
«Si la belleza de tu rostro te abre las puertas,
la belleza de tus costumbres las mantendrá abiertas».
Tales de Mileto
Todos en mayor o menor grado, en algún momento de nuestra vida, nos hemos preguntado por qué unos hombres tienen más éxito que otros en sus relaciones con las mujeres, por qué a unos les resulta fácil enamorar y otros tienen que conformarse con el papel de pasivos espectadores del éxito ajeno.
La mayoría de las hipótesis que se barajan están poco documentadas y son demasiado simplistas ya que se limitan a hacer una valoración frívola del asunto asimilando el arte de enamorar al arte de seducir. Según los defensores de esta perspectiva, basta con decir a las mujeres lo que ellas necesitan oír para que el enamoramiento se produzca; pero quienes así piensan están confundiendo seducir con enamorar, y aunque ambos conceptos presentan aspectos comunes, no son la misma cosa. Por eso voy a definir operativamente los distintos significados para evitar equívocos y poder argumentar con precisión.
En psicología, una definición operativa es la convención aceptada de un determinado concepto dentro del marco de referencia en el que este va a ser utilizado. Y en este caso, para poder argumentar debidamente mi teoría del enamoramiento, es necesario diferenciar las tres variables que configuran la vivencia amorosa: seducción, enamoramiento y amor. Evidentemente, en la biografía de las personas es difícil discriminar dónde empieza una cosa y cuándo se convierte en otra. De ahí que para establecer criterios que nos ayuden a precisar el alcance y dinámica de los distintos componentes convenga, primero, aislar cada vocablo y clarificar su significado. A tal fin he consultado el diccionario y recopilado las siguientes definiciones:
• Seducción: Acción y efecto de seducir.
• Seducir: Engañar con arte y maña. / Embargar o cautivar el ánimo.
• Enamoramiento: Acción y efecto de enamorar o enamorarse.
• Enamorar: Excitar en uno la pasión del amor.
• Excitar: Mover, estimular, provocar, inspirar algún sentimiento, pasión o movimiento.
• Pasión: Inclinación o preferencia muy viva de una persona a otra. / Cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo.
• Amor (De las diez significaciones distintas que figuran, he recogido las dos que se relacionan con el ámbito de este ensayo): Sentimiento que inclina el ánimo hacia lo que le place. / Objeto de cariño especial para alguno.
Después de este recorrido semántico me siento más confuso que antes de iniciar la consulta. Seducción se asocia a engaño, enamoramiento nos remite a enamorar y enamorar nos conduce a excitar la pasión del amor; y al llegar al amor nos perdemos en una serie de matizaciones que poco tienen que ver con el fenómeno del enamoramiento. Por tanto, dejaré al margen las definiciones académicas y me centraré en la significación psicológica de cada uno de los sentimientos que quiero desarrollar; ya que, por suerte, seducir también se asocia a cautivar el ánimo.
Por eso les propongo que acepten, dentro del marco de mi argumentación, el significado de la definición operativa de los tres conceptos clave de mi teoría del enamoramiento:
Seducción
Ritual interactivo en virtud del cual una persona es capaz de provocar en otra interés sexual.
Enamoramiento
Fase inicial de un vínculo afectivo-sentimental-sexual de alta intensidad pasional.
Amor
Vinculación afectivo-sentimental-sexual que desea pervivir como proyecto estable.
Según la descripción de las tres vivencias que configuran el fenómeno amoroso, este ensayo debe servir para proyectar luz sobre varias cosas:
1. ¿Cuáles son los elementos que nos ayudan a seducir?
2. ¿Por qué razones el ritual de la seducción se convierte en enamoramiento?
3. ¿En virtud de qué requisitos el enamoramiento puede transformarse en amor?
Si consigo contestar adecuadamente estas preguntas les ayudaré a entender en toda su profundidad los sutiles y complejos mecanismos psicológicos que se activan en el fenómeno amoroso, y ustedes quedarán en condiciones de optimizar su capacidad de enamorar. Pero ya les anticipo que no existe un ritual mágico ni una fórmula infalible que garantice el éxito de la seducción. Por fortuna, hoy por hoy, y cada vez más, las relaciones entre hombres y mujeres se producen en un marco de libertad de elección, en el que se ejerce el derecho de aceptación o rechazo según como evolucionen los primeros contactos. Por eso, lo único que puedo ofrecerles, desde mi ámbito de competencias, es una serie de reflexiones que les puedan servir de orientación para que los mensajes de seducción puedan cumplir su función sin generar daños ni desengaños.
La eficacia de un intento de seducción, como la de cualquier otra iniciativa de comunicación, requiere de la conjunción de dos variables que la facilitan. La primera depende del emisor y la segunda del receptor, y cada una de ellas, a su vez, está condicionada por múltiples factores que es necesario conocer si queremos influir en su desenlace. Evidentemente, no podemos controlar todas las variables implicadas en el proceso, pero precisamente porque no podemos controlarlas todas, voy a intentar que conozcan las máximas posibles para que puedan orientarlas con eficacia hacia los objetivos deseados. Ahora bien, deben tener presente que en lo relativo al arte de enamorar no existen reglas fijas ni métodos infalibles. Si existieran estaríamos hablando de la ciencia de enamorar. Pero como, por fortuna, el amor es uno de los pocos sentimientos que escapa a los dictados de la razón, no podemos recurrir a estrategias preconcebidas para alcanzar el éxito.
