Capítulo 1 
DE VUELTA EN EL SUR


HASTA HOY ME PREGUNTO qué pensábamos. No recuerdo cuál era nuestro pronóstico, qué suponíamos que haría el enemigo. Estábamos acorralados en unos pocos metros llenos de asientos angostos cruzados por dos tramos de pasillo que terminaban en un estrecho corredor final. Allí dos —¿o cuatro?— lavabos ofrecían acogida a los pasajeros hostigados por las urgencias del cuerpo. Me pregunto por qué no ocupamos esos recintos y nos recluimos dentro. Si lo hubiésemos hecho es probable que el avión hubiera permanecido esa noche en la loza de Pudahuel. Imagino la escena: los retretes bajo nuestro control, uno de nosotros apostado dentro de cada cuartucho, dos fuera. Desde el exterior se vería un letrerito rojo: Occupied o, más bien, Occupé. Los franceses no perdonan cuando se trata del idioma. El capitán, que no parecía ser un gran irresponsable, no hubiese despegado en esas circunstancias. Seguramente sus exámenes sicológicos habían sido minuciosos y los resultados, suficientes. Al fin y al cabo una aeronave como esa valía una fortuna. Entonces hubieran reducido primero a los dos de fuera y a continuación una cuadrilla de expertos desmontaría las puertas de los baños sin dañarlas, para después forzar la salida de cada uno de los ocupantes que estarían sentados sobre las tazas en actitud beatífica…

Sin embargo, no ocupamos los lavabos.

Deseábamos que cayera la noche y que el avión, cual dinosaurio somnoliento, permaneciera en la loza hasta el nuevo día. La tensión del conflicto debía madurar. Esa era nuestra única estrategia en el difícil trance en que nos hallábamos, sin informaciones, acosados por la mirada persistente de nuestros guardianes, desconfiados de los tripulantes, casi sin contacto con los dos observadores que nos acompañaban y que cumplían disciplinadamente su función. Cada minuto que transcurría jugaba a nuestro favor, complicaba las cosas un poco más para la línea aérea, desquiciaba el funcionamiento del aeropuerto, generaba impaciencia en la policía, mantenía la atención de la prensa, inquietaba a las embajadas y, especialmente, sacaba de sus casillas a la dictadura. En algún momento todo aquello maduraría en una solución y, si actuábamos con firmeza, la única posible era que nos bajaran de la nave. Entonces íbamos a pisar suelo chileno.

De ahí en adelante, veríamos.

Antes de seguir, debo confesar que no sé bien cuándo comenzó esta historia. No sé si fue en uno de los recurrentes momentos de nostalgia, o en el instante en que borrosamente sentimos que ya estábamos traspasados por otra cultura, por otros hábitos, por reflejos distintos, o en algún arrebato de rebeldía provocado por los estertores de nuestra vieja identidad. Tampoco sé bien dónde. ¿Dónde empezó? Si me obligan a precisar un inicio, elijo, al menos provisoriamente, una llamada telefónica y dos frases breves: “Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando”.

Río de Janeiro. Me había trasladado a aquel hotel de cientos de habitaciones rodeadas por jardines tropicales y verandas con vistas panorámicas, una joya de los años veinte. A mi propio costo. No era algo trivial para un exiliado, aunque fuera solo por una noche. Allí tenía lugar un encuentro de nombre imponente: “Primer Congreso Internacional de Política Económica”. Brasil era entonces gobernado por el último de los militares que regentaron veinte años de su historia, el General Figuereido. Pero la mayoría del país reclamaba democracia. Era un movimiento poderoso cuya proclama se había encarnado en multitudes en torno al objetivo de la elección directa de Presidente de la República, “las directas”. Una moción parlamentaria para reformar la Constitución y viabilizarlas —nótese: la dictadura brasilera funcionaba con un parlamento— había fracasado a comienzos de año no obstante obtener una aplastante mayoría a favor, simplemente porque el quórum exigido era demasiado alto. Algunos políticos de renombre nacional y un sindicalista conocido por el apodo de “Lula”, dirigente metalúrgico de Sao Paulo, agitaban a las masas encolerizadas por la derrota injusta de la iniciativa.

La redemocratización brasilera estaba entonces próxima a su clímax. A fines de ese año el candidato opositor derrotaría en elecciones indirectas al abanderado oficialista. Pero ya antes del triunfo se abrían nuevos espacios y numerosos intelectuales y políticos exiliados habían vuelto al país.

El Congreso nos proveía un alojamiento modesto en una casona de las colinas de Río de Janeiro que tenía el aspecto y el olor de un internado. Las sobrias habitaciones eran compartidas; las camas, básicas. Un bus pequeño, de color amarillento, llevaba y traía a los participantes al Hotel Gloria, lugar de las sesiones. Había un contraste inevitable entre la sobriedad del hospedaje de los invitados y la magnificencia del sitio en que se desarrollaba el Congreso. Cada día, al terminar los paneles y debates, éramos depositados en el albergue luego que el pequeño bus atravesaba un túnel y se internaba por calles que subían a una colina. Nunca supe cuál, ni guardo memoria alguna que me permita reconocer hoy aquellos parajes. Nadie se arriesgaba a salir, menos aún sin transporte asegurado, a la noche carioca, incierta y fantasmagórica. Con agrado, a pesar de la inevitable sensación de estar en un encierro, nos dedicábamos unas horas a conversar, a despachar la comida —que me recordaba mis almuerzos en el Instituto Nacional cuando era estudiante secundario— y a beber unos tragos alrededor de botellas de cachaça. Había entre los invitados varias figuras prestigiosas del pensamiento marxista europeo y americano y era para mí una oportunidad única escucharlos y convivir tan cercanamente. Pero era también mi primera visita a Río, quería respirar en las calles el aire latinoamericano, conocer al menos algunos rincones de la capital de los carnavales y apreciar directamente el exotismo que los chilenos, mayoritariamente mestizos de clima frío, suponemos y deseamos encontrar en Brasil.

Entonces, decidí pasar mi última jornada en el Hotel Gloria para, esa noche, salir a cenar junto a unos compatriotas exiliados. Después de comida caminamos un rato por calles muy distintas a las de Rotterdam, mi santuario de aquellos años. Debía aprovechar esos días para poner el ojo a tono con lo que yo era —¿o había sido?— y recuperar mirada sureña luego de tantos años de exilio en el hemisferio norte.

