OLIVER

Ella tiene el pelo largo y oscuro, trenzado en la espalda, como un río hecho nudos.

He oído hablar de ella, «la chica que vive al otro lado del lago». Los chicos del campamento dicen que no se puede confiar en ella. Dicen que se puede ver su sombra en el techo de su casa cuando hay luna llena, que se la ve lanzando hechizos oscuros hacia el cielo salpicado de hielo. Dicen que desciende de este bosque, que es una Walker. Y que todas las Walker son brujas.

Su casa está escondida entre los árboles, una casita de galletas de jengibre que huele a tierra, hierba y madera. Un sitio que podría atraer a Hansel y Gretel para que vengan a buscar dulces, y quizás encontrar su muerte dentro de estos muros. Al igual que podría pasarme a mí.

Se mueve por la sala de estar con la soltura de un ave, apenas haciendo ruido con los pies al caminar sobre el viejo suelo de madera, levantando pequeñas nubes de polvo. Estoy dentro de la casa de una bruja.

—¿Qué ha pasado? —pregunto, intentando doblar los dedos, pero están congelados. El frío me recorre como agua de un grifo de invierno, y se forman cristales de hielo en cada articulación de mi cuerpo. Los pensamientos no dejan de ir y venir, sueltos y nerviosos. Cada recuerdo tiene el color de la nieve: demasiado blancos como el hielo, demasiado cegadores y dolorosos para verlos.

—Te he encontrado en la nieve —responde ella, arrodillándose junto a la estufa. Se mueve con rapidez, con habilidad, añadiendo más leños a las llamas con las manos. Sin hacer una sola mueca para apartarse del fuego, de las chispas que le lamen la piel.

Me muevo un poco y entro en la sala de estar, mis botas se deslizan por el suelo, acercándose al calor del fuego, y mis ojos viran hacia la ventana, donde la nieve se arremolina contra el cristal, obligando a mi mente a recordar. Me he despertado en el bosque, he visto a una chica que pensaba que yo era un fantasma. Sus dedos suaves han tocado mi piel. Pero parece que eso hubiera pasado hace días: las horas pasan lentas, gotean, se derriten como la nieve que se ha quedado en mis huesos.

—¿Qué día es? —pregunto.

Se encienden unas llamas sobre los leños secos, enviando una ola de calor, y ella me hace un gesto para que me siente en una pequeña silla que está frente al fuego. La obedezco, sacando las manos de los bolsillos del abrigo y extendiéndolas hacia las llamas.

—Miércoles —responde ella, mirándome a los ojos solo durante un segundo, como si tuviera miedo de lo que pudiera ver en ellos. O quizás tenga miedo de lo que yo vea en los suyos.

Me duelen las manos cuando las cierro, a la vez que la sangre vuelve a circular por mi piel en oleadas dolorosas. Miércoles, pienso. Pero no significa nada. Tendría que haber preguntado la semana, el mes, incluso el año. Los pensamientos chisporrotean lentamente entre las sinapsis. No puedo recordar los momentos que me llevaron hasta aquí, que me llevaron a ese bosque, echado de espaldas, con la nieve cayendo a un ritmo lento y eterno, enterrándome vivo.

La chica va a la cocina y tararea algo en voz baja, como si pensara que yo no puedo oírla: una melodía suave, una canción de cuna, quizás, lenta y trágica. Pero después, sus ojos miran los míos y se detiene.

Bajo la vista al suelo, y oigo que sus pasos atraviesan la sala.

—Bebe esto —dice, ofreciéndome una taza con puntitos rojos llena hasta el borde de té caliente—. Te hará entrar en calor. —Asiente con la cabeza y yo la acepto, con las manos temblorosas, mientras el aroma de algo fuerte y picante sale del vapor.

Bebe esto. Come aquello. Alicia cae en la madriguera del conejo. ¿De ahí he vuelto? ¿Del País de las Maravillas o del País de Nunca Jamás? ¿O de un sitio mucho peor? ¿Un sitio repleto de monstruos en lugar de pasteles dulces de limón y finales felices llenos de canciones?

—Aún estás en riesgo de sufrir hipotermia —añade ella, con los labios apretados—. Pero estás en mejor estado del que pensaba que estarías.

No me siento en buen estado. Siento que nunca volveré a sentir calor. Siento como si me crecieran raíces de árboles dentro de los huesos y estuvieran a punto de partirme en pedazos, de rasgarme la piel y sacar espinas por los ojos.

Me siento oscuro y vacío. La cáscara de lo que solía ser.

