Las especias
EL IMPERIO ESPAÑOL EN LAS INDIAS fue, en buena medida, la consecuencia de la búsqueda de las especias. Así dicho es una afirmación simplificadora de una realidad muchísimo más compleja, pero observando con distancia los orígenes de aquel contexto histórico, no tendremos más remedio que aceptar que hay cierto sentido en la afirmación, aunque me salte los matices del debate.
Jack Turner, en un delicioso libro sobre esos apetecidos condimentos1, llega a afirmar que «cuando Colón se topó con América no iba buscando un mundo nuevo, sino uno viejo», aquel cuya evocación dibujaba un orbe donde crecían los aromas, los sabores y las fragancias en formas vegetales diversas, rodeado de un aura ultraterrena surgida de aquellas leyendas medievales en las que se creía que las especias brotaban en el Paraíso.
Cierto es que ese aspecto casi mágico no desdeñaba otro más material: el astronómico valor de las especias.
Antes de que Colón y de que los cartógrafos y geógrafos detectasen la fuente de esas delicias vegetales, nuestros antepasados pensaban que las especias eran mercancías de otro mundo. La ruta de las caravanas demostró que no era así. Después de cosecharse en lejanas tierras, las especias llegaban a los mercados de Venecia, Brujas y Londres a través de una oscura maraña de rutas que recorrían más de la mitad del planeta conocido2.
Habituales desde las épocas faraónicas, China e India habían comerciado con ellas desde los puertos centenarios de Basora, Yedda, Mascate o Aqaba, a través de la antigua, lenta e inacabable Ruta de la Seda, que nacía en el este de China y recorría Asia central, Persia o Arabia, para que la preciada carga terminase en Alejandría, Alepo o Bizancio y continuara hacia el Mediterráneo; o por el Danubio hasta Europa Occidental.
Turner traza en su libro el apasionante itinerario, salpicado de notas inteligentes y de buen gusto, que acompañan el relato de esa aventura del comercio de las especias y que llevaron consigo durante miles de años una variedad de mensajes muy poderosos. Patricio Hidalgo Nuchera, en un cuidado trabajo realizado en la Universidad Autónoma de Madrid3 que se apoya en Chaunu4, penetra también en los detalles de ese tráfico y aporta datos de mucho interés.
Los orígenes de la ruta de las especias nos hablan de transacciones en tiempos romanos y de Alejandro Magno. Cuando Roma declinó, el Índico se convirtió en un mar árabe por donde las especias tuvieron su tráfico marinero. Pero sin necesidad de irnos tan lejos, baste apuntar que a partir de la Edad Media las rutas se ramificaron.
Los trayectos terrestres partían de China, y al alcanzar la India se bifurcaban. Uno llegaba hasta el estrecho de Ormuz, en la entrada del golfo Pérsico, continuaba a través de Persia y seguía hasta Tabriz para dirigirse a Trebisonda, en la costa sur del mar Negro. Allí, en la ciudad de Tana, estaban asentados los mercaderes genoveses que distribuían productos hacia las ciudades bálticas y los puertos mediterráneos. El otro camino terrestre partía desde la India y seguía despaciosamente los valles del Éufrates y el Tigris para concluir su recorrido en los mercados de Constantinopla. Desde allí, con ritmo de cuentagotas, y a través de los comisionistas árabes, bizantinos y judíos, las especias eran distribuidas en Europa y en los mercados escandinavos.
La alternativa marítima a estas rutas terrestres también tenía dos ramales. Las sendas marinas tenían su origen común en las regiones productoras de especias, es decir, las Molucas, Borneo, Java, Ceilán y Malaca. Desde Malaca una de las rutas remontaba hasta el fondo del golfo Pérsico y, desde allí, en un largo transporte, franqueaba el desierto y desembocaba en Palestina o en Alepo, en Siria. La otra travesía, navegaba por el Índico y se acercaba a las costas del mar Rojo; una vez desembarcada la carga, seguía en caravanas hasta El Cairo, donde las especias se tasaban y vendían antes de ser enviadas a Alejandría. Los agentes de la banca de Venecia estaban asentados en la ciudad y, desde sus factorías, se encargaban de despacharlas hasta los muelles de la costa italiana, donde un puñado de intermediarios venecianos las distribuían a Francia, Alemania e Inglaterra a precios disparatados. Europa era el otro gran centro de consumo de especias. Patricio Hidalgo5 distingue tres grandes espacios, el Mediterráneo, Flandes y el Báltico. El primero marcaba la frontera de la cristiandad con Oriente y con los musulmanes. Venecia recibía especias a cambio de armas y plata. En Flandes eran los tejidos, las telas flamencas y los bordados los que se cambiaban por pimienta, nuez moscada, canela y sedas, pero también por sal y vino mediterráneo. Por último, el Báltico recibía en los estrechos daneses y en las ciudades de la Hansa, las especias y las sedas contra el hierro y el cobre.
Las especias se cotizaban porque eran el sabor de la vida. El sabor secreto de la vida. Solo los que las recolectaban sabían dónde crecían, y muy pocos conocían a dónde se enviaban. Nadie tenía una imagen de conjunto. El tráfico estaba dividido en partes y pasaban de un proveedor comisionista a otro. El trazo de su itinerario era confuso a propósito. La ausencia de claridad guardaba el misterio, y de alguna manera eso incrementaba el precio. De una copa de vino especiado con clavo, lo único que podía saberse con seguridad era su origen: las Molucas, pero no su travesía. Cuanto más lejos de sus orígenes viajaban, más interesantes se volvían, mayores pasiones despertaban, mayor era su valor y más disparatadas eran las propiedades que se les atribuían. Eso es lo que Turner ha llamado «la ley del aumento del exotismo», que enuncia así:
Un abrigo de pieles es normal en Moscú y un lujo en Miami. Cuando el mundo era un lugar inconmensurablemente mayor, lo mismo ocurría con las especias. Lo que era especial en Asia se volvía prodigioso en Europa6.
Los comerciantes mediterráneos no habían estado jamás en Extremo Oriente, donde se producían las mercaderías que les interesaban. No se habían arriesgado nunca más allá de las fronteras de la cristiandad. Las Cruzadas y la Paz Mongólica (1250-1368) lograron mantener abiertas las rutas terrestres del mar Negro. En los almacenes de sus orillas, los genoveses dominaban el mercado. Pero el hundimiento del Imperio mongol generó una crisis que interrumpió el tráfico y elevó los precios. Superada la crisis, genoveses y venecianos hubieron de recurrir a los intermediarios musulmanes que controlaron las rutas hacia los puertos de Siria y Egipto.
