Georgenhof

No lejos de Mitkau, una pequeña ciudad de la Prusia Oriental, se encontraba la finca de Georgenhof, que ahora, en invierno, rodeada de sus viejos robles, parecía una isla negra en mitad de un mar blanco.

La finca era pequeña —casi todos los terrenos habían sido vendidos— y la casa distaba mucho de ser un palacio. Constaba de dos pisos, y la parte superior de la fachada estaba rematada por un frontón semicircular adornado con un desgastado mangual de hojalata. La construcción se levantaba detrás de un viejo muro de mampostería, y antaño había estado pintada de amarillo. Ahora estaba totalmente cubierta de yedra, y en verano los estorninos anidaban en ella. Era el invierno de 1945 y las tejas castañeteaban: un viento gélido barría una nieve fina desde los sembrados hacia la granja.

Tendrían que quitar la yedra de vez en cuando o se les va a comer todo el revoco, les habían dicho a los dueños.

En el quebradizo muro de mampostería se apoyaban aperos oxidados y abandonados, y de los grandes robles negros pendían, oscilantes, guadañas y rastrillos. Hacía mucho que el portón había sido embestido por una cosechadora y desde entonces colgaba torcido de sus goznes.

El patio de la granja, con sus establos, graneros y casas para los peones, estaba un poco apartado. Los forasteros que pasaban por la carretera no veían más que la casa solariega. ¿Quién puede vivir ahí?, pensaban, y los acometía un poquito de envidia. ¿Por qué no detenerse y dar los buenos días?, se decían. Y también: ¿por qué no vivimos nosotros en una casa así, tan llena de historias? Qué injusto era el destino, pensaba la gente.

¡PROHIBIDO EL PASO!, rezaba un cartel colgado del gran granero: el acceso al parque no estaba permitido. Detrás de la casa, en el parquecillo y en el bosque que había tras él, debía reinar la calma: en algún sitio hay que poder volver en sí.

4,5 km, ponía en el hito kilométrico blanqueado con cal de la carretera que pasaba delante de la casa rumbo a Mitkau y, en dirección opuesta, a Elbing.

Frente a la finca, al otro lado de la carretera, habían construido en los años treinta una colonia de casas todas iguales, limpias, cada una de ellas con su establo, su valla y un pequeño jardín. Las gentes que vivían allí se llamaban Schmidt, Meyer, Schröder o Hirscheidt, eran lo que se dice gente normal y corriente.

Los dueños de Georgenhof se llamaban Von Globig, Katharina y Eberhard von Globig, y eran miembros de la nobleza funcionarial guillermina desde 1905. El viejo señor Von Globig había adquirido la finca por una buena suma antes de la primera guerra mundial y en tiempos de prosperidad se había ampliado con los prados y el bosque. Luego, el joven señor Von Globig había vendido todos los terrenos, prados, sembrados y pastizales, quedándose solo una pequeña porción de terreno, e invertido el dinero resultante en acciones inglesas del acero y en una fábrica de harina de arroz en Rumanía que, si bien no permitía al matrimonio llevar una vida excesivamente opulenta, sí al menos confortable y desahogada. La pareja compró un coche de la marca Wanderer, un coche que nadie más tenía en el distrito, y con él viajaban sobre todo al sur.

Ahora, Eberhard von Globig era oficial especialista del ejército alemán y estaba en la guerra. El uniforme le sentaba bien, incluida la guerrera blanca de verano, aunque las estrechas hombreras lo identificaban como oficial de intendencia y, por tanto, ajeno a todo lo que tuviera que ver con las armas.

A su esposa se la ensalzaba por ser una belleza de ensueño, de pelo negro y ojos azules. En gran parte por ella, en verano pasaban por Georgenhof amigos y vecinos que se sentaban a su lado en el jardín y la miraban con descaro: Lothar Sarkander, el alcalde de Mitkau —pierna tiesa y cicatriz en la mejilla—, el tío Josef con los suyos, procedente de Albertsdorf, o el profesor doctor Wagner, un solterón con perilla y gafas de montura dorada. A causa de la perilla, la cara del profesor resultaba de lo más familiar, e incluso los desconocidos lo saludaban por la calle. Wagner era profesor en la escuela que los frailes tenían en Mitkau y enseñaba Alemán e Historia (y Latín como optativa) a los niños de los cursos superiores.

Durante las vacaciones de verano, a veces venía de Berlín la prima Ernestine, con sus hijas Elisabeth y Anita, a las que les encantaba montar a caballo, escabullirse por la casa durante las fuertes tormentas de verano y comerse la leche agria que reposaba en cuencos sobre el alféizar de la ventana, con las moscas revoloteando. También les gustaban los carros de heno cuando aparecían tambaleándose camino abajo y buscar grosellas en el bosque.

Ahora, en época de guerra, la familia de Berlín venía sobre todo a abastecerse. Llegaban con bolsas vacías y se marchaban con ellas llenas.

El matrimonio Globig tenía un hijo al que habían dado el nombre de Peter: cara estrecha y delgada, pelo rubio ensortijado. Tenía doce años, y era silencioso como la madre y serio como el padre.

