NORA

«Nunca desperdicies una luna llena, Nora, ni siquiera en invierno», solía decir mi abuela.

Deambulábamos por la orilla del río Negro, bajo el cielo de la medianoche, siguiendo las constelaciones como un mapa que yo podía tocar con los dedos: marcas de polvo de estrellas que llevaba en la piel. Ella tarareaba una melodía que venía de sus entrañas, cruzando al otro lado del río congelado, deslizándose con paso seguro.

«¿La oyes?», me preguntaba. «La luna susurra tus secretos. Conoce tus pensamientos más oscuros». Mi abuela era así: rara y hermosa, con historias que descansaban detrás de los párpados. Historias sobre la luz de la luna, acertijos y catástrofes. Relatos terribles. Pero también otros vivos y alegres. Mientras caminaba a su lado, yo copiaba cada paso que ella daba en el bosque, admirando su destreza para esquivar ortigas y espinos venenosos, el modo en que sus manos rozaban la corteza de todos los árboles por los que pasábamos, determinando su edad con solo tocarlos. Era una maravilla: su mentón siempre se inclinaba hacia el cielo, ansiando el brillo anémico de la luz de la luna sobre su piel aceitunada, siempre rodeada de un halo de tormenta.

Pero esta noche, camino sin ella, persiguiendo esa misma luna por el mismo río oscuro y congelado, buscando cosas perdidas dentro del bosque frío y triste.

Las ramas de los árboles se hunden y gotean por encima de mí. Un búho ulula desde una picea cercana. Y Finn y yo nos adentramos con gran dificultad en la montaña. Él agita fuerte la cola, con el hocico en alto, siguiendo algún rastro desconocido al otro lado de la orilla del río.

Han pasado dos semanas desde que la tormenta azotó el lago Jackjaw. Dos semanas desde que la nieve cayó y tapó la única carretera que sale de la montaña. Dos semanas desde que la electricidad estalló y se apagó.

Y dos semanas desde que un chico del campamento que está al otro lado del lago desapareció.

Un chico cuyo nombre ni siquiera conozco.

Un chico que escapó o se perdió o sencillamente se esfumó como la niebla baja que emana del lago durante las lluvias matinales de otoño. Un chico que se escabulló de su cama en una de las cabañas del campamento y jamás volvió. Una víctima del frío del invierno, de la locura y la desesperación, y de estas montañas, que encuentran la forma de meterse en tu cabeza, de engañar a los que se atreven a caminar entre los pinos bien pasada la puesta del sol.

Este bosque es feroz, implacable y cruel.

No se puede confiar en él.

Sí, por aquí camino: hacia lo más profundo de la montaña, donde nadie más se atreve a ir.

Porque yo soy más oscuridad que chica, más sombras de invierno que sol de verano. «Somos las hijas del bosque», susurraba mi abuela.

Así que avanzo por la orilla del río Negro, siguiendo el mapa trazado por las estrellas, como ella me enseñó. Como todas las Walker que me han precedido.

Hasta que llego a el sitio.

El sitio donde la línea de los árboles se abre a mi derecha, donde dos laderas empinadas se unen y forman un pasadizo angosto que conduce a un bosque oscuro y raro ubicado hacia el este, un bosque que es mucho más antiguo que los pinos del río Negro. Sus árboles están encerrados, apartados, separados del resto.

El bosque Wicker.

Una torre de rocas monta guardia delante de mí: unas piedras planas que fueron tomadas del lecho del río y apiladas hasta alcanzar un metro de altura, junto a la entrada del bosque. Es una advertencia. Una señal de que se debe dar la vuelta. «Solo los tontos entran aquí». Los mineros que buscaban oro a la orilla del río construyeron el hito para alejar a los que vinieran luego, a los desprevenidos que se toparan con este terreno y desconocieran la cruel oscuridad que los esperaba.

Las rocas que marcan la entrada nunca se han caído, nunca se han desmoronado con el peso de la nieve, con la lluvia o los vientos de otoño.

Es una frontera.

«Entra solamente cuando haya luna llena», me advertía mi abuela, con los ojos como charcos bordeados de rocío. Dentro de este bosque sagrado, encuentro objetos perdidos. Pero solo cuando hay luna llena, cuando el bosque duerme, cuando lo arrulla el brillo pálido de la luz de la luna, puedo entrar desapercibida. Ilesa. «El bosque dormido te permitirá pasar sin problemas. Pero si se despierta, prepárate para correr».