Para mejorar la capacidad de enamorar es más importante la forma de ser que la forma de hacer. Mejor dicho, lo importante es que la forma de hacer sea una consecuencia de la forma de ser. Por eso la pretensión de esta obra es facilitar que, desde los valores personales, cada cual aprenda a expresar lo mejor de sí mismo y al hacerlo mejore, implícitamente, su capacidad de seducción. La ciencia intenta apoyarse en valores objetivos y demostraciones empíricas, en cambio el arte es la expresión de valores innatos y conocimientos adquiridos a través del talento individual. Y en lo tocante a la facultad de enamorar, confío más en el arte que en la ciencia. Claro que eso nos obliga a buscar en nuestro interior los instrumentos que deben contribuir a mejorar la eficacia de la respectiva capacidad de relación personal, pero siempre es mejor depender de los procesos internos que de las convenciones externas.
La evolución lógica del planteamiento expuesto me lleva a formular la hipótesis básica en la que se apoya mi propuesta de un arte de enamorar basado en el mejoramiento personal:
Las personas que enamoran
son las personas que se mejoran.
En coherencia con este postulado, la capacidad de enamorar no es más que la expresión del crecimiento interno aplicado al ámbito de las relaciones sociales, de las cuales surgen las relaciones afectivas en función de la respectiva capacidad de atracción. Tengan presente esta idea y trabajen para desarrollar sus valores, porque quien mejora como persona gana atractivo y quien gana atractivo optimiza su capacidad de enamorar.
Las personas no nos quieren por lo que nosotros necesitamos de ellas sino por lo que ellas encuentran en nosotros. Si al relacionarnos conseguimos captar su atención y hacemos que se sientan cómodas y valoradas, es fácil que se inicie una corriente de simpatía de la que —de acuerdo con la respectiva orientación sexual— pueda surgir un sentimiento amoroso. No conozco mejor manera de enamorar que la de facilitar, con nuestra actitud, relaciones interesantes y agradables. Eso es lo que nos hace atractivos y esa es la primera facultad que debemos desarrollar.
Ahora bien, el perfil de atractividad presenta formulaciones distintas según se trate de hombres o mujeres. La belleza, la inteligencia o la sensibilidad, por citar solo tres de sus elementos constitutivos, son valorados de distinta manera según el sexo de quien detenta el atributo y ello nos impide realizar un tratamiento unitario del tema.
Ante la disyuntiva de elección entre una versión femenina o masculina de este ensayo he optado por un planteamiento que, partiendo del estudio de la atractividad masculina, genere una triple utilidad:
1. Que sirva para que los hombres revisen sus actitudes sexistas y aprendan a relacionarse mejor con las mujeres.
2. Que sirva para que las mujeres sepan detectar a los hombres que quieren establecer con ellas un código de relación amorosa más cálido y menos sexista.
3. Que sirva para crear, entre ambos géneros, un nuevo paradigma relacional más simétrico e igualitario.
Y para conseguir estos tres objetivos, la primera y principal prioridad es averiguar cuáles son las apetencias, necesidades, gustos y criterios de las mujeres de hoy, en relación con el tipo de hombre con el que desean relacionarse. Por eso, decidí investigar los rasgos que hacen que un hombre resulte atractivo desde el punto de vista de sus naturales evaluadoras y destinatarias: las mujeres.
Atractivo no es lo mismo que guapo, interesante o seductor, aunque tenga que ver con todo ello. De ahí que, para precisar el concepto, realicé durante cinco años un estudio de campo solicitando el parecer femenino sobre los rasgos que configuran la atractividad masculina.
En la encuesta participaron un total de mil mujeres entre los veinte y los cincuenta años, que cumplimentaron un sencillo formulario con la siguiente pregunta:
¿Qué características debe poseer un hombre para resultar atractivo?
Cite las tres más importantes:

Naturalmente, entre las tres mil respuestas obtenidas había atribuciones para todos los gustos, pero más allá de calificativos anecdóticos como resultón, majo, pijo, excéntrico o supermán sexual; lo importante es que los resultados mostraron una predominancia absoluta de valores esenciales, susceptibles de ser desarrollados voluntariamente. Y puesto que mi pretensión era que la investigación, además de dibujar un perfil de la atractividad masculina, sirviera también para que los hombres tomaran conciencia de la posibilidad de desarrollar aquellos atributos que les pueden hacer más deseables, agrupé los resultados en cuatro categorías de rasgos que, por ser suficientemente homogéneas y descriptivas, permiten sacar conclusiones útiles para todos los que opinamos que mejorar es un buen camino para enamorar.
Categorías establecidas |
Frecuencia acumulada |
|---|---|
Valores personales |
1362 |
Tendencias actitudinales |
801 |
Características físicas y aspecto externo |
654 |
Circunstancias económicas |
183 |
Total atributos recogidos |
3 000 |
Después de realizar la atribución de rasgos y frecuencias en las cuatro categorías establecidas, diseñé un perfil de atractividad masculina que puede considerarse fiable porque —aunque la muestra es reducida— los resultados obtenidos se corresponden con otros referentes empíricos que he recopilado, en los ámbitos clínico, divulgativo y docente, durante cuarenta años de ejercicio profesional. Veamos, por tanto, cual es el perfil del hombre atractivo según el criterio de las mujeres de hoy.

Figura 1. Perfil de atractividad masculina.
