Lady Honoria Smythe-Smith estaba desesperada.
Desesperada por tener un día soleado, desesperada por encontrar marido, desesperada por un par de zapatos nuevos, pensó exhalando un suspiro de agotamiento y mirándose los zapatos azules estropeados.
Estaba sentada cansinamente en el banco de piedra que había junto a la Tienda de Tabacos para Caballeros Exigentes del señor Hilleford, con la espalda apoyada contra la pared, desesperada (otra vez esa horrible palabra) por proteger todo su cuerpo bajo el toldo. Estaba cayendo un aguacero. Aguacero. No una llovizna, no una simple lluvia, sino un aguacero, de esos en que, como reza el dicho, caen gatos, perros, ovejas y caballos.
Y, la verdad, era tal la fuerza de la lluvia que no se habría sorprendido de ver caer un elefante del cielo.
Además, el lugar apestaba. Había creído que los cigarros producían el olor más desagradable, pero no, el olor del moho era aún peor, y de la pared de la Tienda de Tabacos para Caballeros Exigentes a los que no les Importa que se les Pongan Amarillos los Dientes, salía una sospechosa sustancia negra que olía a muerto.
De verdad, ¿podría ser peor la situación?
¡Ah! Pues sí. Sí. Porque (claro) estaba sola, y en apenas treinta segundos las gotas de lluvia pasaron a convertirse en un aguacero. Sus acompañantes en esa salida de compras estaban felizmente refugiadas enfrente, en el agradable y acogedor Lujoso Imperio de Cintas y Bisutería de la señorita Pilaster, que, además de tener todo tipo de adornos y bisutería para entretenerse mirando, olía muchísimo mejor que la tienda del señor Hilleford.
La señorita Pilaster vendía perfumes. La señorita Pilaster vendía pétalos de rosa secos y velitas con olor a vainilla.
El señor Hilleford criaba moho.
Exhaló un suspiro: así era su vida.
Se había quedado demasiado tiempo mirando el escaparate de una librería, diciéndole a sus amigas que dentro de uno o dos minutos se reuniría con ellas en la tienda de la señorita Pilaster. Los dos minutos se convirtieron en cinco, y justo cuando se preparaba para atravesar la calle, se abrieron los cielos y no tuvo más remedio que refugiarse bajo el único toldo abierto en el lado sur de la calle principal de Cambridge.
Contempló con tristeza la lluvia azotando la calle; las gotas caían con inmensa fuerza, salpicando y pulverizándose en el aire como pequeñas explosiones. El cielo se estaba oscureciendo más y más, y, como buena conocedora del clima inglés, sabía que en cualquier momento se levantaría viento y el agua arruinaría el pequeño espacio donde se refugiaba.
Abatida, apretó los labios y miró al cielo.
Tenía los pies mojados.
Tenía frío.
Además, en toda su vida jamás había salido de las fronteras de Inglaterra, lo que significaba que sí era una buena conocedora del clima inglés y que dentro de tres minutos estaría peor aún que en ese momento.
Y, la verdad, nunca se había imaginado que eso fuera posible.
—¿Honoria?
Vamos, ¡santo cielo!, lo único que le faltaba para aumentar su desconsuelo: Marcus Holroyd, el conde de Chatteris, contento y seco en su lujoso carruaje. Sintió que se le abría la boca, aunque no sabía por qué le resultaba tan sorprendente. Marcus vivía en Cambridgeshire, no muy lejos de la ciudad. Más aún, si alguien tenía que toparse con ella cuando parecía un animalito de la variedad roedor mojado y con el pelaje enmarañado, era él.
—¡Buen Dios, Honoria! —le dijo, mirándola con el ceño fruncido, de esa manera altanera tan propia de él—. Debes de estar congelada.
Ella logró hacer un leve encogimiento de hombros.
—Está algo fresco.
—¿Qué haces aquí?
—Estropearme los zapatos.
—¿Qué?
—De compras con las amigas —dijo ella, haciendo un gesto hacia el otro lado de la calle—, y primas.
Eso no significaba que sus primas no fueran amigas también, pero tenía tantas que casi formaban una categoría propia.
Él abrió un poco más la portezuela.
—Sube.
No dijo: «Sube, por favor» o «Debes secarte, sube, por favor», sino solamente «Sube».