Por ello, cuando Constantinopla cae en manos de los turcos en 1453, y con ella se desmorona el último vestigio del Imperio Romano de Oriente, se produce la segunda crisis y se eleva por tierra una intangible pero sólida barrera de control e influencia musulmana que va a separar los ricos y sofisticados mercados de Asia de los de la Europa cristiana. Y por mar sucede lo mismo. El océano Índico terminó transformándose en un lago islámico. El Mediterráneo se cerró. Las especias ya no llegarán con ritmo fluido por aquel camino que habían iniciado Venecia y Génova, que actuaban como distribuidores de aquellas cargas de desorbitados precios, y las naciones de la cristiandad no se aventurarán hacia Asia en busca del oro vegetal.
El resultado es que Génova perderá pocos años después sus factorías en el mar Negro, ante la expansión turco otomana, lo que marcará la ruina de su comercio. Por ello se volcará en Andalucía buscando rutas alternativas y su banca financiará y apoyará más adelante las expediciones españolas de Colón y de Magallanes en busca de la India por la ruta marítima del oeste. La gran beneficiada, por el contrario, va a ser la Señoría de Venecia, que conservará el control y la venta exclusiva de las mercancías de lujo que llegaban por la ruta marítima del mar Rojo7, cobrando sumas descomunales.
A partir de ahora, para que las especias siguiesen llegando a las mesas europeas de los príncipes, de los lores, de los banqueros, de los aristócratas, de los arzobispos, de los almirantes y de los abades, había que crear nuevos caminos que no fuesen los mantenidos hasta entonces por el Mediterráneo oriental y que flexibilizasen el despiadado y costosísimo monopolio veneciano.
¿Dónde se encontraban las especias?
Durante muchos siglos la localización de las islas de la Especiería fue uno de los secretos más celosamente guardados por los pilotos, mercaderes y navegantes. El negocio de sus transacciones había quedado en manos de comerciantes indios y marinos chinos. En la Edad Media los árabes los remplazaron e hicieron de intermediarios.
El islam se estaba extendiendo paulatinamente por el mar, tanto hacia el Oeste —costa occidental de África hasta Mozambique— como hacia el Este –—Indias Orientales indonesias, hasta Joló y Mindanao—. Era un islam de mercaderes. Más plácido, y transmitido de modo distinto al difundido en Persia y en la península arábiga, con la espada y la batalla. Los mercaderes, al tiempo que propagaban su fe, constituían sultanatos y principados. Por donde quiera que los cristianos europeos se aventurasen a viajar por Oriente, se encontraban con que los musulmanes se les habían adelantado, de manera que hacia 1500 la producción y el mercado de especias estaba en manos de los mahometanos8.
Las especias —se pensaba en Europa— nacían en recónditos lugares de Oriente lejano que solo los musulmanes sabían y controlaban. Y esa situación debía cambiar. No solo porque esa gran franja geográfica del islam, que se extendía desde Marruecos hasta la actual Indonesia, cortaba por la mitad las rutas de las especias, sino por una razón ideológica de peso: la fijación cristiana de que «las especias eran la vaca lechera musulmana»9, señala Turner, y ello tenía que terminar para que no fuera Occidente quien financiase a los mahometanos.
Sin embargo, ya en el siglo XVI la Especiería y sus islas eran bien conocidas. Su situación no era ya un secreto. Otra cosa era llegar a ellas. Los que sabían de su existencia eran conscientes de que «su acceso estaba más allá del alcance de la fantasía»10. Pese a las dificultades, los estímulos para restablecer los contactos con ese mundo misterioso que proporcionaba sedas, telas finas, perfumes exóticos y, sobre todo, especias, permanecían vivos. Habían sido muchos los misioneros y comerciantes que habían visitado la China de los khanes y, aunque no todos escribieron sus experiencias, fue suficiente que lo hiciera Marco Polo para hacer vibrar la imaginación de los europeos. Unos y otros hicieron presentir al mundo occidental y cristiano la existencia de unas tierras a Oriente que reunían dos deslumbrantes condiciones: ser un campo de expansión espléndido y posible del cristianismo y la fuente de unos recursos de extraordinaria riqueza para el comercio.
Toscanelli trataba de probar que Asia se alargaba tanto hacia el Este, que China estaba solo a corta distancia de Europa. Para Colón este fue el dato que necesitaba. Los mapas de Toscanelli, enviados a Fernando Martins, llegaron a manos de Colón. La conclusión parecía obvia: si el mundo era redondo, el acceso a la Especiería se podía lograr también navegando hacia el Oeste. Que el mundo era redondo no lo discutía nadie en los ámbitos educados de finales del siglo XV. La duda que aún permanecía era su dimensión. El globo se divide en 360 grados, de manera que si se conoce el tamaño de un grado se sabe el del globo. En el Ecuador un grado abarca 60 millas náuticas. Sin embargo, Colón, al medir el grado, le asignó el equivalente de 45 millas náuticas, con lo que redujo en un 25 % el tamaño de la Tierra. Pero aún persistía la incertidumbre sobre la extensión de Eurasia. Algunos le otorgaban una superficie hasta de tres cuartas partes de la circunferencia del globo, alrededor de 290 grados. Para Colón, en un globo tan pequeño y con esas dimensiones de Asia, no cabían más de 3000 millas náuticas de mar abierto. La verdad es que había tierra a esa distancia al oeste de Europa, pero no era Asia, aunque Colón no lo supiera.
De acuerdo con estos cálculos, se pensaba que la llegada a la Especiería estaba al alcance de la mano. Se podía evitar, por lo tanto, que las mercancías de Oriente siguieran llegando a través de intermediarios desde el Este y que los países occidentales siguieran llenando de oro los bolsillos del infiel.
Ya hemos referido cómo los astrólogos y los geógrafos daban por descontada la redondez de la Tierra y cómo la gran incógnita no era la forma esférica del globo, sino la distancia entre los dos extremos del mundo conocido. Cristóbal Colón creía con fe ciega en las tesis de Ptolomeo, que en sus tratados dejaba intuir que el mundo asiático —que él imaginaba mayor en extensión de lo que en realidad es— no debía encontrarse muy alejado de Europa. Toscanelli reforzaba esa creencia al mantener que el camino por el Oeste para llegar a la Especiería no solo era plausible, sino más asequible que el emprendido por los portugueses por el Este.
Con ese bagaje conceptual Colón presentó su proyecto a los reyes de Castilla y de Aragón. El 3 de agosto de 1492 se hizo a la mar desde el puerto de Palos. El 12 de octubre de ese mismo año, el almirante y sus hombres llegaban a la isla de Guanahaní. A su regreso, en marzo de 1493, fue recibido en triunfo en el salón del Tinell del barrio gótico de Barcelona por los reyes Isabel y Fernando. El resto de la historia es bien conocido.
