III

El puto World Press Photo

Nos levantamos de la cama y vas al comedor. Esta casa es tan pequeña que casi puedo cagar mientras cocino. Me pongo el pijama y me sabe mal no estar aquí, contigo. Estoy allí, en el pasado. En ese pasado que hace que me ponga las bragas al revés.

Voy a la cocina antes que tú para hacer la cena. Cualquier nutricionista dejaría su profesión estando contigo. Te matarías a base de pizza, pasta y huevos fritos.

—¿Haces tú la cena?

—Sí, tranqui —te contesto.

—Perfecto. ¿Qué hay para cenar?

—Haré ensalada y un par de pechugas de pollo a la plancha, que se van a poner malas ya.

—¿Ensalada otra vez?

Ignoro tu pregunta y abro la bolsa de brotes tiernos a punto de caducar. Me da la sensación de que todo se pudre en esta casa. Será la humedad. Te enciendes un pitillo y preparas la mesa. Seguimos viendo esa serie de un caballo que vive en Los Ángeles y que está amargado con su vida. En ese capítulo suena Wild Horses de los Rolling Stones y hago Shazam mientras cenamos. Bendita rutina.

Apuras las últimas gotas de tu copa de vino. Yo me echo un poco más y te sonrío. Te quedas mirándome como la primera vez y tocas mi mano con suavidad. Eres un cielo, Diego, tan bueno que casi no pareces humano.

Nos vamos al sofá e intento ponerme más o menos cómoda para no clavarme la mierda de muelles en la espalda.

—¿Mañana tienes mucho trabajo? —me preguntas.

—Sí, un poco. Tengo que entregar un libro de una chavala que hace vídeos bailando en una app llamada Tik-Tok y que tiene no sé cuántos millones de seguidores en Instagram.

—Anda, ¿y de qué trata?

—Bueno, ya sabes. Consejos de vida trascendentales y frases que sirven para acompañar fotos de Instagram; todo escrito con la madurez propia de una chica de catorce años. —Me río.

—¿No te cansas de tu curro, Alicia?

Diego, que tú me preguntes eso tiene cojones.

—Sabes lo mucho que me gusta escribir, amor.

Ese «amor» tan automatizado, tan lejos de aquí y tan perdido en el tiempo. En qué momento empecé a decirlo sin sentirme realmente enamo(n)ada.

—Ya lo sé, vida, pero tienes muchísimo talento como para escribir libros para gente analfabeta que cobra cinco veces más que tú y que encima tienen el coño de firmar con su nombre.

Tú, siempre tan sutil.

—¡Por eso mismo! Me gusta ser escritora fantasma. Cobro bien, escribo y me olvido. A la fama que le den por culo.

—Ya, pero no sé... ¿No te apetece escribir un libro tuyo?

—Claro, algún día.

—¿Y de qué iría? Te pega mucho una novela de ciencia ficción. O, mejor, de asesinatos.

¿Ya ni te acuerdas?

—Joder, ¿en serio? Supongo que escribiría ficción, sí. Pero la trama no la tengo clara. Ni lo he pensado. Tampoco es algo que me preocupe, la verdad.

Sobre qué podría escribir. ¿Sobre mi vida en un pueblo costero llamado Montgat? ¿Sobre mi relación con Diego? ¿Sobre la inexistencia de amistades a mis veintiséis años? ¿O sobre cómo me masturbo por las mañanas y lleno de excusas las noches?

Escribir, dejar que las letras salgan, se peleen entre ellas, fluyan impresas en unas hojas de papel mal encajadas. En las letras encuentro la palabra y en la palabra, el camino. Odio escribir casi tanto como lo amo. Una relación de esas que acaban en portazo, pero que minutos más tarde... toc, toc. Vuelves a abrir, dejas entrar. No sabría vivir sin eso, el mayor de mis vicios, de mis desperdicios. Lo que soy, lo que dije ser, lo que un día fui y lo que nunca seré están aquí, bajo una remota posibilidad de existencia en una realidad paralela maquetada con pegamento y papel. Y vuelvo a empezar, cargada de ficción, de posibilidades, de oportunidades. Ese portazo, el mismo final ya conocido. No sé cuándo fue la primera vez que conecté con la escritura. Tampoco sé cuándo será la última. Pero qué más da si lo que hay, si lo que es, lo tengo a un clic de mis dedos.