Cada mes, cuando la luna crecida se alza en el cielo, entro al bosque Wicker en busca de cosas perdidas, escondidas entre las ramas que van echando brotes o metidas en algún hueco al pie de los árboles. Gafas de sol extraviadas, chanclas de goma, aretes baratos de plástico con forma de sandía, unicornio y media luna. Anillos para los dedos del pie, y anillos de promesa que chicos perdidamente enamorados regalaron a sus novias. Las cosas que se pierden en el lago Jackjaw durante el verano vuelven a encontrarse en el bosque. Aparecen como si el bosque las devolviera.

Pero a veces, cuando la luna llena trae mucha suerte, encuentro objetos mucho más antiguos, cosas que se olvidaron hace tiempo, de personas que abandonaron estas montañas hace un siglo. Relicarios, botones y artículos de mercería hechos de plata. Cepillos de dientes hechos de hueso, botellas de medicina con etiquetas que se borraron hace tiempo, botas de vaquero y latas que alguna vez debieron de estar llenas de leche en polvo o granos de café molidos. Cadenas de relojes de bolsillo y manillas de puertas. Y de vez en cuando, llego a encontrar oro: monedas burdas hechas con discos martilleados, pepitas de oro enredadas en el musgo, trocitos diminutos que se me enredan en el pelo.

«Cosas perdidas que se encuentran».

Ya sea por magia o maleficio, estas cosas aparecen en el bosque. Son devueltas.

Finn olfatea el aire, vacilante. Y yo inhalo, girando el delgado anillo de oro que llevo en el dedo índice. Un hábito. Una forma de invocar el coraje de mi abuela, que me dio el anillo la noche en que murió.

—Soy Nora Walker —susurro.

«Dile al bosque cómo te llamas». Tiempo atrás me había parecido una tontería: hablar a los árboles en voz alta. Pero cuando entras en la oscuridad y sientes que te atraviesa el frío, y los árboles se tragan todo vestigio de luz, le cuentas al bosque Wicker todos los secretos que se te ocurran. Historias que tenías escondidas dentro del pecho. Lo que sea con tal de arrullar al bosque, de mantenerlo adormecido.

Cierro los ojos con fuerza y cruzo el límite, atravieso la línea de árboles altos como soldados que montan guardia, y entro en la oscuridad del bosque.

Entro en el bosque Wicker.

Aquí no vive nada bueno.

El ambiente es frío y húmedo, y la oscuridad me dificulta ver más allá de los pies. Pero siempre te hace sentir así; cada vez hace más frío y está más oscuro que la vez anterior. Respiro despacio y avanzo, pisando con cuidado, con pausas, sobre troncos caídos y flores cubiertas de gotas de rocío que han quedado congeladas. Es como un cuento de hadas detenido en el tiempo: la princesa fue olvidada, el héroe fue devorado por completo por un duende de los abetos. La historia terminó, pero nadie se acordó de quemar el bosque embrujado y reducirlo a cenizas.

Me agacho debajo de un arco de ramas espinosas y enredaderas muertas. Con la vista puesta en los pies, tengo cuidado de nunca quedarme mirando alguna sombra mucho tiempo, algo que justo no alcance a ver bien, porque mi mente lo empeorará. Lo convertirá en algo con cuernos, colmillos y ojos de color cobre.

Los muertos se mueven dentro de este bosque antiguo.

Clavan sus uñas en la corteza de los abetos, trepan por las ramas, gimiendo, en busca de la luz de la luna, de algún trocito de cielo. Pero no hay luz en este sitio. El bosque Wicker es donde acechan las cosas viejas y vengativas, cosas mucho más antiguas que el tiempo. Cosas que no te conviene encontrar en la oscuridad. Entra. Sal corriendo.

Finn me sigue pisándome los talones, ya no va adelante. Está tan cerca que sus pisadas coinciden con las mías. Sombra humana. Sombra perruna.