La llegada a las Indias de la expedición liderada por Cristóbal Colón significó un paso de gigante, un auténtico hito en la historia de la humanidad, una revolución en la geografía universal. No solo en términos geográficos. Desde la perspectiva material, más inmediata, el estímulo fundamental para la expansión había sido el abastecimiento de productos para los mercados occidentales, en particular las especias, cuyo origen se situaba en una zona imprecisa conocida como la Especiería. Colón creyó que había llegado a ella cuando desembarcó en las Indias en 1492. Existen explicaciones más o menos complejas de por qué buscaba especias. «La respuesta más sencilla, aunque también la más superficial, es que las especias eran valiosísimas y que su valor derivaba de que resultaban insustituibles, escasas y difíciles de obtener»11.
Pero el verdadero drama de 1492 es que Colón había prometido oro y especias y, en vez de eso, lo que a su regreso a España ofreció «fueron retorcidas interpretaciones de viejos mitos»12. Los veinticinco primeros años tras el descubrimiento del nuevo continente por Colón acabaron siendo una sucesión de desilusiones. Aunque sus éxitos eran colosales, desde muchos puntos de vista, sin embargo, había fracasado en su búsqueda de especias en las Indias.
Los portugueses, por su parte, insistieron en su intento por el Este. Vasco da Gama llegó a la India y, paulatinamente, los portugueses consiguieron desplazar a los musulmanes del dominio naval en el océano Índico. Pedro Álvares Cabral remató la labor de Da Gama. Siguiendo sus pasos, partió en 1500 en un viaje exploratorio, con trece barcos. Cabral hizo el grato descubrimiento de que los comerciantes árabes no tenían con qué responder a la terrible artillería naval de los portugueses. El bombardeo de Calcuta fue definitivo. Las especias, pimienta negra de Malabar y canela de Ceilán, se cargaron a partir de entonces en naos de Portugal.
Entretanto los financieros se frotaban las manos. Desde Amberes hasta Augsburgo los grandes banqueros de Europa miraron a la distante y lejana Portugal con interés renovado, pues era evidente que en esa competición hacia la Especiería, Portugal llevaba ventaja. Podía ser una fuente de ducados de oro. Había lanzado a sus navegantes para bordear las costas africanas, doblar el cabo de Buena Esperanza y llegar a la India y a la bahía de Malaca, que era el puerto más rico de Oriente, el punto en el que todas las especias orientales partían hacia el oeste. Desde Malaca hasta la Especiería, no era tampoco un paseo, pero se trataba de aguas conocidas y de rutas ya cruzadas. No era difícil el acceso. Antonio de Abreu y Francisco Serrao —ya trataremos de ellos en su momento— llegaron a Ternate desde el puerto de Malaca en el año 1512. Portugal se iba a asentar en las Molucas y a tratar de conseguir el monopolio de las mercaderías más deseadas en las ferias y lonjas del mundo.
Ternate y Tidore concentraban la mayor parte de los bosques de claveras. Las islas constituyen dos conos volcánicos que surgen de las aguas del océano Pacífico a una altura de 1729 metros sobre el nivel del mar, separadas por un canal de apenas kilómetro y medio. «El único don con el que la Naturaleza había adornado a Ternate y Tidore —escriben Willard Hanna y Des Alwi— eran los árboles del clavo, de hojas lujuriantes de forma parecida al laurel, que cubrían y enmarcaban las laderas de los volcanes»13. La naturaleza había adornado —y mucho— a aquellas islas de una de las especias más anheladas en el mercado, casi de modo exclusivo en todo orbe. Antes de Des Alwi, el cronista Bartolomé Leonardo de Argensola ya lo aseguraba en 1609: «La liberalidad con que las concedió el cielo para solas estas islas fue negada a todo el espacio del orbe»14.
Hoy es otra cosa. No solo las Molucas indonesias siguen produciendo clavo. Crece en Madagascar, India y Sri Lanka. Francia fue el país pionero en la plantación de las claveras cuando en 1770 sustrajo algunas plantas y consiguió llevárselas a las islas Mauricio. Después, se lograría su introducción en Zanzibar, Brasil, Antigua y Guayana.
Pero en 1512, como había hecho Portugal, quien llegase a las Molucas, a comerciar en las islas de la Especiería, podía estar seguro de que ante él se abría un porvenir brillante. España no había podido realizar una expansión similar. En primer lugar, porque la bula papal le impedía adentrarse por esas cómodas rutas orientales, pero sobre todo porque Portugal llevaba gran ventaja. Había iniciado su aventura oceánica hacía más de un siglo reservándose la explotación exclusiva de los recursos a través de esos caminos marítimos.

Carte Particulière des Isles Moluques. También conocidas como las Molucas, las islas Molucas o simplemente Maluku, las Molucas son en la actualidad parte de Indonesia. El mapa fue dibujado por el cartógrafo francés Jacques-Nicolas Bellin en 1760 para Histoire générale des voyages, obra de Antonine de Prévost d’Exile. Representa las islas de Herij, Ternate, Tidore, Pottebackers, Timor, Machian y Bachian.
A España le quedaba la otra posibilidad que los europeos tenían para llegar a Asia: lanzarse por Occidente hacia el interior del mar «Tenebroso», en una navegación jamás realizada. Competir.
Las especias estuvieron presentes desde ese momento en todos los desafíos que se plantearon entre España y Portugal. Fue el motivo de sus duelos marinos. Portugal llevaba la delantera, la iniciativa, el mejor acceso y los dividendos: «Por lo que puedo conjeturar de mis peregrinaciones por el mundo (…) creo que el rey de Portugal, si continúa como ha empezado, es probable que acabe siendo el rey más rico del mundo», declaraba diez años después de la llegada de Da Gama a la India un viajero italiano llamado Ludovico Varthema. Era una suposición razonable, apunta Turner15, y es que, si se juzga por el éxito en la búsqueda de las especias y por la opinión de sus contemporáneos, Colón fracasó y Da Gama triunfó.
Los imperios asiáticos creados por Portugal, Inglaterra y los Países Bajos surgieron de la búsqueda de la canela, el clavo y la pimienta. Lo mismo podría decirse —y ya lo hemos dicho— del Imperio español americano. Como señala —desmitificador y exacto— Jack Turner: «Colón, Gama y Magallanes eran buscadores de especias antes de convertirse en descubridores»16.
¿Qué eran realmente las especias?
Categorizar las especias es un ejercicio de cierta complicación al que vamos a renunciar.