—Tranquila, bonita, cuando nuestro proyecto se ponga en marcha, tendrás inspiración para aburrir.

—Diego, no sé, las cosas no salen solas. ¿De verdad crees que podremos cumplir ese sueño?

—¡Claro que lo creo! Estoy seguro de ello. ¿Tú no?

Yo no. Llevamos más años invertidos en humo que en materia. La idea de dar la vuelta al mundo surgió durante los primeros meses de relación. Era algo que de verdad queríamos conseguir. Él, fotógrafo; yo, escritora. Éramos el tándem perfecto. Éramos, pero nunca fuimos.

—Diego, ¿cuánto tiempo llevamos con este tema? ¿Cuántos años?

—Alicia, las cosas llevan su tiempo. Tenemos un gran proyecto, está ahí. Es solo cuestión de fe. Saldrá. En serio, ya lo verás.

—¿Y si no sale?

—¿El qué?

—¿Y si lo que un día soñamos nunca llega a ser real? ¿Qué pasa? —insistí.

—¿Qué pasa de qué? ¿Por qué no puede ser real?

—Piensa en ello. Llevamos cinco años con esa idea en la cabeza, luchamos muchísimo para conseguirlo y, a pesar de eso, seguimos aquí, en esta casa de mierda llena de humedad. Sí, estamos bien, vale, pero ¿qué más?

—¿Qué más quieres, Alicia? Lo tenemos todo.

Todo. El todo reducido a la nada.

—¿Qué es todo para ti?

—Joder, ¿vamos a tener esta conversación ahora? Con lo bien que estábamos.

—Sí, ahora.

Me pongo seria. No entiendo por qué. La conversación no es nueva. Es algo de lo que ya hemos hablado en alguna ocasión. Después, todo queda en esfuerzos tangibles durante unas semanas para luego, el mismo lugar, la misma serie, la misma cena y la misma mancha en el techo. El anhelo de algo que nunca fue.

¿Cómo puedo tener nostalgia de lo inexistente? ¿O es rabia por la traición? Dolor. El dolor que se comprime en mi pecho, como cuando Diego se acaba de correr. La vida que tengo, ¿la vida que quiero? ¿Y qué hay del ayer? ¿Qué hay del mañana? ¿Acaso existe? ¿Acaso hay? ¿Acaso estás?

Sigues ahí mirándome con esos ojos que emanan tristeza. Me observas, incrédulo. Sabes cómo acaba esta conversación. Forma parte de esa otra rutina que a veces se cuela dentro de la habitual. La rutina de pensar en lo que fuimos y en lo que nos hemos convertido. La rutina de ignorar a dónde queríamos llegar, quiénes queríamos ser y quiénes somos hoy. Dónde estamos. Dime, Diego, ¿dónde?

—Alicia, joder, estamos a la espera de esos e-mails, hablamos de preparar la ruta del viaje.

—Eso fue hace un año, Diego.

—Tenemos que poner una fecha de salida, conseguir revistas, editoriales.

—La fecha era el 14 de noviembre del año pasado. Estamos en abril.

—Joder, ¿qué coño te pasa? ¿Qué quieres? ¿Discutir?

¿Que qué quiero? Buena pregunta. ¿Te quiero a ti?

—¿Sabes qué pasa? Que me he cansado de seguir dándole vueltas a algo que no llega, a algo en lo que invertimos energía, pero que luego dejamos ir. Que me he cansado de estar encerrada en esta puta casa diminuta que no me deja respirar. Que me he cansado de echar polvos rutinarios, de ver la puta mancha en el techo. Que me he cansado de cenar lo mismo, de sentir lo mismo, de hacer lo mismo.

Silencio.

Debo intentar relajarme o a saber dónde acabará esta conversación. En un final. ¿Un principio, quizá? Diego fija su mirada en mí y percibo su sorpresa. No sé lo que siento, pero quiero explotar. Ira. Promesas falsas. Me mentiste. Me has mentido, Diego. Estos años, mentira. Yo quería seguir luchando por ese proyecto, pensaba que era nuestro sueño; el nuestro. Pero parece que, por primera vez, hablo en singular. ¿Es el mío? ¿Quién soy yo?

Quién soy.

