Testimonios

Silvia dejó el tabaco gracias al vapeo

Desde adolescente, Silvia fumaba un paquete al día. Siempre la misma marca, siempre la misma cantidad. Cuando llegó a la edad adulta le entró el agobio. ¿Cuántas veces había intentado dejar de fumar sin conseguirlo? Había probado todos los métodos posibles. «Incluso las pastillas, ¡dos veces! Y al poco volvía a recaer, estaba desesperada, odio fumar». Bueno, maticemos sus palabras. A Silvia le encantaba fumar, pero odiaba todo lo que supone el tabaco. Desde los problemas de salud, la falta de aire, el cansancio y la «resaca» del tabaco, hasta los efectos menos nocivos, como el olor y el deterioro físico, en especial de la piel.

Así que hace unos años, cansada de su adicción, decidió probar el cigarrillo electrónico. En aquel momento el dispositivo no estaba tan desarrollado como ahora. «Era como un cigarrillo, de un solo uso, y sabía a menta». Estuvo dos meses vapeando. Sin probar el tabaco, logró rebajar la ansiedad y no ganar quilos. «Cada dos o tres horas, me fumaba un cigarrillo de mentira, entonces no se decía ni vapear ni nada», dice entre risas. A los dos meses, decidió dejar el vapeo y, desde entonces, casi diez años han pasado ya: ni fuma ni vapea.

«Para mí fue definitivo, así que soy una gran defensora del cigarrillo electrónico», comenta. «Tiene muchas ventajas, porque encima ni huele ni contamina y lo puedes usar en casi cualquier sitio, es muy raro que te pidan que salgas a la calle si estás vapeando, porque se nota que no molesta».

Entre los inconvenientes, uno en el que muchos usuarios coinciden: las baterías. «Eso de tener que cargarlo, que puedas olvidarte y a mitad del día te quedes sin, eso es un rollo. Las baterías deberían durar más. Es lo único malo que le veo».

Caldi, el adicto al e-cig

Se levantó como si el mundo entero gritara dentro de su cabeza. Caldi se había ido de fiesta la noche anterior y la resaca, esta vez, era inaguantable. «Aun así quería fumar, no podía frenarme, pero sabía que una sola calada iba a ser insoportable». Y con el mundo a cuestas, salió de casa, se metió en el primer estanco que encontró y salió vapeando como un campeón.

«Dejé de fumar nada más comprarme el cigarrillo electrónico, fue inmediato», recuerda contento. Porque no necesita hacer memoria para decirte que se fumaba «más o menos un paquete al día». Lo dice, y al segundo añade: «Ahora no fumo nada». Caldi repite la frase, casi incrédulo. Un tipo marchoso como él, al que le gusta la buena mesa, los buenos vinos, tomar cerveza y disfrutar de la compañía de los amigos, de noche. Un tipo como Caldi tenía que haber sufrido para dejar de fumar. Eso pensaban todos. Pero no, Caldi, relajado y con una sonrisa pícara, repite contento: «Ahora no fumo nada». Y el personal se pasma.

Una de las cosas que más engorrosas le parecían de fumar siguen existiendo en su nueva faceta de vapeador. Porque como muchos, casi la mayoría, Caldi sigue saliendo a la calle para dar sus caladas.

Como buen fumador que ha abandonado el hábito, parece que se siente en deuda con quien le ha ayudado en el proceso. Con lo que le ha ayudado, en este caso, que es el e-cig. Por eso, con cierta sorna, cuando se le pregunta por los detractores del cigarrillo electrónico, espeta un: «Que mueran jóvenes. Y con dolor. Estoy intentando dejar una drogadicción muy dura».

Es radical porque el recuerdo del tabaco le provoca rechazo. «La sensación de quemar el cigarrillo y aspirarlo», dice sin mucha seguridad cuando intenta nombrar alguna de las cosas positivas del cigarrillo, porque «ganan las cosas que no echo de menos», recalca.

Busquemos, pues, lo positivo que destacaría del cigarrillo electrónico. Dejen espacio, que llega Caldi con su defensa: «No hay humos. No hay combustión. No deja olores. Te encuentras mucho mejor físicamente. Es mucho más barato. Se recupera el hambre. Se recupera el olfato. Se recupera el sentido del gusto. No tienes resaca de tabaco si bebes alcohol. Te levantas mucho mejor al despertar».