A principios del siglo XV el florentino Francesco Pegolotti escribió una guía comercial en la que enumeraba 188 especias. En ella incluía desde las almendras hasta las naranjas o el alcanfor y el azúcar17. Listado exagerado —a mi juicio— que permitiría incluir en él toda una serie de productos que se adaptaran a ciertas características esenciales: aromáticos, escasos, duraderos y difíciles de conseguir.
Dejemos a Pegolotti, pues esos son otros derroteros ajenos a lo que pretendemos relatar aquí; ahora bien, lo que sí es relevante señalar, y ese es un rasgo común, es que la mayoría de las especias consideradas como tales brotaban en espacios geográficos lejanos, desconocidos, arriesgados e inaccesibles a Occidente.
Antes de que los españoles descubrieran las Indias, las especias mejores y más raras eran, casi por definición, asiáticas. Y hacia Asia se dirigió el esfuerzo de la búsqueda y conquista de mercados.
Turner, tantas veces citado, define el relato sobre su cultivo, su búsqueda, su comercio y su uso, como «un millar de enredadas y aromáticas madejas de la historia»18. Existe un halo misterioso en todo lo que las rodea.
La propia definición de especia es debatida, porque no se sabe muy bien cómo situarla en el universo vegetal. La especia puede ser corteza, raíz, brote, flor, goma, estigma, semilla, resina o fruto; su enigma, o parte de él, radica en sus cualidades químicas, en sus raros aceites esenciales y sus oleorresinas. De hecho, gran parte de sus funciones pertenecen a un mundo volátil creado por la Naturaleza para proteger a la planta que les da vida o a la que ellas se la proporcionan.
Como alimento, realmente no tienen la menor significación. Ese conglomerado de aceites aromáticos y de síntesis químicas de las especias no aportan elementos nutritivos. No hay en ellas vitaminas, calcio o minerales. La clave de su éxito reside en su aroma. Radica en la capacidad de crear todo un mundo de sabores que se recrean en el paladar. La vainilla, la canela, el anís, el clavo o los saboreos sazonados de pimienta, el jengibre, la mostaza o el chile. Retoques de gastronomía que auguran todo un festín.
Los botánicos las idealizan menos y nos explican que la composición de las especias desempeña un papel secundario en el metabolismo de la planta, pero que su razón de ser es una forma de respuesta evolutiva o de defensa que tiene esta a través de los siglos, para contrarrestar las amenazas de los parásitos, las bacterias, los insectos, los hongos o los patógenos presentes en el medio tropical en el que habita y se desarrolla. Dicho de otro modo, las especias son una rareza botánica. Un recurso defensivo. Para determinados insectos, los vaporosos aromas del clavo o la canela no son más que un montón de toxinas19.
De entre todas ellas, tres —la nuez moscada, el clavo y la canela— se producían en las minúsculas islas moluqueñas de Ternate y Tidore, y el clavo de olor y la nuez moscada tenían en esas islas su cuna exclusiva y única, aunque también se recogían en las vecinas de Moti, Maktian, Gilolo (o Halmahera) y Batjan. Ese capítulo de especias y galeones que marcó un hito en la historia de España de los siglos XVI y XVII es el que nos interesa.
Pero antes de sumergirnos en el relato de su historia, en la que abundaron travesías, guerras, alianzas y enemistades, conozcamos sus cualidades, su naturaleza y sus atributos, exagerados a través de los siglos —el perfume del Paraíso, se las llegó a llamar—, pero siempre asociados a la idea de profundizar la intensidad del sabor y apreciados, defendidos y exigidos, cuando ello era posible, por la dictadura del paladar.
Comencemos con la canela. El árbol de la especia se conoce en botánica como Cinnamomum zeylamicum. No era genuino de las islas de Ternate y Tidore, aunque personalmente los he visto en esta última isla. Es un árbol de aspecto esbelto, aunque modesto. Termina siendo una tentación inevitable arrancar algún trozo de su corteza. Claro que la canela no se saborea plenamente así. La especia se obtiene de la corteza interna que se arranca del árbol cortándola en segmentos; se deja secar al sol y se espera hasta que se curva y forma sabrosos barquillos. El árbol —porque aquí el mérito creador de la especia no son ni sus hojas ni sus frutos sino el árbol mismo— es pequeño y sin pretensiones. Su origen está localizado en Sri Lanka, y más concretamente en su zona húmeda. De forma es muy parecido al laurel, que prefiere suelos arenosos y clima marítimo-tropical. El árbol va soltando su corteza, o se le extrae, o se recoge y comercializa molida o en astillas.

Canela. El árbol de la canela es de hoja perenne, tiene de 10 a 15 metros de altura, y procede de Sri Lanka. Se aprovecha como especia su corteza interna, que se obtiene pelando y frotando las ramas.
El 80 % de su valor nutricional lo componen los carbohidratos y un 53 % de su textura es fibra alimentaria. Su contenido de azúcar o proteínas es mínimo.
Sobre la canela se han dicho y escrito multitud de elogios. Se la ha llamado la especia del amor por sus supuestas cualidades como afrodisíaco, al mejorar la circulación sanguínea; se ha dicho que las sensaciones que provocaba su corteza aromática rozaban lo mágico y se ha afirmado igualmente que era la más mística y poética de todas las especias, y —¡pobre canela!— se la cubrió también de oprobio por la sencilla razón de que, entre todas, era la más cara. Se cuenta, y seguramente es una invención popular, lo que hoy llamaríamos una leyenda urbana, que en 1530 uno de los banqueros alemanes de Carlos I quemó pagarés del emperador en su chimenea donde ardían alimentando el fuego ramas de canela. Auténtica muestra de la fortuna del banquero que no solo arrojaba al fuego los pagarés imperiales, sino que lo hacía quemando las promesas de oro del emperador con la madera más cara del mundo.
En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Cervantes, para poner de manifiesto la riqueza y esplendor de las bodas del rico Camacho, se refiere, entre el lujo y la abundancia, al sumun de la riqueza:
Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca.
Aunque, después de todo, su valor se debía ciertamente a razones menos mágicas, y se la apreciaba no tanto por el «grato sabor con que enriquecían una cocina poco refinada, como en sus virtudes conservantes o encubridoras»20.
Ya era mencionada en la Biblia como una especia aromática muy apreciada. En los tiempos que tratamos, la canela fue el primer gran alijo de los portugueses. En 1505 la primera expedición lusitana hizo escala en la isla de Sri Lanka, Ceilán, y cobró un tributo de 150 quintales de canela al rey de Gale. A partir de ahí las lonjas de Lisboa fueron llenándose de ella, para frustración de la Casa de la Contratación de Sevilla, que no conseguía que en las expediciones de las Indias se estibaran en las naos fardos de canela.
