se detienen las insinuaciones de autobiografía vicaria. Pero la insistencia en los datos, por vagos que sean, es algo típico de la forma en que Defoe se enfrenta a su tema. Si el tema es real y todos los aspectos narrados son verificables históricamente, el narrador también parecerá tener una posición verificable en el espacio-tiempo, aunque éste no sea el Londres del año de la peste.
Defoe es uno de los mayores inventores de la narrativa inglesa; no obstante, la invención le molesta. El Diario está lleno de pequeñas anécdotas –el «interés humano» del periodista–, pero el narrador suele hacer mucho hincapié en que estamos ante cosas que le han contado, que no puede garantizar que sean verdad (tenemos cada vez más pruebas para pensar que, cuando sí garantiza la veracidad de los datos, Defoe describe hechos que se pueden comprobar en los registros). Estrictamente hablando, el formato de la novela requiere que nos lo creamos todo prácticamente, pero Defoe insiste en que leamos la mayor parte del Diario como si fuera una historia real. Plantear dudas en torno a ciertas partes de la narración es añadir una dimensión extra de verosimilitud al resto. Las cosas que Defoe recordaba de su infancia, las historias que contaban sus padres y sus vecinos, los recuerdos de posada y de café que debió de escuchar toda la vida están presentes como acompañamiento; lo esencial del plato está preparado a partir de obras de su biblioteca, libros como Necessary Directions for the Preventions and Cure of the Plague [Instrucciones necesarias para la prevención y la cura de la peste] (1665), Medela Pestilentiae (1664), London’s Dreadful Visitation [El espantoso azote de Londres] (1665), God’s Terrible Voice in the City [La voz terrible de Dios en la ciudad] (1667), la traducción del doctor Quincy (1720) de la Loimologia del doctor Hodges, etcétera. Evidentemente, el Diario de Pepys no se encontraba disponible, pues no sería descifrado hasta más de un siglo después.
London’s Dreadful Visitation proporcionó a Defoe las cifras de muertos semanales, y una de las cosas más admirables del Diario es el desfile de estadísticas que nos muestra periódicamente: la reducción de un sencillo reportaje a la sencillez última del número. Defoe debió de ser sensible, en virtud de sus propios recuerdos, a los sermones de God’s Terrible Voice in the City, pero no podía aprender nada de su prosa:
¡Cuán espantoso el aumento en agosto! Ora la nube es muy negra, y la tormenta se abate sobre nosotros con gran furia. Ora la muerte cabalga triunfante en su claro caballo por nuestras calles, e irrumpe casi en cada casa donde pueda hallar a un habitante. Ora las personas caen tan abundantes como las hojas en otoño, cuando las agita un poderoso viento.
La crónica de Defoe es más convincente que cualquiera de los tratados de la época, con su discurso moral forzado y su «estilo» forzado. El puritanismo de clase media de H. F. no le condiciona demasiado; no hay nada condenatorio en la forma en que nos habla de «la ingratitud y el hecho de que volvieran a instaurarse entre nosotros todas las formas de la iniquidad» en la gente cuando la peste acaba. Como los hijos de Israel después de ser liberados de su esclavitud, «cantaron sus alabanzas, pero bien pronto se olvidaron de sus obras3». Todo cuanto concierne a H. F. es discreto; tanto su religiosidad como su estilo. Lo que finalmente surge es una intensa curiosidad, un ojo siempre avizor, una pluma incansable. La escritura interpone la tela más fina posible entre el lector y los hechos.
Se han escrito muchas cosas sobre el estilo de Defoe y se han dicho, quizá, demasiadas sobre su deuda con la Biblia del rey Jacobo. Es cierto que entronca más con la corriente bíblica que con la línea de Euphues4, pero es más original que el de Bunyan, y supone la culminación de décadas de investigación para dar con el estilo narrativo perfecto. La prosa latinizada de aquellos isabelinos que se fijaban en la Corte y en el Colegio de Abogados no se presta especialmente a transmitir una sensación de inmediatez, dado que empleaban frases muy largas y complicadas, que nos dan la impresión de que el autor da forma a los hechos descritos en la narración, y en las que la imagen sólo queda del todo clara cuando llegamos al punto. Defoe casi siempre elige frases amplias, sin subordinadas a una oración principal: da la impresión de que la frase se extiende y que ni siquiera sabe cuándo pararse, y la sensación es que los hechos se acumulan delante del escritor, que el mundo real toma las riendas, que la estructura de las frases se supedita a él:
Sin embargo, esta situación no duró mucho, y, como hacía mucho frío, y las heladas, que habían empezado en diciembre, se prolongaron hasta casi finales de febrero, y muy rigurosas además, acompañadas de vientos vivos, aunque moderadas, las listas volvieron a decrecer, la ciudad recuperó su salubridad y todo el mundo empezó a considerar que el peligro había pasado; sólo que el número de entierros en St. Giles continuaba siendo muy elevado.
Lo que a algunos les suena como un rumor incesante de chismes callejeros es el resultado de un oficio tremendo. La sencillez, la apariencia de torpeza incluso, no la adopta fácilmente un hombre culto con muchos años de escritura a sus espaldas. La sobriedad de las imágenes y lo directo del vocabulario surgen igualmente de la práctica madura de un sacrificio artístico.
