
Bombarderos tipo stuka de la Legión Cóndor –las tropas que el Reich alemán envió como ayuda al ejército del general Francisco Franco durante la guerra civil española – en vuelo sobre la Península Ibérica el 30 de mayo de 1939.
La verdad no importa en absoluto y
está totalmente subordinada
a la táctica y la psicología,
pero las mentiras convenientes…
siempre deben resultar creíbles.
Joseph Goebbels
EN ESTE PUNTO, SI EL LECTOR no supiera de sobra del tema que se va tratar, se preguntaría: ¿para qué quería Alemania una táctica de combate nueva y un ejército moderno si en 1939 el país estaba saliendo de la depresión económica, se construían autopistas y había trabajo? Para la guerra. Una guerra que llevaba veinte años preparando. Desde el mismo día que sus oficiales se habían visto obligados a ordenar el alto el fuego que ponía fin al primer conflicto mundial de una forma muy extraña, puesto que en realidad, ninguno de los principales países que habían intervenido se consideraban vencidos. Desde luego, no los militares alemanes, que entendieron la rendición de su gobierno como una traición.

Rearme alemán. El 4 de octubre de 1935 se presentaron en Bückberg, cerca de Hannover, decenas de nuevos carros de combate recién fabricados que violaban abiertamente el tratado de Versalles.
Ese cierre en falso de la guerra, con países agotados, pero no derrotados, y el tratado que se firmó en Versalles en 1919 para ponerla fin oficialmente, donde las potencias que se habían declarado vencedoras sometieron a las vencidas a una serie de agravios que no estaban dispuestas a olvidar, fueron los culpables.
En Versalles, por ejemplo, entre un clima de manifiesta hostilidad, se repartió Oriente Medio, —un problema que sigue sin resolverse— o para seguir en Europa, se posibilitó la existencia de Polonia entre dos imperios que se consideraban vencidos, Alemania y Rusia, sin contar con que ambos tenían muchas cosas que resolver con la joven república polaca. Una de ellas, el «Corredor de Danzig», que pronto se convirtió en una pesadilla para la seguridad del viejo continente.
El corredor dividía el territorio prusiano en dos, Occidente y Oriente, para facilitar a Polonia un acceso marítimo y comercial al Báltico, y dejaba la ciudad de Danzig, con un 96% de alemanes, germanizada por la orden teutónica hacia el siglo XII y una de las más florecientes ciudades de la liga hanseática en el XV3 en manos del gobierno de Varsovia. Un disparate internacional que durante los años que Alemania tardó en prepararse para un nuevo conflicto bélico golpeó sin descanso sobre los orgullosos prusianos haciéndolos odiar a sus vecinos hasta extremos insospechados.
La llegada al poder en Alemania de Adolf Hitler y su Partido Nacional Socialista no hizo más que acelerar las cosas. Con una política agresiva, entre el beneplácito de su población y la desidia del resto de Europa, el 12 de febrero de 1938 el nuevo Reich se anexionó Austria. El 29 de septiembre, amparándose en los problemas que decía tener la población de lengua alemana en la región de los Sudetes, aprovechó para ocupar también toda Checoslovaquia y, para terminar sus primeros movimientos, se volvió sobre Polonia.
En la que se consideraba ciudad libre de Danzig, bajo la tutela de la Sociedad de Naciones, desde antes de 1934, la mayoría de la población era alemana y militaba en el Partido Nacional Socialista, luego a nadie le sorprendió que las elecciones para Presidente del Senado de la ciudad las ganara Arthur Greiser, que pertenecía a las SS desde 1931.
Era una primera toma de posiciones que sirvió para que, en enero de 1939, definitivamente resueltos los casos de Austria y Checoslovaquia, Hitler pidiera la restitución de la ciudad, además de los beneficios de extraterritorialidad para una autopista que debería unir Danzig a Prusia con un pasillo, dentro del propio pasillo que se le había concedido a Polonia como territorio.
El gobierno de Varsovia rechazó oficialmente la petición del estatuto de extraterritorialidad el 26 de marzo y ese mismo día, aunque se mostró dispuesto a sustituir en Danzig el régimen dependiente de la Sociedad de Naciones por una garantía polaco-alemana, se negó en redondo a que la ciudad formara parte del Reich. En respuesta, el ministro de exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop, llamó al embajador polaco en Berlín, Jòzef Lipski y le dijo: «he leído la respuesta de su gobierno y me recuerda ciertas actitudes arriesgadas tomadas por otro país». La alusión a los Sudetes y a Checoslovaquia era tan clara que Lipski solo podía considerarla una amenaza. Desde ese día, mientras todo el oeste europeo se preguntaba si merecía la pena morir por Danzig, la suerte de la ciudad, y por extensión la de Polonia, estaba echada.