Otra chica podría haber sacudido la cabeza, echándose atrás el pelo y dicho: «No tienes por qué darme órdenes». Otra algo menos orgullosa podría haberlo pensado, aun cuando no tuviera el valor para decirlo. Pero ella tenía frío y valoraba más su comodidad que su orgullo, y aún más si quien se lo decía era Marcus Holroyd, al que conocía desde que ella vestía pichi.
Desde los seis años, para ser exactos.
Y tal vez esa fue la edad en que ella consiguió estar en ventaja por última vez, pensó, haciendo un mal gesto. A los siete años era tan fastidiosa que él y su hermano Daniel empezaron a llamarla «Mosquito». Cuando ella les aseguró que eso lo consideraba un cumplido, porque le encantaba lo exótico y peligroso que sonaba el apodo, ellos sonrieron burlones y lo cambiaron por «Chinche».
Y Chinche había sido desde entonces.
Además, la había visto aún más mojada. La había visto totalmente empapada, cuando tenía ocho años, un día en que creía que estaba muy bien escondida entre las ramas del viejo roble en Whipple Hill. Marcus y Daniel habían construido un fortín al pie del árbol, al que no podía entrar ninguna niña. Le arrojaron guijarros hasta que ella se soltó de la rama y cayó.
Visto en retrospectiva, no debería haber elegido la rama que colgaba sobre el lago.
Y fue Marcus el que la sacó del agua, lo que era más de lo que podía decir de su hermano.
Marcus Holroyd, pensó afligida. Estaba en su vida casi desde que tenía memoria. Desde antes que fuera lord Chatteris, desde antes que Daniel fuera lord Winstead, desde antes que Charlotte, la hermana que más se le acercaba en edad, se casara y se marchara de casa.
Desde antes que Daniel se marchara también.
—Honoria.
Lo miró; su voz sonó impaciente pero en su cara vio un asomo de preocupación.
—Sube —repitió él.
Ella asintió y se agarró de la enorme mano que le ofrecía para ayudarla a subir.
—Marcus —dijo, tratando de sentarse con toda la elegancia y despreocupación que exhibiría en un elegante salón, sin pensar en los charcos que dejaban sus pies—. ¡Qué agradable sorpresa verte!
Él se limitó a mirarla, frunciendo levemente el ceño. Sin duda estaba intentando decidir cuál sería la manera más eficaz de regañarla.
—Estoy pasando unos días en la ciudad, con los Royle —le explicó, aun cuando él no se lo había preguntado—. Llevamos cinco días aquí Cecily Royle, mis primas Iris y Sarah y yo. —Dejó pasar un instante, por si veía algún destello de reconocimiento en sus ojos, y entonces añadió—: No recuerdas quiénes son, ¿verdad?
—Tienes muchísimas primas.
—Sarah es la que tiene el pelo y los ojos tupidos y oscuros.
—¿Ojos tupidos? —musitó él, esbozando una leve sonrisa.
—Marcus.
Él se rio.
—Muy bien, pelo tupido, ojos oscuros.
—Iris es muy blanca. Pelo rubio fresa. ¿Todavía no la recuerdas?
—Es de una familia de flores.
Ella frunció el ceño. Cierto que sus tíos William y Maria habían elegido nombres de flores para sus hijas: Rose, Marigold, Lavender, Iris y Daisy, pero de todos modos…
—Sé quién es la señorita Royle —dijo él.
—Es tu vecina. Tienes que saber quién es.
Él se limitó a encogerse de hombros.
—En todo caso, estamos aquí en Cambridge porque la madre de Cecily pensó que a todas nos convenía un poco de instrucción.
Él curvó la boca en una sonrisa vagamente burlona.
—¿Instrucción?
Honoria pensó por qué las mujeres siempre necesitaban instrucción, mientras que los hombres iban al colegio.
—Sobornó a dos profesores para que nos permitieran ir a escuchar sus clases.
—¿Sí?
Parecía curioso. Y dudoso.
—La vida y la época de la reina Isabel —recitó ella, obedientemente—, y después algo en griego.
—¿Habláis griego?
—No, ninguna de nosotras. Pero el profesor de griego fue el único que se mostró dispuesto a hablar con mujeres. —Puso los ojos en blanco—. Nos va a dar dos charlas seguidas. Tenemos que esperar en una oficina hasta que los alumnos salgan de la sala de clases, no sea que nos vean y pierdan totalmente la razón.
Marcus asintió, pensativo.
—Es casi imposible que un caballero logre concentrarse en sus estudios en presencia de tan avasalladora belleza femenina.