La primera y estimulante conclusión de la lectura del perfil es la abrumadora mayoría alcanzada por los valores personales, que todavía se acentúa más si añadimos las tendencias actitudinales, ya que estas no son más que la expresión relacional de esos valores.
Por tanto, y resumiendo, parece que la importancia de lo psicológico frente a lo físico es prácticamente de 3 a 1. O dicho de forma más clara: 3/4 partes de los atributos que configuran la atractividad masculina son psicológicos y 1/4 parte físicos, aunque también es cierto que en esta variable observé dos peculiaridades que conviene resaltar. La primera, es que las mujeres más jóvenes daban mayor importancia al atractivo físico que las mujeres de mayor edad. Y la segunda, es que en todas las edades la fealdad del hombre jugaba a la contra. De ello podemos concluir que el atractivo físico masculino no es el principal factor de enamoramiento para las mujeres, siempre y cuando su presencia física sea lo suficientemente aceptable como para que la mujer pueda valorar los demás atributos.
En consecuencia, basándome en la evidencia de que es más fácil desarrollar valores psicológicos que mejorar el aspecto físico estoy en condiciones de formular una teoría de la atractividad, de esperanzadoras consecuencias para nuestro género, que me permito enunciar de la siguiente forma discursiva:
a) Si la atractividad masculina depende más de aspectos psicológicos que físicos,
b) y los aspectos psicológicos permiten un mayor margen de cambio a través de la acción voluntaria,
c) es lógico concluir que todo hombre puede mejorar su atractivo desarrollando sus virtudes y moderando sus defectos.
Esta teoría de la atractividad abre un reto de incalculables consecuencias para la población masculina porque obliga al hombre a responsabilizarse de su propia suerte en el ámbito amoroso. Tener éxito en el amor no depende ya de ser un seductor a la manera de Don Juan o Casanova, sino del desarrollo adecuado de la personalidad. Porque ahora, después del estudio realizado, estoy en condiciones de definir la atractividad como la capacidad de despertar el interés ajeno como consecuencia del desarrollo adecuado de los valores propios. Y como cada uno de esos valores puede potenciarse, a través de la acción voluntaria del individuo, podemos deducir, con toda lógica, que quien es capaz de mejorar es capaz de enamorar.
Desarrollemos, pues, los distintos rasgos básicos de la atractividad y veamos cómo podemos favorecer su emergencia, partiendo de la clasificación establecida en el estudio.
Inteligencia
¿Qué es la inteligencia? ¿A qué se refieren las mujeres cuando la sitúan en la cima de la atractividad masculina? Eso es lo primero que debemos clarificar si aspiramos a servirnos de ese atributo para mejorar nuestro atractivo.
Es difícil definir el concepto porque el intento termina siendo tautológico. Cuando a Alfred Binet (creador de las primeras pruebas psicométricas sobre la inteligencia) le pidieron una definición, contestó: «la inteligencia es lo que miden mis tests». La anécdota sirve para ilustrar la dificultad de describir una abstracción que solo puede ser comprendida desde sí misma. Solo podemos entender lo que es la inteligencia a partir del propio atributo, por tanto la inteligencia es lo que nos permite saber que somos inteligentes, pero como este planteamiento nos conduciría a un callejón sin salida, será mejor precisar la significación del concepto desde su función y utilidad práctica.
La acepción de inteligencia que más me gusta es la que la define como la capacidad de adaptación a un medio hostil. En ese sentido la inteligencia se asocia a la facultad de resolver situaciones nuevas por medio del ejercicio de la lógica. Pero tampoco es este el aspecto de la inteligencia que enamora a las mujeres, sino el de su adecuada aplicación a la relación social. El hombre que resulta atractivo es el que entiende pronto las cosas y sabe resolverlas, el que toma iniciativas, el que analiza situaciones y actúa en consecuencia, el que comprende los argumentos ajenos y sabe estructurar los propios; pero sobre todo, el que utiliza el intelecto para tender puentes en lugar de levantar muros. Ése es el hombre que gusta a las mujeres.
La inteligencia es un arma cargada de futuro. Quien la utiliza para hacer sentir inferiores a los demás, se aísla socialmente. Pero quien la emplea en mejorar su capacidad de comunicación, encuentra en ella a la mejor embajadora del éxito social. Decida usted hacia donde quiere orientar su inteligencia.
Habrán observado que me estoy refiriendo a la inteligencia como «cualidad» sin mencionar sus aspectos cuantitativos. La razón de esta omisión obedece a la clara intención de dejar patente que la inteligencia nos beneficia más por su calidad que por la cantidad. En consecuencia, desde un punto de vista social lo importante no es ser muy inteligente sino buen inteligente. Conozco a personas cuyo alto coeficiente intelectual solo les sirve para ofender sutilmente a los demás y conozco a otras, menos dotadas, que tienen la virtud de convertir su inteligencia en energía positiva al servicio de la comunicación interpersonal. Por consiguiente, quien desee mejorar su capacidad de enamorar más que preocuparse por la magnitud de su inteligencia debe ocuparse en hacer un buen uso de ella.
Simpatía
Después de la inteligencia esa es la virtud que más valoran las mujeres. Veamos, por tanto, en qué consiste y cómo podemos potenciarla.