Soy una Walker, me recuerdo cuando una espina de miedo empieza a clavarse en mi columna, retorciéndose entre la carne y los huesos, instándome a correr. Pertenezco a estos árboles. Incluso si no soy tan formidable como mi abuela o intrépida como mi madre, la misma sangre corre por mis venas. Negra como el alquitrán. La sangre que da a todas las Walker nuestra sombra nocturna, nuestro «lado sombrío». La parte de nosotras que es diferente, rara, poco común. Mi abuela podía meterse en los sueños de las personas, y mi madre puede arrullar a las abejas silvestres y dormirlas. Pero yo siempre me he sentido normal y corriente. Y en noches como esta, cuando me meto en la parte más cruel del bosque, me pregunto si los árboles también podrán percibirlo: soy una chica que apenas puede considerarse descendiente de brujas.

Apenas puedo considerarme una Walker.

Continúo avanzando, mirando en medio de la oscuridad con los ojos entrecerrados, viendo por dónde asoman las raíces de la nieve, buscando cosas escondidas entre los líquenes y las rocas. Algo brillante, o con esquinas afiladas, u oxidado por el tiempo. Algo hecho por el hombre, algo cuyo valor se mide por su peso.

Pasamos por encima del lecho de un arroyo seco, y el viento cambia de dirección, del este al norte. La temperatura baja. Un búho chilla a la distancia, y Finn se detiene a mi lado, moviendo el hocico. Le toco la cabeza con suavidad, sintiendo su respiración acelerada.

Él percibe algo.

Hago una pausa y escucho si hay chasquidos de ramas que se rompen con pisadas, o sonidos de un lobo que acecha entre los árboles, observándonos. Cazando.

Pero una mariposa nocturna me roza el hombro, con las alas blancas que se sacuden en el aire frío, y revolotea hacia un abeto espinoso y triste, dejando marcas de polvo en cada sitio donde se posa. Parece que hubiera atravesado una tormenta, con las alas rotas en los bordes. Cortadas.

Una mariposa nocturna que se ha enfrentado a la muerte, que la ha visto de cerca.

El pulso se me va a los pies y me tiemblan las pestañas, segura de que no la he visto bien. Otro engaño del bosque.

Pero sé lo que es: he visto dibujos de ellas. Incluso he llegado a ver una apoyada contra la ventana mientras mi abuela tosía en su habitación, al otro lado del pasillo, con las manos aferradas a las sábanas y sangre en la garganta.

Una mariposa de hueso.

De las peores. Portadora de augurios y advertencias, de presagios que nunca deben ignorarse. De muerte.

Mis dedos vuelven a tocar el anillo de piedra de luna que pesa en mi dedo.

La valentía que había sentido, el coraje de mi abuela que me había recorrido entera, desaparece. Cierro los ojos con fuerza, después vuelvo a abrirlos, pero la mariposa sigue allí, volando en zigzag entre los árboles.

—No deberíamos estar aquí —le susurro a Fin. Tenemos que correr.

Aparto la mano de la cabeza de Fin, y el corazón me golpea las costillas. Echo un vistazo por encima del hombro, hacia el sendero estrecho por el que caminábamos. Corre, corre, corre, grita mi corazón. Doy un paso atrás, alejándome de la mariposa, intentando no hacer ruido. Pero la mariposa sube dando círculos, rebotando con rapidez entre los árboles, llamada por algo. De vuelta a la oscuridad.

Me invade una sensación de alivio y el corazón se tranquiliza dentro de mi pecho, pero Finn se aparta de mi lado. Sale disparado, rodea un tocón y se mete entre la maleza, persiguiendo a la mariposa.

—¡No! —grito, demasiado fuerte; mi voz resuena sobre la capa de nieve y rebota entre las copas de los árboles. Pero Finn no se detiene. Corre a toda velocidad, rodeando un grupo de álamos espinosos, y desaparece en la oscuridad. No lo veo más.

Mierda, mierda, mierda.

Si fuera otra cosa, otro tipo de mariposa, o si él persiguiera a otro lobo hasta lo profundo de las montañas nevadas para después volver a casa dentro de uno o dos días, lo dejaría ir.

Pero una mariposa de hueso significa algo más: algo cruel, malvado y perverso. Así que corro tras él.

Lo sigo hasta lo más profundo del bosque, pasando junto a árboles que crecen en ángulos raros, por un terreno empinado e irregular que no reconozco; un terreno donde se me resbalan las botas, donde mis manos se apoyan contra los troncos de los árboles para impulsarme hacia delante, y donde cada paso suena como un trueno al tocar el suelo congelado. Estoy haciendo mucho ruido. Muy fuerte. El bosque se va a despertar. Pero no reduzco la marcha; no me detengo.