A ella le pareció que él se puso serio unos dos segundos. Solo alcanzó a echarle una mirada de reojo y soltó un bufido de risa.
—¡Vamos, por favor! —dijo, dándole un ligero golpe en el brazo.
Esa familiaridad era inaudita en Londres, pero ahí, con Marcus…
Después de todo, él era prácticamente su hermano.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó él.
—Está bien.
Aunque en realidad no lo estaba. Lady Winstead nunca se había recuperado del escándalo de que obligaran a Daniel a marcharse del país. Alternaba entre molestarse por supuestos desaires y simular que su único hijo no había existido jamás.
Era… difícil.
—Desea retirarse a Bath —añadió—. Su hermana vive ahí y creo que las dos se llevarían bien. En realidad no le gusta Londres.
—¿A tu madre? —preguntó Marcus, algo sorprendido.
—No como antes —aclaró ella—. No le gusta desde que Daniel…, bueno, ya sabes.
Marcus apretó las comisuras de los labios. Lo sabía.
—Cree que la gente sigue hablando de eso —explicó ella.
—¿Y hablan?
Honoria se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Yo creo que no. Nadie me ha vuelto la espalda. Además, ya hace casi tres años. ¿No crees que todos tienen otras cosas de que hablar?
—Yo diría que ya tenían otras cosas de que hablar cuando ocurrió —dijo él sombríamente.
Honoria arqueó una ceja al mirar su ceño. Ahí estaba el motivo de que ahuyentara a tantas debutantes. Sus amigas le tenían terror.
Bueno, eso no era del todo cierto. Solo se asustaban cuando estaban en su presencia. El resto del tiempo se sentaban ante sus escritorios a escribir sus nombres enlazados con el de él, en letras con ridículos bucles y luego los adornaban con corazones y querubines.
Marcus Holroyd era todo un premio matrimonial.
Y no porque fuera guapo, porque en realidad no lo era. Tenía el pelo de un hermoso color oscuro. Y los ojos, también. Pero había un algo en su cara que ella encontraba severo. Tenía las cejas demasiado tupidas y rectas, sus ojos eran demasiado profundos, algo hundidos.
De todos modos, había algo en él que llamaba la atención. Una especie de reserva, un asomo de desdén, como si sencillamente no tolerara las tonterías.
Eso volvía locas por él a las chicas, aun cuando la mayoría eran la tontería personificada.
Hablaban en susurros acerca de él, como si fuera un misterioso héroe de cuento, o, por el contrario, el villano, todo gótico y misterioso, que solo necesitaba que una damisela lo redimiera.
Mientras que, para ella, él era sencillamente Marcus, lo que en realidad no tenía nada de sencillo. Detestaba su manera de mirarla, con ese aire de superioridad, esa expresión desaprobadora. La hacía sentirse como se sentía años atrás: una niña molesta, pesada, o una adolescente desgarbada.
Sin embargo, encontraba tremendamente agradable, consolador, tenerlo cerca. Sus caminos ya no se cruzaban con tanta frecuencia como antes. Todo era diferente desde que Daniel se marchó, pero cuando entraba en una sala y estaba él…
Ella lo notaba al instante.
Y, curiosamente, eso era bueno.
—¿Tienes pensado ir a Londres a pasar la temporada? —le preguntó con amabilidad.
—Una parte —repuso él, con la cara inescrutable—. Tengo asuntos que atender ahí.
—Claro.
—¿Y tú?
Ella pestañeó.
—¿Piensas ir a Londres a pasar la temporada?
A ella se le abrió sola la boca. No lo preguntaría en serio, ¿verdad? ¿A qué otra parte podría ir dado su estado de soltería? No era como si…
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó, desconfiada.
—No, claro que no —dijo él, pero sonriendo.
—No es divertido. No tengo otra opción. Tengo que ir a pasar la temporada. Estoy desesperada.
—Desesperada —repitió él, con expresión dudosa.
Esa expresión era frecuente en su cara.
—Tengo que encontrar marido este año —dijo.
Notó que se le movía la cabeza en gesto negativo, aunque no sabía a qué podría querer poner objeciones. Su situación no era muy diferente de la de muchas de sus amigas. No era la única damita que esperaba casarse. Pero no buscaba marido para poder admirar el anillo en su dedo ni recrearse en su gloriosa situación como una señora joven y guapa. Deseaba tener su casa. Una familia, una familia numerosa, e hijos bulliciosos a los que no les importara demasiado los modales.