Etimológicamente, la palabra simpatía deriva del griego syn (con) y pathein (sentir), por tanto en sus orígenes significaba sentir-con o sea compartir un sentimiento. Esta acepción es muy parecida a la semántica actual que la define como inclinación o afecto natural que experimenta una persona respecto a otra y de la cual surge, por extensión, su variante interactiva que puede definirse como capacidad de despertar el interés ajeno a través del ejercicio del ingenio y el don de gentes. Esta versión social de la simpatía es la que favorece el éxito en las relaciones interpersonales y es, por consiguiente, la que conviene analizar aquí.
Según entiendo, la simpatía es una consecuencia actitudinal de determinados aspectos de la inteligencia y el carácter de las personas. Para ser simpático hay que ser inteligente aunque, naturalmente, no todos los inteligentes son simpáticos. La simpatía es un derivado de la inteligencia verbal, la habilidad social y la capacidad de adaptación al entorno. La persona simpática sintoniza rápidamente con las circunstancias que componen una determinada situación y tiene la virtud de reaccionar de forma versátil a los estímulos del medio, lo cual le permite tomar iniciativas y hacer intervenciones que son bien aceptadas por los demás.
Junto a esa inteligencia social constructiva y la facilidad de palabra, para ser simpático es necesario poseer también una determinada estructura caracterial cuyo perfil se corresponde con el concepto junguiano de extroversión. Se considera extrovertida a la persona abierta y comunicativa que orienta una parte importante de sus intereses hacia los contactos con el mundo externo y las relaciones interpersonales. Evidentemente eso no supone falta de inquietudes internas, sino, más bien, que una parte sustancial de ellas las proyecta hacia el exterior en forma de mensaje comunicativo que favorece su éxito social.
En consecuencia, y de acuerdo con lo expuesto, puede deducirse que quien orienta constructivamente su inteligencia y tiene un carácter extrovertido es fácil que resulte simpático. Ahora bien, los que no posean ese perfil no están condenados al aislamiento social ni al fracaso amoroso, simplemente tendrán que rentabilizar otras características de su persona que puedan transformarse en atractividad. Cada cual debe enamorar desde sus valores distintivos, aunque ello no implica renunciar a mejorar el margen de sociabilidad que su potencial le permita. No todos somos extrovertidos pero todos podemos ganar habilidades sociales. No todo el mundo es simpático pero cada cual puede cultivar su simpatía, porque lo que sí poseemos todos es la capacidad de mejorar y esa facultad es el hierro en el que se forja el tercer valor de la atractividad: la personalidad.
Personalidad
La personalidad, entendida como expresión de la idiosincrasia particular de cada cual, no es en sí misma un factor de atractividad porque es común a todos los individuos. No son los aspectos generales de la condición de persona los que nos hacen atractivos, sino aquellos que, siendo distintivos, nos hacen singulares en positivo.
Decir que toda persona tiene personalidad es una obviedad tan clara, que nos hace olvidar, con demasiada frecuencia, otra realidad igualmente evidente y más trascendente: la facultad de mejorar voluntariamente la personalidad. Si tomamos conciencia de esta posibilidad, nuestra capacidad de enamorar aumentará de forma significativa, porque quien mejora su personalidad resulta más atractivo y quien resulta más atractivo tiene más éxito en sus relaciones.
No es necesario realizar otra encuesta para decir que las mujeres prefieren la madurez a la inmadurez y el equilibrio al desequilibrio; y lo mismo ocurre con la simpatía, la inteligencia o cualquiera de los atributos citados como componentes de la atractividad. Cuando una mujer valora la personalidad de un hombre no se está refiriendo a su condición de persona, sino a los atributos que le otorgan un valor especial. Puede ser la bondad, la seguridad, la comprensión, la honestidad o cualquier otra de las características positivas que configuran su identidad. Lo importante es que el conjunto resultante le confiera un singular atractivo.
No todos gustamos por las mismas cosas pero todos podemos gustar por alguna cosa. La simpatía es un valor positivo pero también puede serlo la seriedad. La inteligencia es muy valorada, pero solo cuando se expresa adecuadamente, y lo mismo le ocurre a la sensibilidad o a la sinceridad. Hay sensibilidades que gustan y otras que empalagan, hay sinceridades que cautivan y otras que ofenden. La clave de la personalidad atractiva no reside tanto en la magnitud objetiva de sus valores, como en su utilización productiva. Cualquier virtud puede convertirse en defecto si no la acompaña el don de la oportunidad. Por eso una personalidad no resulta del todo atractiva hasta que no incorpora la sabiduría y la ponderación. Sabiduría para orientar constructivamente los valores y ponderación para utilizarlos en la proporción adecuada. La persona nace pero la personalidad se hace. Mejor dicho, puede hacerse. Tenemos la facultad de construirnos pero la obra resultante dependerá, muy mucho, del modelo que seamos capaces de escoger. Si acertamos en el diseño, conseguiremos dos cosas de enorme valor. La primera, gustarnos a nosotros mismos y la segunda, gustar a los demás. Ese es el gran beneficio secundario del automejoramiento y de él puede esperarse una gran rentabilidad social.
El actor Jorge Termes, un buen amigo recientemente fallecido, dotado como estaba de grandes dosis de mundología por haber sabido integrar adecuadamente su agitada vida sentimental, decía que la atractividad era una cuestión de aritmética. Según él, solo era cuestión de sumar y restar. Se suman los atributos positivos que uno posee, se restan los negativos y el saldo resultante indica el atractivo de cada cual.