Junto a mis amigos exiliados en Europa añorábamos constantemente América Latina. La música nos conmovía y oíamos, sufrientes, tangos y boleros. Yo coleccionaba boleros clásicos y aquella música que en Chile se conocía como “cebolla”, caracterizada por un sentimentalismo algo ingenuo y bastante lloroso. Eran valses y boleritos que, en alguna medida, proyectaban una mirada desde abajo, impregnada de sentimientos y expresiones populares. El recital de de Lucho Barrios en Holanda, en mayo de ese mismo año 1984, había sido un acontecimiento inolvidable. El cantante hacía una gira europea o, para ser más realista y preciso, un recorrido por las comunidades chilenas exiliadas. Fue recibido con cariño y expectación por la colonia en Holanda. Se presentó en Rotterdam en un atestado salón del Centro Salvador Allende, situado un piso más abajo que nuestro Instituto para el Nuevo Chile, en la marginal calle Wijnhaven —“muelle del vino” en neerlandés—, al lado de la línea elevada del ferrocarril, próximo al río Mosa y a un café típicamente holandés donde se podía tomar reconfortante sopa de arvejas en invierno o beber un amargo de hierbas bien enfriado en el congelador. El cantante vestía un elegante esmoquin que —detalle imborrable— lucía solapas de terciopelo negro. Cantó unas tres horas acompañado de un guitarrista peruano que, mientras Barrios hacía una pausa, contaba chistes de subido tono. El público de esa noche —casi once años después del golpe militar— había perdido ya el hábito nacional, en aquel entonces aún predominante, de burlarse de los homosexuales o de los maridos engañados, o de referir todo el humor a los órganos genitales de ambos sexos. El humorista sentía que su público no respondía como él esperaba y al intervalo siguiente elevaba más el tono de sus historias. El efecto era pavoroso: el público se reía cada vez menos. El hecho no desmereció la versatilidad del guitarrista y la entrega total de Lucho Barrios. Es uno de los conciertos musicales más notables que me haya tocado presenciar.

El día anterior a aquella llamada, en la tarde, tuvo lugar el foro en que me correspondía participar. Entre los varios panelistas estaban dos brasileros que se habían exiliado en Chile, Fernando Enrique Cardoso y Teothonio dos Santos, el organizador del Congreso, y también el ex Presidente Echeverría, de México. Aprecié que el tema era intencionadamente vago pero seductor: “El futuro político de América Latina”. En todo caso, la cuestión tenía sentido y actualidad: Brasil estaba en plena transición, Uruguay también, Argentina había ya elegido un gobierno democrático. La pregunta del momento era si la democracia lograría consolidarse o no y de qué manera. Mi posición en el debate era especial: la transición chilena se veía aún lejana, Pinochet había concentrado poder y su dictadura marcadamente personalista no parecía en peligro inminente, aún amagada por una crisis económica mayúscula, por el desarrollo orgánico de una oposición política y por la energía a veces desbordante y combativa del movimiento social. Pero, ni todo eso aseguraba un cambio de régimen. Yo no podía ofrecer una visión decididamente optimista, comparable a la del Río de la Plata y Brasil.

El penúltimo día del Congreso me levanté muy temprano, me mojé la cara y me alisé el pelo. Conseguí, después de algún esfuerzo, un taxi que llegara a mi sitio de alojamiento y eché mis pertenencias en mi pequeña valija. Partí hacia el Hotel Gloria. Disfruté una ducha reparadora, de aquellas con enérgicos chorros de líquido bien caliente, jabones olorosos y, luego, suaves toallas blancas de algodón grueso capaces de chupar como muertas de sed el agua adherida a la piel. Al bajar al salón principal del hotel fui a depositar la llave de la habitación y entonces un mulato de uniforme verde y galones dorados me pasó un papel con un mensaje y me dijo en un español casi impecable:

—Lo han llamado hace tan solo unos minutos.

—Seguramente no escuché el teléfono. Estaba en el baño.

Desde Buenos Aires me llamaba mi viejo amigo Jorge Guralnik. Pedía que me comunicara urgente. Inquieto, subí a mi cuarto y encargué la llamada a la telefonista. Me asomé por la ventana de aquel hotel, lugar clásico de prestigiosos eventos sociales y políticos, al que supuse que los organizadores del Congreso pagaban las ganas por el arriendo de sus salones a costa de ahorrar en el alojamiento y comida de sus huéspedes. Observé la bahía de Guanabara. Era otra mirada, más próxima, a baja altura. Ya había admirado desde el avión, a mi llegada, los islotes con apariencia de hongos acuáticos, unos, otros de cactus marinos; había visto el Pan de Azúcar y el Corcovado, y la costa alrededor de esas aguas aventajadas. Todo despertaba mi curiosidad. En aquel entonces, para cualquiera como yo, pisar, mirar, oler América Latina era un momento especial, la realización de un deseo largamente cultivado. Durante el destierro habíamos fusionado memorias e intercambiado costumbres con otros latinoamericanos. Al interior de aquella comunidad de exiliados de cultura e idioma compartidos nos queríamos un montón y perfectamente podíamos haber sido, usando el invento de Juan Gelman, argenguayos, urulenos, chilentinos o paraguanos.

La operadora, con voz suave e idioma musical, anunció la conexión. Jorge se escuchaba fraternal y exuberante, como siempre. Y directo, pues casi sin rodeos lanzó el dardo:

—Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando.

—No te entiendo —dije— ¿Quiénes me esperan? ¿Qué van a hacer a Santiago?

—¿No sabes nada? —preguntó, como si mi desinformación fuera una falencia inadmisible—. Un grupo, pues, un grupo… En serio, te estamos esperando.

—Estoy desde hace unos días en Brasil. Pero ¿a qué van? ¡Están locos! Tú sabes que yo no puedo entrar —contesté confuso.

—A exigir que los dejen vivir en Chile, a eso. ¿No quieres volver? Hay circunstancias favorables —dijo Jorge con el tono de alguien que hace un gran favor.

Sentí alguna inflamación en sus palabras. Ese es su modo de ser, pensé. Exagerado, audaz, apasionado más allá de los límites. Solo una personalidad como la de él puede ser capaz de concebir una idea de ese tipo, me dije. O sea, mi desconfianza era absoluta, especialmente sobre su evaluación, sobre ese juicio tan firme: “hay circunstancias favorables”. Lo conocía desde que juntos habíamos sido dirigentes secundarios y partícipes de la huelga estudiantil que culminó en los sangrientos disturbios del 2 de abril de 1957.

Alicia Ramírez se llamó mi primer muerto. Nunca la conocí. Cayó el 1 de abril de 1957 en las cercanías de un cine que había en la calle Santa Lucía, frente al cerro, baleada por la policía. Fue durante una manifestación estudiantil, ella estudiaba para ser enfermera, en la Universidad de Chile. Cayó cuan larga era. La futura enfermera no alcanzó siquiera a hacer un intento de detener su propia sangre. El líquido rojo se extendió disciplinadamente y su flujo siguió las ranuras de las baldosas de la vereda. Los estudiantes huyeron, unos por los senderos del cerro para cobijarse tras los árboles frondosos, detrás de las grandes piedras, en los recodos, en los mismos lugares donde en las tardes acariciaban a sus parejas. Otros escaparon hacia la Alameda, o por Moneda, Agustinas y Huérfanos en dirección al centro.

Al otro lado de la Alameda estaba la vieja casona de la FECH, con su balcón en el segundo piso. No lo sabíamos entonces, pero desde allí hablaría Allende trece años más tarde la noche de su victoria presidencial. La FECH era acogedora, o así me parece ahora, con su gran patio central de baldosa, techado pero luminoso. En los cuartos que lo rodeaban se reunían los dirigentes universitarios de los diversos partidos. A los estudiantes de educación media y a su Federación nos prestaban salas para las reuniones. Desde esas piezas oscuras y de asientos incómodos salieron las instrucciones para el día siguiente. El día antes en Valparaíso grandes manifestaciones de la CUT y del Frente de Acción Popular, apoyadas masivamente por la población, habían conmocionado la ciudad, todos lo sabíamos, estaba en la prensa. El saldo eran varios heridos y un muerto. No más alzas de precios, basta ya. Eran cinco años de gobierno que habían devorado las esperanzas suscitadas por la escoba de Ibáñez que, se suponía, barrería con la mugre y dejaría la casa en orden. La inflación galopaba como corcel desbocado. Los salarios se hacían agua.

