Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Dos imágenes, pues. Una que debo a Gae Aulenti. Balthus recibe la medalla imperial del Japón, con Chirac y Kohl, que ceden la preeminencia al augusto anciano. Siguiendo un inédito ceremonial cortesano se inclina tres veces: filiforme, inalcanzable. En el silencio de la sala crujen sus huesos sometidos al cruel ritual —crac, crac, crac—. Otra mía. Inaugura Balthus en Lausana —inicios de los noventa—. Impecablemente enfundado en una capa bizantina, que cubre un deportivo atuendo de sobremesa campesina: jersey y fular vistoso. La irónica, ancestral mirada del artista traiciona el más aséptico protocolo helvético. Un rictus entre sardónico y divertido marca su sonrisa. Un viejo gurú de nuestro arte occidental, último fetiche a destiempo de un realismo artístico convencional. Para mí un viejo clochard de mirada cómica, como un Chaplin sin edad que sonríe.
La huidiza figura de Balthus escapa como una sombra de los repertorios escolares. Ni siquiera su nombre aparece citado en la legendaria Pintura del siglo XX, de Hartman, ni en las respetables síntesis de Norbert Lynton, Historia del arte moderno, o Hofmann, Los fundamentos del arte moderno. El silencio de Gombrich es comprensible conocida su querencia clasicista y el despegue notable de cuanto cuestione la normalidad historiográfica correcta. Más sorprendente resulta que la sesuda e iconoclasta reflexión de Yve-Alain Bois, Painting as Model, tampoco encuentre hueco para el genial pintor, condenado a ilustrar el contrapunto —siempre incómodo— del realismo.
Es cierto que Balthus ha dedicado todas sus energías a reconstruir su vida en razón de sus quimeras y es verdad que vigila hasta el mínimo detalle en la más trivial referencia biográfica que abre las presentaciones de sus muestras. La vida del artista es su obra, en efecto, pero Balthus ha tenido buen cuidado en oscurecer contradictoriamente las huellas de identidad que pudieran escapar de sus cuadros. Incluso una presencia pública, hoy legendaria, casi de culto contemporáneo, dosifica con una habilidad de mago sus escasas entrevistas, que tutela palabra por palabra. Aunque quizás en los últimos años haya mostrado mayor accesibilidad hacia los jóvenes, como demuestra el filme de Von Boehm o las últimas conversaciones con Françoise Jaunin.
Su perfil hay que atraparlo en los detalles que traicionan su férreo control autobiográfico. Cosa difícil. La reciente biografía de Fox Weber es un buen ejemplo: fascinado por el personaje, el historiador se ha transformado en mera caja de resonancia de las pretensiones del artista y contribuye como nadie al pedestal del creador. La imagen del artista se ha impuesto como nunca y tras casi quinientas páginas nos quedamos con la versión ortodoxa: pretensiones aristocráticas, progenie byroniana, disolución del erotismo estridente de su estética en mera «magia de lo cotidiano», etcétera. Por fortuna, el catálogo razonado de su obra aparece por fin fiablemente presentado por Jean Clair y Virginie Monnier, editado por Abrams y Gallimard, pero con la autorización expresa de Balthus, por supuesto.
A Balthus hay que deducirlo de su obra, como ha exigido en todo momento, e intuirlo en las referencias de sus galeristas y amigos: la correspondencia de Pierre Matisse, punto inesperado de sorpresas, Cartier-Bresson, el poeta Bonnefoy... y cuantas nimiedades han escapado al autocontrol del maestro. Figura elusiva, quizás, pero de una pieza.
Balthus nació en París en 1908, hijo de un reputado historiador y escenógrafo y de una pintora judía de raíces rusas, Spiro, convertida en Baladine para el arte. Alemanes en París, emigraron a Berlín en 1914, donde las escenografías paternas adquieren prestigio considerable en el teatro Lessing. Distanciados sus padres a partir de 1917, se traslada con su madre a Berna y después a Ginebra, y aquí comienza la fabulación Balthus. Con solo once años dibuja una diestra serie de cuarenta tintas que relatan las aventuras de su gato, en un ambiente palaciego y suntuario que impregnará su imaginario existencial durante la vida entera. La impresionante brillantez social de Baladine, vinculada sentimentalmente a Rilke, abre al artista un mundo cerrado y fascinante: le demi-monde de entreguerras, con amistades de excepción —Gide, Bonnard, Maurice Denis—, el teatro de vanguardia y un inesperado regalo del poeta, un año de estudios en Italia. Florencia y Arezzo, y el Louvre siempre, son la escuela de Balthus, donde reproduce, copia y desentraña la pintura del Renacimiento temprano y el efectismo lumínico del clasicismo después —Poussin, Velázquez y Goya.