¿Algo negativo? Este experto en el vapeo nos ofrece su visión: «Lo negativo es que sigues dependiendo de un hábito. Que provoca sequedad de cuello, algún dolor de cabeza (por no administrar bien la dosis de nicotina) y alguna descomposición intestinal debida al propilenglicol».

Y ante el desconcierto o la curiosidad de los otros, Caldi se presenta como en el resto de su vida, con una tranquilidad que pasma al resto: «Alguna gente pregunta que qué tal va, otros opinan sin saber nada al respecto. Pero a mí no, no me da apuro, no es para nada estético, pero me da igual».

A Ángeles se lo recomendó el médico

Ángeles ni se acuerda de cuándo empezó a fumar. Dice que siempre se ha visto así, con un cigarrillo en la mano. Por eso, cuando el médico le diagnosticó un cáncer de vejiga, no le hizo mucho caso. El cáncer de vejiga es una consecuencia de fumar y afecta más a las mujeres que a los hombres. Muy extrovertida y de armas tomar, a Ángeles, que ha visto de todo en la vida, un cáncer no podía asustarla. Su primer marido murió de cáncer de pulmón después de las advertencias de los médicos, que le suplicaban que dejara de fumar. Pero él, ni por esas. En la clínica, ingresado y con las cicatrices del posoperatorio todavía húmedas, Carlos pedía un cigarrillo con desesperación. El segundo marido de Ángeles corrió la misma suerte y también murió de un cáncer. Lo hemos dicho, a sus más de 60 años, a Ángeles no la asustas con un cáncer.

A esta fumadora de voz ronca y piel oscura, guapa y valiente, el médico le dijo que tenía que dejar de fumar, que la operación no sería suficiente si no lo dejaba. «O dejas de fumar o te mueres», así de claro fue el médico. Pero Ángeles no hizo ni caso. Se lo dijeron en julio de 2013 y siguió fumando. «Me abrieron en verano», recuerda, «y seguí fumando». Como excusa dice que ya solo fumaba menos de diez cigarrillos al día. Es de las que fumaba en todas partes, incluso en la clínica amenazaba a las enfermeras con salir a la calle si no la dejaban fumar en la ventana de su habitación. «La mayoría claudicaban, pobres, temían que hiciera una locura», cuenta esta mujer entre carcajadas.

Pero en la segunda operación la situación ya no le hizo tanta gracia. Y de pronto, aquello que parecía imposible, sucedió: Ángeles, acongojada, le pidió ayuda a su médico; quería dejar de fumar.

Es este un caso excepcional, lo reconoce incluso la propia protagonista, aunque es más habitual de lo que podría caber. Pasados los 60, viuda dos veces, cansada y enferma, Ángeles se vio a sí misma incapaz de dejar el hábito, e incapaz a su vez de seguir fumando. El dilema podría parecerle absurdo a alguien que jamás ha fumado, pero un fumador sabrá de lo que aquí se trata. «Hablamos mucho con el médico y al final me dijo que usara un cigarrillo electrónico con una sola condición, que fuera sin nicotina». Tanto miedo tenía que consultó con un segundo especialista y recibió la misma respuesta, que se comprara el aparatito, pero que no le pusiera nicotina.

Ahora usa un cigarrillo electrónico y no es el primero que se compra: «El primero, pese a avisarlo en la tienda mil veces, me lo vendieron con nicotina. Y no me di cuenta hasta que lo vio el médico, que se escandalizó. Volví a la tienda y les monté un lío tremendo, pero solo supieron pedirme disculpas. Hay que tener muchísimo cuidado con lo que se compra». Ya está segura de lo que lleva el líquido que vapea, es capaz de recitar los ingredientes y hasta los valora. El propilenglicol, la glicerina, agua y aromas. Los dos primeros le dan un poco de angustia, no sabe si son bueno o malos, pero los prefiere, o al menos su salud así lo dice, a los cigarrillos normales.

Porque Ángeles habla del cigarrillo electrónico con poco entusiasmo. Ni siquiera es capaz de cantar las alabanzas del invento cuando reconoce que no fuma nada desde el primer momento que lo probó, en septiembre de 2013. «Mira, a mí lo que me gusta es fumar. Me gusta tener el cigarrillo entre los dedos, aspirar y quemar papel, sacar humo, y el olor del humo». Va detallando sus placeres y se pone algo inquieta: «El placer que me daba el tabaco no me lo da este cigarrillo», concluye. «Cuando me lo compré me dijeron que tenía sabor a Marlboro. A Marlboro… ya te aseguro yo que no, ni en broma. Esto sabe a vainilla o algo parecido».