El 2 de abril en la mañana llegamos a nuestros liceos a sacar a los compañeros a la calle. En la esquina de Arturo Prat y Alameda conseguimos que el Instituto Nacional entero fuera al paro. No recuerdo manifestación estudiantil más grande que aquella. Ahí estábamos, Guralnik del Lastarria, yo del Nacional. Desfilamos en seguimiento de los estudiantes universitarios, para, desde muchos lados, converger a las dos de la tarde frente al local de la FECH y, sentados en el pavimento de la Alameda, escuchamos los discursos de los líderes. Luego partí a Puente Alto a la casa de mis padres, a almorzar, y no logré volver. La ciudad se estremecía, la asonada estaba en marcha. Las tiendas cerraban, los microbuses interrumpían los servicios, las calles del centro parecían enfermas de viruela, salpicadas de rojo por aquí y por allá. Más de veinte muertos registró el parte oficial, pero hay quienes sostienen que hubo decenas. Santiago estuvo en estado de sitio durante largos días, con control total de las radioemisoras y con boletines periódicos de un general de apellido Gamboa, jefe de la plaza, que se erigió en el vencedor de lo que él mismo llamó “la batalla de Santiago”. Preludio de los dichos de un cuarto de siglo más tarde, cuando los vencedores dirían que habían librado una guerra… Gamboa era un Pinochet chiquito, con su matanza chiquita, un atisbo de lo que vendría.

Cada vez que camino por calle Santa Lucía, frente al cerro, recuerdo el 2 de abril de 1957 y a esa joven que nunca conocí. Piso el mismo lugar donde esa mañana gritábamos “Compañera Alicia Ramírez, ¡presente!, ¿Quién la mató?, ¡los pacos!, ¿Quién la vengará?, ¡el pueblo!”.

Jorge y yo teníamos quince años.

Miré el reloj. Disponía de unos pocos minutos libres antes del inicio de las sesiones del Congreso y quería recorrer los alrededores del Hotel Gloria, dar una mirada a la playa de Los Flamencos.

—Jorge Guralnik —dije, y al pronunciar nombre y apellido apliqué un tono de reconvención—: No me esperen. No llego mañana. Voy a Montevideo.

—¿A qué vas a Montevideo?

—A nada. Simplemente a caminar, a reconocer el lugar y mirar a los jubilados que se lustran los zapatos en las plazas. Me gusta cuando alimentan las palomas. Ahí quedé varado el 11 de septiembre del 73 —respondí— y supe ahí de la muerte de Allende. Tú sabes…

—¿Cuánto tiempo estarás? ¿Qué vas a hacer después?

—Parto mañana en la tarde, poco antes que esto termine. Estaré una noche en Montevideo y luego me voy a Buenos Aires en el vapor de la carrera. Lentamente —enfaticé sardónico— para mirar bien el Río de la Plata… Con calma, sin apuro. Pensaba avisarte de mi llegada…

—Bueno, te recojo en el puerto. Y la operación no se hará hasta que no llegues.

—No me esperen —respondí fastidiado—, ya te dije.

—¿Por qué? ¿No quieres ir a Santiago?

Entonces contesté:

—¡Tendría que ser huevón…!

Me despedí apurado y bajé a respirar el aire de fines de invierno de un Río de Janeiro brillante de sol. Era el día de San Jacinto, según me acabo de fijar. Hubiera sido interesante saberlo entonces. El santo polaco sembró su existencia, según la versión vaticana, de acontecimientos maravillosos, literalmente hablando. Eso era lo que requeríamos los ansiosos por volver: un milagro. Y hasta mandas hubiéramos hecho a pesar de nuestro descreimiento, yo al menos. Si alguien lo duda, ya lo verá.

Mi paseo no fue tranquilo. Me acosaba la conversación con Jorge.

“Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando”.

Era el 17 de agosto de 1984.

En materia de gente que llega por aire y la obligan a quedarse en la aeronave para que siga volando hacia otro destino, la historia ha de ser larga. Alguien me contó de un dirigente político paraguayo desterrado en Buenos Aires, que durante la dictadura de Stroessner se embarcaba cada cierto tiempo y aparecía en la escalerilla en Asunción. Hasta ahí llegaba.

En el Chile de los ochenta recuerdo el viaje de un grupo de democristianos exiliados que querían asistir al sepelio del Presidente Frei Montalva, en 1982, y que debieron permanecer abordo del avión. Más tarde, para el plebiscito de octubre de 1988, Joan Manuel Serrat haría el frustrado pero valioso intento de acompañar en persona el voto “NO”.

En 1984 la lucha contra la dictadura tuvo al aeropuerto de Pudahuel como uno de sus escenarios. Ese año estuvieron de moda las expulsiones. El fragor de las “protestas”, iniciadas en 1983 y convocadas regularmente, prendía un anillo de fuego a las noches de Santiago. Hubo más de ciento cincuenta muertos durante aquellas jornadas de resistencia, el punto más alto de la lucha popular contra la dictadura, antes del plebiscito. El desempleo era una epidemia y descalabraba a más de un cuarto de la población. La oposición política se había escindido entre la Alianza Democrática que convocaba a democristianos, radicales y la parte de los socialistas agrupados en el Bloque Socialista, y el Movimiento Democrático Popular (MDP) conformado por parte de los socialistas, los comunistas y otros sectores de izquierda. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez llevaba ya algún tiempo practicando actos de sabotaje y de propaganda armada e incluso muchos de los que no compartían su estrategia, inevitablemente, sentían oculta satisfacción ante algunos de sus éxitos. La dictadura controlaba los medios de comunicación, otorgaba selectivamente autorizaciones para que algunos exiliados regresaran al país —pequeños guiños a gobiernos críticos con el interés de aplacarlos, favores de familia o, el factor más común, pura arbitrariedad— y trataba de sosegar la oposición crecientemente vigorosa. Dos de los mecanismos represivos en boga fueron las relegaciones a localidades alejadas y generalmente inhóspitas y las expulsiones.

