Este libro habla de un viaje. No un viaje metafórico, pero tampoco uno real: es un viaje teórico a través de la atmósfera. Y no se trata solo de la amable atmósfera de nuestra Tierra: vamos a partir de fuera del sistema solar y, de camino hacia parajes muy alejados de nuestro cómodo manto planetario, visitaremos algunas atmósferas extrañas y poco amables. Una atmósfera, como ya debes de saber, es «el conjunto de gases que envuelven la Tierra u otro planeta, el aire o el ambiente de un lugar, una situación o un trabajo creativo».1 Como científico de la atmósfera debidamente acreditado, escribo mucho acerca de las atmósferas en su sentido literal, y no sobre todas esas otras acepciones. Así pues, si esperabas un libro sobre el ambiente de un lugar, una situación o un trabajo creativo, devuelve este libro y dirígete a la sección de literatura a ver si encuentras alguna oferta de dos por uno.
¡Bienvenido a bordo! Nuestra primera parada será en el exoplaneta GJ 1132b —el prefijo «exo» indica que se encuentra fuera del sistema solar, GJ 1132 es el pegadizo nombre de la estrella alrededor de la que orbita, y «b» significa que fue el primer planeta de GJ 1132a descubierto (la estrella tiene asignada la letra «a»)—. En el momento de escribir estas líneas, hemos confirmado la existencia de unos cuatro mil planetas fuera del sistema solar,2 y nuestro amigo GJ 1132 solo es un poquito más amable que los otros 3.999 porque es el primero parecido a la Tierra y con atmósfera que hemos descubierto. Bueno, para ser exactos, el segundo. Pero antes de llegar a la atmósfera en la que vivimos y respiramos, nos detendremos en algunas de las otras atmósferas de nuestro sistema solar.
A decir verdad, las otras atmósferas de nuestro sistema solar no son muy agradables: la mayoría de nuestros planetas vecinos tienen atmósferas muy delgadas y gélidas, más frías incluso que la que se creó cuando sin darte cuenta te dirigiste a tu pareja con el nombre de tu ex. ¡Fue un accidente! No obstante, echaremos un vistazo a todas, y también nos dejaremos caer por Venus a observar directamente qué es el calentamiento global.
Y después llegamos al fascinante, esencial y frágil manto de confort que rodea la Tierra. Desde el extremo exterior de la ionosfera, atravesando la termosfera, la mesosfera y la estratosfera, llegamos al lugar del que decimos que es nuestra casa: la troposfera. ¿No has oído hablar de ella? No importa: no es más que los pocos kilómetros inferiores que llamamos atmósfera, donde nos pasamos la vida, salvo cuando viajamos en aviones de reacción. Así pues, llevamos mucho tiempo respirándola (incluso en el avión seguimos respirando troposfera reciclada). Dentro de la troposfera, hay un viaje inexcusable: desde la polución global y los problemas climáticos, pasando por la contaminación del aire global y urbano y sus efectos locales. La suciedad, los malos olores y el efecto que la polución tiene en el precio de tu casa. ¿Quieres saber cómo puedes ahorrarte un 14 % del precio de la casa mudándote a un código postal mágico? Pues sigue leyendo.
Como el clásico 1066 And All That, de Seller y Yeatman,* este libro contiene dos cifras memorables: quédate con ellas si olvidas todo lo demás. La primera, como quizá ya haya mencionado, es que la contaminación del aire es responsable del 14 % del precio de tu casa. Y la segunda es que la contaminación del aire es la causa directa de siete millones de muertes prematuras cada año. No estoy seguro de cuál de estas conviene recordar más, pero sí cuál es la más estremecedora. Porque hoy, al cabo de años de vivir a la sombra de aquel nuevo vecino, el cambio climático, la contaminación del aire por fin está recibiendo la atención que merece, después de habernos hecho una buena idea de la magnitud de esos millones de muertes innecesarias.
