Primera parte
EL SER Y EL DEVENIR

La materia y la energía

«Nada se crea ni se destruye, sino que se transforma.» Esto es lo que afirmaban los filósofos griegos, a propósito del eterno fluir de las cosas, que los sabios hinduistas identificaron por su parte con el samsara, el ciclo del devenir.

Según las leyes de la física, la energía nunca desaparece, sino que simplemente se transforma. Tras la apariencia material de nuestro cuerpo físico, que hay quien considera erróneamente como la única realidad, existe todo un conjunto energético sin el cual ni siquiera habría vida, formado por tres estructuras distintas: los cuerpos sutiles, los nadi y los chakras.

No por casualidad, el número tres está siempre presente en todo lo que respecta a lo divino. Basta pensar en las tríadas divinas: Vishnú, Brahma y Shiva, en el hinduismo; Padre, Hijo y Espíritu Santo en el cristianismo; Osiris, Isis y Horus en la religión egipcia; por no hablar del hombre mismo, que es al mismo tiempo espíritu, mente y cuerpo.

Por lo tanto, tres son los elementos que se manifiestan a partir de la unidad primordial; y, para los hindúes, tres son las cualidades (guna) de la sustancia: tamas (oscuridad, inercia), rajas (movimiento) y sattva (equilibrio, luminosidad).

De su combinación, uniéndose de dos en dos, se derivan las cuatro posibilidades, los elementos cósmicos griegos: agua, tierra, aire y fuego, de un total de siete; o sería mejor decir seis más uno, porque, combinando las tres guna (tamas, rajas y sattva) en todas las parejas posibles (sattva y rajas, sattva y tamas, rajas y tamas), alcanzaríamos la cifra de seis, que eran —dicho sea entre paréntesis— los sistemas filosóficos de la India antigua y los planetas del sistema solar conocidos en la Antigüedad, si excluimos la Tierra, que es desde donde los observamos.

Así pues, seis son los chakras principales del hombre común: Muladhara, Svadhishthana, Manipura, Anahata, Vishuddha y Ajna, puesto que el séptimo, Sahasrara, pertenece al iluminado que ha trascendido la condición humana. Para obtener la séptima combinación, hay que salirse del esquema de los emparejamientos de las guna y proceder a la unión de los tres (tamas y rajas y sattva).

En el hombre, las dos energías, masculina y femenina, yang y yin, de cuya interacción se originó la vida, se polarizan, mediante diversos cruces, a lo largo de la columna. En la práctica, somos grandes imanes vivientes de cuatro polos, sensibles a todas las leyes físicas de la electricidad y del magnetismo, formados por dos polaridades horizontales, yin y yang, y dos verticales: la más alta y espiritualizada se encuentra en la cúspide del cráneo y la más baja y densa en la base de la espina dorsal. Entre estos dos polos, caracterizados por un potencial y, en consecuencia, por un voltaje distinto, se sitúan todos los estadios intermedios, como las notas de una escala musical, donde las notas más bajas se deben a una vibración lenta y las más agudas a un movimiento vibratorio rapidísimo.

En la práctica, estamos atravesados por un flujo continuo, por una corriente eléctrica positiva y negativa en cuyas intersecciones, a lo largo del eje vertical de la columna, la energía forma unos remolinos que giran en el sentido de las agujas del reloj y al contrario en función de su polaridad. Cuando la corriente positiva que fluye de un lado del cuerpo se cruza con la negativa, como es dominante, desplaza el remolino en su dirección. Esta es la razón por la que todo remolino parece girar en sentido contrario respecto al anterior y al posterior. Naturalmente, no se trata de corrientes continuas sino alternas, muy parecidas al flujo energético generado por la rotación de la Tierra, hacia el Sol entre mediodía y medianoche, y en dirección opuesta entre medianoche y mediodía.

Es la respiración del cosmos, que alterna rítmicamente los ciclos nocturnos y diurnos, al igual que el hombre alterna inconscientemente el predominio de uno u otro orificio nasal durante el acto respiratorio. En la fase de inspiración, la energía sube hacia arriba, y al espirar vuelve a concentrarse hacia abajo. De este modo, al respirar con el orificio nasal izquierdo prevalece la experiencia de la percepción, mientras que al respirar con el derecho prevalece la de la acción. Los hindúes simbolizan este complejo sistema energético con la imagen de Meru Danda, el equivalente oriental del caduceo de Mercurio, la vara a lo largo de la cual se retuercen las dos energías serpentinas.

Sin embargo, y como enseña la alquimia, en realidad nada permanece inmutable, sino que todo puede ser transformado, al modificar simplemente su ritmo vibratorio, del más burdo al más sutil, del emblemático plomo al oro purísimo. Y, por lo demás, como afirma Einstein, ¿qué es la materia, sino un pensamiento vibrante a velocidades inferiores? Es la argucia del mago, antigua como el mundo: materializar objetos, ralentizando la velocidad vibratoria de la energía del pensamiento, o desmaterializarlos, aumentándola.

El caduceo

Toda manifestación de la realidad, que puede resumirse en una de las cuatro categorías, temperamentos, humores o tattva (en sánscrito, «esencia de lo que es»), no es más que energía vital que opera a ritmos distintos: así, la diferencia entre los elementos se debe únicamente a una velocidad de vibración diferente.

Basta con pensar en la tierra, sólida, visible, tangible e inerte (es decir, incapaz de pasar a un estado distinto), para imaginar la lentitud vibratoria de sus partículas atómicas. Después viene el agua, un poco más rápida desde una perspectiva vibratoria, como demuestra su falta de forma, su capacidad de adaptarse a cualquier recipiente y, al calentarse, pasar al estado gaseoso, sin dejar de ser visible y tangible. Después, el fuego, que no se toca pero se ve y se siente; y, por último, el aire, real aunque intangible e invisible. Sabemos que existe, porque si nos faltara moriríamos asfixiados, pero no lo podemos ver, sopesar, ni mucho menos apretar entre los dedos.

Los elementos del cuerpo

El fluir de los tattva y el predominio temporal de uno sobre otro se manifiestan en el cielo a través de las energías planetarias y zodiacales que se suceden en la tierra mediante los ciclos estacionales. Al igual que los animales, las plantas y las aguas, el cuerpo del hombre tiene sus estaciones. No es por casualidad que como enseña la medicina ayurvédica,[1] en primavera predomine el aire, el Vata, unido a la respiración, el verano sea la estación de la bilis, Pitta, y el otoño y el invierno, húmedos y fríos, la de la flema, Kapha. En este sistema de pensamiento nada es bueno o malo, ni un elemento vale más que otro, ni hay un color, una nota o un planeta mejor, porque toda la energía tiene un sentido preciso en el todo; a condición de que se manifieste sin estridencias, en sintonía con el resto.

Atender a los ritmos del cielo y de la tierra, escritos en los astros y en las estaciones, es el primer deber de quien aspira a emprender un camino, en armonía con el cosmos y los demás seres.