
«Cupido no puede funcionar sin Psique».
A.K. Offit
De lo expuesto en el capítulo anterior parece que pueda desprenderse que todo enamoramiento es una especie de neurosis transitoria que indefectiblemente termina en la desilusión y el distanciamiento.
Ciertamente ese es el destino de un considerable número de enamoramientos, pero, por fortuna, también existe la posibilidad de que el vínculo prospere y se convierta en una fuente importante de satisfacción y enriquecimiento recíproco que puede evolucionar hacia el amor.
La diferencia entre el enamoramiento inmaduro y el enamoramiento que podríamos denominar productivo —porque enriquece la personalidad de quienes lo han vivido— no es fácil de detectar, sobre todo, por quienes se encuentran en el primer supuesto. Ya he dicho que el alto nivel de necesidad afectiva que lo caracteriza, distorsiona la percepción y provoca idealizaciones que obnubilan, transitoriamente, la capacidad de análisis. Precisamente por eso, les voy a presentar un esquema comparativo de las características de ambos modelos para que cada uno de ustedes pueda identificar su propia situación.
Para resaltar su utilidad didáctica he hecho una exposición contrastada de las propiedades de los dos tipos de enamoramiento, pero lo normal es que la vivencia afectiva se mueva en una situación equidistante entre ambos límites. Solo una pequeña minoría de personas autorrealizadas o personas neurotizadas pueden identificarse del todo con los respectivos perfiles extremos; el resto de la población estamos situados en una posición intermedia desde la que es posible discernir en qué referente estamos y hacia dónde nos interesa evolucionar.

Figura 3. Esquema contrastado de las principales características del enamoramiento productivo y del enamoramiento inmaduro o neurótico.
De hecho, el enamoramiento es siempre inicialmente y hasta cierto punto inmaduro o neurótico. Todo depende de la edad, la intensidad del sentimiento y la manera de expresarlo. Y el mismo comportamiento que a los veinte años es lógico y natural que se considere inmaduro, será considerado neurótico si la persona tiene sesenta. Paracelso decía que «el veneno está en la dosis». Todo, por exceso o defecto, puede beneficiar o perjudicar, y la expresión del sentimiento amoroso no es una excepción a la regla. La diferencia básica entre el enamoramiento productivo y el inmaduro o neurótico no es, por tanto, una cuestión de calidad del sentimiento, sino de magnitud de la necesidad afectiva y de la edad de quien lo vive. Y la única manera que conozco de buscar con menor compulsión el amor ajeno es la de alcanzar un grado de seguridad que nos permita disfrutar un poco más del propio.
Quizá la característica psicológica que influye más directamente en la mejora de la capacidad de enamorar es la que se relaciona con la seguridad personal. Sin seguridad es difícil despertar el interés de los demás y conseguir que nos quieran. Por tanto, para entender la importancia de la seguridad y ayudar a desarrollarla voy a presentarles la teoría de la seguridad de mi libro El secreto de la autoestima, porque sin conocer los elementos que la componen difícilmente estarán en condiciones de valorar e intervenir en cada uno de ellos. En esta teoría no solo doy importancia a la autoestima como la primera y primigenia fuente de la seguridad, sino que hago un planteamiento psicoevolutivo de la misma y considero que a partir de los veinte años de edad, cuando las personas empiezan a tomar conciencia de sus características psicofísicas adultas, son cuatro y no uno los componentes de la seguridad. Por tanto, voy a citarlos y a describirlos brevemente.
• Autoestima (lo que una persona se quiere a sí misma)
Depende de cómo se ha sentido querida en la infancia más los refuerzos recibidos, posteriormente, por vía afectiva y amorosa.
• Autoimagen (lo que una persona se gusta a sí misma)
Se establece en función de los atributos que determinan la belleza y el atractivo físico según el modelo social de referencia.
• Autoconcepto (lo que una persona se valora a sí misma) Depende de las capacidades que posee el sujeto en el ámbito intelectivo, caracterial y de personalidad.
• Competencia sexual (lo que una persona confía en su funcionamiento sexual)
Es la consecuencia de una buena relación entre la energía sexual invertida, el placer dado y recibido, y la adecuada aceptación y funcionamiento de los atributos sexuales.
