INTERMEDIO

KARL TENÍA MIEDO. Mucho miedo. Se recolocó una vez más en el asiento que le había correspondido en el planeador y procuró que no se lo notasen sus compañeros.

Los habían preparado minuciosamente en el campo de Hildesheim para realizar la misión encomendada pero ahora, no lo podía remediar: los nervios encogían su estómago hasta un extremo casi doloroso.

El ruido y el olor a queroseno de los motores de los Junkers 52, que llevaban ya casi quince minutos en marcha, mezclados con el fétido olor de sus compañeros no le estaban ayudando. Es verdad que instalarse con los casi 60 kilogramos que llevaba encima, entre los explosivos Hohlladung, su máuser KAR98 reglamentario y el resto de equipo vital había sido difícil, pero lo peor con diferencia estaba siendo la espera. ¡Qué razón tenían los que decían que no había que dejar pensar a los soldados!

Pese a todo, viajó con su mente a los conocidos paisajes de los Alpes bávaros donde había vivido con su familia hasta el año anterior. Estaba subiendo la cuesta de la iglesia, al lado de la antigua casa de postas, y veía con claridad la puerta de su casa en Aschau, cuando sintió el tirón de la cuerda que puso en marcha el aparato. Miró su reloj, eran las 4:30 h, a.m., como les gustaba decir a los estirados pilotos de la Luftwaffe que los transportaban.

De repente, le vino a la cabeza toda la información que había memorizado día tras día: la posición medía 700 metros de ancho en su dirección este a oeste y 900 metros de largo de norte a sur, tenía 35 casamatas fortificadas y numeradas de artillería e infantería, la pendiente junto al canal Alberto era de 120 metros y la profundidad de los muros y fosos, de 6 a 10.

Tampoco se le olvidaba que los corredores subterráneos que intercomunicaban las casamatas tenían varios kilómetros y, sobre todo, que los refuerzos a la guarnición no podrían llegar antes de 20 o 30 minutos. Era el tiempo que disponían para controlar el objetivo. Solo una cosa le hacía siempre gracia cuando la recordaba, tenía una sola puerta. El general había hecho mucho hincapié en ello y él nunca había terminado de entenderlo. Qué más daría. ¡Si no iban a llamar!

No tardaron mucho. En menos de media hora los aviones los soltaron y, minutos después, el fuerte golpe lo devolvió a la realidad: estaban en el techo de Eben Emael, en Bélgica, a pocos kilómetros al sur de Maastrich.

Con orden y rapidez, los hombres de la sección de asalto Granite se lanzaron a tierra. Era el momento del recuento y Karl ya había olvidado sus nervios, solo tenía en la cabeza terminar cuanto antes su trabajo y volver sano y salvo.

El primer problema lo comunicó Wenzel, el sargento mayor. Faltaban dos planeadores y otros dos habían aterrizado con problemas, por lo que disponían de apenas cincuenta y cinco hombres. No era lo único, uno de los que no habían llegado era el de Witzig, su teniente, que debía dirigir la operación.

Wenzel tomó el mando, le dio a Karl una de las cargas explosivas que iban fijadas a largas pértigas para introducir en las troneras y se pusieron en marcha. Cuando ya estaban próximos a la casamata que les correspondía destruir en la impresionante fortaleza se desencadenó un infierno de sirenas, bengalas y trazadoras. Desde luego, si la operación se basaba en la sorpresa no se podía decir que hubiera sido un éxito.

Pegado contra el suelo, Karl oyó a Wenzel cómo le decía a Niedermeir, el sargento de su pelotón, que destruyera inmediatamente la posición que aparecía en el plano con el número 18, en el sector meridional, y hacia allí se fueron, arrastrando, lejos de las balas que disparaban los belgas sobre sus cabezas.

En la casamata, Niedermeir colocó sigilosamente una Hohlladung de 50 kilos en la cúpula de observación y ordenó a Karl que colocara otra carga de 12 kilos contra la puerta situada debajo de uno de los cañones de 35 mm de las defensas. Los efectos de la explosión fueron devastadores.

Le zumbaban los oídos por la onda expansiva. La violencia de la detonación y el enorme agujero que había quedado en la cúpula de planchas de acero de 25 centímetros de espesor lo habían sorprendido, pero su interior, con los artilleros belgas arrancados de sus asientos y aplastados contra las paredes en un amasijo sanguinoliento que chorreaba hasta el suelo, lo dejó sobrecogido. Pese a todo, no había tiempo para compadecerse, los artilleros supervivientes habían abandonado la casamata tan sorprendidos como él y se retiraban a la carrera por la red de túneles que discurrían por debajo de la fortaleza.

Mientras los perseguía, disparando su fusil a intervalos regulares, no dejaba de pensar que iba a ser una tarea muy difícil desalojar a cerca de 700 belgas escondidos entre los recovecos de las fortificaciones.