Así ocurrió con Jaime Insunza, un dirigente público del MDP. A la salida de la sede del Movimiento, en la calle Huérfanos, percibió que lo seguían. Ha de haber sido una de esas sensaciones que llamamos “de piel”. Se siente la mirada ajena y ofensiva. Hacía un rato un supuesto periodista francés lo había llamado por teléfono a fin de convenir una entrevista. Seguramente alguien quería cerciorarse si la víctima elegida estaba o no en el lugar. “Sentí que me seguían, supe que me seguían. Se lo dije al cabro que me cuidaba. Nos fuimos al auto. Éramos tres.” Jaime salió a la Alameda y dobló a la derecha por Vicuña Mackenna. A la altura de Avenida Grecia adoptó una decisión: de súbito viró en “u”. Miró hacia atrás y vio que, desordenadamente, tres autos lo imitaban. “¡Bájense, huevones!”. Los acompañantes le obedecieron. Entonces enfiló hacia la casa de su madre y, al llegar, bajó corriendo. No alcanzó a abrir la puerta de calle. Jaime gritó, gritó, gritó… “Me agarraron y me subieron a un auto. Con los pies hice presión para impedirles cerrar la puerta lateral. Cuando vencieron mi resistencia uno me dijo “tranquilízate, somos de Investigaciones”. Otro dijo: “Te conocí como dirigente secundario”. Jaime preguntó: “¿Qué pasa?”. Las palabras no salían con facilidad. “Tranquilo. Vamos al aeropuerto. Te expulsaron del país”. De pronto, mientras se desplazaban, sus captores le ordenaron agacharse, desenfundaron sus armas y abrieron las ventanas. Se cruzaron con otro vehículo. “Eran de la CNI los cabrones”, dijo el chofer. Jaime permaneció toda la noche en el aeropuerto en una oficina de la policía internacional. Jugaron con él, al bueno y al malo, obviamente. ¿El preámbulo de la tortura? En la mañana lo embarcaron en un avión con destino a Río. Habrá sentido un cierto alivio, pienso, pero también rabia, impotencia. Junto a él subieron a un ex diputado comunista. Eran dos los expulsados esa mañana. Después se supo: el día antes habían dictado un decreto con diez nombres y los buscaban. Jaime Insunza estuvo un mes en Brasil, luego en Buenos Aires, después en Europa, nuevamente en Buenos Aires. Contó su historia. Entonces ocurrió lo inesperado, lo excepcional: la Corte de Apelaciones acogió su recurso de amparo. La noticia llegó por teléfono, fue sorpresiva. Jaime decidió volver de inmediato, aprovechar las pocas horas disponibles, ya que era muy probable que la resolución fuera rápidamente dejada sin efecto. Llamó a Jorge Gurlanik y éste, a las cuatro de la madrugada, partió a Teletur, su agencia de viajes en Avenida Corrientes pasado Florida, y extendió el pasaje para el primer vuelo de esa mañana. Era el invierno de 1984. En el aeropuerto —nuevamente ese escenario, esos espacios, esas casetas, esos hombres casi indistinguibles entre sí que posan las miradas alternativamente entre las páginas de los pasaportes y los ojos y orejas del pasajero— Jaime Insunza fue detenido y transportado al cuartel de la policía civil. Estuvo en una pocilga, tres o cuatro horas. Apareció el general que era el Director de Investigaciones y le dijo: “¿No lo han tratado muy bien, no?”. Ignoró la pregunta y contestó: “Estoy legalmente en Chile”. El general lo envió a una celda con cama. “Espero que lo traten mejor”, dijo al retirarse. Poco después Jaime quedó libre. Vivió calladamente unos pocos días. Entonces, la Corte Suprema revocó el recurso de amparo.

¿Su ingreso había pasado a ser ilegal? Jaime estaba incrustado entre el interior y el exterior, prendido a un alambre de púa del que no podía zafarse. Quedaba un solo camino: pasar a la clandestinidad.

¿Qué había ocurrido? Una expulsión frustrada por grietas en la Judicatura. Jueces de una instancia inferior que fallan bien —que se dan el lujo de fallar bien— probablemente a sabiendas que serán corregidos. Jueces de apelación que hacen injusticia en vez de justicia. Corrigen y asumen su responsabilidad final como cabecillas de la jerarquía. ¿Qué rostro tienen? ¿Qué nombre? Podría investigarse, pero para nuestro relato lo que interesa es que el caso de Jaime mostró que el adentro y el afuera eran una frontera más inestable de lo que parecía, de lo que la convivencia resignada con lo injusto inducía a creer.

La expulsión de Jaime, de acuerdo a mis rastreos, fue el primer destello de lo que sería el episodio que nos tocó vivir.

Algunos salían, otros entraban. Ninguna conclusión fácil es posible frente al funcionamiento de esa puerta rotatoria. Los que eran autorizados para regresar no exhibían, en muchos casos, una conducta política que mereciera ser premiada por la dictadura. Los expulsados no siempre eran los objetivamente más peligrosos para la estabilidad del régimen. En el contexto de ese arbitrario sistema, Pudahuel no era solo el escenario de las expulsiones sino también el de los retornos.

Roberto Celedón había retornado de Holanda, donde participaba en el Instituto para el Nuevo Chile, la fundación creada bajo el impulso de Orlando Letelier y financiada por el gobierno holandés desde 1977. Las Escuelas Internacionales de Verano (ESIN) que organizábamos desde el Instituto, iniciadas en 1981, atraían exiliados de más de veinte países y eran un foco de nuevas ideas y de debates sobre los temas emergentes al comienzo de los ochenta. Cuando transcurría la Escuela de 1983, la dictadura emitió una lista de exiliados que podían volver. El listado se expuso en un muro y en torno a él se aglomeró un gentío. Roberto estaba en la lista. Regresó con su mujer y sus numerosos hijos en menos de seis semanas.

La partida de Roberto, luego la de Lincoyán Zepeda, la de Otto Boye y la de Lucho Jerez, configuraron el rápido proceso que empequeñeció severamente mi mundo de entonces. En el Instituto quedé prácticamente solo, con ayuda esporádica y graciosa de algunos compañeros. Hice de portero, cafetero, dactilógrafo, telefonista, fotocopista, bibliotecario, coordinador y escritor de textos políticos. El proyecto de llevar la Escuela de Verano a la frontera con Chile captaba, junto con las actividades del Partido Socialista en el exterior, mi energía organizativa. Mi familia de entonces —mi esposa Ana María y mis hijos Alejandro e Isabel—, más un reducido grupo de amigos que aún permanecía en Holanda, constituyeron un refugio para esos tiempos en que la creciente soledad me hacía sentir como resabio de un exilio político en proceso de desaparición.

Pues bien, Roberto partió. A poco de llegar a Santiago participaba en el Bloque Socialista, como miembro de la Izquierda Cristiana, y en el Instituto, que había establecido, bajo otro nombre, una oficina en Chile. Ambas organizaciones se refugiaban en pequeños departamentos, uno en la calle Bustamente, otro en un lúgubre edificio de San Antonio con Monjitas, lleno de oficinas que parecían madrigueras de cambistas ilegales o de usureros o de tinterillos. En el Instituto todos eran retornados y actuaban con extrema prudencia, como quien ingresa a una pieza oscura y camina arrastrando los pies hasta recuperar algo de visión. Sin embargo, no eludían participar en las actividades de entonces. Una vez al mes los dirigentes de la Alianza Democrática y del Bloque se paraban en las escalinatas de la Catedral, frente a la Plaza de Armas, cantaban el himno nacional y voceaban consignas contra la dictadura. El clima político era complejo. La pugna entre los socialistas era intensa y los dirigidos por Almeyda no consideraban demasiado a los que provenían del sector de Altamirano. El socialismo dirigido por Almeyda era un gran partido, disponía de cuadros en todos los frentes, mostraba mucha presencia, poseía un trabajo estudiantil potente. Una nueva generación surgía allí a la vida política, en la lucha contra la dictadura, con una experiencia vital perdurable. En cambio nuestro sector, liderado por Ricardo Núñez, recién reconstruía una fuerza. La operación de regreso que Guralnik me había planteado tenía importancia para el Bloque, porque le daba legitimidad, mostraba voluntad de lucha, lo colocaba en primer plano.