De acuerdo con esta nomenclatura y la definición operativa de cada uno de los elementos que la componen, podríamos considerar que la seguridad es una gran columna, semejante al tronco de un árbol, cuya estructura central está formada por la autoestima y a la que se van agregando sucesivamente, y a medida que el sujeto se desarrolla, la autoimagen, el autoconcepto y la competencia sexual, formando todas juntas los cuatro estratos que componen la seguridad global.
Evidentemente no todos tienen la misma fuerza e importancia en las distintas etapas de la vida, ni según la escala de valores y prioridades vitales que cada uno se plantee, pero está claro que lo que les convendría a las personas es tener una buena percepción de sí mismas en cada una de las cuatro variables, porque no solo reforzaría su seguridad personal, sino que también influiría en su capacidad de enamorar. Por eso les voy a proponer que cumplimenten un sencillo cuestionario en el que sintetizo la teoría y les facilito una descripción de las percepciones psicológicas que les ayudarán a establecer el grado actual de su seguridad.

Figura 4. Cuestionario de autoevaluación de la seguridad
Está claro que lo que le convendría a usted, y a todos, es que su autoevaluación intuitiva se correlacionara con la percepción que los demás tienen de usted y que en cada uno de los cuatro factores de la seguridad se hubiera puntuado entre el 7 y el 9, pero también es cierto que si no es así la autoevaluación le servirá para detectar el origen de sus inseguridades. Y para ayudarle en ese cometido voy a darle algunas pistas que le ayudarán a interpretar los resultados.
1. Es evidente que si se ha puntudo por debajo del 7 en algún factor, usted mismo ha detectado ya un ámbito de inseguridad en el que puede intervenir.
2. Es evidente, también, que no en todos los ámbitos se puede actuar con la misma eficacia. Por ejemplo, en el caso de la autoimagen todos podemos conseguir ser más delgados o más gordos pero no podemos ser más altos o más bajos.
3. Por tanto, los ámbitos en los que resulta más fácil intervenir son aquellos que están relacionados con el autoconcepto porque abarca los aspectos intelectivos, caracteriales y de personalidad, desde los cuales es posible influir sobre el comportamiento y mejorar como personas; porque está claro que los cambios de autoestima, autoimagen y competencia sexual solo pueden producirse a través de decisiones que se toman desde el autoconcepto, que es el que administra la conducta voluntaria.
Ese es el gran drama y la gran esperanza de todo ser humano. Todos podemos cambiar, pero eso solo es posible a través de la determinación y voluntad de cada uno y teniendo en cuenta que unos cambios son más asequibles que otros y que algunos son imposibles. Difícilmente se puede ser más inteligente, pero no es demasiado difícil ser más bueno, más amable y más maduro. No podemos hacer que nos quieran, pero podemos hacernos queribles. No podemos cambiar nuestra edad pero podemos cambiar nuestro aspecto. En fin, podemos hacer tantas cosas grandes y pequeñas para mejorarnos que les aseguro que quien se lo propone con determinación siempre lo consigue.
Y como de lo que trata este libro es de que aprendan a conocerse bien, para que eso les ayude a mejorar y que esa mejora les ayude a enamorar, les voy a hablar detenidamente de la autoestima, porque es el factor que mayor influencia tiene en la gestión de los afectos en general y de las relaciones amorosas en particular. Por eso resulta de vital importancia que cada uno de ustedes conozca por qué se ha puntuado como lo ha hecho en ese factor, porque eso les ayudará a descubrir las razones pasadas y presentes que determinan el actual estado de sus relaciones amorosas.
La autoestima se empieza a forjar en la primera infancia como consecuencia de los cuidados y caricias que dispensan los padres. Si un niño ha recibido la calidez del afecto de sus progenitores es fácil que su autoestima tenga una base sólida que posteriormente se va reforzando a medida que recibe otros afectos quizá menos decisivos, pero igualmente necesarios, como pueden ser los prodigados por los abuelos, profesores y amigos.
A nivel inconsciente, el cariño que recibe el niño se transforma en autoestima a través de un proceso que, verbalmente, tendría la siguiente forma:
a) La gente me quiere, eso debe significar que soy digno de ser querido.
b) Me gusta que me quieran, por tanto recibir afecto es una cosa buena.
c) Si a mí me gusta que me quieran, a los demás también les debe gustar.
d) Como querer es bueno y yo soy digno de ser querido, procuraré mantener relaciones en las que pueda dar y recibir ese sentimiento.