Dice que el primer día sufrió bastante. Pasó de un paquete y medio de Marlboro Light a la nada con la ayuda del cigarrillo electrónico. «Me calma la ansiedad», señala. Pero esa ansiedad gorda que se tienen las primeras 24 horas no se calma, se pasa. «Soy yo la que tiene que decidir y lo decidí, quise dejar de fumar, así que ni la ansiedad ni nada me iban a frenar». Eso sí, gracias al cigarrillo electrónico ha logrado parar. Admite su ayuda casi a regañadientes. Es una mujer rebelde y quiere dejar constancia de ello.

Estamos hablando con una fumadora militante. Una mujer que, en su segunda boda, con 55 años, cerró un club de jazz de Barcelona con la condición de que les dejaran fumar dentro en plena ley antitabaco. «En mi boda, yo vestida ideal, pagando una millonada, cerrando un local para mis invitados, cómo no iba yo a fumar ese día», exclama con extrañeza. Porque le costó convencer a los dueños del local. «Que paguen multas, a mí me da igual, hay momentos en los que se tiene que poder fumar».

No es la primera vez que deja de fumar, la verdad. «Hace más de 20 años lo dejé, de un día para otro. En el despacho en el que trabajaba, todas familiares, decidimos dejarlo a la vez. Y resultó», cuenta Ángeles. La primera vez que dejó de fumar engordó 14 kilos y no había forma de bajarlos. Ni cuando volvió a fumar. Le costó horrores perder esos kilos que se había puesto, algo que se convirtió en un impedimento más para volver a dejar el tabaco. Esta vez, ha ganado 8 kilos. «No sé qué me pasa, a mi no me gusta el dulce, pero cuando dejo de fumar me da por todo lo dulce. Me paso el día pensando en pastelitos, caramelos, chocolate… Un desastre».

Hace más de 20 años, la primera vez que dejó de fumar, se guardó un cigarrito para cada día. «En aquella época, mi hija era pequeña y me gustaba un cigarrillo para después de cenar, cuando ya había acostado a la niña (a ella y a las mil amigas que siempre había en casa). Era el momento en el que mi marido aún no había llegado. El pitillo era mi momento».

Es así como los fumadores viven el tabaco. Como un placer, como parte de la vida. No es un accesorio, no es algo ajeno, fumar es parte de la personalidad de uno, por eso es tan difícil dejarlo. «Lo mío, lo reconozco, es una cuestión psicológica. Llamar por teléfono, ir a tomar algo con los amigos. Yo no soportaba que alguien me encendiera el cigarrillo o que me lo pasaran encendido, era algo mío y tenía que hacerlo yo».

Todos estos detalles no están en el cigarrillo electrónico. Es más, «no lo puedo tener entre las manos», se queja Ángeles, «porque pesa. ¿Y entre los labios mientras hago otra cosa? Nada. ¡Si para sacar humo tengo que apretar un botón!». Algo podrá hacer que antes no hacía… «Claro, ayer mismo estuve cenando con mis amigos de toda la vida. Éramos 20 y pude estar con ellos todo el rato, sin salir a fumar, porque tenía mi vapeo».

Eso puede hacer, sí. Eso, y vivir, que es lo importante.

Alberto, el desintoxicado total

Alberto estaba un día en casa, con su mujer y sus dos hijas, viendo Cuéntame en la tele. Y de pronto el corazón le dio un vuelco. «La protagonista sufrió un cáncer y no aguanté más el estar matándome poco a poco. La sensación de culpabilidad, que algún día me acabara haciendo daño a mí mismo, a mi familia…». Y así fue como este fumador decidió dejar de fumar.

El proceso fue concreto y directo. Como es Alberto. «Me motivó la serie, lo contaban muy bien. Y me tocó las narices estarme buscando ese sufrimiento a mí y a los míos (las mías). Así que les pedí a los Reyes Magos un cigarrillo electrónico y desde el día siguiente (7 de enero de 2011), ni una calada».

La historia de amor (o desamor) entre Alberto y el tabaco había empezado mucho tiempo antes. La primera vez que probó el tabaco fue en un garaje. Le «robó» un par de cigarrillos y unas cerillas a su madre y se fue a experimentar. Era preadolescente y se lo tomó como un juego, un experimento, ni siquiera se tragó el humo. Se marearon, les dio el típico asco, y ya. A otra cosa. Avanzó el tiempo y aquello pasó de ser una experiencia divertida y gamberra a ser la puerta que introdujo a Alberto, sin saberlo, al mundo del tabaco. Esta vez tenía 18 años y estaba en un parque con los amigos. Aquel día ya no se trataba de un juego, era una iniciación, y el humo, señores, ahora el humo iba directo a los pulmones. Alberto pasó entonces de ser un joven a ser un joven fumador.