Lo pierdo de vista detrás de dos árboles caídos, y me atraviesan unas pequeñas punzadas de dolor.

—¡Por favor, Fin! —exclamo casi en un susurro, intentando hablar en voz baja mientras siento la presión de unas lágrimas que se asoman y me nublan la vista. Me invade el terror, y quiero gritar, exclamar el nombre de Finn con más fuerza, pero controlo el impulso. Pase lo que pase, no puedo despertar al bosque; si no, Finn y yo no saldremos de aquí con vida.

Y después lo veo: moviendo la cola, detenido a unos metros de un bosquecillo de abetos. El corazón se me sale del pecho.

Finn nos ha llevado al punto más alejado del bosque Wicker en el que he estado. Y la mariposa, con el cuerpo roído y las alas blancas con agujeros en los bordes, revolotea entre los copos de nieve que caen, lentos y cambiantes, como si no tuvieran mucha prisa. Sube hacia el cielo, una mancha blanca entre el follaje negro, y desaparece entre los árboles.

Me acerco con cuidado a Finn y le toco la oreja para evitar que vuelva a perseguirla. Pero él enseña los dientes, gruñe.

—¿Qué pasa? —pregunto en voz baja.

Sus orejas se mueven hacia delante, se le acelera la respiración mientras inhala a bocanadas, y un gruñido bajo y gutural sale de lo profundo de su pecho.

Hay algo allí.

Una bestia o una sombra con garras encorvadas y ojos sombríos que parecen agujeros. Algo que el bosque oculta, algo que esconde, algo que no quiero ver.

Me tiemblan los dedos, y el pavor me sube por la garganta. Sabe a ceniza.

Odio esta sensación que crece en mi interior. Este miedo horrible. Soy una Walker. Yo soy de quien susurran los demás, yo soy quien evoca escalofríos y pesadillas.

Trago saliva y aprieto los dientes, dando un paso hacia delante. La mariposa nos ha traído hasta aquí. A algo que no alcanzo a ver. Recorro la oscuridad con la mirada, buscando unos ojos, algo que esté observándome desde los árboles.

Pero no hay nada.

Niego con la cabeza y suelto una bocanada de aire, a punto de volver con Fin, cuando mi pie izquierdo choca con algo en el suelo. Algo duro.

Bajo la vista con los ojos entrecerrados, intentando ver en la oscuridad.

Un montículo de nieve. La manga de un abrigo, creo. La punta de una bota. Una cosa que no pertenece a este lugar.

Y entonces las veo. Las veo.

Unas manos.

Allí, bajo una capa de nieve, en mitad del bosque Wicker, hay un cadáver.

Los copos de nieve se han acumulado sobre las pestañas rígidas.

Los ojos están cerrados como dos medias lunas. Los labios pálidos están abiertos, esperando a los cuervos.

Hasta el aire entre los árboles se ha quedado quieto, una tumba, como si el cadáver fuera una ofrenda que no hay que molestar.

Lo miro, sorprendida, y pasa un segundo, seguido por otro; mi corazón trepa en silencio por la tráquea. Pero ningún sonido escapa de mis labios, ninguna petición de ayuda. Me quedo mirando, estupefacta, incapaz de actuar. Mi mente se hace más lenta, los oídos me silban: un raro crac crac, como si tuviera una radio apoyada contra la cabeza. Me acerco unos centímetros, y los árboles tiemblan encima de mí. Durante un segundo, me pregunto si el bosque entero podría desprenderse de sus raíces y darse la vuelta: los troncos hacia el cielo y las copas hacia el suelo.

Ya he visto pájaros muertos en el bosque, incluso un ciervo muerto con la cornamenta aún unida al cráneo vacío. Pero nunca he visto nada como esto. Nunca he visto el cadáver de una persona.

Finn gime por lo bajo detrás de mí. Pero no desvío la mirada. No quito la vista del cuerpo, como si fuera a desvanecerse si aparto la mirada.

Trago saliva y me agacho, con las rodillas apoyadas en la nieve, los ojos llorosos por el frío. Pero necesito saberlo.

¿Es él? ¿Es el chico que desapareció del campamento?