De esta manera tan simple se produce en la primera infancia la interiorización de una «buena» autoestima. Aunque en este caso el calificativo incurre en redundancia, puesto que la autoestima no tiene la posibilidad de ser buena o mala. Se tiene y eso es bueno, o no se tiene y entonces existe un déficit que dificulta el sentimiento amoroso, porque quien no se ha sentido querido en la infancia puede dudar de si es digno de ser querido como adulto. Por eso es tan necesario asegurar el calor afectivo en las etapas tempranas del desarrollo infantil, ya que luego la cosa se complica. Llegan los hermanos, los celos, las rivalidades, los agravios comparativos, y todo eso afecta a la autoestima hasta el punto de que la persona duda de su capacidad de despertar amor.
Los padres quieren a sus hijos precisamente porque son sus hijos pero eso no hace a los hijos merecedores del amor de otras personas, porque el amor de los progenitores suele ser incondicional mientras lo habitual es que el amor de pareja o el amical sea condicional. La gente nos quiere condicionalmente, o sea en virtud de los beneficios interactivos que somos capaces de proporcionarles. Por eso en la juventud las personas descubren que para despertar el afecto ajeno necesitan apoyarse en algo más tangible y sólido que aquella autoestima infantil, que ya no puede cumplir en solitario su misión. Entonces toman conciencia de que el camino para hacerse “queribles” no puede ser otro que el de hacerse deseables desarrollando sus valores y capacidades personales.
A ese proceso de evolución interior que se inicia en la juventud y tarda entre veinte y treinta años en completarse, le he puesto por nombre proceso de maduración personal. Quien lo ha vivido sabe a lo que me refiero y conoce los beneficios que reporta. Pero para las personas que todavía no lo conocen, y quieren experimentarlo, les voy a ofrecer unas pautas que les servirán de ayuda, porque para madurar nunca es tarde.
Valores personales, autoconcepto, autoestima, conductas de autoafirmación, madurez personal. Alguien puede pensar que para aprender a «ligar» no hace falta tanto, y estará en lo cierto. Para ligar basta con hacer coincidir dos necesidades, dos atracciones y una situación propicia. Conozco a varias personas que ligan mucho pero enamoran poco. Son las que se quejan de que tan pronto ha quedado satisfecha la necesidad que impulsó el contacto, se sienten abandonadas por quien, poco antes, las deseaba con vehemencia.
He tratado a cientos de personas, sobre todo mujeres —aunque en los últimos años también les ocurre a los hombres— cuyo problema fundamental es el de considerarse objetos sexuales. Normalmente suelen ser físicamente atractivas, pero psicológicamente inmaduras. Su atractivo las hace deseables, pero su falta de madurez hace que la relación se agote tan pronto como se consuma el contacto sexual, y eso da lugar a que se sientan instrumentalizadas y desarrollen la percepción de que las desean pero no las aman.
La mejor manera de no sentirse objeto es comportarse como sujeto. Como dice el fundador del ISEP, mi buen amigo y colega Raimon Gaja: «si te sitúas de felpudo es lógico que la gente te pise». Eso les ocurre a quienes, para sentirse queridos, acceden a mantener relaciones sexuales con facilidad. Buscan amor y encuentran sexo, necesitan compañía y solo acentúan su soledad porque al no prosperar el vínculo, en lugar de reforzar su precaria autoestima lo único que consiguen es lesionarla más.
La sexualidad puede ser una expresión de amor o una manera de satisfacer la libido, pero no conviene que sea el modo de comprar el aprecio de los demás. Eso no ayuda a la autoestima, ni a la seguridad, ni tan siquiera a la propia satisfacción del instinto. No soy un moralista y defiendo el derecho a una sexualidad tan libre y abierta como la deseen sus practicantes. Me limito a recordar que, por el beneficio psicológico que reporta, lo aconsejable es que el sexo, además de placer genital, produzca también satisfacción personal. Y eso solo puede conseguirse cuando la relación se establece, sin engaños ni falsas expectativas, entre sujetos que son conscientes de las motivaciones que les unen.
Naturalmente, la reflexión que acabo de realizar no significa que debamos permanecer vírgenes hasta los treinta o cuarenta años, entre otras cosas, porque si evitamos las experiencias sexuales y amorosas, a esa edad seguiremos siendo inmaduros. La madurez requiere tiempo y una determinada actitud. Si no hay vivencias, no hay posibilidad de aprendizaje, y si no hay aprendizaje, no hay evolución personal. Madurar significa asumir errores y superar fracasos. Esa es la dinámica que curte la personalidad y hace ganar atractivo a quien la gestiona adecuadamente.