Tal vez te preguntes qué es una muerte prematura. Buena pregunta. Una respuesta corta es que no lo sabemos con exactitud. Adelantemos la información: todos acabamos por morir, por lo que la consecuencia de los efectos medioambientales, como la contaminación del aire, en la salud no es que aumente el porcentaje de fallecimientos por persona (que ya es del cien por cien), sino que acorta la esperanza de vida. Lo podemos explicar de diversas formas. Una es calcular el número de muertes prematuras que supuestamente se producen cada año —aquí, en el Reino Unido, son unas cuarenta mil, y en todo el mundo, unos siete millones—. Otra forma es observar el efecto general sobre la esperanza de vida: en el Reino Unido, la polución del aire reduce una media de seis meses la esperanza de vida de todos. Lo que no sabemos es si esa media afecta a todos por igual o si los efectos son mayores en un determinado número de personas. Y desde luego desconocemos qué personas son las que mueren prematuramente debido a la contaminación del aire todos los años. Hay razones para pensar que la contaminación ha afectado a algún miembro de muestra familia, pero ningún médico habrá certificado que su muerte se debió a la «contaminación del aire». En honor a la verdad, hay que decir que la principal razón de que así sea es que los certificados de defunción registran las circunstancias que afectan a los individuos, sin especular sobre posibles causas externas. Sin embargo, aunque se especulara, sería imposible determinar qué fallecimientos respondieron directamente a la mala calidad del aire. Es algo que, posiblemente, cambie muy pronto, pero, de momento, lo único que sabemos es que la contaminación suele provocar que muramos un poco antes.
Y eso no es poca cosa. Todos los años, la contaminación del aire provoca más muertes prematuras que el tabaquismo pasivo, la obesidad y la contaminación del agua. Juntos. Tal vez la obesidad y el tabaquismo pasivo son más llamativos porque son más visibles y se pueden evitar más fácilmente. Las patatas fritas del puesto de la esquina y el paquete de cigarrillos del quiosco de al lado son reales, objetos físicos, y podemos decidir consumirlos o evitar sus prolongados efectos sobre nuestras arterias y nuestra familia. En cambio, la contaminación del agua y el aire no es tan fácil de ver. Y lo que como individuos podemos hacer para mitigarla o impedirla tiene un límite. Es lo que ocurre con los problemas medioambientales: en general, es otra gente la que los provoca; además, suelen manifestarse como un pequeño riesgo o un pequeño efecto para la población. Individualmente no se percibe. Sin embargo, la contaminación del aire es más importante aún que la obesidad, el tabaquismo pasivo y otras causas importantes de muerte prematura. Cada pocos segundos, hemos de inspirar aire. Y no tenemos muchas opciones sobre lo que respiramos; el aire penetra hasta lo más profundo de nuestro cuerpo. Lo necesitamos para seguir vivos, pero, al mismo tiempo, nos puede causar algún daño.
En el otoño de 1987, cuando salí con los ojos entrecerrados de los laboratorios de la Universidad de Cambridge no pensaba en nada de esto. Tuvieron que transcurrir varias décadas antes de que se empezara a entrever el impacto que la contaminación del aire tiene sobre las personas en cualquier parte del mundo. En aquella época, cursaba tercero de Química y había decidido que mi humilde talento no se desempeñaría en el campo de la química orgánica ni el de la inorgánica (las áreas de la química, por desgracia, con las que cabía esperar que uno se ganara la vida más que holgadamente). Me sentía mucho más a gusto con la fisioquímica y la química teórica. Así pues, me dirigí a la primera clase de la primera de cuatro unidades de fisioquímica por las que podían optar los estudiantes del último curso, que versaba sobre el oscuro tema de la química de las atmósferas. El profesor Brian Thrush empezó hablando de la cinética atmosférica, es decir, la medición de la velocidad a la que se producen las reacciones en la fase gaseosa. Pudiera haber sido un apéndice oscuro de un tema oscuro. No obstante, recuerdo salir de aquella clase, probablemente en una mañana más de noviembre, lluviosa y en la que estaría rodeado de estudiantes vestidos a la moda retro de los ochenta, y pensar: «Esto es a lo que me quiero dedicar». Como suele ocurrir con los caminos a Damasco, seguramente hay otras historias de mayor relevancia (valga la de san Pablo), pero la mía fue genuina y duradera: la atmósfera ha seguido conmigo, y yo me he quedado atrapado en ella en los treinta años que han pasado desde entonces.
En aquel curso nos ocupamos de cuestiones que trascendían las mediciones de laboratorio; estudiamos las reacciones atmosféricas que rigen el esmog fotoquímico producido por la formación de ozono en las capas bajas de la atmósfera, y el ozono de la estratosfera. Con la perspectiva del tiempo, debo decir que tenía algo de innovador allá en 1987, apenas un par de años después del descubrimiento del agujero de la capa de ozono de la estratosfera. Y es que ciertos profesores parecía que seguían impartiendo la misma clase desde 1947. El programa pasó a observar la atmósfera de otros planetas, en una breve serie de clases impartidas por David Husain, siempre riguroso y ameno. El último grupo de clases trataba de las técnicas de monitorización atmosférica. Corría a cargo de un profesor de investigación de aspecto joven, el doctor John Pyle (el mismo profesor John Pyle CBE FRS* que hoy dirige el Departamento de Química de Cambridge).