No puedo creer que no tenga respuesta. La busco en mis adentros. Quién. ¿Llegamos a descubrirnos lo suficiente como para responder a esa pregunta? ¿Es ese el sentido de la vida? Estar siempre en el cuerpo y mente de algo y acabar por saber el qué.

Qué soy.

Una tía de veintiséis años que escribe libros para otras personas, que vive en un pueblo, que no tiene amigas y que depende de su novio para realizar sus sueños. Sueños que no sabe dónde están. Aquí ya no hay nada. Ni rastro de ellos. En qué momento decidí apostar. O en qué momento elegí dejar de hacerlo. Tus piernas se mueven. Estás nervioso. Te miro. ¿Es hoy? ¿Aquí? ¿Así?

—Dime algo, Alicia.

—No sé qué decirte, Diego. Estoy... confundida.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿Qué ha pasado?

—¡Nada! Ese es el problema, joder. Que nunca pasa nada.

—¿Y qué quieres que pase? Dímelo. Hagámoslo.

—Estoy cansada, Diego. Siempre la misma conversación, la misma situación. Ya sé cómo acaba esto, ¿sabes? Le dedicamos tiempo a ese proyecto durante unos días y, después, nos olvidamos.

—Yo sigo dedicándole tiempo. A mí no se me olvida. Quizá a ti sí.

—Diego, no me jodas. Trabajas ocho horas llevando la comunicación de una cadena hotelera. ¿Qué me estás diciendo? Llegas a casa y lo único que quieres es descansar. Y me parece lógico, pero siento que has echado raíces aquí.

—¿Me estás echando en cara que tengo un trabajo fijo? ¿Qué coño te pasa? Dime, ¿qué?

—No te lo estoy echando en cara, joder. Solo digo que ya no piensas en lo que decidimos un día. En viajar, en fotografiar, en mí. ¿Hace cuánto que no coges la cámara por pasión? Todo es igual. Día tras día. Lo mismo.

—Perdona por no tener un trabajo como el tuyo y estar amargado escribiendo mierdas para gilipollas. Al menos mi sueldo es lo único fijo que tenemos.

—¿Cómo?

No me lo puedo creer. Imbécil.

—Pues eso. Que crees que tienes estabilidad, pero no es así. Tienes miedo de apostar por tus libros aunque tengas talento de sobra para hacerlo. Prefieres el dinero fácil. Dime, ¿quién se está vendiendo y conformando aquí?

¿Y si eso que dice es cierto? ¿Y si me he instalado en el conformismo? Piénsalo, Alicia. Es así. Casa estable, trabajo estable, vida estable, sexo estable, rutina estable. La estabilidad se ha adueñado de cada poro de mi piel, de mi ser. Un cáncer que va inhabilitando las emociones, las intenciones, las acciones; que te reduce. Y no me he enterado. O no quise hacerlo.

Mierda.

—Alicia, estamos bien. Somos felices así, ya está. Estoy seguro de que conseguiremos dar la vuelta al mundo, pero mientras...

—Mientras estamos aquí.

—Exacto. Juntos.

—Diego, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Sí, claro.

—Tienes treinta y dos años, ¿dónde te ves dentro de diez años más?

—Viajando por el mundo y fotografiando lo que me rodea. Y ganaré el World Press Photo algún día.

Pero qué coño.

—¿Perdón?

—Sí, sé que algún día haré una foto que merecerá ese premio, un claro reconocimiento a mi trabajo como fotógrafo.

—¿Qué trabajo como fotógrafo, Diego? —Tal y como lo he pensado, lo he dicho.

—Pues mi trabajo.

—Estás perdiendo tiempo de tu vida en un trabajo de ocho horas con un sueldo fijo cada mes, ¿y crees que vas a ganar un puto World Press Photo dentro de diez años?

—Qué te pasa hoy, Alicia.

—¿Me estás diciendo que estás por encima de profesionales que llevan haciendo fotos desde los quince años, que se han metido en guerras, que han recorrido el mundo? ¿Qué has hecho tú, Diego?

—Viajar.

—¿A dónde?

—Joder, ¿qué coño es est...?

—A dónde.

—Francia, Italia, Inglaterra, Marruecos, Indonesia.

—Aham. Sigue.

—Menorca, casi toda España.

—Continúa.

—Ya está.

—¿Y pretendes ganar uno de los premios de mayor reconocimiento a la fotografía estando en Montgat, Diego?

