Capítulo 8

 

Castillo Durand, 1805

 

 

Grey miró al gorrión que se había posado en el alféizar de su ventanuca.

—Entre, señor Pájaro. Le he guardado un poco de pan. Espero que valore el sacrificio que significa eso.

El pájaro ladeó la cabeza, indeciso, así que Grey silbó su mejor imitación del canto del gorrión. Tranquilizado, este voló hasta el suelo y comenzó a picotear las migas que él le había guardado.

Le gustaba hablarle a los pájaros. Nunca lo contradecían, y lo divertía su descarada disposición a acercársele.

—Amor interesado —musitó, arrojándole otro trozo de pan—. No muy diferente de ser un premio cotizable en el mercado del matrimonio.

Ya tenía edad para experimentar algo de eso antes de su desastrosa decisión de visitar París. Kirkland y Ashton, que estaban más atentos a los asuntos políticos, le aconsejaron que hiciera un viaje corto, pues la paz no duraría, pero, típico de él, no les hizo caso. Era el niño dorado, heredero de Costain, al que no podía ocurrirle nada.

Y ahí estaba, dos años después, volviéndose loco poco a poco por el aburrimiento y agradecido por la fugaz compañía de un gorrión. Pero por lo menos estaba más fuerte y en mejor forma que antes, y su voz cantante había mejorado.

Le arrojó otro trozo de pan. El gorrión lo cogió con el pico, estuvo un momento con la cabeza ladeada y luego se elevó y salió volando por la ventanuca. Grey lo observó hasta que desapareció, con una envidia tan intensa que le dolió. Ah, poder volar hacia la libertad. Atravesaría el Canal volando y llegaría a casa, a los hermosos campos y colinas de Summerhill.

Dado que su acompañante se marchó, se levantó y comenzó a correr en el mismo sitio, trayendo a la mente imágenes del hogar de su infancia. Aquel fue un tiempo feliz en Summerhill, que gozaba del clima templado de la costa sur. Campos fértiles y ganado gordo y feliz. Le gustaba cabalgar por la propiedad con su padre, aprendiendo los usos y actividades de un granjero sin siquiera pensarlo. Su padre había sido un buen profesor, que desafiaba su mente y su curiosidad.

El conde también le hablaba del gobierno, de la Cámara de los Lores y de lo que se esperaría de él algún día, cuando fuera el conde de Costain; pero esto estaba tan lejos en el futuro que era inimaginable. Sus padres eran jóvenes y vigorosos, y él tendría muchos años para correrla antes que llegara el momento de establecerse.

Y esa fue la actitud que lo llevó a esa celda. Cansado de correr aminoró la velocidad a caminata y finalmente se sentó en su asiento de piedra. ¿A qué asignatura podría dedicarse ese día? Historia natural, decidió. Intentaría recordar los nombres de todos los pájaros que había visto en Dorsetshire.

Su lista había llegado a 23 cuando oyó ruidos en el pasillo. Aun era muy temprano para que fuera la comida. Miró la puerta, pensando si tal vez Durand le venía a hacer otra visita. El ministro ya no se mofaba de él cara a cara, desde aquella vez en que él lo arrojó al suelo y estuvo a punto de infligirle lesiones mortales.

Lo habría conseguido si Durand no hubiera traído a un guardia con él. El guardia le dio una paliza salvaje, pero valió la pena. Desde entonces, Durand se conformaba con burlarse a través de la ventanilla de la puerta; el muy cobarde.

Se preparó para lo que fuera que se presentara, pero las pisadas se detuvieron antes de llegar a su celda.

Oyó gruñidos y luego el golpe de la puerta de la celda contigua al cerrarse. Después los pasos se alejaron y todo volvió a quedar en silencio. Buen Dios, ¿podría haber otro prisionero tan cerca, al otro lado de la pared? Si pudiera hablarle.

Pero la pared era demasiado gruesa para que la penetraran los sonidos. Tal vez podría situarse ante la puerta y gritar, pero la puerta también era gruesa y las dos aberturas estaban cerradas por fuera. Si gritaba atraería la atención del malvado Gaspar antes de que lograra hacerse entender por el nuevo prisionero.

Desasosegado caminó de un extremo al otro de la pared común, pasando las manos por la sólida superficie. Si lograra encontrar una manera de comunicarse. Deseó aullar de frustración.

Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared común, combatiendo la tentación de golpear la piedra con la cabeza. Entonces oyó una voz, una voz suave, pareja, ronca. Se quedó inmóvil, pensando si no estaría realmente perdiendo la chaveta.

No. El sonido venía del agujero del rincón que servía de cloaca. Con creciente emoción fue a arrodillarse junto al agujero y escuchó. Sí, oía claramente las palabras. En latín. ¿Una oración? La celda contigua tenía que tener un agujero similar que de alguna manera se comunicaba con el de la suya y desde ahí bajaría un conducto a un pozo negro subterráneo.

Medio loco por la esperanza, gritó en francés:

—¡Señor! Señor, ¿me oye?

Paró la letanía en latín y una voz culta contestó:

—Le oigo. ¿Es usted otro prisionero?

—¡Sí, en la celda contigua! —Tragó saliva, temiendo echarse a llorar—. Me llamo Grey Sommers y soy inglés. Llevo aquí más de dos años. ¿Quién es usted?

—Laurent Saville. Me llaman padre Laurent.

¿Padre Lorenzo?

—¿Es sacerdote?

—Sí —repuso el otro, y continuó con una nota de ironía en su calmada voz—: Mi delito ha sido amar más a Dios que al emperador. ¿Y el suyo?

—Durand... —dijo Grey y titubeó, incómodo por tener que reconocer su pecado ante un sacerdote; pero los sacerdotes debían perdonar, ¿no?—. Durand me sorprendió con su esposa.

—¿Y está vivo? —dijo Laurent, sorprendido.

—Pensó que la muerte sería demasiado misericordiosa —dijo Grey a borbotones—. Hábleme de usted. ¿De dónde es? ¿Dónde ha estudiado, qué temas conoce? Hábleme, por favor, de cualquier cosa. —Apretó los puños para obligarse a parar—. Perdone, es que hace tantísimo tiempo que no he tenido una conversación con otro hombre

La ronca risa fue muy calmante.

—Nací y me crié cerca de aquí. Tendremos todo el tiempo que necesitemos para conversar, no me cabe duda. Cuénteme cómo es la vida en la mazmorra de Durand.

El sacerdote tenía razón. Tendrían muchísimo tiempo para hablar, hasta que uno de ellos muriera.

Aunque valoraba las ocasionales conversaciones con las criadas, tener a una persona con quien hablar en cualquier momento cambió inmensamente las cosas. Y no podría haber tenido una persona mejor que el padre Laurent, que era amable, juicioso y culto, y estaba tan dispuesto a compartir sus conocimientos como él a aprenderlos. A veces cantaban juntos.

Además, mejoró la comida. Supuso que en la cocina habría una buena católica que consideraba que un sacerdote se merece una comida decente, y eso lo benefició a él.

Laurent era mayor y de salud más frágil. Durante un invierno terrible estuvo tan enfermo de fiebre pulmonar que estuvo a punto de morir. Enconces fue cuando Grey aprendió a rezar.

El padre Laurent sobrevivió; y continuaron manteniéndose cuerdos mutuamente.