Tiene la cara cubierta por una capa de nieve; el pelo oscuro está congelado. No alcanzo a ver ninguna herida. No hay golpes ni sangre. Y no ha estado aquí mucho tiempo, si no, directamente no estaría. Los muertos no duran mucho en las montañas, en especial en invierno. Las aves sacan lo que pueden antes de que lleguen los lobos y dispersen los huesos a lo largo de kilómetros, dejando apenas una huella de lo que alguna vez había estado allí. El bosque es eficiente con la muerte; lo borra todo con rapidez. No quedan restos para enterrar, quemar ni llorar.

Un viento suave sacude los árboles y retira la nieve de su frente, de los pómulos y los labios pálidos. Y el vello del cuello se me pone de punta.

Levanto la mano de la nieve. Los dedos vacilan sobre su palma abierta, temblorosos, curiosos. No debo tocarlo… pero bajo la mano de todas maneras. Quiero sentir la piel helada, la pesadez de la muerte en sus extremidades.

Mi piel se encuentra con la de él.

Pero su mano no está rígida ni quieta. Tiembla cuando la toco con la punta de los dedos.

No ha muerto.

Sigue vivo.

Los ojos del chico se abren con un estremecimiento: verdes como el bosque, un verde grisáceo, verde de vida. Tose a la vez que sus dedos se cierran alrededor de los míos, sujetándolos con fuerza.

Grito —un sonido ahogado, absorbido por los árboles—, pero Finn de inmediato salta a mi lado, con la cola levantada y el hocico que inhala el aroma del chico que acaba de volver a la vida. Suelto mi brazo de un tirón e intento ponerme de pie, retroceder, pero me tropiezo y vuelvo a caer en la nieve. Corre, chilla mi pulso acelerado. Pero antes de que pueda levantarme, el chico rueda a un lado, vuelve a toser y se toca la cara con las manos. Intenta respirar.

Está vivo. No ha muerto. Respira con dificultad, la piel está tibia, me sujeta la mano, en cierto modo está vivo. Se me seca la garganta y mis ojos se niegan a pestañear. Estoy segura de que él no es real. Pero de todos modos inhala aire profundamente, en movimientos acompasados entre cada acceso de tos, como si tuviera los pulmones llenos de agua.

Me descuelgo la mochila de un hombro y busco dentro la cantimplora con té de enebro caliente. «Te salvará la vida si alguna vez te pierdes», decía mi abuela. «Puedes sobrevivir semanas a base de té de enebro».

Le ofrezco la cantimplora, él baja la mano de su rostro y sus ojos se encuentran con los míos: ojos oscuros y somnolientos. Unas inhalaciones fuertes y profundas hacen que su pecho suba y baje como si nunca hubiera recibido aire hasta este momento.

Él no acepta la cantimplora, y yo me inclino hacia delante, respirando hondo.

—¿Cómo te llamas? —pregunto.

Sus ojos recorren el suelo, después se alzan hacia el cielo, como si buscara la respuesta, como si su nombre se hubiera perdido en alguna parte del bosque. Como si se lo hubieran quitado; arrebatado mientras dormía.

Su mirada vuelve a posarse sobre mí.

—Oliver Huntsman.

—¿Eres del campamento de chicos?

Un viento helado pasa por encima de nosotros, levantando una capa de nieve. Su boca se abre, buscando las palabras, y después asiente.

Lo he encontrado.

El Campamento Jackjaw para Chicos Rebeldes no es un establecimiento de élite, tampoco es un sitio donde los ricos mandan a sus hijos. Es un grupo de cabañas precarias, un comedor y varios edificios administrativos abandonados, muchos de los cuales habían albergado a los primeros mineros que buscaban oro en el río Negro. Ahora es un sitio adonde los padres desesperados envían a sus hijos obstinados para que les cambien la mente y la personalidad, para que los conviertan en hijos dóciles y obedientes. Aquí vienen los peores, los que han agotado sus últimas oportunidades, sus últimas disculpas, sus últimos castigos o visitas a la dirección de la escuela. Van y vienen. Cada temporada llega una tanda nueva, excepto por los pocos que pasan todos sus años de bachillerato en el campamento. Aprenden a sobrevivir en el bosque, a hacer fuego con piedras, a dormir en pleno frío, a comportarse.