—Sí. Estoy seguro de ello. Digas lo que digas, Alicia.

¿En qué momento la motivación pasa a ser estupidez? Nos venden siempre la misma historia: «Si crees en ello, lo conseguirás», «Si quieres, puedes». Pero nadie te dice lo que hay detrás. Trabajo, esfuerzo, superación. Arriesgar, pelear, luchar. Quién quiere escuchar eso. Nadie. Es mucho más fácil vender frases que se compran rápido antes que enfrentarse a la realidad.

Diego se levanta y se va a la habitación.

—Buenas noches.

Yo me quedo petrificada en el sofá. De repente tomo conciencia de los muelles clavándose en mi espalda. No quiero moverme. No puedo hacerlo. Me he dado cuenta de lo que nunca será. Lo que nunca fue. Me siento traicionada. Sé que Diego no lo hace a propósito. Se está engañando a sí mismo. Se ha creído esa mentira.

Estos años en los que he invertido tanto tiempo en luchar por ese proyecto se presentan en este momento. Aquella vez que salí al jardín a llorar con todas mis fuerzas y me quedé una hora sintiendo el frío de una noche de diciembre. O aquella otra que empecé a saltar y a gritar porque nos habían citado para una reunión. Tantas lágrimas que eclipsaban a las sonrisas. Y tú ahí. Y yo aquí. Pero no era real, Diego. Nunca lo fue. Vivíamos en un espejismo que mantenía nuestras constantes. Y tú aún sigues arriba, volando entre tus ideas, tus quieros, tus puedos. Pero no tus hechos.

Justo en ese momento entiendo que la mancha en el techo es la señal divina. ¿Quiero seguir aquí, en este pueblo, conformándome con la monotonía de la existencia, con la mediocridad de las promesas? O quiero vivir.

Sobrevivir.

O vivir.

Sobrevivir. O vivir.

Bebo el último sorbo de esta copa de vino manchada por la cal. Hoy todo son manchas, joder, y no sé arreglar ninguna.

Abro Facebook después de no sé cuántos días. A ver qué me cuenta el mundo digital. Me aparece una publicación de Carolina, una antigua clienta, famosa, típica madrileña de familia bien que se dedica a subir fotos a Instagram. Alquila un pequeño piso en el barrio de La Latina, en Madrid. Calle Corazón de María, 33. Cuarenta y seis metros cuadrados. Una habitación. Loft. Mil euros.

Me llega un mensaje de voz. Vaya, el destino. Es Carolina. «¡Ey, tía, cuánto tiempo! Estoy de vuelta en Madrid. El viaje genial, tía, me ha cambiado la vida...» Su vida de rica, por hacer un voluntariado en África, para ella un país y no un continente. Ya, claro. «... Quiero escribir un libro sobre la experiencia, algo más trascendental, ¿saes?, más de la vida. Y quiero que tú seas la escritora, tíaaa.» Grita demasiado. Me aparto el móvil de la oreja. «He hablado con la editorial y me han dicho que sí. Tíaaa, cuando quieras hablamos por Skype o nos llamamos mañana. ¡Ah! Y cuando te apetezca una escapada a Madrid, me lo dices, ¿vale? Besis.»

El audio acaba y yo me quedo aquí, con los muelles atravesando mi espalda. Carolina ha sido una clienta estupenda. Maja, simpática, alocada y muy cercana. Aún recuerdo aquella noche en Madrid. Acabamos en su casa cantando en pelotas. Íbamos tan borrachas que nos quedamos dormidas en medio del salón.

Se me escapa una carcajada y un ápice de vida. Me quedo quieta mirando la nada. El horizonte. El loft. ¿Madrid? Quizá. Pero ¿y él? ¿Quién? Diego. ¿Qué? El dolor. ¿Más? Sí, mucho más. Se pasará. O no. ¿Y tú? ¿Y yo? Sí, tú, ¿qué pasa con tu vida? Mi vida, ¿cuál? No recuerdo la última vez que me lo pasé tan bien. Lo sé. ¿Entonces? Tal vez. Decide. No sé. Decide. Aquella borrachera. Decide. La libertad. ¿Qué quieres? Las ganas de volver a sentir. ¿El qué? Volver a gritar. ¿Eso? Ser dueña de mí misma. Follar. Sí, joder, follar con ganas y sin excusas, sin obligación relacional. Soñar. Soñar despierta y apostar. Apostar por los proyectos y volver a empezar. Ser. Estar. Sin el piloto automático, sin querer dormir. A ti. A mí. Sé libre. Quizá Madrid es el lugar. ¿Qué lugar? El lugar donde los sueños van a parar. ¿Es?