Pelo revuelto, mente revuelta, decía la gente al verlo, pero el hecho de que fuera rubio lo compensaba todo.

Su hermana pequeña, Elfie, había muerto de escarlatina hacía años. Su habitación aún estaba vacía, intacta, con la casa de muñecas cubierta de polvo y el teatrillo de marionetas. Todas sus cosas seguían colgadas en el armario decorado con flores pintadas.

En la granja también vivían Yago, el perro, y Zippus, el gato. Y caballos, vacas, cerdos y un gran número de pollos, con Richard, el gallo.

Había incluso un pavo, que se mantenía siempre algo apartado.

Katharina, la belleza de cabello negro vestida enteramente de negro, acariciaba el pelo de su hijo; a Peter siempre le había gustado que su silenciosa madre le acariciara el pelo, pero desde hacía poco se resistía al gesto con una enérgica sacudida de cabeza. Katharina nunca pasaba mucho tiempo con él. Lo dejaba solo, que era como a ella misma le gustaba estar.

También formaba parte de la familia la tiíta, una señorita entrada en años, enjuta, con una verruga en la mandíbula. Durante el verano vagaba por la casa con un vestido muy soso, siempre trotando de aquí para allá. Ahora, por el frío, llevaba unos pantalones de hombre debajo de la falda, y dos chaquetas de punto. Desde que Eberhard era oficial especialista y estaba en campaña, como decían —aunque en realidad estuviera en la retaguardia—, ella se encargaba de mantener el orden en Georgenhof. Sin ella, la tarea hubiera resultado imposible. «Las cosas no son tan sencillas...», decía, y así se las arreglaba día tras día.

—¡Hay que cerrar la puerta de la cocina! —gritaba por la casa. Lo había repetido mil veces—. ¡Hay corriente en todas las habitaciones! —contra eso no había calefacción que valiera.

Se quejaba del frío: ¿por qué había ido a parar a la Prusia Oriental? ¿Por qué, por el amor de Dios, no se había ido a Würzburg, entonces, cuando aún tenía elección?

Llevaba en la manga un pañuelo con el que se sonaba una y otra vez la roja nariz. Las cosas no eran tan sencillas.

Con el estallido de la guerra se interrumpió el flujo de dinero: ¿acciones inglesas del acero? ¿Una fábrica de harina de arroz en Rumanía? Menos mal que a Eberhard le habían dado aquel puesto en el ejército. Sin el sueldo que le pagaban no habrían salido adelante. Las pocas yugadas de tierra que quedaban, tres vacas, tres cerdos y los pollos, proporcionaban un buen suplemento, pero había que cuidarlo. ¡Lo que sale de nada es nada!

Vladímir, un polaco pensativo, y dos vivaces ucranianas mantenían la explotación en marcha. Las ucranianas eran la corpulenta Vera y Sonja, una muchacha rubia con una trenza en torno a la cabeza. Las cornejas trazaban círculos alrededor de los robles y en las casitas para pájaros que ahora, en invierno, acogían visitas bastante regulares, los pajaritos recibían su parte. «Pajaritos» era como los llamaba Elfie, que llevaba ya dos años muerta.

Cuando el dinero todavía corría en abundancia, el matrimonio se había acondicionado una vivienda cómoda en el primer piso: tres habitaciones, baño, una pequeña cocina y un salón con vistas al parque, cálido y confortable, en el que Katharina podía escribir cartas o leer libros. Cuando Eberhard venía, no se les molestaba. Allí era posible cerrar la puerta detrás de uno, como ellos decían. No había que estar siempre abajo con la tiíta, que se metía en todo y sabía de todo. Que se levantaba todo el tiempo para ir a buscar algo y se quedaba sentada cuando menos falta hacía.

Ahora, en enero de 1945, el árbol de Navidad seguía en la sala. A Peter, su madrina de Berlín le había regalado un microscopio. Estaba sentado en la sala somnolienta, a una mesa no muy alejada del abeto, que perdía poco a poco las agujas. Por el tubo veía con precisión toda clase de cosas: cristales de sal y patas de mosca, un trozo de hilo, la punta de un imperdible. Junto a él tenía un cuaderno de notas, en el que apuntaba sus observaciones: «Jueves, 8 de enero de 1945; imperdible. Punta mellada».

Los pies los llevaba envueltos en una manta, porque había corriente. En la sala siempre había corriente, porque la chimenea con sus leños ardiendo hacía tiro y porque la puerta de la cocina estaba abierta siempre y continuamente, como lo expresaba la tiíta. Eran las ucranianas, que jamás aprendían a cerrar puertas. Eberhard las había conseguido a las dos en el este. Allí, en su pueblo, les había preguntado si querían ir a la grande y poderosa Alemania. ¿Berlín, cines, metro? Y habían ido a parar a Georgenhof.

Peter subía y bajaba el tubo del instrumento, y de vez en cuando se metía una galleta de jengibre en la boca.

—Bueno —decía la tiíta mientras recorría la sala—, ¿estás investigando?