Sostengo la taza de té con las manos, deseando beber algo más fuerte. Un café negro y consistente, algo firme. Pero bebo un trago del té sin protestar, haciendo una mueca por el sabor amargo. Ella ve cómo lo termino, con unas pecas pequeñas amontonadas a lo largo de la nariz: no son pecas permanentes, son recuerdos dispersos de temporadas más calurosas y días soleados. Toma la taza vacía de mis manos, con los ojos aún cautelosos, hasta atribulados, y sus dedos rozan los míos. Dedos blancos y pálidos.

Hay cierta crudeza en ella, algo agreste. Esa mirada que a veces uno se encuentra al ir en coche por una carretera vacía de noche y se cruza un animal, con los ojos asustados, sorprendido por los faros. Esa mirada indómita, de una criatura que es más libre de lo que jamás entenderías.

Una vez más, se me hace un nudo de miedo por dentro. Es la chica que vive al otro lado del lago. Una chica a la que es mejor no acercarse, que hay que evitar. Va a lanzarte un maleficio, a hechizarte, a arrojarte al fuego solo para ver cómo se desprende la piel de tus huesos. Pero no me mira con malicia en los ojos, con una necesidad salvaje de matar. Me ha salvado y me ha traído de vuelta.

La chica sostiene la taza vacía, y se queda boquiabierta, con los ojos clavados en el suelo debajo de mí.

Oigo un plaf de agua que cae sobre la madera.

Uno tras otro.

Toca la manga de mi abrigo y se da cuenta de que está empapado, como si yo estuviera hecho de hielo y ahora me derritiera, formando un charco a mis pies.

—Hay que quitarte esta ropa mojada —me dice, con urgencia en los ojos, en la respiración.

Yo asiento, con el cerebro en piloto automático; el frío socava toda capacidad de protestar.

Me quito el abrigo con un movimiento de hombros, la camiseta de manga larga y los vaqueros, al lado del fuego. Si fuera cualquier otro día, si mi mente estuviera despejada y rápida, quizás me sentiría raro al estar semidesnudo, con solo la ropa interior, el cuerpo tembloroso, la mandíbula apretada, frente a una chica que no conozco. Pero lo único que siento es el frío. Es lo que único que queda de mí.

Sus ojos oscilan sobre los míos, coinciden por medio segundo y después aparta la mirada, fingiendo que no estaba mirando, fingiendo que no se ha sonrojado.

Me siento en la silla, y ella echa sobre mis hombros una manta de lana pesada que había en el sillón; después cuelga la ropa mojada encima de la estufa de leña para que se seque. Huele a pinos, viento y naturaleza, un aroma difícil de describir, a menos que hayas entrado al bosque y vuelto con él pegado en el pelo y las fibras de tu ropa. Es como si el bosque me hubiera seguido, como el humo de una fogata que lo impregna todo.

—Por la mañana, voy a llevarte de vuelta al campamento —dice ella, que ahora está frente al fuego, frotándose las manos—. Han estado buscándote.

Bajo el mentón al pecho y me envuelvo mejor con la manta.

—¿Cuánto tiempo he faltado?

Se muerde el labio inferior, revelando una hilera de dientes blancos, y me da la sensación de que estoy viendo demasiado de ella. Como si estuviera mirándola con fijeza desde muy cerca, observando cada movimiento y temblor de sus ojos oscuros.

—Desde la tormenta —responde por fin, alejando las manos del fuego—. Dos semanas.

La sala se vuelve borrosa, tiembla por unos segundos, y se reacomoda de pronto. Dos semanas, dos semanas completas. Niego con la cabeza.

—No puede ser —digo entre dientes, pestañeando para no caerme de la silla—. Habría muerto allí fuera si hubiera estado tanto tiempo.

—Pero no has muerto —responde ella, y va hacia la ventana, desde donde me mira su reflejo: el pelo oscuro y los ojos oscuros sin luna—. Quizás el bosque te ha cuidado. —No entiendo lo que quiere decir. Una ráfaga de viento sacude la casa, y cae polvo de las vigas de arriba. Después de un momento, continúa—: En el campamento todos piensan que intentaste escapar.

Gotea agua de mi piel al suelo, y vuelvo a negar con la cabeza. No escapé. Pero no lo digo, porque no puedo explicar cómo terminé en ese bosque oscuro, donde solo me llegaban destellos de luz a través de la oscuridad eterna, donde los árboles se bamboleaban como brazos largos de esqueletos que bailaban al ritmo de alguna danza macabra, con el viento como la única música que llenaba mis oídos. Siempre el viento. Frío, cortante y cruel.

Aparto el recuerdo de mi mente, afilado como un clavo, y otra vez dejo vagar los ojos por la sala de estar: la estufa de leña es la única luz que se extiende por las paredes, iluminando una cocina pequeña, un pasillo angosto y unas escaleras hacia el fondo.

—¿No hay electricidad? —pregunto.