Cosmopolita y educado, políglota, Balthus posee las maneras de la aristocracia polaca, aunque nunca pisó el país, enriquecido además por una remota e idealizada anglofilia que lo convierte en un gentleman conspicuo. Así aparece en el París de los años treinta como un refugiado misterioso, hipersensible y muy dotado para el dibujo. En la galería Pierre presenta en 1934 La lección de guitarra. El escándalo fue tan grande que la pintura se mostró a escondidas y solo a unos pocos. Un pintor pornográfico, en una primera caracterización, que impresionó a Artaud. En 1936 retrata a Derain y a la vizcondesa Noailles, monodramas de fuerte presencia expresionista, según John Russell. Un «maldito» con suerte, que Pierre Matisse lanza en Nueva York a partir de 1938 y sucesivamente hasta hoy. La calle (1933), Cathy vistiéndose (1935), Joan Miró y su hija Dolores (1937). La admiración por Miró, paisajista catalán ingenuo y presurrealista, se mantuvo siempre. Más tarde, Pasaje del Commerce Saint-André (1952) y la estrategia envolvente del galerista intrigaron a dos poderes fácticos de la escena neoyorquina: Alfred Barr, que compró para el MoMA el Miró en 1938, y Thrall Soby, que cedió La calle al mismo museo en homenaje al artista.
Llamado a filas en 1939, herido al parecer o apartado del servicio pronto, la guerra es otro misterio que termina en un hospital suizo y después como inquilino en Cologny, en la Villa Deodati, propiedad de Byron en 1816 y detonante natural de nuevas fantasías en el pintor. Una existencia celada, seigneureuse, en grandes mansiones tras el mundo. «La vida itinerante me asesina —confía a Matisse—, mata mi obra.» A partir de estos años, nuevas casas y nuevas obras: El salón (1941), Juego de paciencia (1943), Días dorados (1944). «Estoy fuera de todo, la atmósfera moderna me inspira la más viva aversión... Solo aspiro a cumplir mi destino como pintor.» De este tono, trufado de perentorias urgencias económicas, son las confidencias epistolares. En 1953 Balthus es ya el referente realista equívoco de impronta surreal y disciplina clásica que impresiona a los coleccionistas. Compra el Château de Chassy y encuentra en su sobrina Frédérique Pison el modelo ideal que reproduce sus ensoñaciones pictóricas. En el invierno de 1956 el MoMA le brinda la retrospectiva definitiva. En 1960 Malraux culmina su carrera ofreciéndole la dirección de la Academia Francesa en Roma, situada en Villa Medici, y lo convierte en el fetiche más admirado de la cultura francesa internacional. El señor de Villa Medici impone un tempo oriental a sus apariciones, siempre medidas, en tanto restaura los jardines y paisajes que fueron de Velázquez e Ingres. La habitación turca (1963), Jugadores de cartas (1966), Figura japonesa con espejo negro (1967) son los grandes cuadros romanos que adelantan el estilo último de Balthus, menos acabado y más evocativo.
Los años últimos le llevan al retiro feudal de Rossinière, cerca de Gstaad, y a otra nueva vida, al cuidado vigilante de Setsuko Ideta, su esposa japonesa, y de su hijo transfigurado en príncipe. Son años de grandes antológicas y apoteosis crítica: París en 1966, Londres en 1968, la Bienal de Venecia en 1980, el Pompidou en 1983... hasta la reciente exposición en el Reina Sofía y la última en Tokio. Una leyenda que se cierra.
Sin embargo, ¿qué explica la continuada fascinación de la pintura de Balthus? ¿Cuáles son las raíces de esa incomodidad visual que emana de sus obras? Nabokov impuso una ninfa balthusiana como portada de su escandalosa Lolita. ¿Mera treta comercial facilona? Quizás algo más. Balthus se tomó en serio muy pronto el métier de pintor clásico. Denis le llevó al Louvre y a copiar incansablemente. En la Toscana descubrió el paisaje con ojos de Piero della Francesca y aprendió a traducirlo a formas de Masaccio: la naturaleza es una artificiosa construcción enérgica. Pero siempre un secreto traicionado diariamente: el rigor del dibujo que permite retener la información aprendida por la mirada, hacerla el «momento mágico» de una nueva naturaleza ficticia, otra «ilusión de verdad». Repudió el surrealismo como verbalización pretenciosa, pero ha sabido rodear sus paisajes y figuras de un impresionante halo irreal que neutraliza incluso el erotismo rotundo de sus motivos, o lo subraya perversamente dislocándolos en una configuración formal que no niega citas: La habitación turca es Oriente con Matisse...
Desinteresado por la abstracción de receta, pero irritado por un realismo de convenciones, nos define su mirada de pintor. «Me interesa el soñador, para nada sus sueños.» Las lánguidas muchachitas abandonadas al equívoco de sus insinuaciones, los paisajes elegíacos suavizados por una luz irreal, gatos y espejos en escenografías simbólicas, retratos que parecen diagnósticos sumarios de una personalidad... una vida de formas, en definitiva, fantaseada a la zaga de la perfección ideal. El adolescente Balthus ofrece a Rilke el mejor regalo de aniversario: un Narciso, copia de Poussin, perfecto, impecable. ¿Solo una premonición?
(CH, 2003, 19.3.2000)