Varios vehículos de una división motorizada alemana durante la anexión de Austria, en 1938.
En agosto, mientras vestidos como turistas llegaban a la ciudad cientos de alemanes para formar un cuerpo de ejército, las elecciones para el senado las ganaba el bávaro Albert Forster de 37 años que, cuando se había casado cinco años antes, lo había hecho en la Cancillería del Reich, en Berlín, con Hitler y Rudolph Hess de invitados de honor.
A finales de ese mismo mes, ante los provocadores discursos de Hitler, Polonia decretó la movilización general, y rápidamente se vio presionada por Francia y Gran Bretaña para limitarla a 700.000 efectivos. El gobierno aceptó ante la promesa de ayudas militares de ambos países y demostró lo iluso que era. Nunca llegaron. Algo que Hitler ya sabía. Estaba seguro de que las potencias europeas entregarían Polonia a cambio de que las dejara en paz y no las inmiscuyera en la guerra.
A pesar de que el 21 de junio el ministro de exteriores del Reino Unido, Lord Halifax, había renovado a Polonia la garantía de mantener a toda costa su independencia, el 23 de agosto, en Moscú, con la firma del tratado de no agresión entre el Reich alemán y la Unión Soviética, se ratificó entre ambas naciones un pacto secreto para su desaparición y posterior reparto, así como la cuestión de los límites de sus respectivas esferas de influencia en los territorios del este de Europa. Al desaparecer Polonia, la parte este le correspondería a Rusia y la oeste a Alemania.
Las nuevas fronteras de ambas naciones las señalarían los ríos Narev, Vístula y San, muy cerca de la ciudad de Brest-Litovsk, donde veintiún años antes, durante la Primera Guerra Mundial, Rusia había firmado su capitulación ante las fuerzas germanas. En el sureste, los soviéticos ponían todo su interés en ocupar Besarabia y en el noreste, en los estados bálticos, la frontera septentrional de Lituania se consideraría como el límite natural de las zonas de influencia de Alemania y la URSS.

El 30 de septiembre de1938 las potencias europeas firmaron los acuerdos de Munich. Con ellos Gran Bretaña y Francia daban la espalda, oficialmente, a todo lo que ocurriese en el este. De izquierda a derecha: Benito Mussolini (Italia), Adolf Hitler (Alemania), Édouard Daladier (Francia) y Arthur Neville Chamberlain (Gran Bretaña).


Adolf Hitler. En la imagen superior, marcado con una equis, durante la Primer Guerra mundial, cuando no era más que un cabo de nacionalidad austriaca integrado en el ejército alemán. En el centro de la inferior, por las calles de Munich el 9 de noviembre de 1933, durante los actos del 10.° aniversario del Partido Nacional Socialista.
¿Qué hicieron Francia y Gran Bretaña para impedirlo? Reafirmar su compromiso con la nación polaca, lo que se tradujo en nada. Lo mismo que habían hecho con Austria o Checoslovaquia.
Hitler, aunque decía que no le importaban lo más mínimo los pactos que firmase el gobierno inglés y no creía que Gran Bretaña interviniera contra Alemania por lo que pasara en el este, no las tenía todas consigo. Cuando al mediodía del 25 de agosto se firmó el pacto de asistencia mutua entre Londres y Varsovia, y media hora más tarde el general Coulonche, embajador de Francia en Berlín, avisó de que su país haría lo mismo, anuló el ataque a Polonia, preparado para las 4:30 h, a.m. de la mañana siguiente. Con tanta premura, que la contraorden llegó a las tropas a las tres de la mañana, cuando ya se encontraban en marcha hacia la frontera polaca.
Hermann Goering era un hombre de una personalidad, cuanto menos, compleja. De familia aristocrática, había sido un as de la aviación alemana durante la Primera Guerra mundial con 22 derribos confirmados y, en 1939, figuraba como número dos del Partido Nacional Socialista.
A él no le importaba lo más mínimo aniquilar a Polonia, pero no quería que comenzase una peligrosa guerra contra Inglaterra. El mismo día 25 aprovechó por su cuenta para enviar a Londres un mediador, el comerciante sueco Birger Dahlreus, al que había conocido de forma casual.
Dahlreus fue recibido por Lord Halifax la mañana del 26 y le entregó una carta personal de Goering. Por la tarde, regresó en avión a Berlín y, a medianoche, Goering se lo presentó a Hitler. De la reunión entre los tres salió un escrito con seis condiciones que se utilizarían como base para seguir las conversaciones con Inglaterra.
El domingo 27, mientras en las ciudades alemanas se hacían febriles preparativos para la guerra, Dahlreus regresó a Londres. Esta vez lo recibieron Halifax y Chamberlain. Por la noche regresó de nuevo a Berlín y comunicó a Goering que Gran Bretaña estaba dispuesta a llegar a un acuerdo, pero que recomendaba las negociaciones directas entre Polonia y Alemania.
En la tarde del 28, Hitler entregó al embajador británico, Henderson una propuesta detallada y en la noche del 29, lo llamó para decirle que procurara que un negociador polaco, provisto de plenos poderes, acudiera a Berlín al día siguiente. Se confeccionó un documento que contenía, en dieciséis puntos, las exigencias de Alemania a Polonia y, con él en la mano, Ribentrop esperó. El documento exigía, en general, la devolución de Danzig y de todos los territorios ocupados por Polonia, de forma inmediata, sabiendo que el gobierno polaco no lo iba a aceptar nunca.