Dos semanas atrás, la mañana previa a que la tormenta de nieve bajara de las montañas, me desperté y encontré la casa tapada por la nieve. Las ventanas estaban cubiertas de hielo, el techo se quejaba por el peso, y las paredes se arqueaban hacia dentro como si alguien estuviera quitando los clavos de la madera. En la radio habían dicho que nevaría entre treinta y cuarenta y cinco centímetros. Nevó más de un metro… en una sola noche. Me levanté de la cama, con el frío que se colaba por los tablones del suelo cual sanguijuela, y salí a la nieve.

El paisaje había cambiado de la noche a la mañana.

Bajé a la orilla del lago y me encontré con que el bosque estaba repleto de espuma blanca de malvavisco. Pero no estaba tranquilo y silencioso como la mayoría de las mañanas de invierno. Resonaban unas voces al otro lado del lago congelado, que venían del campamento. Gritaban a los árboles. Iban dando pisotones con sus pesadas botas de nieve y espantaban a los pájaros, que salían volando con chillidos de descontento por el cielo gris de la mañana.

—¡Buenos días! —exclamó el viejo Floyd Perkins, saludando con la mano mientras avanzaba por la orilla con dificultad, bajando la cabeza para evitar el viento que soplaba, con los hombros encorvados por el tiempo, la edad y la gravedad. Cuando llegó hasta donde estaba yo, entrecerró los ojos como si no pudiera verme bien: las cataratas nublaban su vista ya fallida—. Un invierno crudo —dijo, alzando la vista, mientras unos copos de nieve suaves nos caían encima—. Pero no tanto como otros. —El señor Perkins ha vivido en el lago Jackjaw casi toda la vida. Conocía a mi abuela cuando ella aún vivía, y vive en el extremo sur del lago, en una cabaña pequeña que está junto a la tienda que atiende durante el verano, donde alquila canoas y botes de pedales, y vende sándwiches de helado a los turistas bajo el sol ardiente. Y, cada mañana, recorre la orilla del lago, con el paso lento y fatigado, los brazos largos que le cuelgan a los costados y la artritis que cruje en sus articulaciones. Aunque haya nieve, él hace su recorrido matutino.

—¿Qué pasa en el campamento? —pregunté.

—Desapareció un chico anoche. —Se frotó la nuca con los nudillos, y el pelo canoso se asomó por el gorro de lana—. Se esfumó de su cama durante la tormenta.

Miré detrás de él, en dirección al campamento. Había unos chicos apartando la nieve con palas a la entrada de sus cabañas, mientras que casi todos los demás habían ido al bosque, exclamando un nombre que no podía distinguir.

—He hablado con uno de los supervisores —continuó el señor Perkins, asintiendo tristemente con la cabeza mientras contemplaba la gravedad de la situación—. Quizás el chico se escapó y llegó a bajar de la montaña antes de que cayera la nieve anoche.

Se alzó un remolino de viento de la superficie del lago congelado, y me hizo temblar.

—Pero lo están buscando en el bosque. —Me crucé de brazos y señalé los árboles al otro lado del campamento con un gesto de la cabeza.

—Supongo que tendrán que verificar que no se perdió. —Alzó una gruesa ceja canosa; la mirada seria—. Pero si ese chico fue anoche al bosque, es muy posible que no haya conseguido salir. Y nunca van a encontrarlo.

Yo entendía a qué se refería. La nieve estaba alta y seguía cayendo, por lo que a esa altura las huellas estarían tapadas hacía rato. El chico en sí podría estar tapado por la nieve también. Hasta Finn tendría problemas para seguir su rastro en esas condiciones.

—Espero que haya escapado —dije—. Espero que haya llegado a la carretera. —Porque yo sabía qué le pasaría si no lo había hecho. Si bien los chicos del campamento aprenden a sobrevivir en la naturaleza y a construir refugios para la nieve debajo de los árboles, no creía que alguno pudiera sobrevivir en serio a una noche de frío a la intemperie. Durante una ventisca. Solo.

El lago crujía y hacía chasquidos a lo largo de la orilla a medida que se acomodaba el hielo. Y el señor Perkins preguntó:

—¿Te quedaste sin electricidad anoche? —Echó un vistazo detrás de mí, en dirección a los árboles, donde mi casa se escondía entre los pinos.