La relación entre la madurez personal y la posibilidad de generar amor es tan grande que me atrevo a decir que la mejor manera de enamorar es madurar y que nunca es tarde para intentarlo, aunque hay épocas y momentos más adecuados que otros. Por eso, para que puedan aprovecharlas adecuadamente, les mostraré cuáles son las coyunturas más propicias y de esa manera podrán decidir, de forma oportuna, cuándo conviene pasar a la acción para rentabilizar mejor el esfuerzo:
a) La primera ocasión se presenta en la crisis de la adolescencia (entre los doce y catorce años) cuando se empieza a renunciar al estilo de vida infantil. De niños nos regimos por el principio de placer y de adultos por el de realidad, lo cual quiere decir que en la infancia procuramos hacer lo que queremos pero en la adultez tenemos que comportarnos como debemos. Asimilar esa realidad y readaptar la conducta constituye la primera oportunidad de iniciar el proceso de maduración personal.
b) La segunda ocasión es mucho más difusa y abarca toda la juventud. Estudios, amigos, deportes, enamoramientos, en cada uno de estos ámbitos se pone a prueba la capacidad de esfuerzo de cada cual para alcanzar sus objetivos, y eso ofrece la posibilidad de crecer por medio de la asimilación de los fracasos, desengaños y decepciones que el sujeto padece, cuando las cosas no resultan como él había previsto.
c) La tercera ocasión está asociada a la adultez y a los dos roles principales que la caracterizan: vida amorosa y actividad laboral. Ambos ofrecen ocasiones sobradas para aprender a conceder, negociar, comprender e intentar dialogar. En cada disputa, roce o conflicto, se encuentra una oportunidad para madurar.
d) La cuarta ocasión es permanente. Ahora, hoy, mañana y siempre; en cualquier momento y circunstancia, puede corregirse una trayectoria o reorientarse una relación. Nunca es tarde si la voluntad es consistente y esa consistencia se habrá forjado en cada una de las situaciones difíciles de las etapas anteriores o se tendrá que fraguar en el ahora.
Como puede deducirse de la filosofía que inspira el proceso, siempre estamos a tiempo de rectificar y aprender. Como diría Machado: «hoy es siempre todavía». En la vida todo el mundo tiene la oportunidad de reorientar su camino aunque la trayectoria del amor suele ser de las más sinuosas. Por eso es importante saber parar, descansar, reflexionar y decidir si debemos seguir avanzando o cambiar de dirección.
Dice un refrán que «cada cual habla de la feria según le va». Y eso es lo que ocurre con la vivencia amorosa. Tanto el amor como el enamoramiento pueden ser fuente de satisfacción o de sufrimiento. Todo depende de la elección que hagamos y de lo dispuestos que estemos a aceptar ambas posibilidades. Naturalmente, mientras la compañía resulta gratificante y la sexualidad funciona, nadie se cuestiona una relación. Lo lógico, en esos casos, es disfrutar la felicidad que nos procura. Ahora bien, cuando la cosa se tuerce y deriva en un foco de conflicto deberíamos ser capaces de revisar la situación y disolver el vínculo.
¿Qué ocurre, por qué no se actúa así, por qué tantas personas aceptan relaciones empobrecedoras y destructivas? La respuesta puede deducirse de los argumentos que acabo de exponer: a mayor necesidad afectiva, mayor dificultad para aceptar la evidencia. Quien necesita desproporcionadamente el amor, prefiere sufrir la compañía que soportar la soledad. En cambio, quien no lo necesita tanto, está en condiciones de valorar la situación y decidir en consecuencia.
Establecer vínculos no es fácil y deshacerlos tampoco, grave paradoja del enamoramiento que queda perfectamente reflejada en aquella conocida coplilla popular que dice:
Ni contigo ni sin ti
tienen mis penas remedio.
Contigo porque me matas,
y sin ti porque me muero.