Goering, uno de los hombres más extraños del Reich. Retrato realizado hacia 1930.
Al mediodía del 31, Polonia, presionada por Gran Bretaña, indicó a Lipski que se entrevistase con Ribbentrop, pero que no aceptara ningún ultimátum. Ribbentrop lo recibió a las 18:30 h, p.m. le preguntó si tenía plenos poderes para negociar y, ante su respuesta negativa se negó a continuar la conversación.
Mientras, se había dado la orden para iniciar el «Caso blanco» a las 04:45 a.m. del 1 de septiembre. En su tercer punto el texto era muy claro:
En lo que se refiere al oeste, lo que importa es dejar a Inglaterra y Francia que sean ellas las que rompan las hostilidades. De momento, las agresiones fronterizas poco importantes serán repelidas con carácter enteramente local. Hay que observar escrupulosamente la neutralidad que nos han prometido Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Suiza.
Era el nombre clave que Heydrich y Müller le habían dado a doce o trece presos condenados que, ya muertos, serían vestidos con uniformes polacos y cuyos cadáveres, a los que se dispararía para que tuvieran heridas, se abandonarían en la estación emisora de radio de la ciudad para presentar a la prensa internacional una prueba real de las agresiones que, cada vez con más frecuencia, estaba autorizando el gobierno de Varsovia.
Noviocks, junto a otros cinco miembros del Servicio de Seguridad, debían ocupar la estación de radio hasta que un alemán que hablaba polaco terminara una agresiva alocución en la que se instaba a los polacos a atacar Alemania.
A la hora de la verdad, Müller le entregó a Noviocks una sola «conserva» vestida de paisano. Lo tendieron en la entrada de la emisora, hablaron tres o cuatro minutos por un emisor de emergencia, dispararon algunos tiros de pistola y abandonaron el lugar4.

Reinhard Heydrich, general de las SS y, de 1936 a 1942, jefe de la Policía de Seguridad Alemana —Sicherheitspolizei— formada por la Gestapo y las fuerzas de investigación de la policía criminal –Kriminalpolizei—.
Los panzers ya corrían por las carreteras polacas cuando la policía alemana hizo público su informe, que decía:
Hacia las ocho de la tarde, la estación emisora de Gleiwitz fue atacada y ocupada momentáneamente por un grupo de insurrectos polacos que fueron rechazados por la policía fronteriza alemana, resultando herido mortalmente uno de ellos durante la refriega.

La emisora de radio y la torre de transmisiones de Gleiwitz, en Silesia, tal y como se encontraban en agosto de 1939. La torre, a la derecha, de 118 metros de altura, estaba construida en madera de alerce.
Notas al pie
3 Ver Naves mancas, nuestra obra publicada por EDAF en 2011.
4 De la declaración jurada realizada por Helmut Noviocks ante el teniente Martin, del ejército de los Estados Unidos, el 25 de octubre de 1944.