Asentí con la cabeza.

—¿Y usted?

—Esa carretera va a estar tapada durante un buen tiempo. La electricidad va a tardar en volver. —Volvió la vista hacia mí. Los ojos ligeramente entornados y las arrugas que cubrían su frente me recordaban a mi abuela—. Estamos solos —dijo por último.

La única carretera que baja por la montaña estaba cerrada. Y el pueblo más cercano, Fir Haven, a cuarenta y cinco minutos en coche, estaba demasiado lejos para ir a pie. Estábamos atrapados.

El señor Perkins inclinó la cabeza, un gesto serio, una certeza de que este iba a ser otro invierno difícil, y continuó caminando por la orilla del lago en dirección al puerto, hacia la tienda y su casa.

Me quedé escuchando los gritos de los chicos que se abrían paso entre los árboles, mientras el cielo volvía a oscurecerse y otra tormenta se cernía sobre el lago. Yo sabía lo despiadado que podía ser el bosque, implacable.

Si había un chico perdido allí, era muy probable que no sobreviviera a la noche.

La oscuridad persiste, la oscuridad más profunda. La oscuridad del invierno.

El chico, Oliver Huntsman, me sigue entre los árboles, tropezándose con las raíces, tosiendo, respirando con dificultad. Quizás no consiga salir del bosque Wicker; quizás caiga muerto en la nieve a mis espaldas. Se detiene para apoyarse contra un árbol, con el cuerpo tembloroso; yo vuelvo a su lado y lo rodeo con un brazo. Es más alto que yo y tiene los hombros anchos, pero continuamos juntos por la oscuridad. Huele a bosque, a verde. Y cuando llegamos al final del bosque Wicker, atravesamos el límite y volvemos a salir al cielo abierto.

Lo suelto, y él se inclina hacia delante, sujetándose de las rodillas y respirando a bocanadas. Sus pulmones hacen un raro sonido áspero con cada respiración. Ha pasado demasiadas noches aquí afuera solo, en el bosque, en el frío. Donde los sonidos de cosas desconocidas que se arrastran y se deslizan están justo donde no se llegan a ver, y el miedo se convierte en una voz en la mente que fastidia e hila pensamientos insomnes. Uno puede volverse loco entre estos árboles. Como el Sombrerero Loco.

Junto a nosotros, el sonido del agua que corre debajo de la superficie congelada del río Negro alivia y estremece a la vez. Oliver alza la vista al cielo nocturno, con el rostro inmóvil, asombrado, como si no hubiera visto las estrellas durante semanas.

—Tenemos que seguir avanzando —digo.

Le tiembla el cuerpo, la piel está pálida y apagada. Tengo que llevarlo dentro, sacarlo de la nieve y el viento. Si no, el frío aún puede matarlo.

Vuelvo a rodearlo con el brazo, apoyando una mano sobre sus costillas para sentir el pecho que sube y baja con cada respiración, y marchamos río abajo hasta que el lago Jackjaw se extiende frente a nosotros, totalmente congelado.

—¿Dónde estamos? —pregunta él, con un hilo de voz, cada palabra marcada por el frío.

—Ya casi hemos llegado a mi casa —respondo. Y después, porque pienso que quizás él se refiere a otra cosa, porque se le ha borrado la memoria, añado—: Hemos vuelto al lago Jackjaw.

Él no asiente con la cabeza y sus ojos no brillan por haberlo reconocido. No recuerda este sitio, no tiene ni idea de dónde está.

—Mi casa está cerca —le digo—. Te llevaré al campamento por la mañana. Ahora tenemos que calentarte. —No estoy segura de que él pudiera aguantar otro kilómetro hasta el campamento. Y el hospital más cercano queda a una hora en coche por la carretera que está tapada de nieve. No tengo más opción que llevarlo a mi casa.

Le tiemblan las manos, y estoy segura de que está en estado de shock. Sus ojos saltan con recelo de un árbol a otro, respira de forma irregular, como si viera algo en la oscuridad. Un engaño de las sombras o la luz de la luna. Pero el bosque que rodea el lago Jackjaw es seguro y dócil, muy lejos de ser tan antiguo como el bosque Wicker donde lo he encontrado. Estos árboles son jóvenes, han sido cortados a lo largo de los años para usar la madera; y los pinos que se alzan por encima de mi casa no hace mucho eran pequeños. Aún suaves y verdes por dentro, tienen ramas que oscilan con el viento en lugar de gemir y crujir. No son tan antiguos como para guardar rencores o recuerdos, para poner maleficios en sus raíces. No son como los que están dentro del bosque Wicker.