Tal encrucijada solo puede resolverse, productivamente, de una manera: aceptando la posibilidad de «morir» por falta de ese amor que consideramos tan imprescindible. Cuando asumimos el reto, en lugar de fenecer empezamos a renacer porque los vínculos neuróticos empobrecen al individuo y anulan su personalidad. Las buenas relaciones son para disfrutarlas y las malas para terminarlas. Si entendemos la importancia de este mensaje y somos capaces de aplicarlo, conseguiremos tres cosas importantísimas:
1. Evitar sufrimientos innecesarios.
2. Aprender del fracaso.
3. Enriquecer la vida amorosa.
Veamos cómo se produce este triple beneficio y de qué modo incide en el proceso de maduración personal.
Evitar sufrimientos innecesarios
Toda interacción puede producir sufrimiento y esa posibilidad se incrementa cuanto más determinada está por la necesidad afectiva, puesto que mayor es la colisión entre el deseo de mantener el vínculo (dictado por la necesidad) y la conveniencia de deshacerlo (aconsejada por la razón). Si la dicotomía se mantiene, se prolonga el dolor que una mayor madurez podría evitar dando por concluida la experiencia. Por eso califico a ese sufrimiento de innecesario.
Cuando a pesar de la aflicción que genera y los fantasmas de soledad que despierta, somos capaces de interrumpir la relación, no solo acortamos el sufrimiento sino que, con ello, ejercitamos una importante conducta de autoafirmación que refuerza la seguridad personal y nos ofrece la posibilidad de aprender del fracaso.
Aprender del fracaso
De todas las estrategias de superación personal es la que considero más eficaz y por eso ocupa, siempre, un lugar destacado en mis ensayos. En El cambio psicológico y bajo el apartado «El éxito del fracaso», reflexionaba sobre el beneficio que supone desarrollar tal capacidad diciendo:
Quizá solo hay un «éxito» que con cierto margen de probabilidad pueda conducirnos a la felicidad, es el que sirve de enunciado a esta primera reflexión. Quiero decir con ello que solo quien es capaz de detectar y analizar las razones por las cuales ha fracasado en un proyecto determinado está en condiciones de rectificar los errores cometidos y perseverar en el empeño hasta alcanzar la meta deseada. Este será un éxito personal y auténtico, el que logra la persona sobre sí misma, gracias a la voluntad y a la autocrítica.
(El cambio psicológico, p. 203)
La reseña es expresiva y no requiere mayor ampliación que la de volver a recordar la conclusión que, en forma de moraleja, cerraba el tema:
Fracasar es aprender y aprender es crecer.
También en La felicidad personal y en el apartado «Fracaso o frustración» volvía a insistir sobre la cuestión y otorgaba al fracaso el rango de facilitador de éxitos posteriores:
Las personas que para no fracasar no intentan nada, permanecen toda la vida instaladas en la frustración. En cambio, las que pasan a la acción asumiendo la posibilidad de equivocarse, están facilitando la emergencia de la vivencia psicológica más eficaz con que cuenta el ser humano para mejorarse: el valor de aprendizaje que todo fracaso encierra. Esto quiere decir que dentro del fracaso podemos encontrar las claves que lo explican y, aprendiendo de ellas, prepararnos para un nuevo intento más productivo.
Pero el fracaso no garantiza por sí mismo el éxito posterior, también puede servirnos para instalarnos en una vivencia de frustración permanente, todo depende de la naturaleza de nuestra reacción ante la situación concreta que origina el sentimiento.
Cuando alguien fracasa puede decir: No sirvo para nada. Todo me sale mal. No tengo suerte. Soy un desgraciado. Soy gafe. He nacido con mala estrella, y otras cosas por el estilo que solo sirven para reforzar la tendencia a la inacción. O por el contrario, analizar las causas, discriminar los distintos factores implicados, revisar la estrategia, hacer autocrítica y determinar el nivel de responsabilidad que puede tener uno mismo en la defraudación de sus expectativas.
Si hace lo primero, el fracaso le lleva a la frustración y la persona puede quedarse ahí indefinidamente. Si hace lo segundo, trasciende el fracaso, evita la frustración y se sitúa en un plano superior que le permite movilizarse congruentemente hacia una nueva tentativa que le acerque a los objetivos propuestos.
(La felicidad personal, pp. 124-125)
Y en nuestro ámbito, los objetivos propuestos tienen, precisamente, la naturaleza más apropiada para beneficiarse de ese aprendizaje porque, en condiciones de normalidad social, los problemas amorosos son una de las fuentes más importantes de sufrimiento. Sufrimos cuando queremos y no nos quieren, sufrimos cuando nos dejan de querer y sufrimos cuando no podemos corresponder a quien nos quiere. Tres variantes de la vivencia amorosa que proporcionan innumerables ocasiones para aprender del fracaso. Si somos capaces de asimilar adecuadamente las tensiones, angustias y ansiedades que tales situaciones provocan, estaremos en condiciones de alcanzar el tercer nivel de beneficio que las crisis amorosas permiten.