En realidad, habría que barrer la nieve de la entrada..., pensaba. Pero, antes de pedírselo a nadie, era mejor hacerlo una misma. Además, el chico estaba ocupado; y quién sabía, quizá la pasión que tenía por aquel aparato diera frutos más adelante. La Universidad de Königsberg no estaba lejos, ¿verdad? Si el chico hubiera estado dando vueltas sin hacer nada, habría sido distinto.

—Déjale en paz —había dicho Katharina cuando la tiíta le había llamado holgazán.

Cuando Peter dejaba de interesarse por el microscopio, se ponía junto a la ventana y miraba los pájaros, que vagaban sin rumbo porque, una vez más, se habían vuelto a olvidar de poner comida en las casitas. Luego contemplaba la lejanía con el catalejo de su padre, cosa que en realidad no debía hacer. Aquel catalejo no era un juguete, le habían dicho. Una y otra vez tocaba las lentes con los dedos grasientos, por no hablar de que desajustaba el enfoque.

—Alguien ha vuelto a tocar mi catalejo —decía Von Globig cuando, raras veces, venía a Georgenhof.

Peter miraba hacia Mitkau, donde junto a la torre de la iglesia se distinguía la chimenea de la fábrica de ladrillos. La escuela estaba cerrada a causa del frío. Vacaciones por frío, aquella expresión era nueva. La juventud podía quedarse en casa, pero las Juventudes Hitlerianas se encargaban de que no estuviera desocupada. Un día claro y gélido habían querido sacar a Peter de su habitación para ir a quitar la nieve del gran cruce de Mitkau, pero un resfriado le había impedido participar en aquella acción. Vuelve a estar acatarrado, había dicho su familia.

En cualquier caso, la tos y los estornudos no le impedían bajar con el trineo la pequeña ladera que había detrás de la casa, una y otra vez. Delante brillaba el sol, habría sido más bonito, pero se lo habían prohibido, porque de vez en cuando pasaba algún coche.

Luego volvía a dedicarse al microscopio. El perro Yago se tendía junto a él y apoyaba el morro en su pie derecho, y el gato se refugiaba entre el pelo del perro.

Qué estampa más divina, decían, el gato tumbado en la espalda de ese perro enorme.

Qué hijo tan amable tiene usted, decían los visitantes que se dejaban caer por Georgenhof procedentes de Mitkau, a una hora y media de camino a pie, ¡qué chico tan estupendo! Venían con bolsas vacías y se marchaban con ellas llenas.

El solterón profesor doctor Wagner se dejaba ver más a menudo y se ocupaba de Peter, ahora que las clases habían quedado suspendidas.

Cuando los chicos pasaban corriendo junto a él en los claustros de la escuela de Mitkau, al doctor Wagner le gustaba parar al «rubio» y preguntarle:

—¿Qué tal, hijo mío? ¿Ha vuelto a escribir tu padre?

Y ahora que la escuela había cerrado por el frío, se ocupaba de él.

Durante el bello y cálido verano, había recorrido con sus alumnos el dorado mar de cereal y la rivera silenciosa del Helge, un riachuelo rodeado de prados que discurría por el campo trazando grandes meandros hacia la derecha y hacia la izquierda. Allí los chicos se habían quitado los pantalones y las camisas y se habían lanzado a las oscuras aguas. También, en ocasiones, habían corrido y chillado por el bosque hasta ir a parar a Georgenhof, donde les daban limonada y podían comerse un bocadillo acampados en el césped del parque: ¡alegres pájaros de verano!

En momentos así, el profesor sacaba del bolsillo su armónica plateada y tocaba canciones populares, mientras Katharina le escuchaba desde la casa.

Ahora, en el frío invierno del sexto año de la guerra, el doctor Wagner se pasaba a menudo por la casa. Llegaba a pie, a pesar del hielo y de la nieve, y también él solía venir con una bolsa vacía y marcharse con una llena. Se llevaba manzanas o patatas. A veces incluso un nabo, que, por otra parte, pagaba, porque la tiíta a menudo decía: «No crecen gratis». Por un nabo cobraba diez céntimos.

Al profesor le gustaba sentarse un poco con Katharina, cuando esta se dejaba ver. Le habría gustado cogerle la mano, pero no había motivo para hacerlo. La tiíta solía abrir los cajones cuando él venía, y luego los cerraba con aplomo. Aquello pretendía dar a entender que siempre había quehacer en una casa tan grande, aunque diera la impresión de que se pasaban el día ociosos.

A Wagner, dicho en sus propias palabras, le preocupaba un poco el chico, así que se metía con él en su habitación y le enseñaba cosas de las que nunca se había hablado en el colegio.

¿Catalejo y microscopio? En el laboratorio de Física del colegio había un pequeño telescopio, ¿por qué no llevarlo a Georgenhof para observar allí las estrellas con el chico? Nadie iba a notar la pérdida, lo devolverían cuando la guerra hubiera acabado.

El doctor Wagner se ocupaba del chico de forma totalmente desinteresada. Ni siquiera pedía cincuenta céntimos por la hora de clase. Se conformaba con unas patatas y media col.