Pues bien, eso es lo que me pasó. Al margen de un breve periodo en el que me pregunté si debía dedicarme a algún tipo de trabajo social (hubiera sido un desastre, así que puedo decir que de buena se libraron los posibles implicados), me dediqué a preparar la tesis doctoral sobre la medición de los espectros y la cinética atmosférica de los compuestos sulfurados reducidos. Estas sustancias químicas son de las más nauseabundas que se conocen; en particular, el olor del dimetil disulfuro te incita a hacerte una bolita y desaparecer.
Allá por 1989, la antigua Central Electricity Generating Board, que dirigía las centrales eléctricas del Reino Unido, quiso averiguar si la lluvia ácida de la península escandinava podía estar causada por compuestos orgánicos sulfurados liberados por microorganismos en el mar del Norte. No importaba que estos microorganismos presumiblemente llevaran liberando compuestos orgánicos sulfurados desde tiempos inmemoriales: la CEGB quería más información, y estaba dispuesta a pagar a un estudiante de doctorado para que realizara algunos estudios básicos. En la década de 1980, el problema de la lluvia ácida en Escandinavia y Europa central era grave, y la CEGB buscaba posibles explicaciones de los efectos observados en los bosques y los lagos de esas zonas. Con tal fin, financió un programa de investigación destinado a desarrollar un modelo de compuestos orgánicos sulfurados de la atmósfera. El objetivo era calcular la posible contribución de las fuentes naturales a la lluvia ácida. Mi trabajo consistía en medir la rapidez de reacción de algunos intermediarios químicos de la atmósfera, unos datos de los que anteriormente no se disponía.
Debo decir que no estoy seguro de que la CEGB llegara a completar su estudio de modelos. Cuando empecé el doctorado, la CEGB estaba en proceso de privatización, y me daba la impresión de que quizá se ocupaba más de los términos y condiciones del traspaso y la disposición de las futuras pensiones (y seguramente de la fiabilidad duradera del suministro de electricidad en el Reino Unido, todo hay que decirlo) que de un programa de investigación especulativa y de un humilde estudiante de la lejana York. Sin embargo, terminé la tesis con una visita a mi supervisor industrial de la CEGB. Con Chris Anastasi, mi supervisor académico, y con nuestros socios daneses del Laboratorio Nacional de Risø (con un útil equipo que funcionó de verdad), publicamos unos cuantos datos que pasaron a formar parte del conocimiento humano. Unos datos que, como corresponde a los artículos académicos, siguen ahí,3 con su cita en las profundidades del magistral JPL Publication 15-10: Chemical Kinetics and Photochemical Data for Use in Atmospheric Studies de la NASA, a disposición de quien esté interesado en el modelado de las vías de reacción del azufre orgánico de la atmósfera.
Tuve suerte. Empecé a interesarme por la química y la ciencia de la atmósfera a finales de los años ochenta, una época apasionante en que la comunidad científica de la atmósfera, nada menos, estaba investigando nuevos problemas y buscando nuevas soluciones. Los laboratorios disponían de láseres que tenían una pinta impresionante —bueno, algunos laboratorios; yo tenía que conformarme con una lámpara ultravioleta—. Como parte de aquel viaje de descubrimiento, se determinó (y no era extraño que así fuera) que la causa de la lluvia ácida era la combustión de combustibles fósiles, al menos en algunas centrales eléctricas británicas, por lo que mi estudio de los compuestos orgánicos sulfurados acabó siendo un apestoso señuelo, una pista falsa.
Después del doctorado llegó mi primer trabajo de verdad (aparte del de camarero a cambio de una libra por hora, más propinas: sí, lo sé, era un atraco a mano armada: sin duda, no me merecía cobrar tanto). Ese trabajo fue como consultor medioambiental especializado en la calidad del aire. Y treinta años después sigo con lo mismo (sin servir para camarero, para fortuna de esos clientes que, por lo que sé, es posible que sigan esperando las pastas de té tostaditas en el salón de té Buddies de la calle mayor de Chipping Ongar): ocupándome como entonces de lo que hay en la atmósfera y el efecto que todo ello tiene en las personas. Una de las ventajas de trabajar en la contaminación del aire es que a la gente le suele interesar el tipo de trabajo que hago, un interés que se mantiene como mínimo uno o dos minutos, hasta que la persona se da cuenta de que es un trabajo que obliga a estar sentado a una mesa muchas horas, más que a medir la calidad del aire en los páramos de Cornualles (algo que también he hecho) o trepar por las chimeneas del tejado en invierno durante las tormentas de nieve (algo que también he hecho). Al menos, decir «soy consultor de calidad del aire» provoca en las personas una reacción más positiva que decir «soy consultor de gestión», aunque la diferencia no implique una mejor posición en las tablas salariales.