El paso de la condición de exiliado a la de residente en Chile podía ser perturbador, por desconocimiento de la realidad —“hasta los observadores han cambiado el semblante”, habría dicho Carpentier al recorrer “los pasos perdidos” de los retornados— y por la recepción sospechosa por parte de los “inxiliados”, ese segmento duro que, porfia-damente, había resuelto permanecer en Chile pese a los peligros que implicaba la dictadura. En un momento aquella separación, sutilmente atizada por los adversarios, contrapuso a los del “exilio dorado” con “los que se quedaron porque pudieron”. La mayoría de los primeros arrastraba por el mundo sus maletas sin otra certeza que su pasado, la mayoría de los segundos padecía muchos de los males del exilio pero sin ninguna protección. Benedetti poetizó la principal diferencia: los exiliados veían la noche sin barrotes.

Allí, en los días y noches con barrotes, estaban Roberto y sus amigos, cercados muchas veces en el departamento de Bustamante, siempre al borde del allanamiento que arrasaría los escritorios y estantes y las pocas máquinas de escribir. Los rodeaban, a cierta distancia, tipos de facha siniestra parados en las esquinas, casi sin disimulo, o que se dejaban ver en las proximidades de los ascensores. Es obvio que parecían ser más de los que realmente había y la confusión era frecuente entre un paseante y un policía, un vendedor y un agente de Pinochet. En el edificio de San Antonio el trayecto entre el ascensor y el departamento que ocupaba el Instituto era oscuro y largo. Una amarillenta luz mortecina iluminaba los corredores infestados por un soplo de temor en cada uno de sus recodos. El miedo era una sensación casi permanente y siempre justificada.

Había un clima sofocante en aquellos días, pero un cambio parecía abrirse camino.

Las protestas ponían en jaque al régimen y a eso contribuía también la cita en las escalinatas de la Catedral, el himno, la furia, el centro de la ciudad sofocado por los gases lacrimógenos, el tránsito cortado, carreras y gritos, gritos de aliento, exclamaciones de dolor, clamores iracundos. Ese día no resonaban estampidos de armas asesinas, solo la detonación de las bombas de gases, ni había corazones o cerebros que estallaran en pedazos. No había allí fusilamientos. Era la violencia empedernida de los apaleos, de los bastones policiales, de los codos, de los puños, de las despiadadas botas gruesas, entre emanaciones, bajo los chorros de agua, la violencia de los hombres de máscaras de hierro y escudos como aplanadoras verticales.

Roberto canta el himno nacional, pasea la mirada sobre la explanada frente a las escalinatas del templo y no cree lo que ve, quisiera no ver: hay un hombre que sostiene en la mano su propio ojo, que mira su propio ojo que a su vez mira a su dueño desde su propia mano, y aúlla, atormentado de horror y desespero, aúlla y su grito se impone a todos los otros ruidos, mientras acurruca en su mano su propio ojo, su propio ojo…

Mi primera visita a Montevideo había sido el 11 de septiembre de 1973, cuando el avión no pudo aterrizar en Santiago y mi mirada a la capital de Uruguay fue la de alguien que incrédulamente intuía que ya era un exiliado. Esta vez, agosto de 1984, deseaba regresar de algún modo a los recuerdos de aquel lejano día.

En Rotterdam había obtenido los datos de un alojamiento modesto, el Hotel Cervantes, que funcionaba en una deteriorada mansión señorial de la zona céntrica de la ciudad. En 1984 su condición era bastante menos próspera que la de unos veinte años antes cuando Julio Cortázar pareciera haberlo conocido, hecho que yo ignoraba. Efectivamente, estaba a cargo de la recepción una dama más que madura, demasiado maquillada y vestida de una forma anacrónica y vistosa que me recordó alguno de los personajes “fellinianos” de “Julieta de los Espíritus”. Las llaves de las habitaciones eran enormes —así las había descrito Cortázar— y estaban aprisionadas en grandes esferas de bronce rústico con un número grabado al medio. Estuve una sola noche en aquel hotel y el recuerdo que de él guardo es el de la grandeza fatalmente erosionada, el del olor polvoriento de la decadencia sin vuelta. Todo era raído, antiguo, pero no solo antiguo sino que gastado.

Llegué de noche y salí de inmediato a caminar. Recorrí las calles principales del centro casi vacío de Montevideo y caminé hasta el puerto. Engullí un “chivito”, el sándwich emblemático de los uruguayos, para saciar el hambre, y al día siguiente volví al mercado a comer un bife. Era un hecho trascendente. Se lo había prometido a Heber Valenzuela, uruguayo de nacimiento, refugiado en Chile y luego en Holanda.

Los exiliados no éramos una banda de enfermos de gula, pero no solo la música marcaba nuestra condición sino también las conversaciones sobre gastronomía. Tratábamos —la mayor parte de las veces inútilmente— de reproducir los platos autóctonos, casi siempre con productos que no eran idénticos a los nuestros. Los intentos, si bien no conducían a un desastre culinario, quedaban cortos respecto de las exigentes expectativas. El gusto no era el mismo, algo faltaba, algo sobraba. En Amsterdam ya funcionaban algunos restaurantes montados por exiliados argentinos y uruguayos, de modo que el sabor singular de la carne rioplatense no me era del todo extraño. Pero en el mercado de Montevideo y sus cocinerías se escuchaban además las vidalitas, el son de una murga. Claro, Zitarrosa no podía vivir en su patria: él y su voz intensamente triste estaban desterrados en Argentina y cantaban desde allí su pena: “Para tanta soledad me sobra el tiempo…”.

Uruguay no era aún una democracia, ni siquiera básica, mínima. Había un gobierno militar, aunque ya se avizoraba el reestablecimiento de uno civil. Hacía cuatro años los militares, derrotados en un plebiscito, debieron abrir un cronograma hacia la democracia que culminaría en un gobierno electo en marzo de 1985. Con severas limitaciones, por supuesto. Ninguna “transición” en el cono sur ha sido un proceso transparente, límpido. Las transiciones significaron conseguir lo que se podía, estuvieron marcadas por un sello inevitable de posibilismo, de realismo frente a las circunstancias. Pienso ahora: excesivo en muchos casos, como el de Chile, en que pisamos exageradamente sobre huevos. En Uruguay, el sector del Partido Blanco encabezado por Wilson Ferreira Aldunate no participó en los acuerdos negociados y levantó banderas de principio. Ni Ferreira ni Seregni, el general que había encabezado el Frente Amplio, podrían ser candidatos presidenciales. Los militares aceptaban transferir el poder del gobierno a autoridades electas democráticamente, pero no a esas. No a Seregni, no a Ferreira. Este último contrató un vapor de la carrera para poner término a su exilio y trasladarse desde Buenos Aires a Montevideo, en el mes de junio. Él y su numerosa comitiva suscitaron un impresionante despliegue de fuerzas navales y aéreas. Las autoridades militares abordaron el barco en cuanto ingresó a aguas uruguayas y procedieron a detener y encarcelar a Ferreira hasta que se eligió un nuevo presidente democrático.