Vuelvo a beber. No queda nada. ¿Dónde está el vino cuando más lo necesito? Un impulso vibra en mi pecho. Será el alcohol. O la vida. ¿Y si es la vida? ¿Y si está ahí?

Madrid.

Mi intuición y Madrid me dicen que sí, que es ahí. Será. Quién sabe. ¿Y si es? Tal vez. ¿Y si apostamos, Alicia? Qué pierdes. Todo. El todo reducido a la nada, simplificado a la mínima expresión. Y qué obtienes. Vida. La nada absorbida por el todo, Alicia. ¿Y si por una puta vez escuchas a tu intuición? ¿Y si es que sí? Pero ¿y si es que no? Arriésgate. Lárgate. Sal. Huye. Vuelve. Encuéntrate. Estás. No te ves, pero estás.

Madrid.

Sal de aquí.

Madrid.

Vete lejos. La mancha, ¿recuerdas? No es una cabra; es una señal. Es tu destino. Vivencias, aventuras. Beber en una discoteca. Sonreír por la Gran Vía. Follar sin mirar al techo. Volver a amar. Tocarme, besar, apresurarme a por el café de la mañana, no tardar, entrar en un bar, divertirme hasta no poder más, vivir las experiencias que siempre quise vivir, escribir mi propia historia, comprar algo que estrenar, sentirme poderosa, quererme, apostar. Apostar.

Me voy. ¿Me voy?

Me voy.

«Carolina, amor, oye, que he visto que tienes un pisito en Madrid. ¿Me lo alquilarías una temporada? Necesito salir de aquí. Hablamos mañana. Besos». No ha pasado ni un segundo y ya veo un «Tía, ¡pues claro! Y más barato» en la pantalla acompañado de un corazón y seguido de un «¿Cuándo llegas?». Lo pienso, no demasiado. «Mañana por la noche.» ¿Qué coño estoy haciendo? «Dale, tía. Mazo ilusión. ¿Va todo bien?», me pregunta.

Ya está. ¿Ya está? Diego. Joder, Diego.

Se enciende la luz del pasillo, que ilumina el comedor. Siento como si me hubiese pillado siéndole infiel.

—Perdona, amor, no quería discutir contigo. ¿Vienes a dormir? Quiero darte mimitos. No me gusta estar así, por favor —me dice.

—Diego.

—Por favor, ven.

—Tenemos que hablar.

He dicho las palabras, esas. No hay vuelta atrás. Qué haces Alicia, ¡¿qué haces?!

—¿Qué pasa?

—Siéntate.

Diego se sienta a mi lado. El sofá cruje. No sé cómo empezar.

—Me voy.

La psicología nunca fue mi fuerte.

—¿A dónde?

—A Madrid.

—¿Cómo?

—Diego...

—¿Te vas a Madrid?

—Diego, necesito salir de aquí. Este pueblo me ahoga, no puedo más. Necesito la ciudad, nuevas oportunidades. Reír, llorar, emocionarme con algo.

—Pero ¿qué...? ¿A dónde vas?

—A casa de Carolina.

—¿Quién es Carolina?

—Una clienta, la pija.

—¿Qué?

—Diego, si quieres, puedes venir.

No quiero que venga, no sé por qué se lo ofrezco.

—Sabes que odio Madrid.

—¿Por?

—Estarás sola, no tendrás amigas. Madrid solo te quiere por lo que das. Es una ciudad interesada.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo han dicho varias personas.

—Diego...

—Entonces, ¿me dejas?

—Diego...

—¿Aquí? ¿Ahora? ¡¿Así?!

—Amor...

Ese «amor» tan automatizado.

—Dime.

—Me voy, lo siento. No estoy bien. Me he convertido en lo que más odio. Me conformo con todo: el trabajo, la casa, nuestra relación, mi vida.

—¿Nuestra relación?

—Sí, joder. Vivimos en la rutina, follamos sin pensar. Estoy cansada.