Enriquecer la vida amorosa
La idea de que la calidad surge de la cantidad expresa una probabilidad matemática cierta que puede aplicarse a muchos y distintos aspectos de la realidad. Cuantos más intentos, más posibilidades y cuantas más opciones, más oportunidades. Puede tratarse de la lotería, de la búsqueda de un trabajo o de encontrar el amor.
En el caso del enamoramiento, la asociación entre la ruptura de un vínculo y la posibilidad de enriquecer la vida amorosa es directa y evidente, sobre todo si, como acabo de recomendar, sabemos aprovechar la experiencia para aprender de ella. En cada biografía hay tiempo para varios enamoramientos y en cada corazón, espacio para más de un amor. Quien lo entienda así, sabrá encontrar en cada experiencia una nueva oportunidad para situar la relación en su justa dimensión. Con esto no quiero decir que debamos pasar por el amor como las mariposas por la flor. No se trata de dejar frívolamente a unas personas para conocer a otras, sino de saber abandonar las relaciones que empobrecen el presente para no hipotecar el futuro. No defiendo el cambio por el cambio, ni la búsqueda neurótica de la pareja ideal, solo afirmo que quien no es capaz de reconocer la relación que no funciona, dificulta sus opciones de encontrar la que puede funcionar.
Quizá no sea posible encontrar a la media naranja, quizá nuestro complemento ideal es alguien que vive en un lugar al que nunca iremos, o aquella persona con la que coincidimos, durante un tiempo, en el autobús y a la que nunca nos atrevimos a decirle nada. Sé que la probabilidad estadística de que dentro de cada enamoramiento se encuentre un gran amor es mínima, pero para optimizar esa posibilidad quizá conviene empezar por detectar las vinculaciones inadecuadas y aprender a terminar con ellas.
Así que ya lo saben todos los que están inmersos en una relación insatisfactoria, en su mano está concluirla. Mejor dicho, en su mente. Primero, el pensamiento, después, la acción y, por último, la asimilación. Quien aprende del fracaso, porque sabe rentabilizar el sufrimiento de la ruptura, no solo enriquece su afectividad, sino que queda habilitado para afrontar con éxito ulteriores experiencias amorosas.
He citado varias veces el concepto para referirme a dos cosas distintas aunque vinculadas. Una primera acepción hace referencia a la fase en la que el enamoramiento se concreta en relación sexual. En ese sentido, experiencia amorosa equivaldría a fase de expresión sexualizada del sentimiento amoroso. En cambio, en otras ocasiones he utilizado el concepto en un sentido más amplio para hacer referencia a la huella o poso psicológico que el vínculo deja en la persona.
Esta segunda significación es la que me interesa resaltar ahora porque desarrolla un papel importante en el modo de interiorizar la experiencia y determina la actitud que el individuo adoptará ante posteriores situaciones similares. Sintetizando la idea, puedo afirmar que según se asimilan las experiencias del pasado así resultan las actitudes del presente. Es importante entender bien esta cuestión porque sirve para explicar muchas conductas destructivas y comportamientos inmaduros.
Los mismos sucesos permiten vivencias distintas en distintas personas, y a la vez, cada persona puede integrar las mismas cosas de forma diferente según sea su grado de madurez y fortaleza psicológica, por eso decía Huxley que «la experiencia no es lo que te sucede, sino lo que haces con lo que te sucede». El matiz es importante porque tiene una trascendencia fundamental en el proceso de maduración personal. Lo que nos curte no es lo que nos pasa, sino su adecuada integración psicológica. El aprendizaje no depende tanto de la vivencia, como de la manera en que somos capaces de asimilarla. En el amor, como en todo lo demás, se puede fracasar sin aprender o se puede aprender del fracaso. Ambas cosas producen resultados muy distintos. La primera deteriora la seguridad personal y provoca conductas de evitación, la segunda curte el carácter, enriquece la personalidad y nos capacita para el éxito afectivo.