Durante el día disponible recorrí las calles sin mapa ni objetivo preciso. “Partimos mañana a Santiago. Te estamos esperando.” La frase me acechaba a cada instante.

“Pavadas que uno inventa en el exilio para de algún modo convencerse de que no se está quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo, sin país. Las geografías, qué delirio zonzo. Al menos una vez por semana. Bernardo y yo nos encontramos en el café Cluny para sumergirnos (frente a una beaujolais él; frente a un alsace yo) en las dichosas geografías. Un juego elemental y más bien opaco, que solo se explica por la mufa. Pero la mufa, qué joder, es una realidad. Mugo, luego existo. Y por lo tanto el juego tiene su cosquilla. Es así: uno de los dos pregunta sobre un detalle (no privado, sino público) de la lejanísima Montevideo: un edificio, un teatro, un árbol, un pájaro, una actriz, un café, un político proscripto, un general retirado, una panadería, cualquier cosa. Y el otro tiene que describir ese detalle, tiene que exprimir al máximo su memoria para extraer de ella su postalita de hace diez años, o darse por vencido y admitir que no recuerda nada, que aquella figura o aquel dato se borraron, no se alojan más en su archivo mnemónico. En este último caso pierde un punto, siempre y cuando quien formula la pregunta posea efectivamente la respuesta. Y como el reglamento es harto estricto, si tal respuesta no satisface al perdedor, el punto queda pendiente de resolución hasta que el controvertido detalle pueda ser cotejado con una fotografía o con uno de los tantos eruditos que pueblan (y asolan) el Quartier. Esta vez Bernardo me lleva dos puntos. O sea que el store hasta el momento es el siguiente: Bernardo 15, Roberto 13.”

(Mario Benedetti, fragmento de “Geografías”, en Del amor y del exilio, Ediciones Irreverentes SL, España, 2002).

No recuerdo en cuál vapor de la carrera viajé a Buenos Aires. Me gusta pensar que fue en el mismo barco que llevó a Ferreira a Uruguay.

Durante la travesía leí cuentos de Cortázar. Efectivamente, en Montevideo compré Final del Juego, y me dispuse a disfrutarlo durante esa noche. Uno de los cuentos, “La puerta condenada”, tiene como protagonista a un comerciante que viaja a Montevideo en el vapor de la carrera y se hospeda en el Hotel Cervantes. Grande fue mi sorpresa al leerlo. Al personaje del relato, dice Cortázar, “le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”. El administrador del establecimiento era muy distinto a la señora regordeta y extravagante que me había atendido: “El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos”. Agrega Cortázar refiriéndose a la habitación que ocupaba su personaje: “El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire”. Treinta años después el agua no salía hirviendo, pero el sol y el aire seguían faltando… Me divertí con la coincidencia.

Dormí poco y me dediqué a pensar en ese cuento. El pasajero de Cortázar escuchaba gemidos de niño desde el cuarto vecino, no obstante que, según le había dicho el gerente, allí pernoctaba una señora sola muy tranquila. Los llantos se filtraban a través de una puerta que unía ambos cuartos y que ahora tapaba un ropero. En las madrugadas siguientes el fenómeno se había repetido. La señora sorpresivamente dejó la habitación, pero esa noche, una vez más, nuestro personaje volvió a escuchar llantos y quejas de niño.

Un cuento misterioso, en el mejor estilo cortazariano, con final abierto. Pensé en nosotros, los exiliados. Y en la “puerta condenada”. ¿Seríamos acaso como el niño aparentemente inexistente? Habían condenado la puerta de ingreso a Chile, seguramente con la expectativa de no escuchar ruidos molestos. Pero los ruidos seguían. Los ruidos crecientes generados en el propio Chile y los que hacíamos desde fuera. Acaso era necesario que se escucharan más. Debían ser más fuertes, mucho más intensos.

El vapor de la carrera avistó la dársena muy temprano y se alistó para atracar. El capitán esperó que los pasajeros terminaran el desayuno y luego acercó la nave al muelle. Había neblina. Un trecho de río más allá estaba el Riachuelo, la Boca. “Niebla del Riachuelo”, cantaba en esos días Goyeneche, con la penetrante voz resquebrajada, en el “Caño 14”. Encendí mi primera pipa del día. Al acercarnos, miré desde la cubierta y a través de la bruma divisé la figura de Jorge.

Él no me veía aún. Lo adivinaba nervioso, se paseaba de un lado a otro en una franja de terreno que había delimitado sin darse cuenta, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Me dio risa. Agité una mano, pero Jorge no reaccionaba. Entonces percibí que yo no estaba solo. Me rodeaban decenas de pasajeros curiosos atraídos por la maniobra de acercamiento.

Nos abrazamos afectuosamente.

—Te paseabas muy nervioso —le dije.

—El que debiera estar nervioso eres tú —respondió con su tono cáustico de toda la vida y una mirada burlona.

—¿Por qué? —pregunté mientras subíamos al auto.

—Se postergó la salida a Santiago. Te están esperando.

Alcé la voz y con molestia pregunté:

—¿Quiénes? ¿Quién mierda? ¿Tú eres de la partida?

Había ánimo de herir en mis preguntas. Jorge no tenía prohibición de vivir en Chile. Se había autoexiliado días después del golpe, luego de su detención e interrogatorio en un paraje de las afueras de Santiago. Allí, durante la noche, sus captores lo liberaron de las esposas y le indicaron que echara a correr. “¡Como liebre, corre como liebre!”. Él, astutamente, se negó a hacerlo. Si hubiera aprovechado la “oportunidad” que le ofrecían habría sido víctima de la famosa “ley de la fuga”. Fue entonces arrojado en algún lugar solitario desde el que logró llegar a su casa a pesar del toque de queda. Cuando temprano en la mañana contó la historia a nuestro común amigo Manuel Valenzuela, éste le indicó que preparara una pequeña maleta con lo más indispensable y lo llevó velozmente al aeropuerto. Jorge partió en un avión a Buenos Aires luego de superar, cargado de razonables temores, el escrutinio policial.

—Tú sabes que yo no puedo —reprochó como si fuera una víctima de mi odiosidad—. No tendría sentido. Yo no tengo prohibición. Si no fuera así, iría —y luego volvió a su tono de chanza—: Imagínate que llego, armo un escándalo y dejo la grande, en circunstancias que yo puedo entrar… ¿Quieres que haga ese ridículo?

Ambos reímos.

—Pero, ¿cuál es el fundamento de esta idea? —pregunté.

Jorge se explayó. Quería ser convincente. Se notaba en su tono de voz y en su mirada, que dirigía hacia mí en vez de la ruta. Las protestas, los recursos de amparo… La dictadura había readmitido a René Largo Farías y sus compañeros, gracias a su insistencia, luego de expulsarlos… Isabel Parra —“quisiera estar en mi puerta / esperándote llegar / todo quedó allá en Santiago / mi comienzo y mi final”— había logrado hacía poco un permiso temporal por cuarenta y cinco días.