Es una original y acertada forma de hablar del fenómeno de la atractividad. Realmente la dialéctica intrapsíquica que permite el enamoramiento funciona como una compleja y confusa red de sumas y restas, de valores personales y variables relacionales que generan lo que los psicólogos cognitivo-conductuales definirían como refuerzos positivos y negativos. Cuanto más refuerzos positivos seamos capaces de emitir, más atractivos resultaremos y más éxito tendremos en nuestros acercamientos afectivos. Lo que ya resulta más complejo es precisar qué valores son susceptibles de convertirse en generadores de mensajes positivos y hasta qué punto somos capaces de transmitirlos.
Hasta ahora he hablado de la inteligencia, la simpatía y la personalidad, y he descrito cómo cada una de las tres características ayuda a configurar el atractivo masculino, aunque conviene puntualizar que cualquier atributo, por positivo que parezca, puede perjudicarnos si no lo utilizamos de forma oportuna. Las exhibiciones innecesarias de inteligencia pueden ser recibidas como muestras de pedantería, las de simpatía como frivolidad y las de personalidad como prepotencia. Por eso, quien tiene más éxito en las relaciones amorosas no es aquel que posee valores extraordinarios, sino aquel que sabe dotarse del sentido común suficiente para utilizar adecuadamente los ordinarios.
La personalidad que enamora es la de quien hace sentir cómodas a las personas que le rodean. La simpatía que enamora es la que hace sonreír, sin ofender. Y la inteligencia que enamora es la que sirve para utilizar de forma constructiva todos los demás valores personales.
Cuando pregunto a las mujeres por qué se enamoran de tal o cual hombre, recibo siempre las mismas respuestas:
«Me gusta su forma de ser».
«Estoy a gusto con él».
«Me hace sentir bien».
Con estas u otras palabras, de significación semejante, definen las féminas el origen de su enamoramiento. Habré hecho esta pregunta miles de veces y siempre recibo uno de esos mensajes. Ahora bien, ¿son realmente distintos los tres argumentos? Desde un punto de vista motivacional, puedo afirmar que no. Ni son distintos ni son tres, sino que expresan conjuntamente la dinámica del enamoramiento desde cada una de las partes que lo componen.
Secuencialmente, el enamoramiento, tal como lo vive la mujer, puede describirse de la siguiente manera: primero surge la atracción, después viene la comunicación y si se siente respetada y valorada, se produce el enamoramiento. Describiendo el fenómeno de acuerdo con las claves verbales utilizadas podemos establecer las siguientes equivalencias:
FRASE ENUNCIATIVA |
SENTIMIENTO ASOCIADO |
|---|---|
Me gusta su forma de ser |
Atracción |
Estoy a gusto con él |
Comunicación |
Me hace sentir bien |
Valoración |
Aunque es la percepción conjunta de las tres sensaciones la que provoca la emergencia del enamoramiento, la secuencia de aparición puede variar según el contexto en que se produzca la interacción. La dinámica atracción-comunicación-valoración es la más frecuente entre personas que contactan sin conocerse previamente, pero en otras circunstancias puede ser la buena comunicación o la valoración la que genere la atracción.
Desde el punto de vista emocional es difícil parcelar la experiencia porque cada uno de los tres aspectos interactúa con los demás y genera la sensación global de enamoramiento. Evidentemente la mujer no está analizando constantemente el origen de sus sentimientos, pero sí está recibiendo el mensaje de las sensaciones que hemos sintetizado en las frases enunciativas. Y lo está recibiendo de un hombre concreto que se acredita, ante ella, a través de sus actitudes y conductas. Por tanto, quien sea capaz de provocar las respuestas descritas estará habilitado para ejercer, con eficacia, el arte de enamorar.
Ahora bien, y ahí radica la dificultad de la fórmula, es poco probable que podamos transmitir ese mensaje sin reunir las condiciones que pueden originarlo. Nadie puede dar lo que no tiene. Es difícil transmitir en positivo si uno es negativo, es difícil estar a gusto con quien no se gusta y es difícil que los demás acepten lo que a nosotros mismos nos desagrada. Por eso la inteligencia que enamora es la que dimana de las personas que previamente la han utilizado para mejorarse.
La inteligencia es una facultad potencialmente positiva, pero no intrínsecamente buena. Hay personas (más de las deseables) que la utilizan de forma destructiva y hay personas (menos de las necesarias) que la convierten en una herramienta al servicio de las interacciones positivas. Normalmente cuando calificamos a alguien de positivo o negativo nos estamos refiriendo, sin saberlo, a individuos que están orientando constructiva o destructivamente la inteligencia. Para que ustedes puedan identificarles e identificarse pueden ver en la siguiente figura cuáles son las expresiones más características de ambas orientaciones.

Figura 2. Rasgos de inteligencia constructiva y destructiva.
Podríamos seguir estableciendo pares antinómicos, pero creo que los señalados permiten identificar perfectamente el tipo de comportamiento que estamos utilizando en nuestras relaciones.
Supongo que, sobre el papel, nadie desea actuar según el esquema de la inteligencia destructiva. Es más, muchos de ustedes se preguntarán: ¿cómo es posible que alguien inteligente pueda comportarse de esa manera? La respuesta es simple: actúa así todo aquel que lo necesita. Y lo necesita quien, para afirmarse ante los demás, en lugar de escoger la vía de la superación personal, elige el camino estéril de intentar compensar su sentimiento de inferioridad con rasgos de aparente seguridad. Una frase del gurú Sri Yukteswar ilustra perfectamente el móvil de tales comportamientos: «Hay personas que tratan de ser altas cortando la cabeza a los demás». En cambio, hay otras —añado yo— que procuran crecer dando agua a todas las raíces.