No hace falta que nadie nos convenza de que el Diario es una novela muy considerable en la medida en que constituye una recreación imaginada de un tiempo pasado y el narrador es un personaje inventado. Pero ¿tiene otras cualidades que esperamos encontrar en novelas menos complicadas, más abiertamente novelísticas? Desde luego. Defoe no solamente navega por las entrañas de la historia; también controla astutamente –de forma que apenas lo percibimos– su transcurso. Los hechos reales le dan un buen inicio en la ficción, pero la adherencia estricta a la verdad no le habría proporcionado un buen final. La Gran Peste continuó hasta bien entrado 1666, cuando se registraron unas dos mil muertes. Pero para el plan artístico de Defoe era mejor que el telón cayera con un final súbito y milagroso, con exclamaciones de «alabado sea el Señor» y con hombres y mujeres llorando de alegría. Una concepción más épica habría incluido el Gran Incendio, el purgador definitivo, pero Defoe respetó la unidad del tema, así como del tiempo y del espacio. Sin embargo, hay aquí otra clase de unidad que hallamos en las grandes novelas, que es menos mecánica y que muestra, por decirlo de alguna manera, una profunda verdad moral. En Robinson Crusoe y Moll Flanders Defoe, bajo la masa de detalles circunstanciales, aborda la forma en que un hombre o una mujer superan vicisitudes que amenazan con aniquilar la esencia humana y destruir el sentido de identidad y dignidad. En el Diario somete a toda una ciudad a la prueba más corruptora que cabe imaginar: su protagonista es colectivo (H. F. es el narrador, no el héroe), pero el principio moral es el mismo.
Una de las cosas más notables del Diario es el modo en que Londres se nos ofrece como una entidad viva, que sufre, y no sólo lo que Auden llamó «un espacio civil abstracto». Defoe nos supone familiarizados con la ciudad; recita los nombres de calles e iglesias –St. Andrew’s; Holborn; St. Clement Danes; St. Mary Woolchurch, «es decir, en Bearbinder Lane, cerca de la Bolsa»–, y nos hipnotiza para que los veamos como esos monumentos que amamos y conocemos desde hace tanto tiempo y que nos son tan íntimos como el vello del dorso de nuestras manos. Londres es una emanación de nosotros mismos, una proyección de nuestra personalidad. Los ciudadanos individuales no están caracterizados, son átomos que componen el cuerpo colectivo. Incluso el narrador se despoja de los atributos humanos de la duda y la elección cuando las sortes de la Biblia le instan a quedarse en Londres: «Teniendo a Yavé por refugio tuyo, al Altísimo por fortaleza tuya, no te llegará la plaga ni se acercará el mal a tu tienda»5. Las anécdotas que nos cuentan cómo se comportan los ciudadanos sometidos a tensión son interesantes y poderosas por la visión colectiva: son seres humanos pero, ante todo, son londinenses.
La conclusión nos recuerda a la moraleja de The Skin of Our Teeth [La piel de nuestros dientes], de Thornton Wilder: el hombre supera sus pruebas y padecimientos, pero se queda a un paso de no conseguirlo. En Robinson Crusoe el hombre construye una comunidad a partir de la nada. En el Diario Defoe plantea la cuestión de si el hombre puede hacer algo más que construir: ¿puede también conservar? No estamos muy seguros de ello cuando vemos lo mal que se portan unos ciudadanos con otros, pero, cuando lo consideramos en conjunto, tenemos que llegar a la conclusión de que la ciudad ha hecho las cosas mejor de lo que esperábamos: no ha sacado una nota muy alta, pero no cabe duda de que ha aprobado. Esto es coherente con el liberalismo demostrado de Defoe, que conlleva cierto optimismo. No es la gracia de Dios ni la bondad innata lo que salva de la muerte al alma humana, sino su necesidad de una comunidad, su idea de que la vida deseable es aquella que se vive colectivamente.
Debe ser el lector quien decida sobre la utilidad de comparar el Diario de Defoe con La peste de Camus. Este último nos presenta una ciudad moderna azotada por la peste, pero su intención es alegórica: la enfermedad es el símbolo de una tiránica fuerza de ocupación. Sin embargo, todo novelista que presente una ciudad sometida al tormento y al pánico, y que examine de qué manera sus ciudadanos se enfrentan a la calamidad, debe acabar remontándose a la obra maestra de Defoe. No obstante, su influencia en la obra de H.G. Wells, un liberal como Defoe, resulta más interesante que la evidente coincidencia temática con un libro francés aislado. Wells aprendió del Diario cómo retratar una gran ciudad sometida a la tensión de una desgracia repentina: la invasión marciana en La guerra de los mundos, por ejemplo. Cuando, después de Wells, la ciencia-ficción presenta sus horrores colectivos –ya sea en literatura o en el cine–, Defoe acecha en la sombra. Robinson Crusoe y el Diario son los prototipos de todas las obras de ficción que muestran al hombre, individual y colectivamente, enfrentándose a lo horrible y a lo inesperado.
Por último, el Diario también es único porque, además de aceptarlo como ficción, cada generación lo ha leído también como Historia. Pese a la inoportuna aparición de rumores, pese a las incoherencias aisladas que podemos perdonar en la crónica de aficionado de un talabartero disidente, la obra se alza como la narración más creíble y exhaustiva que poseemos de la Gran Peste. Su verdad es doble: posee la verdad del historiador concienzudo y escrupuloso, pero su verdad más profunda nace de la imaginación creativa.
ANTHONY BURGESS