Su problema, además, es que debía compaginar el inmenso placer que sentía al fumar con la enorme culpa que le provocaba cada calada. Una sensación que terminó por volverse insoportable y llevarle a dejarlo. Hablamos con casi un pionero de los cigarrillos electrónicos en España. Aquel 7 de enero en el que empezó con el experimento cambió su vida y está encantado con lo que tiene ahora. Eso sí, para llegar a dejar el cigarrillo, también pasó cierto calvario. Tanto quería fumar al principio de dejarlo que «en tres semanas», recuerda, «me acabé las primeras cargas y los primeros repuestos que compré».

Pese a que en aquella época eran pocos los usuarios de este tipo de métodos, Alberto no sentía apuro alguno. Lo usaba en público cuando le apetecía, «sobre todo en el trabajo, que era donde principalmente fumaba». ¿Vergüenza? «Al contrario, sentía cierta sensación de apostolado. Me exhibía para que me preguntaran y contarles mi locura. No sé si motivé a alguien. No creo. Pero me hubiera gustado».

Así que en cuanto le atacaba el gusanillo, este hombre metódico y de alegría contagiosa «sacaba el cigarrillo sin preocupación alguna». Admite, no obstante, que era objeto de la curiosidad ajena, que se volvían para ver lo que hacía y que seguramente más de uno pensó que fumaba tabaco en lugares en los que estaba prohibido. «La gente me miraba, pero yo apoyaba el cigarro en la mesa o me lo guardaba en el bolsillo de la camisa… lo que fuera que pudiera darles el mensaje de que era electrónico. No quería preguntas, pero creo que la gente merecía el respeto de que yo los tranquilizara. Que pudieran estar seguros de que no les estaba contaminando».

Es ese intento de respeto hacia el otro el que le llevó a dejar de fumar. Pero, como hemos dicho, no era un fumador obsesivo. Lo había dejado en otra ocasión y volver le provocó cierta frustración. «La primera vez que lo dejé», recuerda, «estuve cinco años sin probarlo, pero caí cuando nació mi primera hija (y mi mujer estuvo a punto de morir en el parto). Como lo echaba tanto de menos, traté de aprovechar y volver de una manera parcial (unos cinco cigarrillos al día, solo en el trabajo). Pude mantenerme en eso, hasta que volví a engancharme. Nunca pasé de diez ni en los peores días, pero me sentía fatal».

Por eso, cuando se le pregunta por el cigarrillo electrónico, solo tiene buenas palabras. Aunque reconoce que no es un artilugio milagroso para dejar de fumar, sí que le sirvió de apoyo. «Yo lo usé para dejar de fumar. Estaba decidido y lo utilicé como ayuda. Hace falta estar de verdad decidido, en mi opinión. Tener una voluntad muy férrea de dejarlo. Esto fue solo una ayuda. Y lo hice teniendo en cuenta que no estaba tampoco muy investigado si eso tenía también componentes perniciosos… Me gustaría que se investigara de verdad y poderme fiar de que no hay nada de malo en fumar así… porque quizá volvería a usarlo».

Volver… ¿a fumar tabaco también? «Volveré cuando cumpla la edad suficiente para que no me dé tiempo a matarme a mí mismo. Ésa es verdaderamente mi única motivación para no fumar. Que es pernicioso». Si vuelve en las circunstancias descritas, seguramente podrá sentir placer porque será libre, no será esclavo de su sufrimiento. Mientras tanto, no obstante, seguirá defendiendo esa abstinencia de la que hace gala porque se siente orgulloso. Por eso se atreve a defender el cigarrillo electrónico, porque piensa que todos se merecen la libertad que él logró a través de su apoyo. «Si de verdad es inofensivo, no permitiría que nadie se quejara de su uso, ni que se regulara ni leches de esas. Es insoportable la intromisión en la vida privada de las personas… Como fumador me sentí perseguido y sigo creyendo que se les persigue y se les impide llevar una vida normal, sacándolos de los bares… cosa que además provoca que cualquier no fumador que quiera entrar a un bar tenga, por fuerza, que tragarse su humo y su peste de cenizas a la entrada… Las ‘narcosalas’ de antes eran una mejor solución».