Su reputación estaba tan prestigiada que, en 1541, en el otro extremo del mundo, Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana buscaban como locos al este de Ecuador el País de la Canela, pues el capitán general Gonzalo Díaz de Pineda dijo haber encontrado árboles con aroma a canela a su regreso de una expedición a los Andes. Cerca de 220 españoles y 3000 indígenas buscaron inútilmente sin hallarlos los árboles de Díaz de Pineda. Una vez más, los esfuerzos españoles por encontrar las especias en las Indias quedaban condenados al fracaso.
La nuez moscada es otra de las joyas vegetales. Crece en un árbol muy parecido al melocotonero y permanentemente verde. Myristica fragans se llama en latín. Sus ramas y sus hojas son más estrechas que las del árbol del melocotón. Tiene una altura media que puede oscilar entre los 5 y los 15 metros y necesita un clima marítimo-tropical para crecer adecuadamente. La nuez moscada es, en realidad, la semilla del árbol. La baya está cubierta por un arilo o cobertura carnosa. Cuando esta se seca y se separa del fruto recibe el nombre de «macis» y también es considerada como una especia, de manera que el árbol de la nuez moscada es fuente de dos especias distintas. No puede darse mayor generosidad.

Nuez moscada. Originaria de Indonesia, la nuez moscada es una planta perenne de cuyo fruto se obtiene un grano duro cubierto de una membrana. Este grano es precisamente la especia.
El árbol igualmente produce aceites esenciales que se obtienen de la destilación de la nuez molida, y manteca de nuez, que también se comercializan. Ese aceite incoloro y ligeramente amarillento, que sabe a nuez, se utiliza como saborizante alimentario en jarabes y bebidas. Nadie hubiera podido pensar entonces que los aceites de esa buscada especia iban a ser utilizados para dar sabor a una de las bebidas más populares 500 años después: la Coca-Cola.
Su origen radica en las islas Banda de Indonesia, muy próximas a las Molucas, y por supuesto en Ternate y Tidore. Viejos relatos transmiten la noticia de su utilización en los primeros monasterios budistas. Quizás las emociones alucinógenas de moderada intensidad o las sensaciones relajantes parecidas a las producidas por el cannabis, fueron experimentadas por los monjes, ya que cuando se superan los 10 gramos de dosis de esa semilla se pueden producir esos efectos, que pueden prolongarse, pues contiene derivados de anfetamina. Conocida por romanos y medievales, e introducida en Europa por los árabes en el siglo XI, terminó en las naves portuguesas, que comerciaron con ella durante el siglo XVI hasta que los holandeses arrebataron a Portugal el comercio de las especias de la Especiería. Llegaremos a ello.
Antes de que las nueces maduren, el capullo florece tomando el aspecto de una rosa roja, pero cuando la nuez sazona, el capullo se cierra sobre sí abrazando la nuez y la cáscara de la misma, de tal modo y sin orden ni concierto que se pensaría que ambas son una misma cosa, señalan Des Alwi y Willard Hanna21. Cuando fructifica, los locales varean las ramas como se hace con la aceituna. La almendra de la nuez moscada se suelta y la semilla y el fruto se vende al peso.
La nuez tiene un sabor dulce y aromático. Hoy está presente en múltiples guisos desde la cocina bávara que las utiliza en abundancia en la producción de las famosas weisswurst hasta en los currys de la cocina india.
A la nuez moscada se la atribuyeron en el pasado múltiples virtudes y, ¡cómo no!, sus discutidas cualidades afrodisíacas fueron puestas de relieve para incrementar interés, sabor y quizás precio de esa especia vegetal aromática y picante que se adaptaba tanto a los platillos dulces de la India como a los salados de Oriente Medio. Más tarde, cuando el análisis químico pudo desentrañar sus secretos, se constató la presencia saludable de cobre, potasio y magnesio en su núcleo con aplicaciones variadas sobre nuestro organismo: antioxidante, regulador del azúcar en la sangre, metabolizador de carbohidratos y analgésico para los dolores articulares y musculares.
Como frecuentemente sucedía con aquellos productos lujosos y caros con los que se comerciaba en monopolio, bien fuera la fina porcelana de Sajonia o los valiosos productos de la Especiería, el secreto rodeaba su manufactura o recolección y, por supuesto, el secreto de la fórmula que lo generaba, o la raíz que lo producía, no podía salir de los límites de quien lo creaba.
Siempre había quien trataba de escamotearlos, tentado por el contrabando. Hernán Cortés vio la posibilidad de que algunas de las naves expedicionarias españolas trajesen plantas de especias en barriles o botas, desde las Molucas hacia Nueva España, y ordenó a Álvaro de Saavedra que se indagase el proceso de cultivo de las especias y se procurase «muy disimuladamente de enviar en los navíos algunas plantas en sus botas con tierra, o en otra manera que a vos os parezca que puedan venir más sanas para se plantar acá»22.
Sugirió incluso que con el necesario secreto con que debía llevarse a cabo la gestión, se llevase a Nueva España algún isleño que supiese tratar y curar las plantas. La condición para ello era que fuese «por su voluntad o del señor de la tierra, porque de otra manera sería facerles descubrimiento».
Esa especie de espionaje botánico, señalan Juan Génova y Fernando Guillén23, tenía sus riesgos y, en caso de ser descubiertos por los moluqueños, los españoles deberían afirmar que las llevaban para que el conquistador de México «vea la manera dellas e no para otro efecto»24, una excusa que no creo que pasase el suspicaz filtro de los habitantes del archipiélago de la Especiería.
Con el transcurso de los años, los holandeses controlaron el mercado de clavo y nuez moscada y las plantas salieron de los límites de las Molucas. Después de cosecharse en los bosques de nuez moscada de Banda o a la sombra de los conos volcánicos de Ternate y Tidore, lo más probable es que se estibaran en uno de los botes que iban y venían entre las islas del archipiélago, como siguen haciendo hoy día, y terminasen en un barco rumbo a las costas de India o de América. Siglos después las especias asiáticas se expandieron en las Américas con tanto éxito que la antillana Granada es hoy uno de los mayores productores de nuez moscada. El árbol, y por tanto la nuez, que en el siglo XVI eran una rareza que crecía solo en la Especiería, están hoy diseminados no solo en las Molucas indonesias, sino en China, Malasia, la isla de Granada, India y Sri Lanka.

Clavo. El árbol del clavo o clavero es nativo de Indonesia. Sus botones secos se denominan clavos de olor o girofles.