Llegamos a la hilera de cabañas de troncos dispersas por la orilla, y Finn trota por la nieve delante de nosotros.

—Mi casa está allí. —Señalo entre los árboles con un gesto de la cabeza. La mayoría de las cabañas que están a lo largo de la orilla son casas de verano, de personas que solo visitan el lago Jackjaw cuando el tiempo es más cálido y el lago se descongela. Pero mi madre y yo siempre hemos vivido aquí todo el año, al igual que nuestros ancestros. Nos quedamos en el lago durante todas las estaciones, incluso las atroces… en especial las atroces. A mi madre no le gustan los turistas que vienen en verano, con su música a todo volumen, las cañas de pescar y las toallas de playa. Eso la irrita. Pero la tranquilidad del invierno la sosiega, calma su mente acelerada e inquieta.

Nuestra casa está al final de la hilera, más cerca de las montañas y la naturaleza del bosque, metida entre los árboles. Escondida. Y esta noche, está oscura, sin luces que zumban en su interior, sin el chisporroteo de la electricidad que pasa por las paredes: sigue cortada desde la tormenta.

Me quito la nieve de las botas con unos pisotones y abro la pesada puerta de troncos, por donde se mete el aire frío. Finn me roza las piernas y entra a la sala de estar, donde se echa sobre la alfombra que está junto a la estufa y empieza a quitarse la nieve de las patas a mordiscos. Apoyo mi mochila sobre el sofá verde oliva gastado, que tiene los cojines hundidos y caídos como si se lo estuviera tragando el suelo de madera.

—Voy a encender el fuego —le digo a Oliver, que sigue parado en la entrada, temblando. Parece un chico que está cerca de la muerte, cuyos ojos tienen la mirada vacía de alguien que ya puede ver el otro lado, a solo unos centímetros de distancia.

Mi abuela sabría qué hierbas usar, qué palabras susurrar junto a su piel para aliviar el frío que le cala los huesos, para mantenerlo con los pies en este mundo antes de que pase al siguiente. Pero ella no está aquí, y yo solo conozco un mínimo de remedios, apenas algunos hechizos. No sé lo suficiente para hacer magia en serio. Aprieto los dientes, sintiendo un dolor conocido desde hace tiempo: la carga de la inutilidad que llevo en el pecho. No puedo ayudarlo, y desearía poder hacerlo. Soy una Walker cuya abuela murió demasiado pronto y cuya madre prefiere olvidar lo que somos en realidad.

Soy tan inútil como cualquier otra chica.

Avivo las pocas brasas que aún brillan entre la ceniza, reviviendo el fuego dentro de la vieja estufa, mientras los ojos verde jade de Oliver recorren la casa lentamente: las paredes de troncos, las vigas de madera podrida que cuelgan del techo, las cortinas gastadas de flores que tienen el fuerte aroma de la salvia que se ha quemado miles de veces dentro de la casa para sacar a los espíritus obstinados.

Pero los ojos de Oliver no se quedan mirando las cortinas o las paredes gruesas. En cambio, observan la rara colección de objetos que ocupan todos los estantes y rincones con telarañas de la antigua casa. Viejos relojes de bolsillo y gafas con marcos delgados de metal, cientos de botones plateados dentro de frascos de cristal, cucharas de plata con tallados delicados y candelabros de plata con la cera aún endurecida en la base. Un joyero elaborado con bordes dorados que solo guarda polvo.

Todas las cosas que hemos encontrado dentro del bosque Wicker a lo largo de los años; las cosas que no vendimos en Fir Haven a un hombre llamado León que tiene una tienda de antigüedades y rarezas. Estas son las cosas que tienen algún significado, de las que no puedo desprenderme. Me hacen compañía. Son las que esconden recuerdos en su interior, las historias que cuentan cuando las sostienes en la palma de tu mano.

Al igual que la mayoría de las Walker que me precedieron, encuentro cosas perdidas.

Y de pie en la entrada está un chico llamado Oliver Huntsman.

Lo último que he encontrado.