Quien integra positivamente la experiencia amorosa tiene muchas posibilidades de conseguir relaciones armónicas y enriquecedoras, pero quien no sabe hacerlo corre el riesgo de convertirse en un resentido que evita enamorarse, bloqueando con ello uno de los cauces más profundos de la felicidad.
De todas las fuentes de felicidad conocidas, el amor es la más valorada y deseada. Tanto es así, que en todas las encuestas de opinión el amor ocupa una jerarquía privilegiada como elemento primero y esencial de los facilitadores de la felicidad.
En la vida de las personas el amor y la felicidad siempre andan cogidos de la mano, lo malo es que, a veces, esa mano nos suelta y caemos de bruces en la infelicidad. Amor y desamor, felicidad e infelicidad, no hay mayor relación causa-efecto que la que se establece entre estos dos binomios. Por eso creo que la mejor manera de facilitar la felicidad es convivir en amor.
Pero esa opción es a la vez una posibilidad de conflicto porque la principal dificultad del sentimiento amoroso no es tenerlo, sino mantenerlo. El amor aparece y desaparece, nace y muere, y el tiempo que permanece entre nosotros no puede determinarse previamente. La madurez y los valores personales pueden propiciar su emergencia pero no mantener su presencia. Enamorarse es fácil, amar ya es más difícil y conservar el sentimiento es una tarea tan ardua que requiere valores más sólidos y constantes que los utilizados para enamorar. Estableciendo un paralelismo, podríamos decir que el enamoramiento nace gracias al arte y que el amor se mantiene gracias a la ciencia. El arte requiere, sobre todo, creatividad y en momentos puntuales, como los que genera el enamoramiento, la mayoría conseguimos ofrecer lo mejor de nosotros mismos. En cambio, para mantener viva la llama del amor, además de la creatividad del artista nos hará falta el esfuerzo, el conocimiento y la paciencia que caracterizan al científico.
La inteligencia humana nació artesanalmente y luego, al crecer, evolucionó en dos direcciones distintas, constituyéndose en ámbitos diferenciados a los que denominamos artes y ciencias. Y esa evolución ha sido tan grande que ha creado dos escalas de valores dispares que deben conciliarse dentro de un mismo modelo de civilización. No creo en un mundo de artistas, sería demasiado anárquico y confuso, pero tampoco soy partidario del cientificismo actual; es demasiado frío, calculador, aséptico y deshumanizado. Prefiero un mundo que todavía no existe pero que podemos construir entre todos, donde haya espacio para el arte, la ciencia, el ocio y el trabajo; y ese mundo solo puede construirse desde su célula base: la persona y su ámbito natural de convivencia y reproducción: la pareja. Pero no unas personas y parejas como las de ayer, marcadas por el determinismo represor de convenciones arcaicas que constreñían su autonomía y libertad; ni como las de hoy, desorientadas por una libertad mal asimilada y sin referentes sociales válidos que ofrezcan estabilidad; sino como las de mañana, esas personas y parejas orientadas hacia el automejoramiento y la maduración gracias al esfuerzo que todos estamos realizando para superar las contradicciones y dificultades del presente.
Vivimos en una época de crisis y confusión generalizada porque la sociedad no tiene modelos válidos que faciliten, mínimamente, la felicidad. La estructura político-económico-social vigente es capaz de crear cierta riqueza pero no sabe repartirla bien ni transformarla en felicidad. Claro que no deben ser los sistemas los que determinen la felicidad colectiva, sino más bien al contrario. Es la felicidad individual la que, adecuadamente orientada, puede facilitar la felicidad general. Para conseguirlo solo es necesario que cada cual se implique en su propio proyecto felicitario y que, después, sea capaz de expandirlo, concéntricamente, desde la pareja hacia la familia, los amigos y la sociedad toda.
He empezado hablando del enamoramiento y termino defendiendo el cambio social. Pueden parecer dos cosas distintas, pero les aseguro que ambas dependen de un mismo proceso y que una conducirá a la otra. Mejorar, ganar atractivo y madurar como individuos, es la fórmula que posibilita el éxito en cuestiones de amor, y amor es lo que hace falta para transformar el mundo. Pero no el amor egoísta de la persona inmadura, sino el amor solidario de las personas maduras. Amar es convivir con espíritu de compartir, no cohabitar con espíritu de exigir. Si entendemos esto, nuestra vida cambiará lo suficiente como para convertirse en un proyecto vital gratificante digno de perpetuarse y expandirse.