La consciencia de la propia identidad es básica en nuestra relación con la vida y con el mundo. Es el resultado de un proceso complejo que vincula estrechamente la relación consigo mismo y la relación con los demás. Es también un proceso dinámico que interviene y evoluciona durante toda la vida.
El concepto de identidad fue dado a conocer por Erik Erikson en su conocido libro Infancia y sociedad (Erikson, 1993), donde destaca el rol preponderante de las interacciones sociales en la construcción de la personalidad. Plantea que la identidad personal es el resultado de una construcción progresiva, que se inicia en los primeros años de la vida y se desarrolla a lo largo de la misma a través de ocho etapas a las cuales corresponden ocho edades del ciclo vital. La “crisis de identidad” es una expresión forjada por Erikson para referirse a un momento clave en el desarrollo de la identidad, que normalmente se produce en la adolescencia, pero que también puede producirse en otros momentos de la existencia.
La identidad personal, que puede parecer una noción simple y evidente es, cuando se analiza en profundidad, un fenómeno complejo y multidimensional. Tiene, primero, un significado objetivo: el hecho que cada individuo es único, diferente a los otros por su patrimonio genético y en su historia personal. Sin embargo tiene muy especialmente, un sentido subjetivo: conecta con el sentimiento de la individualidad (yo soy yo), de la singularidad (soy distinto a los demás y tengo tales y tales características) y de la continuidad en el espacio y en el tiempo (yo soy siempre la misma persona).
Este sentimiento multidimensional es propio del sujeto, pero también de los otros y del ambiente psicosocial que lo rodea: nosotros esperamos que cada persona manifieste una cierta coherencia y una cierta constancia en su modo de ser, sus actitudes, su conducta (te conozco bien… tú eres así…). Mucha variabilidad en este nivel, es percibida como patológica (inconsistencia, fragilidad identitaria, etc.)
En la identidad personal pueden diferenciarse distintos componentes (Marc, 2009):
La identidad es compleja y paradojal. A nivel semántico designa lo que es único y por lo tanto, el hecho de diferenciarse irreductiblemente de los otros. Pero también designa lo que es idéntico, lo que es parecido, igual, aunque permanezca, sea diferente. Esta ambigüedad semántica tiene un sentido profundo: sugiere que la identidad oscila entre la semejanza y la diferencia, entre lo que hace de nosotros un individuo particular y lo que al mismo tiempo nos hace parecido a los otros.
La identidad se construye en un doble movimiento de asimilación y diferenciación, de identificación a otros y de distinción respecto de ellos. Henri Wallon (1993), históricamente uno de los primeros en interesarse en la construcción de la identidad en el niño, señala que la consciencia de sí no es esencial ni primitiva. Es un producto ya muy diferenciado de actividad psíquica. Según este autor, solo a partir de los tres años el niño puede comenzar a comportarse y a conocerse como un sujeto distinto a otros. Y para que llegue a realizarse, a buscar formas con las cuales poder expresar su individualidad subjetiva, necesitará evolucionar hasta la adolescencia o la edad adulta.
Desde el embarazo, el discurso de los padres sobre el niño anticipa y orienta la formación de su identidad; le da un lugar al niño en la constelación familiar junto con proyectarlo al futuro a través de la imagen sugerida de su destino.
Sin embargo, el recién nacido no es consciente de su identidad, solo accede muy progresivamente a un sentimiento de sí mismo. El sentimiento de identidad se constituye a partir de la percepción del propio cuerpo y a través de las primeras interacciones con el ambiente (Haeussler y Rodríguez, 1988).
El cuerpo constituye la base y el soporte privilegiado del sentimiento de identidad. Poco a poco, el bebé aprende a localizar las tensiones, las sensaciones, las emociones en su cuerpo, a distinguir lo que es interno (sensación de hambre, de sed…) y lo que es externo (objetos y personas de su ambiente). La exploración de su cuerpo, la manipulación de los juguetes, le permiten tomar consciencia de los límites de su cuerpo. Así, Wallon (1993) señala que el niño cuando juega, explora sistemáticamente en sus actividades las diferencias entre la superficie sensible que le ofrecen las distintas partes de su cuerpo y los objetos externos. Sin embargo, como lo establecieron los trabajos de Schilder (1980), la imagen del cuerpo, base de la imagen de sí mismo, es diferente de la realidad anatómica, y está fuertemente marcada por la dinámica pulsional, de los afectos y experiencias internas.