Ella niega con la cabeza y responde:

—Tampoco hay teléfonos fijos. Los móviles nunca han funcionado a esta altura de las montañas. Nuestro único contacto con el mundo exterior, con el pueblo más cercano, son los teléfonos fijos y la carretera, y ambos quedaron fuera de servicio tras la tormenta.

—¿Entonces estamos atrapados? —pregunto.

Ella se encoge de hombros y dice:

—En algún momento la carretera quedará despejada. Ya hemos tenido inviernos crudos como este. —Su mirada se aparta de la mía, como si recordara—. Hace tres años, pasaron dos meses hasta que se descongeló la carretera y volvió la electricidad. Estamos acostumbrados a arreglárnoslas solos. —Retrae su labio inferior, como si quizás hubiera contado demasiado, revelado un punto débil—. Estamos acostumbrados a la soledad —aclara, con la voz que se alza al techo alto y se desvanece—. Tú también te acostumbrarás —dice, como si yo nunca fuera a irme de estas montañas, como si ahora fuera uno de los residentes, atrapado hasta que me entierren en el suelo; como si fuera a envejecer en este sitio.

Un escalofrío sube por mis brazos y me tapo mejor con la manta. Quizás lo que dicen de ella es verdad: quizás no debería estar aquí, en su casa, un sitio de oscuridad y podredumbre.

—¿Tú encontraste todas estas cosas? —pregunto, tragando saliva con fuerza y desviando mi atención a las lupas, las botellas de perfume viejas y las hebillas de cinturones que están sobre el alféizar de la ventana. Mi mente se retrotrae a las historias que he oído, lo que cuentan los chicos sobre las veces en que ella va al bosque oscuro, «un sitio donde nadie más se atreve a entrar», y encuentra cosas perdidas. Dicen que ella es la única que puede; que está hecha del bosque; que si la abres, soltará savia como un árbol; que su familia está maldita, condenada, y es más peligrosa que una tormenta de invierno; que tiene el pelo hecho de ortigas y le salen garras de las uñas.

—Sí —responde con cautela—. Como te he encontrado a ti.

Un silencio raro se encorva y nos envuelve, y da la sensación de que quizás nos ahoguemos con él. Ella se acerca a mí y levanta un brazo, rozando mi frente con la palma de la mano, sus dedos cálidos se apoyan sobre mi piel, tomándome la temperatura. Siento que inhalo y aguanto la respiración, la dejo atrapada en los pulmones.

—Necesitas dormir —dice—. Quizás tengas fiebre.

Sus ojos café oscuro me miran, pestañeando, oscuros como el bosque, pero parece que ella mira el pasado, con la boca apenas inclinada, un gesto que no puedo interpretar. Huele a viento, a lluvia sobre la hierba, y no hay forma de que sea todas las cosas terribles que los chicos dicen de ella.

No hay forma de que secuestre a los chicos de las camas y los entierre bajo los tablones del suelo. No hay forma de que se convierta en una bestia con colmillos y arremeta contra el bosque, derribando árboles. No hay forma de que sea una bruja que desayuna sapos hervidos y se hace nudos en el pelo para atar maldiciones inquebrantables. No es más que una chica.

Con el pelo negro azabache y ojos que pueden partirte el corazón.

—Puedes dormir en el sillón —dice suavemente, bajando la mano y alejándose de mí, y sé que la he mirado demasiado—. Así estarás cerca del fuego.

Fuera, el cielo está oscuro, ni siquiera hay una pizca de luz. Pero no sé qué hora es, ni cuánto falta para que amanezca. Quizás mis recuerdos vuelvan a aclararse cuando sienta el sol de la mañana en mi cara, cuando las sombras vuelvan asustadas a sus rincones polvorientos.

—Gracias —respondo, sintiendo que me llama el sueño.

Ella pone una almohada y dos mantas más sobre el sillón, sonríe una vez, y se dispone a subir la escalera con el lobo detrás. Se detiene en el primer escalón, como si hubiera olvidado algo. Mañana estarás como nuevo. Mañana no recordarás el bosque en absoluto. Mañana ni siquiera te acordarás de mí

Pero no habla; un mechón de pelo cae encima de sus ojos justo antes de que empiece a subir la escalera. Escucho el sonido de sus pisadas, de los pequeños surcos de la madera, del crujido del techo. Y me siento intranquilo, solo, con una punzada de incertidumbre que se cuela entre mis pensamientos.

Estoy en la casa de la chica que vive al otro lado del lago, de la chica en la que nunca se debe confiar. Su nombre sube por mi pecho, el nombre que susurran los demás chicos del campamento cuando cuentan historias sobre ella a altas horas de la noche, cuando ya estamos en la cama. Historias contadas para asustar y espantar.

El nombre que resuena entre mis oídos: Nora Walker.

La chica con la luz de la luna en las venas.