—¿De follar conmigo?

—Sí, Diego. Estoy cansada de esto, de la humedad.

—¿Qué le pasa a la humedad?

—Que hay manchas, Diego.

—Pues las tapamos, ¿qué problema hay?

—No, Diego. No se tapan con pintura. Son profundas, son estructurales. No se arreglan, Diego, están.

—Alicia, hostia.

—Lo sé.

—Te quiero.

—Lo sé.

—¿Entonces?

—¿Qué?

—¿Qué de qué?

—¿Qué quieres, Diego? No me amas, me necesitas. Dependes de mí. Tienes que irte lejos, luchar por tu carrera, ganar ese puto World Press Photo, o al menos intentarlo.

—Contigo.

—Sin mí.

—¿Por qué?

—No queda nada de aquello, Diego. No hay nada.

—Será en ti.

—Será en mí.

—¿Y yo qué, Alicia? No tienes en cuenta mis emociones, mis sentimientos. Mi vida.

—Claro que sí.

—Eres una puta egoísta.

—Diego...

—¿Cómo pude ser tan imbécil, joder? ¿Cómo?

—Por favor...

—¿Cuándo te vas?

—Mañana. O sea, hoy.

Es la 01:55 de un viernes 17 de abril.

—¿Hoy?

—Sí.

—¿Ahora?

—No, mañana por la mañana haré las maletas. Me voy en coche por la tarde. Llegaré a Madrid por la noche. Carolina me estará esperando.

—O sea, ¿esto va en serio?

¿Va en serio, Alicia?

—Sí.

—No sé qué coño decirte.

Veo cómo se le cae una lágrima por la mejilla y se difumina en su barba. Sé que estás aguantando el dolor, Diego, pero qué hago. Dime, qué hago. No puedo vivir así, continuar de esta forma. Estar encerrada, amargada, resignada. No sentir. Entiéndeme.

—¿Sabes? Haz lo que te dé la gana. Lárgate. Ahí tienes la puerta. Vete. Piérdete. Pero luego no vuelvas suplicando, porque yo ya no estaré. No sabes el dolor que siento.

—Me lo imagino.

—No tienes ni puta idea, Alicia. Ni puta idea.

Diego se levanta y se larga a la habitación. Pega un portazo, no busco ese toc, toc. Entiendo que duermo en el sofá. Buena despedida. Me tapo con la manta de Iberia que robé en el avión al regresar de Perú. Intento cerrar los ojos.

Madrid.

Sí, Madrid.

A la mañana siguiente, Diego se levanta y se va. No se despide, no me despierta. Otro portazo. No lo pienso. Cojo un par de maletas y las lleno. Me dejo la mitad de las cosas. Me da igual. Quiero vivir. ¿Quiero esto? Intento no reflexionar y actúo. Me voy, me mudo. Lo dejo. Todo. ¿Estoy segura?

Diego no viene a comer. Son las cinco de la tarde y me tengo que ir. Le envío un mensaje a Carolina: «Salgo». Cargo el coche y cierro el maletero. Miro esa casa blanca, el jardín, el arbusto que se enreda, los tulipanes que están naciendo. El césped, la tierra, el mar. El cielo, siento el sol en mi piel. El calor de abril, el frío de la primavera. La humedad. Le dejo una nota a Diego con una fotografía nuestra hecha con una Polaroid. Siento que soy una hija de puta. «Lo que un día fue. Recuerda que no debes arrepentirte de nada. Lucha por tus sueños. Serás mejor sin mí. Gracias. Sigue tú.»

Las llaves reposan encima de la mesa. Echo un vistazo a mi alrededor. Lloro. Fuerte. Lloro lo que no lloré ayer. No lo pienso más porque si lo hago, no me voy. Y debo irme. La señal, recuerda.

Cojo mi portátil, cierro y recorro por última vez esas baldosas rosadas. Abro la puerta blanca, miro de reojo al pasado. Fue y ya no es. No es más. Ni será.

Me meto en el coche, seco mis lágrimas. Pongo el Maps dirección Madrid. Seis horas y cincuenta y tres minutos. Iniciar. Meto primera, espero demasiado para soltar el embrague. ¿De verdad? ¿Es esta la solución?

Alicia, a dónde van a parar los sueños cuando ya no están.

Madrid.