Hablemos ahora del clavo, o clavo de olor, como también se le llama. Era la especia que faltaba por conseguir en el tablero exótico conocido por los navegantes medievales. La pimienta negra crecía en Guinea o a lo largo de toda la costa de Malabar, o en Jamaica, o en La Española; la canela se daba en Ceilán y en China —la casia— y el jengibre en los bosques lluviosos tropicales de India y Tailandia, pero el clavo de olor, brotaba solo en las minúsculas islas gemelas Tidore y Ternate y en algún que otro pequeño islote de los alrededores. El clavo es el botón floral seco del árbol conocido como Syzgium aromaticum. Ese es su nombre científico. El Syzgium aromaticum es nativo de esas islas y de ningún otro sitio más. El árbol del clavo, de crecimiento muy lento, se da en tierras húmedas o volcánicas, ricas en materia orgánica y dotadas de buen drenaje. Algunas exageraciones o malentendidos, aparecen en las descripciones de Bartolomé Leonardo de Argensola, que aseguraba que los claveros que poblaban aquellas islas, «altísimos peñascos cubiertos de la silvestre fragancia de sus clavos», estaban bañados por el mar. «Agua marina los entretiene; dañaríales la dulce»25, y describe con detalle literario la flor del clavo:
Los españoles antiguamente lo llamaron girofe y después clavos, porque lo parecen en la figura. La cabeza de los garyofilos, atravesada de cuatro pequeños dientes, muestra forma de estrella. Es una planta semejante al laurel, pero de mayor copa26.
Sus botones florales —flores que aún no se han abierto— y secos, se denominan clavo de olor o girofles. Argensola detallaba el proceso de maduración y el cambio en los colores:
…cuando empieza a florecer arroja suavidad eficacísima en el olor, produce en lo más levantado… innumerables racimos como los del sauco y de madreselva; nacen blancos, más crecidos son verdes; la tercera sazón que los madura, los pone colorados mostrando su virtud interior, en la variedad aparente de los colores (…) Tendidos al sol, en tres días quedan secos, y de color entre cenicienta y prieta27.
«Las claveras nacen sin beneficio alguno como todos los árboles de peñascos», observa Argensola, y «estos son los bosques de estas islas», dice refiriéndose a Tidore y Ternate, «porque chupan en sí todo el favor del cielo»28.
Es un árbol elegante y duro, de crecimiento pausado. Ya lo dice Argensola: «un árbol de peñasco». Puede alcanzar una altura de 10 a 20 metros. Tiene hojas puntiagudas de las que en botánica llaman lanceoladas. El verde de sus hojas es perenne. El entorno climático donde crece es cálido y no soporta las heladas o el frío.
La flor, aún no abierta, contiene un aceite esencial que es el responsable del aroma: el eugenol. Toda una legión de componentes se suma a ese aceite, formado por ácidos y taninos sobre los que evidentemente no vamos a extendernos. Es un árbol, en suma, que arraiga sobre el suelo fértil de las cenizas volcánicas, pero a cierta altura, donde las noches son frescas y donde a lo largo del día recibe una brisa cálida del mar que trae humedad y que envuelve a los árboles con temperatura de invernadero. Quizás todas esas condiciones climáticas hacían que el árbol clavero no fuera tan fácil de encontrar en la geografía del mundo conocido.
Lo que convierte al clavo en verdaderamente increíble es su rareza como pieza botánica. Antes de la Era Moderna, el clavo crecía únicamente —ya lo he dicho, pero me interesa repetirlo— en cinco minúsculas islas volcánicas al este de lo que hoy es el archipiélago indonesio de las Molucas —Tidore, Ternate, Moti, Maktian y Batjan—, la mayor de las cuales mide apenas 15 kilómetros de ancho.
Además de sus cualidades para sazonar, enriquecer, matizar o subrayar sabores en los paladares medievales y renacentistas, el clavo se encontraba en la base de la confección de dos productos de lujo muy apreciados: los inciensos y los perfumes.
Los inciensos estaban formados por materiales de una planta aromática combinados con resinas o aceites de origen vegetal o animal. Las especias jugaban un papel clave en su manufactura. Cortezas como la canela, maderas como el sándalo o flores como el clavo se mezclaban rayadas y terminaban convertidas en un polvo que formaba el preparado del material y que se juntaba con nitrato de potasio. Terminada la mezcla, ya estaba lista para quemarse directamente —«traen guantes engrasados / y perfumes encendidos…», escribía fray Ambrosio de Montesino en 1508— o para extenderse sobre un carbón incandescente, encendido, iscendere en latín, de donde deriva la palabra «incienso».
Era uno de los productos que abundaba entre las mercancías que se transportaban por la Ruta de la Seda. Antiguo y caro, el incienso era regalo de reyes para reyes, como sabemos por las crónicas de las dinastías seleúcidas y persas, la mitología grecorromana y la Biblia en sus relatos sobre Moisés o la Epifanía del Señor.
El clavo fue asimismo básico en la elaboración de perfumes. En la Edad Media, las «pomas» o pomanders, que eran una especie de joyas elaboradas en metales preciosos y que contenían en su interior especias y esencias, fueron los precedentes del perfume. También lo fueron las aguas aromatizadas con especias. En el Renacimiento, Florencia y Venecia se convirtieron en las capitales del perfume y de los aceites esenciales naturales o fragancias, que se extraían de los vegetales o de algunas especias —no de todas— y que se destilaban sin descomponerse. Ahí dominaba el clavo aromático que competía con los aromas más populares, como la violeta, la rosa, la lavanda o el almizcle. A la parte vegetal del clavo —o de la flor— se le añadía agua en cantidad suficiente para que quedase completamente bañada. Al cabo de horas se producía la maceración y se procedía a la destilación, una técnica adquirida de los árabes, con un disolvente líquido como el alcohol y un fijador. En el alambique se destilaba alcohol que servía de soporte a las esencias.
El producto resultante se depositaba en un vaso de cristal donde se separaba fácilmente el agua de la esencia. Nacían así las aguas de olor, perfumes líquidos muy valorados y difíciles de obtener, amparados en fragancias orientales, y aromáticas como era el caso del clavo, que eran guardados en una especie de barriletes de cristal.
Cuando la alquimia dejó paso a la química y el vidrio soplado sustituyó a los viejos envases, la perfumería evolucionó notablemente. Los maestros de fragancias naturales se profesionalizaron creando el oficio de perfumista, que estudiaba y catalogaba las familias olfativas, florales, cítricas, aromáticas, orientales… como bases de los perfumes y creaba verdaderas joyas con las botellitas de cristal que los guardaban y los estuches que los protegían29.