No importa. Sería tan buen consultor de gestión como camarero. Me encanta la dinámica actividad de la atmósfera, impulsada por el Sol, el viento y las reacciones químicas. Me fascinan los efectos de la contaminación del aire en la salud y los ecosistemas naturales. Es auténtica ciencia: una materia en la se pueden utilizar modelos para predecir concentraciones de ocho decimales, pero que a veces contienen errores de factor diez. Se pueden invertir cientos de miles de libras en instrumentos de medición, o comprar un pequeño tubo de plástico de diez libras. A veces, es un trabajo polémico; a menudo, frustrante; de vez en cuando, repetitivo, y muy muy importante. ¿He dicho ya que todos los años mueren en el mundo siete millones de personas debido a la contaminación del aire? Un día hay que ocuparse de los instrumentos para medir la contaminación del aire en un determinado momento; al día siguiente, olfatear e intentar detectar un determinado olor. Son muchas pequeñas decisiones que todos tomamos y que juntas generan la pesada carga de la contaminación del aire, así como las ocasionales grandes decisiones que unas veces se traducen en mucha más polución, pero otras no la agravan.
¿Incomprensible? No es extraño, porque poca gente sabe mucho sobre la atmósfera. Acompáñame en mi viaje por las atmósferas y por las diversas capas de esta atmósfera nuestra sucia y fértil. Iniciaremos nuestro pequeño recorrido a cuatrocientos billones de kilómetros de la Tierra, en nuestro amigo GJ 1132 b, y en los sucesivos capítulos nos iremos aproximando a la Tierra. Observaremos qué hay en nuestra atmósfera: lo bueno (el oxígeno que da vida), lo feo (los muchos y diversos contaminantes que añadimos a la mezcla, en cantidades sorprendentemente pequeñas) y lo malo (el nitrógeno inerte y los gases nobles que, si pudieran, nos ahogarían). Globalmente, investigaremos los vínculos con el hermano mayor de la contaminación del aire: el cambio climático, y observaremos prolongada y detenidamente el enigma que es el ozono. Luego echaremos un vistazo a algunos de los efectos de la contaminación del aire, en nuestra salud, en los ecosistemas y en nuestros sentidos. Nos ocuparemos de algunas preguntas polémicas, y de cómo se informa de la contaminación y acerca de cómo se la presenta en los medios de comunicación: por extraño que parezca, a veces podemos creer lo que leemos en los periódicos. Terminaremos (en el capítulo 8) dirigiéndonos directamente a nuestros pulmones para ver qué nos provoca la atmósfera a ti y a mí en este preciso momento. Después repasaremos algunas de las artes oscuras del tratamiento de la contaminación del aire, de cómo se comportan en la atmósfera esos desagradables contaminantes y de cómo los estudiamos, antes de observar qué le va a deparar el futuro a la atmósfera, en el que incluyo el aire y los contaminantes con los que parecemos adictos a llenarla: todo eso que acaba en el aire que respiramos.
Estamos en un momento apasionante para conocer mejor la calidad del aire, así como para pensar en el futuro tal vez partiendo de los éxitos de los últimos cincuenta años para mejorar esa calidad donde los niveles de contaminación siguen siendo demasiado altos y donde aún siguen subiendo. He escrito este libro con el objetivo de transmitir el entusiasmo por un tema que es fascinante y de suma importancia. En el tratamiento de la calidad del aire convergen la ciencia, la política, la economía y la psicología, así como, probablemente, otras disciplinas. El mundo exacto de la medición y la evaluación científicas se junta con el mundo caótico en el que todos hemos de vivir. Y los efectos de la contaminación del aire para la salud de millones de personas de todo el mundo son reales e importantes. Al final del libro, incluyo referencias para quien tenga interés en comprobar los datos o seguir con su estudio.
Every breath you take, I’ll be watching you,* cantaba Sting con The Police en 1983. En aquella época, yo pensaba que era una canción de amor, pero en realidad en ella se hablaba del comportamiento de un acosador obsesivo, quizá después de la ruptura de una relación amorosa. Como decía el propio Sting: «Es una cuestión de celos, vigilancia y adueñamiento».4 Hoy es imposible adueñarse del aliento que tomamos, al menos mientras nadie intente privatizar la atmósfera. Pero sí es posible vigilar lo que hay en el aire. Como veremos, tal vez quepan también los celos de la buena calidad del aire de la que algunos disfrutamos al respirar.