En la constitución de la identidad tiene un lugar muy importante la imagen de sí mismo. Entre el primer y segundo año de vida, el niño aprende a reconocer su imagen en un espejo (Zazzo, 1973), que resulta de un proceso de objetivación y de apropiación. A través del proceso de objetivación, el niño llega a poder captarse desde el exterior como un objeto en medio del espacio de los objetos, es decir pasa a ser visible para sí mismo; puede “verse”… A través de la apropiación el niño incorpora esta apariencia visual y la hace coincidir con la experiencia interna de su cuerpo (a través de las sensaciones táctiles, viscerales y emocionales). En el momento de esta fusión, el uso del “yo” pasa a ser habitual en el lenguaje del niño, marcando así la emergencia inicial del sentimiento de identidad.
La identidad personal es también una identidad sexual. Desde que accede al lenguaje, el niño es llevado a reconocerse como hombre o mujer. Pero la identidad sexual no solo es el resultado del sexo anatómico, sino también, según los psicoanalistas, de las identificaciones de la infancia, especialmente de aquellas que se producen en torno al complejo de Edipo (Marc, 2009). Estas identificaciones se realizan de manera preponderante con el padre o hermanos del mismo sexo, pero ellas se dirigen también de manera más o menos marcada hacia el sexo opuesto, produciendo una cierta bisexualidad psicológica. Más adelante, la identidad sexual se apoya en los modelos de la femineidad y de la masculinidad propuestos por la cultura.
Este proceso, que se desarrolla en las áreas sensorial, motriz, y emocional, se produce paralelamente en la esfera cognitiva. Jean Piaget (1982) ha mostrado a través de la noción de “objeto permanente” (objeto y persona continúan a existir fuera del sujeto y de todo contacto perceptivo), la manera en que el niño después de haber tomado consciencia de sus sensaciones, entre 6 meses y 2 años, aprende poco a poco a reconocer la existencia de un ambiente “no-yo”. Esta es la base de la noción de identidad ya que permite concebir que un ser pueda ser idéntico a sí mismo en la sucesión del tiempo o en el desplazamiento en el espacio.
La construcción de la identidad no es solo un proceso interno del individuo puesto que las interacciones con las personas que rodean al niño juegan también un rol fundamental en su desarrollo identitario. En la relación afectiva entre la madre y el recién nacido, este va construyendo progresivamente una consciencia estable de sí mismo. A través de la relación física cercana, en una comunicación permanente por los cuidados, alimentación, caricias, juegos, palabras, el niño pequeño desarrolla la percepción de su cuerpo, en forma dependiente y al mismo tiempo autónoma de la madre. Winnicott (1975) destaca específicamente el rol de espejo de la mirada materna que permite al niño descubrirse como un ser involucrado afectivamente. En efecto, para Winnicott cuando el niño mira el rostro de su madre, generalmente lo que ve es él mismo. Es decir, la madre mira al bebé y lo que su rostro expresa está en relación directa con lo que ella ve y permite al niño sentirse sentido.
René Spitz (1999), ha señalado igualmente la importancia de las interacciones tempranas en la formación del sentimiento de identidad. El autor destaca el rol de tres organizadores.
El primero es la sonrisa, que es signo de relajo interno y respuesta a las estimulaciones del ambiente; constituye el prototipo y la base de todas las relaciones sociales posteriores.
El segundo organizador es la angustia de los ocho meses frente a una persona extraña. Manifiesta que el niño puede reconocer a la madre y distinguirla de personas desconocidas, es decir comienza por tanto a darle una cierta identidad.
El tercer organizador es el NO, cuyo uso se inicia hacia los dos años y que permite al niño oponerse y por lo tanto diferenciarse del ambiente que lo rodea. Constituye una nueva etapa en la afirmación y la percepción de sí como un sujeto autónomo. La identidad se construye en este doble movimiento relacional, de acercamiento y oposición, de apertura y cierre, de asimilación y diferenciación.
La identificación sexual, especialmente activa en la fase edípica, sigue siendo más adelante en el desarrollo, uno de los mecanismos fundamentales de la dinámica identitaria: identificación con la imagen de los padres, de los hermanos y hermanas, de los amigos, los ideales y modelos de la familia y de la cultura (a través de personajes de la mitología, los héroes, los famosos, etc.). Pero la identificación no se realiza solo del sujeto hacia las personas y modelos de su ambiente. Es igualmente importante y operante la identificación que el ambiente le impone al sujeto: durante todo el desarrollo se le inculcan normas y modelos que debe asimilar y hacer propios (Marc, 2009).