Con todo, Alberto nunca tuvo clara la seguridad del cigarrillo electrónico, una de las casusas por las que no terminó de engancharse a su uso. «En el momento en que me quedé sin recargas y entre que no encontraba de mi modelo y que no necesité demasiado volver a usarlo… lo dejé». Y si ahora son muchas las voces que denuncian que existe desinformación sobre los efectos del e-cig, en 2011 casi era desconocida la existencia en sí de este invento. «Sí, además estaba eso de que no estoy muy seguro de su inocuidad. Lo que sí que sé es que no molesta a nadie ni con olores ni con ambientes cargados…».

Alguien que ha fumado en contra de su voluntad, queriendo dejarlo y no sabiendo cómo, alguien ha sufrido la culpa por el dolor que podía causar a los demás. Alberto es una persona respetuosa, a quien se le ilumina la mirada al hablar de sus hijas y su mujer, un tipo que sabes que daría lo que fuera por ayudar a los demás. Una persona que logró dejar de fumar, del todo, con un cigarrillo electrónico y tres recargas. Es lógico que lo defienda con pasión: «Si de verdad es inocuo, me parece algo muy interesante». Habla Alberto, el desintoxicado completo.

Matilde o cómo dejar de fumar a pelo

De un día para otro, sin habérselo imaginado siquiera, Matilde se quedó sin trabajo. Su empresa estaba en crisis y tenían que despedir a un grupo. Y le tocó a ella, una de las más veteranas y con mejor sueldo. Así se lo explicaron y así es como fue. Pero a ella, orgullosa como pocos, no le entraba en la cabeza. Se sintió agravada, pensó que la estaban ofendiendo, que le estaban diciendo que no servía. Ni para su trabajo ni para nada. Si alguien conoce a un parado, sabrá que esa es una sensación generalizada y, además, muy, pero que muy justificada. Y como muchos otros parados, Matilde necesitaba demostrar que era válida y que tenía fuerza. De un día para otro, sin habérselo ni planteado siquiera, Matilde dejó de fumar. Así, y sin ser muy consciente, demostraba al mundo que ella sirve, y que cuando quiere, puede.

Lo cierto es que los primeros días después de su despido, no podía parar de fumar. Nerviosa y desconcertada, perdida en el día a día vacío y sinsentido, Matilde fumaba y fumaba, un pitillo tras otro. «Dos paquetes al día», dice casi cortante, casi avergonzada.

Matilde empezó a fumar a los 14 años. «Con regularidad», puntualiza, «han sido 32 años seguidos fumando siempre». Tanto tiempo y se acuerda de la primera vez, todo un clásico: «Fue a los 12 años, en casa de una amiga, me mareé un poco y no me gustó». Un par de años después, no obstante, ya era una fumadora regular, como ella cuenta.

Esta mujer guapa y trabajadora nunca se planteó dejar el tabaco. Era la típica profesional centrada en su carrera, y el tabaco no era un problema. ¿Que hay que salir a la calle a fumar? Pues salía. Hacía amigos, charlaba con los compañeros, departía con el portero y hacía reír a todos. Simpática y dulce, sufre cuando lo recuerda y dice que se fumaría un cigarro «a cada rato».

Pero eso de no fumar, algo que jamás se había planteado, le está gustando demasiado. «La no dependencia», eso es lo que destaca, «la libertad». Y añade: «Me encanta estar en un sitio donde no dejen fumar y no estar pensando, como antes, en cuándo podré salir para echar un pitillo». Teme ver cigarrillos en los bares, sabe que tantos años de dependencia la convierten a una en presa fácil de las recaídas y ella no quiere ni oír hablar de eso. Por eso la actual ley antitabaco le va bien. Por ese mismo motivo, Matilde es una de las preocupaciones de quienes rechazan que se fumen cigarrillos electrónicos en espacios cerrados: por temor a que los exfumadores recaigan. Lo sabe ella, que admite que, si se pudiera fumar en espacios cerrados, le costaría «mucho más no fumar».

Matilde, fuerte como pocos, dejó de fumar sin previo aviso después de 32 años de calada en calada. Así que, sin desdeñarlos, poco en cuenta tiene a los cigarrillos electrónicos. Así lo dice: «Me parecía una buena opción para dejar de fumar, pero prefiero haberlo dejado sola sin necesidad ni de cigarrillo electrónico ni de parches». Lo habíamos dicho al principio, ¿no? Si esta muchacha quiere algo… Y quiso dejar de fumar.