—Con el compromiso de no cantar en Chile —agregó—. Decidió venirse de París a Buenos Aires y va a intentar desde aquí. Más adelante.

—Bueno, pero más adelante… Entonces, ¿quiénes?

—Jaime Gazmuri y Edgardo Condeza —respondió.

—¿Solo dos?

—Hasta ahora.

Cambié de tema y pregunté:

—¿Cómo están las cosas por acá?

—Más o menos bien, al menos se acabó la dictadura.

—Y pronto se acabará en Brasil y en Uruguay. Estamos atrasados, ¿no? Abrí la ventana del auto. El invierno bonaerense es templado, pensé. Íbamos por la Avenida de El Libertador en dirección a San Isidro hacia la casa de Jorge.

Había dejado Buenos Aires en noviembre de 1973 para instalarme en Roma y dirigir “Chile Democrático”, la oficina coordinadora de la solidaridad internacional contra la dictadura. Estaba situada en un viejo edificio de techos altísimos, pisos y muros de mayólica y vista a las ruinas del Largo di Torre Argentina y las decenas de gatos, de todos portes y colores, que habitaban aquellas egregias piedras romanas e imperiales como si fueran una activa comunidad de hippies. Allí me hallaba cuando un día de 1974 recibí un llamado angustioso de Jorge: Manuel —el mismo que inteligentemente lo había transportado hasta el aeropuerto pocos días después del golpe militar para sacarlo con premura del país— junto a dos parejas de amigos comunes, todos socialistas, estaban desaparecidos. Un grupo de desconocidos los había apresado horas antes de tomar el avión que los trasladaría a Francia, donde esperaban establecerse.

Me aturdió la noticia y debí sentarme. Escuché a Jorge hablar con demasiada prudencia, percibí simulación en su tono y en su forma de dirigirse a mí:

—Doctor, ha ocurrido algo sorprendente, lamentable.

Por muy argentina —e italiana— que fuera la denominación “doctor”, no solo no era propia de los chilenos sino que nunca había sido, ni por chanza, la forma de trato entre Jorge y yo. Comprendí que mi amigo temía que lo estuvieran escuchando.

—Doctor, le pido que informe a los doctores allá y a los profesores de la Universidad. Es algo muy arbitrario, muy injusto.

Argentina era un país con gobierno electo popularmente. Estela Martínez de Perón, Vicepresidenta de la República, había sucedido a su esposo Juan Domingo, recientemente muerto. El gobierno de “Isabelita”, como era conocida, se había distanciado de aquellos que en el peronismo imaginaban un futuro socialista para Argentina y América Latina. Era creciente el influjo militar y el rol malévolo del hombre fuerte de aquellos años, el singular López Rega, a quien se atribuía desde brujería hasta crueldad extrema. Operaba la “Alianza Anticomunista Argentina”, las “3 A”, y eran sin duda ellos, un equipo operativo no oficial pero enquistado en los órganos estatales, el que había instigado y concebido la detención de Manuel y los demás. Probablemente por los contactos con Chile. Seguro que para escarmentar. Para darles una lección a esos “bolches” chilenos, para que aprendan…

—La verdad, doctor, es que no sabemos quiénes los han detenido o secuestrado, ni conocemos las causas. Debe tratarse de un error, doctor.

Jorge gritaba, sin duda gritaba. En ese tiempo uno alzaba la voz porque un llamado internacional muchas veces lo requería, para ser oído. Pero los gritos de Jorge eran de desesperación.

Respondí a sus palabras en el mismo tono formal y de cautela:

—No se preocupe, doctor. Informaré acá a parlamentarios y a colegas del mundo académico. Estoy seguro que iniciarán acciones de inmediato.

—Está bien, doctor. Gracias. Volveré a llamar.

Unos días después Norma, la esposa de Manuel, me informó que los desaparecidos habían finalmente asomado y que se sabía el sitio de su detención. Qué alivio. Era un consuelo saber que estaban presos. Nada podía ser peor que la desaparición, esa forma de inexistencia que impone a los demás una incógnita eterna. Jorge me participó que estaban en vías de contratar abogados. Anuncié entonces que viajaría a Buenos Aires.

Unas horas más tarde un hermano de Manuel, dirigente del MIR, llamó por teléfono desde algún lugar que yo desconocía y me dijo:

—Tú no te muevas. No pienses en ir. Primero, no es necesario, no ayuda, por el contrario. Segundo, si pones un pie allá te ocurrirá lo mismo que a ellos.

Podía moverme por el mundo entero menos Chile. Cuando escuché aquello sentí que el planeta se achicaba perceptiblemente. Argentina también se había cerrado. ¿Para qué me servía poder ir a Indonesia o a Ceilán, a Canadá o a Hungría? ¿Para qué ir a Francia, Inglaterra o Alemania, o a la Unión Soviética, territorios disponibles a pocas horas de Roma? El universo de cada uno se construye desde el lugar de pertenencia. A partir de entonces me sentí más prisionero en la estrambótica cárcel del exilio. De súbito se habían reducido los metros cuadrados de ese calabozo. ¿Podrá casi todo el planeta ser una especie de celda espaciosa? Aunque parezca ridículo, para el exiliado hay momentos en que así se siente. Quizá ese sentimiento explica una cierta distorsión en la forma de ver la realidad que pareciera generar el exilio.

Cuando en 1984 volví a Buenos Aires sentí que había llegado a un lugar que era mío. Mis caminatas fueron interminables, como las de un cateador que busca tenazmente la veta de oro. Cada percepción era un destello, cada destello la respuesta a un ansia largo tiempo contenida o a un recuerdo muchas veces vuelto a imaginar.

Además, exploraría cómo armar nuestras Escuelas de Verano casi en la frontera, al borde del territorio prohibido. Iba a acercarme a Chile, a mirar desde Mendoza las espaldas —para mí, chileno, las espaldas, los omóplatos— de la cordillera de los Andes, mítica barrera que ansiábamos surcar. Planeaba encontrarme allí con mis padres. Ellos habían ido dos veces a Holanda y Ana María y los niños los visitaban en Chile durante las vacaciones. Pero yo era un hijo único y, como tal, añorado y añorante.

Ya entonces las familias, muchas, habían estallado como campos minados por tanta y tan larga extrañeza. Las esquirlas estaban diseminadas, irremisiblemente dispersas. Para siempre. No lo sabíamos. Quizá lo adivinábamos, pero no queríamos admitir la notificación. Las familias habían ampliado sus horizontes. Sus miembros emprendían viajes más largos, transcordilleranos, transoceánicos, exploraban otras culturas, perspectivas más universales. Trataban de reconocer en su nuevo estado los beneficios posibles. El precio era subsistir fragmentadas.

Era 19 de agosto de 1984. El auto se introdujo a través del portón hacia la casa. Estábamos en San Isidro. Jorge agarró mi maleta, me condujo a mi habitación y dijo:

—Acomódate y descansa. ¿Un café? Almorzaremos como a la una. Luego, si quieres, duermes una siesta o salimos a caminar un rato. En la noche vendrán a comer Jaime y Edgardo. Llegarán temprano. Hay mucho que conversar, ¿no?