En síntesis, ambos productos, incienso y perfume, se elaboraban ya desde hacía mucho tiempo, pero alcanzaron un mayor grado de sofisticación en el Renacimiento y eran, cabe decirlo, artículos de consumo diario en los palacios, mansiones de la burguesía, catedrales, monasterios y fortalezas. El clavo, aunque también la canela y la vainilla, se buscaron con ahínco para la elaboración de perfumes especiados. Si a ello se agrega que aquel también se apreciaba como elemento curativo y afrodisíaco, se entiende que sus precios alcanzasen cotas inimaginables. Solo un kilo de clavo costaba aproximadamente siete gramos de oro puro en el siglo XVI. El valor de dos ducados de oro.
La cosecha se hacía esperar, pero se pagaban bien: «Recompensan estas plantas con su abundancia la suspensión de la tardanza; de manera que, habiendo enriquecido de ella todas las gentes, anualmente llegan los derechos de la Corona Real a dos millones poco más o menos»30.
El mismo autor estimaba que la producción anual de clavo en Ternate era de 4000 bahares. El bahar, procedente de la voz griega baros, quiere decir carga. El bahar equivalía a unos 186,7 kilos. Si las cinco islas de Molucas cosechaban anualmente 4000 bahares, según refiere Argensola, quiere ello decir que la producción de clavo llegaba a los 746 000 kilos anuales.
El kilo de clavo se vendía por 7 gramos de oro, que era la cantidad de oro puro en la moneda de 2 ducados. Por lo tanto 746 000 kilos —si las informaciones que nos transmite Argensola eran correctas— tendrían un precio de 1 492 000 ducados de oro. Esa era la cosecha anual, de la que Ternate se llevaba una gran parte, donde el portugués Serrao se había instalado cómodamente para iniciar el comercio vía Malaca y Goa, con Lisboa.
Las pruebas son demasiado fragmentarias para establecer un patrón de precios generalizado, pero de lo que no cabe duda es de que en cada etapa del largo viaje desde Oriente a Occidente, un intermediario distinto —árabe, turco o judío— incrementaba el precio, de manera que cuando llegaban a Europa, el valor de las especias era astronómico; había aumentado un mil por cien31.
Había quien afirmaba que por el precio de una libra de azafrán (460 gramos) podía comprarse un caballo. Aunque habría que ver qué clase de caballo. En fin, hay quien estima, utilizando valores simétricos a los modernos que un quintal correspondía a 100 libras castellanas o 46 kilos de hoy. En aquella época podían comprarse 100 libras de pimienta en Goa o Calcuta por el equivalente a 3000 y 4000 dólares de nuestros días. Ese mismo quintal de 100 libras castellanas se vendía en Venecia por un precio comprendido entre los 100 000 y 120 000 dólares de hoy día. Es decir, 27 veces su valor inicial. Con la nuez moscada el comercio era todavía más lucrativo. El quintal de nuez moscada comprado en las Molucas a 3000 o 4000 dólares podía venderse en París o Londres por un precio que, si lo actualizásemos, alcanzaría 2 100 000 dólares, 600 veces su coste de producción32. Los precios —y las diferencias entre origen y cliente final— eran aún mayores con la canela.
Lo veremos después, pero adelantaremos que para los portugueses —y eso era lo que pretendían también los castellanos— llegar al origen de las especias significaba saltarse toda la cadena de intermediarios, de manera que, si se conseguía, se desplomarían los precios del producto en los mercados del Mediterráneo. Ello permitiría a Lisboa vender más barato (aunque todavía a una cotización elevada y con grandes márgenes) al reducir sus costes, y hacerlo a precios más competitivos que los que se fijaban en las lonjas venecianas y genovesas. Además, no depender de lentas caravanas ajenas, sino de sus propias naos, aseguraba un suministro regular. Así planeado, Lisboa inauguraría el mayor monopolio de venta de especias en Europa.
Ellas fueron el motor de toda expedición. Cuando los grandes descubridores y navegantes resquebrajaron los conceptos de la ignorancia y de la fantasía medievales entonces, escribe Turner:
Sacaron los reinos del oro y de las especias a la prosaica luz del día y los pusieron en el punto de mira del negociante y del inversor capitalista. La gran era de las especias fue también la era que aniquiló su misterio33.
Terminó el misterio y comenzó el tintineo de los ducados y los doblones.
¿Para qué servían las especias?
Si tanta era la pasión por lograr su posesión y el control de sus orígenes; si tan elevado era el precio por su escasez en los mercados y su dificultad en conseguirlas, ¿qué es lo que escondían las especias para despertar esa turbadora obsesión por poseerlas?
Nadie se adentraba en el océano a descubrir pasajes ignotos, preñados de peligros, de dudas y de interrogantes si lo que se perseguía no tenía gran valor. Y lo tenían.
Los romanos ya habían sazonado sabores de lo que consideraban «el Oriente lascivo». Atribuían a las especias cualidades afrodisíacas capaces de generar actividades innombrables ante el pudor. El gusto era solo uno de los muchos atractivos de las especias. Sus usos eran tan variados como lo era su historia. Las especias se utilizaron como condimentos en la preparación de carnes y pescados; como aromatizantes de origen vegetal; se emplearon en la elaboración de perfumes y como conservantes sirvieron para preservar la comida o para sazonarla.
El gran papel lo jugaron «en los espantosos guisos que tanto gustaban a nuestros antepasados»34. Cierto es que, sin la existencia de la refrigeración, la carne y el pescado, y de hecho todos los alimentos, tendían a pudrirse. Las intoxicaciones alimentarias eran un riesgo presente. Hoy día pueden ser graves si no se tratan a tiempo. En la Edad Media y en el Renacimiento solían ser mortales. El riesgo era particularmente alto con el pescado. Sobre todo, en verano.