Esa es la inteligencia que enamora, la que entiende que su misión no reside en eclipsar la ajena, sino en desarrollarse a sí misma. La que sabe que es mejor comprender que ofender y puede aceptar al prójimo porque no espera de él más que compartir las cosas comunes sin imponerse ni subordinarse. Esa es la inteligencia que permite que en su seno germinen todos los valores que hacen mejorar a la persona y la dotan de un atractivo singular.
Todos tenemos virtudes y defectos, todos tenemos características positivas y negativas, y todos tenemos, también, la posibilidad de desarrollar unas y moderar las otras. Pero para conseguirlo hace falta intentarlo y para intentarlo necesitamos detectar, primero, cuáles son los atributos de nuestra personalidad que queremos cambiar.
Nadie puede modificar toda su personalidad pero todos podemos cambiar algo de ella. Y en ese margen que existe entre el todo y el algo debemos apoyar nuestro esfuerzo para encontrar la manera de activar los mecanismos que conducen a la superación personal.
Desarrollar valores depende de nuestra voluntad, moderar defectos depende de nuestra iniciativa, pero a veces nos falta la voluntad de tomar la iniciativa. Una de las características más nefastas de nuestro modelo de civilización es la falta de voluntad. Falta voluntad para hacer las cosas que debemos hacer y nos sobra capacidad para lamentarnos de cosas que podríamos resolver si nos aplicáramos a la labor. Esa es una de las muchas incongruencias que debe afrontar la persona que aspira al desarrollo óptimo de sus potenciales.
Mi apreciado amigo y reconocido dramaturgo Alberto Miralles (1940-2004) solía decir que «para llegar a la Luna no podemos tener como meta el campanario». Es un consejo que me ha prestado grandes servicios. Para hacer cosas grandes no basta con pequeños esfuerzos y no hay empresa de mayor magnitud que el desarrollo de los valores personales. Por eso, quien toma la determinación de mejorarse obtiene una triple rentabilidad. La primera, sentirse protagonista de su propio destino. La segunda, disfrutar del rédito que la mejora produce en su autoestima. Y la tercera, ganar atractividad, porque nada resulta tan seductor como el comportamiento que dimana de una personalidad en crecimiento. Cuando uno desarrolla sus valores gusta más aunque no se lo proponga. Pero si la motivación es intencional, mejor todavía, porque el deseo de agradar, debidamente orientado, puede convertirse en un eficaz activador del perfeccionamiento personal.
El propósito de mejorar, para gustar a los demás, es una de las motivaciones más naturales, lícitas y frecuentes que inspiran el comportamiento humano. A todos nos gusta gustar. Es un deseo ancestral arraigado en la naturaleza del género humano. Lo que ya no nos gusta tanto es realizar el esfuerzo que facilita la consecución del objetivo. Preferimos invertir nuestro tiempo en reclamar que nos quieran en lugar de dedicarlo a hacernos dignos de ser queridos, que es la única vía segura de conseguirlo.
Quien se mejora gana autoestima, la autoestima da seguridad, la seguridad confiere atractivo y el atractivo propicia el éxito en las relaciones afectivas. Esa es la dinámica de la superación personal que podemos aplicar al ámbito de la capacidad de enamorar. El camino es claro pero no tiene acceso directo, porque nos falta saber a través de qué conductos podemos alcanzar esa mejora que nos franquea el paso.
Muchas personas quieren mejorarse pero no pueden, muchas personas desean perfeccionarse pero no saben.
¿Cómo conseguirlo? Esa es la pregunta que más veces me han hecho en mi vida profesional. Cómo asimilar una separación, cómo recuperar un amor, cómo ganar seguridad, cómo vencer un complejo, cómo superar una dependencia y, en definitiva, cómo encontrar la manera de alcanzar el bienestar y el equilibrio interior. Y mi respuesta siempre es la misma: No conozco recetas milagrosas sino formas artesanales, no conozco caminos previamente marcados sino senderos personales. Siento defraudar a quienes esperan una solución fácil porque lo único que puedo ofrecerles es una propuesta basada en el espíritu de superación y el trabajo constante.
Mi fórmula para mejorar y resolver conflictos consiste en incorporar una idea clara a los respectivos estilos de vida:
Para estar contentos de cómo somos
debemos quedar satisfechos de lo que hacemos.
Esta máxima sintetiza la dinámica actitudinal que conduce a la seguridad y confiere a la personalidad un plus de atractividad que optimiza las posibilidades de éxito en las relaciones humanas en general y en las amorosas en particular.
Como se deduce de su enunciado, no es una pócima mágica pero les garantizo que su efecto es taumatúrgico. El razonamiento tiene una lógica tan evidente que no requiere mayor argumentación. Lo complejo de esta premisa no es su comprensión, sino su acción, porque para que resulte eficaz precisa de unas determinadas prácticas conductuales que conducen, paso a paso y con el tiempo, al desarrollo óptimo de las capacidades personales.
A esas prácticas las he denominado conductas de autoafirmación. Y tengan la seguridad de que a través de ellas cualquier mejoramiento es posible y cualquier proyecto realizable. Las conductas de autoafirmación son para el comportamiento lo que la inteligencia constructiva para la personalidad: la mejor manera de mejorar y de ganar atractivo durante el proceso.