El Buenos Aires de entonces no estaba rodeado por los countries que ahora han crecido como hongos en la planicie de los alrededores conformando un archipiélago de islotes burgueses. En ellos se refugia de los crecientes riesgos de la urbe la gente más adinerada y allí disfruta piscina, gimnasio, club house, tenis, tiendas y colegios privados exclusivos, todo en el vecindario, y hasta polo. Y, además, vive protegida por sistemas de seguridad con “los últimos adelantos de la tecnología moderna”, como reza alguna propaganda que ofrece emigrar a esas villas de apariencia paradisíaca, especie de campos de internamiento para ricos con susto. Si bien la tendencia no desarma todavía la cultura de adicción al cemento y a las calles densamente construidas propia del “porteño”, Buenos Aires, la capital federal, el núcleo básico que agrupa unos tres de los quince millones de habitantes de aquello que se llama el “cono urbano”, ha perdido en los últimos años alguna población.

En 1984 el fenómeno emigratorio aún no tenía fuerza. La ciudad se extendía hasta el delta del Tigre —lleno de barquitos pintorescos, húmedo y en verano plagado de insectos— en la forma de sucesivos barrios donde abundaban casas de un piso o dos, rodeadas de amplios terrenos sembrados de pasto bien cuidado, cada una con su piscina y su asador. El tren, además de la carretera, unía aquellos suburbios con la estación Belgrano y el corazón de la metrópoli.

Guralnik amaba Buenos Aires y con su voz pródiga, de tonalidad opaca, no se cansaba de resaltar sus dones. En el centro, en Corrientes al llegar a Florida, viniendo del “bajo”, o sea desde el río, en un local comercial con puerta y vitrinas a la calle, administraba su agencia de viajes y casa de cambio con aparente habilidad. El lugar aquel constituyó habitual refugio de parias chilenos que recalaban en “la reina del Plata”. Éramos titulares de pasaportes sospechosos, por las marcas que llevaban en sus páginas o por su lugar de fabricación, siempre mirados con recelo en fronteras donde se nos sometía a revisiones exhaustivas, fuera de lo común en una época en que la piratería aérea comenzaba recién a configurarse como amenaza generalizada y donde la caída de las Torres Gemelas era algo inimaginable.

Con Guralnik éramos compañeros de militancia en el Partido Socialista y en la Unidad Popular. Nos habíamos conocido cuando él, apenas un muchacho, ya había heredado un patrimonio que sus cercanos no éramos capaces de imaginar y suponíamos inconmensurable, y que sustentaba la nunca desmentida generosidad de su poseedor. Ninguno de sus amigos podía asegurar cuan reales eran su fortuna y el fantasma perpetuo que le hacía compañía: los insistentes anuncios de una posible —inminente, se rumoreaba a veces— debacle financiera.

Los domingos, la casa de San Isidro era refugio de chilenos privados de su patria. La comida era abundante y la atmósfera afable. Los dueños de casa parecían hacer todo lo posible para atemperar las penas del exilio. Pero nadie podía olvidar que éramos desterrados. Todos lo éramos y nunca quisimos desprendernos de esa identidad que nos llenaba de dificultades y de culpas, pero que, por otra parte, nos inundaba de un cierto orgullo.

En mayo del 2000 volví a Buenos Aires como nuevo Embajador de Chile. Me acomodé en las espaciosas dependencias de la Embajada en Palermo chico y en auto oficial Mercedes Benz azul oscuro, escoltado por las calles por un destacamento del regimiento Granaderos de San Martín —los oficiales y soldados con sus típicos gorros subidos y botas altas, montados sobre hermosos caballos y luciendo sus vistosos uniformes azulgrana— llegué a la Casa Rosada a presentar cartas credenciales al Presidente. Permanecí tres años y la agitada vida política y económica argentina me dio la oportunidad de conocer cuatro Presidentes titulares y dos interinos. Nunca mi nueva función se sobrepuso totalmente a mi condición de exiliado, como si tuviera una segunda piel, una forma íntima y personal de ser, marcada por huellas indelebles de mis extensos años de exilio. Señales perceptibles en mi modo de sufrir y de divertirme, de presentarme a los demás o de observarme a mí mismo. Poseo también una característica propia de muchos de los exiliados: la propensión a rebotar. Reboté el 11 de septiembre de 1973, en la cordillera, en la cordillera había rebotado. Llegué a La Habana con la intención de quedarme y terminé en Roma y en Berlín y en Rotterdam. Reboté otras veces, cada ocasión en que mis solicitudes de ingreso fueron rechazadas. Efectivamente, casi todos los exiliados que conocí habían rebotado. Nadie estaba contento donde estaba y emprendía nuevos proyectos en nuevos destinos. Era usual que los exiliados tuvieran dos o tres lugares de exilio, hasta que en un momento, nómades agotados de tanto rebote, se estacionaban, con la angustia siempre rondándolos pero ya sin fe en su búsqueda inútil.

Mi primer rebote había sido Montevideo, por unas horas, y luego Buenos Aires, es decir la desembocadura del río de la Plata. Buenos Aires me había conquistado. Era raro, pero a los 32 años conocía París, Nueva York y Beijing, pero no Buenos Aires. Raro para un chileno. Los chilenos salen de su cornisa a través de la cordillera para asomarse a las grandes pampas, verdes, animalescas y de apariencia aburrida, y encuentran en Argentina los atisbos del mundo más grande y en su capital los aires de una cultura más universal. Por eso el 11 de septiembre de 1973, cuando mi avión no pudo traspasar la cordillera en dirección al Pacífico y quedé varado en Buenos Aires —“anclao”, hubiera dicho Gardel, parodiando su “Anclao en París”— era mi primera vez en aquella metrópoli sorprendente de personalidad única e inimitable. Cuando, pocos días después del golpe, Jorge Guralnik llegó de Chile, empujado por Manuel, se alojó en un hotel de Avenida de Mayo. Nos vimos a menudo. Intercambiábamos noticias, hablábamos con nuevos chilenos que llegaban, huyendo, como exiliados voluntarios, expatriados, y a los primeros asilados que tuvieron la fortuna de obtener rápidamente salvoconductos, luego de un refugio muchas veces logrado a costa de superar graves riesgos, en la Embajada argentina. Otros tardarían meses, si no años. Llegaban también los que decían haber salido clandestinos y contaban historias sobre los allanamientos en las poblaciones y las balaceras nocturnas. Más de alguno, sospechábamos, podía ser agente de la dictadura. Y manteníamos, casi siempre, una cuidadosa distancia con quienes no conocíamos.

A poco andar me fui de Buenos Aires y regresé en 1984. El del año 2000, era, por así decirlo, el tercer capítulo de mi affaire con la ciudad. Pero los capítulos se superponían, el nuevo no esfumaba los anteriores. Por eso los fines de semana, cuando no tenía compromisos de trabajo, me despojaba del terno y corbata de embajador, pasaba por alto la afeitada, calzaba zapatos cómodos —y viejos, por lo tanto— y salía a caminar por las calles de la ciudad a recorrer lugares, a rememorar detalles y a recordar rostros. Si alguien me vio en esas circunstancias no habrá observado a un diplomático sino a un desterrado.