Trucos y ocurrencias siempre existieron para preservar el frescor de los alimentos. Al emperador Carlos I le llegaban las langostas pescadas en las costas de Santander en un envoltorio de paja prensada, dentro del cual se había introducido nieve de la almacenada en los neveros de la montaña, pozos cavados en invierno con paredes reforzadas de piedra o pizarra, que la preservaban hasta el verano. Y así las transportaban hasta Valladolid o El Escorial. Pero eso era excepcional. Como también lo era el diseño de grandes estanques, en Yuste o en La Granja, para mantener el pescado vivo y fresco. Felipe II recuerda en uno de sus memoriales sobre el Real Sitio de Aranjuez la necesidad de que «acaben el estanque grande porque si no se acaba este verano no habrá donde poner el pescado este invierno»35. Pero lo habitual era que los alimentos corrieran el peligro de corromperse. Las especias, sin duda, eran un remedio contra esos peligros. De acuerdo con las doctrinas médicas imperantes en esa época inicial del Renacimiento, el efecto conservante se explicaba por las supuestas propiedades de las especias de carácter «secante» y «abrasador», que cortaba la fetidez producida por el exceso de humedad que es lo que había originado la podredumbre, aunque, de hecho, lo que las especias hacían era encubrirla. Una de las muchas virtudes de las especias radicaba en la capacidad de disimulo. La carne pasada quedaba disfrazada en la fragancia de los aromas vegetales. Ahora bien, «la carne pasada no disminuía ni un céntimo su precio en el mercado, pues a los criados les traía sin cuidado que los invitados de su señor enfermasen o muriesen, con tal de que en la mesa se presentasen muchos platos y distintos»36. Las salsas, colmadas de especias, ayudaban. Aunque hay que ceñir el escollo a sus justos términos. Si bien es cierto que el problema de la carne y el pescado era real, se llegó a exagerar con la idea de que toda la carne y el pescado, en época medieval o renacentista, se servía pasado.
Las especias eran caras, y «quienes tenían el dinero necesario para pagarlas sin duda podrían adquirir carne decente por mucho menos de lo que costaban las especias: ¿por qué iban a gastar especias buenas y caras en carne mala y barata? Los ingredientes podridos eran una preocupación mayor para los pobres, y estos no tenían dinero para comprar especias»37. Y después de las matanzas del día de San Martín —el 11 de noviembre—, la carne no consumida se sazonaba o se salaba. Nadie mejor que Miguel de Cervantes, testigo privilegiado del mundo que describimos por haberlo vivido en su época, para desmentir la fábula generalizada de la carne mala y dar cuenta de las prácticas de fogón y olla de entonces, que luego plasmó en sus obras.
También en el capítulo relativo a las bodas de Camacho, en el Quijote, Cervantes describe la preparación de la carne fresca dispuesta para el festín, asada o cocida al instante:
Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo. Las ollas embebían y encerraban en sí carneros enteros (…) como si fueran palominos. Las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma (…) estaban colgadas de los árboles para sepultarlas en ollas que no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase.
Nada denota prácticas que no se realicen hoy día y en ellas se desprende una esmerada —aunque pantagruélica— elaboración de la carne cazada o sacrificada.
No solo los alimentos se vieron beneficiados por las especias. También demostraron su valor en las bebidas. Entre las recetas sofisticadas, a la canela se le reservó una de las misiones más antiguas y duraderas que se conocen: perfumar el vino en solitario o en compañía del clavo de olor y de la naranja. La canela o el clavo permitían rebajar la aspereza de los vinos jóvenes y astringentes, o los potenciaban moliendo y mezclando diversas especias que se añadían al vino tinto o blanco. Asimismo lo endulzaban «con azúcar o miel para terminar filtrándolo con una tela, aunque con la llegada de la tecnología del corcho y la botella en el siglo XVI, la necesidad de añadir especias al vino se volvió de pronto menos acuciante»38. A veces también se usaban para aromatizar el agua fresca. El té de Ceilán con barritas de canela se bebió desde siempre.
Ciertas o no, las consecuencias del uso de las especias se apreciaban tanto en aquello relativo a la fragancia, al perfume, al buen olor, como en el cuidado del paladar y el esmero en los sabores de los guisos que merecían ser servidos en «la plata de los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados y en la plata de los platos fruteros, de bandejas redondas coronadas por una granada de plata» que magistralmente describe la primera página del Concierto barroco de Alejo Carpentier. Las especias —qué duda cabe— eran un lujo de una élite.
La canela molida se usaba ampliamente en repostería, y entera, se utilizaba para sazonar y era un ingrediente muy extendido en Oriente para muchas salsas de curry.
Su uso analgésico no debe olvidarse. La canela, por ejemplo, se utilizaba para sanar las heridas de la lengua y era común que se chupase o lamiese para sedar el dolor y cicatrizar las papilas gustativas. También se consumía para combatir los resfriados, gripe y bronquitis por sus efectos antibacterianos, chupando las ramitas del árbol o la propia corteza o en infusiones. El clavo era conocido por sus efectos desinfectantes y fue utilizado como antiséptico, incluso hasta las guerras napoleónicas. El dolor de muelas y las aftas se combatieron tradicionalmente con él. Y la nuez moscada era considerada como un calmante para los nervios o un remedio para tratar problemas digestivos o neutralizar infecciones debido a sus propiedades antibacterianas.
El jengibre no solo se empleó en repostería, sino que sus rizomas tiernos, carnosos y jugosos y de fuerte sabor se consideraron un potente aliado del sistema inmune y un moderador del azúcar en la sangre.
Pero entre lo más llamativo de las preciadas cualidades con las que, fantasía o realidad, se adornaban estos productos se encontraba —ya lo podemos imaginar— su pretendido carácter afrodisíaco. El listado era enorme. Aún en nuestros días circulan listas con especias a las que se atribuyen estos efectos. La albahaca en Italia; el anís en Oriente Medio; el cardamomo en la India, donde goza de todo un recetario contenido en el Kamasutra, en mezcla con el jengibre y la canela, extendidos sobre cebolla y guisantes; el comino; el azafrán; la menta…, alabados por sus resultados euforizantes, pero sobre todo la vainilla, el clavo, la nuez moscada.
En la literatura medieval y en la renacentista fueron incesantes los relatos de fábulas, poemas, fórmulas y refranes donde la canela, el clavo o la nuez moscada jugaban un papel protagonista y hegemónico en el deseo y en el calor frente a la frigidez. También se describían con lujo de detalles recetas suculentas para esos logros: piñones, yemas de huevo, rúcula, sesos y pimienta para mejorar la esperma; vinos especiados; gotas de aceite de pimienta sobre el perinoeum, en tres o cuatro dosis, con éxito vigorizante…, y todo lo imaginable en esa especie de marketing medieval de las afamadas especias. Turner llega a firmar que «el tráfico de especias no lo motivaba tanto el paladar como la entrepierna»39.
Pero regresemos a la geografía. El mundo entraba en los años iniciales del siglo XVI. Después de 27 años de travesías, cábalas y viajes accidentados, ya se conocían los lugares de origen de las especias. Los monarcas de Portugal estaban convencidos de que las islas de las Especias se encontraban en su esfera de influencia y acción, trazada en el Tratado de Tordesillas. El problema era que los monarcas de España pensaban lo mismo refiriéndose a sus derechos sobre el archipiélago. Se habían descubierto sus señas geográficas, sus coordenadas.
A partir de ahora comenzaba la lucha y la carrera para llegar el primero a ellas.