Las conductas de autoafirmación
Para situar la importancia de este tipo de conductas me remitiré a la definición que de ellas hacía cuando en mi segundo libro La felicidad personal acuñé este concepto para referirme a la estrategia más eficaz que conozco para ganar autoestima y mejorar el autoconcepto. Allí decía:
Las conductas de autoafirmación son una especie de «gimnasia mental» que nos ayuda a activar las reservas de potencial psicológico que tenemos inhibido. Cuando al hacer o decir algo nos sentimos más auténticos, sinceros, autónomos, honestos, congruentes o positivos, estamos desarrollando una conducta de autoafirmación.
Las conductas de autoafirmación pueden darse por acción u omisión, por hacer o dejar de hacer algo. Para un fumador que decide dejar el tabaco, el no fumar es una conducta de autoafirmación, al igual que puede serlo para un tímido confesar sus sentimientos a la persona amada. En el primer caso, estamos ante una conducta de autoafirmación por omisión, no fumar. En el segundo, la autoafirmación es activa y reside en la propia acción de declarar los sentimientos. Son, por tanto, conductas de autoafirmación todos aquellos comportamientos voluntarios que, al ser realizados, producen la sensación de que la persona es protagonista activa de su destino y agente fundamental de un proceso de crecimiento interno que en sí mismo resulta gratificante.
(La felicidad personal, pp. 181-182)
Creo que la descripción es suficientemente clara como para que no precise de mayor ampliación, no obstante y como algunas personas han tenido una cierta dificultad inicial en su aplicación, me voy a permitir añadir cinco reflexiones orientadas a favorecer su praxis:
1. Piense que el comportamiento está impregnado de determinadas inercias que dificultan los proyectos de cambio.
2. En consecuencia, la incorporación de nuevas pautas requiere del esfuerzo y la determinación suficientes para contrarrestar esas inercias previas.
3. Todo cambio de comportamiento genera dudas sobre su idoneidad y vencerlas produce cierta ansiedad que debe estar dispuesto a soportar.
4. Para evitar descompensaciones y ansiedades innecesarias procure dosificar su esfuerzo. Márquese metas asequibles y oriéntese progresivamente hacia ellas.
5. Tenga presente que la satisfacción que produce la práctica y los logros de las conductas de autoafirmación, compensa sobradamente el esfuerzo invertido en su realización.
Espero que estos puntos de apoyo le ayuden a vencer a los dos grandes enemigos del mejoramiento personal: el miedo al cambio y la falta de voluntad. Sabemos que cualquier modificación de conducta tropieza siempre en esas piedras, pero también sabemos que pueden apartarse del camino. Confíe en sus fuerzas y crea en sus posibilidades porque, como decía Emerson, «la confianza en sí mismo es el primer secreto del éxito». Confianza en sí mismo y voluntad para activar sus capacidades a través de las conductas de autoafirmación, esa es la estrategia que ayuda a desarrollar los aspectos psicológicos que influyen positivamente en el atractivo personal.
Ya tiene usted el método, ahora solo falta aplicarlo y la capacidad de enamorar irá tomando la forma adecuada. Inteligencia, simpatía, personalidad y todos los demás valores esenciales son los componentes de la arcilla con que debe modelarse el hombre atractivo. Solo hay un pequeño inconveniente: no existe un modelo externo. Cada uno debe hacerse a sí mismo, desde sí mismo y para los demás, ese es el reto que debe asumir quien desee mejorar.
Contenido o continente, interior o exterior, esencia o apariencia, físico o psíquico, cuatro maneras distintas de referirnos a la necesidad de establecer unas prioridades de intervención. Pero plantear dicotómicamente la elección de los aspectos que cada uno puede mejorar es crear una dialéctica tan estéril como innecesaria. La persona es fondo y forma, cuerpo y mente, materia y espíritu, y la opción que yo propongo no es parcelar, sino adicionar. Mi teoría del mejoramiento personal no pretende privilegiar unos aspectos en detrimento de otros, sino dejar claro el margen de acción que permite cada uno.
Todos los valores citados y cualquier otro que pueda plantearse es susceptible de ser cultivado, porque una de las propiedades básicas de la naturaleza humana es la de su capacidad de aprendizaje, aunque nuestra determinación genética es mucho más rígida en lo físico que en lo psíquico. Por eso, el margen de mejora es más amplio en lo psicológico que en lo corporal.
Esa limitación no significa que deba dejarse de lado el aspecto físico ni los valores estéticos. Recuerde que ocupan el cuarto lugar en la encuesta de atractividad y que cobran un valor primordial en la fase inicial de cualquier relación, porque para que descubran los valores internos deben conocer primero a la persona y para que deseen conocerla su imagen ha de causar buena impresión.
Por esa razón, es importante plantear la necesidad de mejorar en lo posible el atractivo físico. Ciertamente el margen de acción es limitado, porque la estructura corporal, la estatura y los rasgos faciales, por citar tres aspectos fundamentales, no son modificables por medios naturales, pero aun así nos queda siempre la alternativa de intervenir en cuestiones de peso, tono muscular e imagen psicoestética. En consecuencia, la propuesta de ganar atractivo a través del mejoramiento personal quedaría incompleta si, después de referirme a los aspectos psíquicos, dejo de lado los físicos por resultar menos asequibles. Lógicamente, no pueden pedirse peras al olmo, pero cada árbol puede aspirar a presentar el mejor aspecto que su naturaleza le permita.