Este proceso primero se desarrolla en el ámbito familiar. Pero a medida que el niño crece su entorno se va ampliando. Con la entrada al colegio, con la influencia de los medios, especialmente la televisión, la identificación se amplía a grupos más amplios: grupo de edad, clase social, pertenencia profesional, barrio, club deportivo, identidad nacional o étnica… En la edad escolar, hacia los siete u ocho años, aparece una nueva aptitud que modifica profundamente sus interacciones sociales: la capacidad de descentración en relación a su ambiente inmediato. Gracias a esta capacidad, el niño puede ponerse en el lugar del otro y así ver las cosas y a sí mismo desde la perspectiva de los otros (Haeussler, 1993). Aprende así a reconocer identidades múltiples, relativas a situaciones diferentes (hijo, alumno, amigo), a adaptar sus conductas a los demás y a tomar consciencia de los diferentes roles. Sus relaciones de amistad con niños de la misma edad se refuerzan y tienden a ser más exclusivas, se desarrolla la consciencia de las diferencias sociales, y al mismo tiempo aparece una tendencia a la segregación según sexo en el grupo de compañeros.
El niño interioriza progresivamente sus grupos de pertenecia, los “nosotros” en los cuales participa. Estos “nosotros” se instalan en una estratificación, donde se sitúan unos en relación a otros, en relaciones de poder, de prestigio y de dinero y de una historia que ha depositado en la memoria del grupo un conjunto de experiencias, hechos, modelos y representaciones. También se inscriben en una estrategia, individual o colectiva que proyecta el sujeto en el futuro en una competencia por el reconocimiento social, la valorización o el cambio.
De este modo, las identificaciones proceden de los grupos de pertenencia y también de los grupos de referencia de los cuales el sujeto saca sus modelos o en los cuales trata de integrarse. Las identificaciones no muestran solo el lugar de un individuo, determinado por su historia y su status social, sino también sus anticipaciones y sus aspiraciones.
Si el individuo se reconoce una identidad es en gran medida adoptando el punto de vista de los otros, el del grupo social al cual pertenece y el de los otros grupos: el yo es esencialmente una estructura cultural y social que nace de las interacciones cotidianas (Mead, 1963 en Marc, 2009). Se desarrolla en un individuo determinado como resultado de las relaciones que este último tiene con la totalidad de los procesos sociales y con los individuos que participan. En las diferentes etapas de la vida, el otro es un espejo en el cual cada uno necesita mirarse para reconocerse a sí mismo.
La identidad se va modificando a lo largo de la vida. No es que se vayan agregando más y más identidades sino más bien hay procesos de reorganización, reestructuración, intentos de integración, más o menos exitosos. Según Erikson (1993) este proceso de reorganización surge del rechazo selectivo y de la asimilación de las identificaciones de la infancia así como de la síntesis en una nueva configuración, la cual a su vez depende del proceso por el cual una sociedad identifica al joven y lo reconoce como alguien que tenía que ser quien es. Este proceso, que es normal, incluye casi siempre rupturas y crisis.
Por ejemplo, la crisis de la pubertad que lleva a una modificación profunda de la identidad infantil. El adolescente ve cambiar en forma importante su cuerpo y su apariencia. Debe integrar esta transformación y adquirir una nueva identidad. Al mismo tiempo, tiende a distanciarse del entorno familiar. Para llevar a cabo esta evolución el joven tiene que modificar sus imágenes parentales que con frecuencia, estaban idealizadas y asumir este duelo y la culpa que le provoca este cambio. De hecho, en la mayoría de las culturas existen ritos de paso de una etapa de la vida a otra.
En el transcurso de la vida muchos factores sociales llevan a modificar la consciencia de sí mismo:
Estos factores pueden afectar más o menos significativamente, la imagen de sí, la autoestima y la identidad sexual y corporal. Provocan a veces, verdaderas crisis de identidad hasta transformar por completo la percepción de sí mismo del sujeto.
Así la construcción de la identidad aparece como un proceso dinámico, marcado por crisis y rupturas, inacabado y siempre retomado y dentro de ellos la experiencia escolar es un aspecto de gran significación, jugando un rol esencial en la definición del sí mismo, la formación del autoconcepto y el desarrollo de la autoestima.