Quizá la diferencia esencial entre el atractivo femenino y masculino es el distinto valor que en ambos sexos se otorga al aspecto físico. Como habrá podido comprobar en la encuesta que sirve de soporte al perfil de atractividad masculina, la belleza aparece en un discreto tercer puesto y con una formulación un tanto abstracta, en la que se incluyen los ojos y la mirada, y donde la palabra guapo ocupa un modesto lugar asociado a la buena presencia.
Evidentemente, eso no quiere decir que las mujeres no sean sensibles a la satisfacción que produce la visión de un cuerpo bien moldeado o unos rasgos faciales que desprendan esa armonía a la que denominamos belleza. Ocurre, simplemente, que ellas, desde la sensibilidad que les es propia, tienen una noción del atractivo que trasciende los aspectos meramente estéticos.
Haciendo una valoración comparativa me permito afirmar que la percepción masculina del atractivo femenino está mucho más ligada a lo estético que la percepción femenina del atractivo masculino. Las mujeres también aprecian el valor de lo físico pero, por fortuna para muchos de nosotros, saben relativizarlo. La mayoría de los hombres, para desear intimar con una mujer, tienen suficiente con valorar su belleza. En cambio la mujer, para aceptar a un hombre, es más dada a establecer un segundo nivel de comunicación en el que incluye aspectos de sintonía interactiva y perfil caracterial.
Describiendo el proceso en clave más sexualizada, es fácil observar cómo lo frecuente, en el hombre, es que el deseo conduzca al enamoramiento, cuando en la mujer, por contra, es más común que sea el enamoramiento el que despierte el deseo. Por eso ellas tienen más interés en cuidarse físicamente y mantenerse bellas. Saben que si no despiertan el deseo difícilmente surgirá el enamoramiento.
Sin embargo, esos mismos hombres que privilegian la importancia de la belleza como aspecto esencial del atractivo femenino, suelen ser los menos exigentes a la hora de cuidar su propia imagen. En este como en muchos otros campos, todavía son demasiados los hombres que siguen practicando la doble moral de permitirse licencias donde a ellas les exigen esfuerzo. La mujer, además de estar guapa y mantenerse joven, debe aceptar que los hombres sean menos guapos y menos jóvenes, al menos esa ha sido la pretensión de la cultura sexista dominante.
Pero los tiempos cambian y una de las cosas que está cambiando es esa injusta situación. Cada civilización, cada cultura, cada generación incorpora a su época determinados elementos que la hacen distinta a la anterior. Hemos heredado un sexismo de inspiración masculina y nos encontramos con unas mujeres que ya no lo aceptan. Sabemos que debe crearse un nuevo esquema de interacción pero no acertamos a construirlo. Se supone que los hombres debemos desprendernos de ciertos privilegios, pero nos cuesta renunciar a ellos. Esa es la tarea pendiente del varón contemporáneo que además, y por si fuera poco, observa con pavor cómo los cánones estéticos que había creado, para que los cumpliera la mujer, empiezan a volverse contra él.
Los cuerpos «danone» se valoran en ambos sexos, los pectorales y nalgas tersas también, y el desnudo masculino empieza a prodigarse y cotizarse casi tanto como el femenino. Por primera vez en la historia, el cuerpo del deseo tiene dos sexos y el hombre empieza a ser considerado como sujeto sexual desde parámetros meramente estéticos. Eso no quiere decir que debamos convertirnos en esclavos de la imagen, como hemos exigido a las mujeres, pero nos conviene tomar conciencia de la necesidad de cuidar el cuerpo. Nosotros también podemos vigilar el peso y entretenernos en averiguar qué prendas nos sientan mejor o qué color nos favorece más. En suma, y en lo tocante al atractivo físico, los hombres debemos aprender a exigir menos y a exigirnos más. Ya es hora de que caigamos en la cuenta de que las mujeres atractivas también desean encontrar valores estéticos en el atractivo masculino.
Aristóteles decía que la mejor tarjeta de presentación para una mujer es su belleza; espero que los filósofos del futuro hagan extensivo el axioma a todas las personas. Será un buen indicio de que estamos superando los prejuicios sexistas, y de que nos orientamos hacia una nueva escala de valores más justa, donde hombres y mujeres solo se pedirán, unos a otros, lo mismo que estén dispuestos a ofrecer.
El amor supone deseo de convivir con espíritu de compartir y para alcanzar tal objetivo debemos empezar por sentar las bases de un nuevo código de comunicación, en el que los componentes de ambos géneros encuentren más razones para coincidir que para discrepar y orienten su esfuerzo hacia el propio cambio en lugar de pretender el ajeno. El día que tomemos conciencia de que nadie puede cambiar a los demás, pero todo el mundo puede mejorarse a sí mismo, las relaciones amorosas entrarán en una fase de mayor plenitud porque cada cual aportará sus valores, en lugar de esperar que sea el otro el que aporte lo que a él le falta.
Una vez ha quedado claro que el arte de enamorar tiene mucho que ver con la capacidad de mejorar, creo que ha llegado el momento de arrojar algo de luz sobre el sugestivo, complicado y apasionante mundo de las relaciones amorosas, describiendo las claves que propician y provocan la emergencia de tan deseado y deseable sentimiento.