De hecho, estaba harta del silencio que se había apoderado de su casa. Detestaba el sonido que hacían sus pasos en el suelo; detestaba que ese fuera el único ruido que oía en toda una tarde.
Necesitaba un marido. Esa era la única solución.
—¡Ah, vamos, Honoria! —dijo Marcus, y ella no necesitó mirarle la cara para saber qué expresión tenía: de condescendiente superioridad y escepticismo, con un pelín de hastío—: Tu vida no puede ser tan horrible.
Ella apretó los dientes. Detestaba ese tono.
—Olvida lo que he dicho —masculló, porque, de verdad, no valía la pena intentar explicárselo.
Él soltó el aliento e, incluso en eso, consiguió ser condescendiente.
—No creo que vayas a encontrar marido aquí —dijo.
Ella apretó los labios, lamentando haber sacado el tema.
—Los estudiantes son demasiado jóvenes —continuó él.
—Tienen mi misma edad —dijo ella, cayendo en la trampa.
Pero Marcus no se rindió; él no era así.
—¿Por eso estás aquí en Cambridge? ¿Para charlar con los estudiantes que aún no se han ido a Londres?
—Ya te lo he explicado —contestó ella, mirando hacia delante con resolución—. Vinimos a escuchar unas clases.
Él asintió.
—En griego.
—Marcus.
Él sonrió. Aunque en realidad no era una sonrisa visible. Marcus era siempre tan serio, tan rígido, que una sonrisa de él sería una media sonrisa seca en cualquier otra persona. ¿Cuántas veces sonreiría sin que nadie lo notara? Ella tenía suerte de conocerlo tan bien. Cualquier otra persona lo creería totalmente falto de humor.
—¿A qué se debe eso? —preguntó él.
Ella lo miró sorprendida.
—¿A qué se debe qué?
—Esos ojos en blanco.
—¿Qué?
La verdad, no sabía si había puesto los ojos en blanco. Pero, peor aún, ¿por qué la estaba mirando con tanta atención? Era Marcus, ¡por el amor de Dios!
Miró por la ventanilla.
—¿Crees que ha parado de llover?
—No —contestó él, sin girar la cabeza ni una pulgada.
Pero claro, no tenía por qué. La pregunta fue estúpida; solo la hizo para cambiar de tema. La lluvia seguía cayendo sin piedad sobre el coche.
—¿Te llevo a casa de los Royle? —preguntó él amablemente.
—No, gracias. —Alargó un poco el cuello por si lograba ver el interior de la tienda de la señorita Pilaster a través del cristal de la ventanilla, la lluvia y el cristal del escaparate. No logró ver nada, pero puesto que ese era un buen pretexto para no mirarlo a él, continuó admirando el espectáculo—. Dentro de un momento iré a reunirme con mis amigas.
—¿Tienes hambre? —preguntó él—. Pasé por Flindle hace un momento y tengo unos cuantos pasteles envueltos para llevar a casa.
A ella se le iluminaron los ojos.
—¿Pasteles?
No dijo la palabra; más bien la suspiró, o tal vez la gimió. Pero no le importó. Él sabía que los dulces eran su debilidad; él era igual. A Daniel nunca le habían gustado los postres en particular y, cuando eran niños, más de una vez Marcus y ella se habían sentado acurrucados ante un plato con pasteles y galletas.
Daniel decía que parecían un hatajo de salvajes, y eso hacía reír a Marcus a carcajadas. Ella nunca entendió por qué.
Él se agachó y sacó algo de una caja que tenía a los pies.
—¿Sigue gustándote el chocolate?
—Siempre. —Sonrió, pensando en esa afinidad, y tal vez por la expectación también.
Él se echó a reír.
—¿Te acuerdas de aquella tarta que hizo la cocinera…?
—¿Aquella que devoró el perro?
—Yo casi lloré.
Ella hizo un mal gesto.
—Creo que yo sí lloré.
—Yo pude probar un bocado.
—Yo no —dijo ella, evocadora—. Pero olía divina.
—¡Ah, sí! —dijo él; daba la impresión de que el recuerdo le había provocado una especie de éxtasis—. Divina.
—¿Sabes?, siempre pensé que Daniel pudo tener algo que ver con que Buttercup entrara en casa.
—Seguro que sí —convino él—. La expresión de su cara…
—Espero que le dieras una paliza.
—Hasta casi matarlo —le aseguró él.
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Pero ¿no hasta matarlo?
Él sonrió también.
—No, la verdad.
Riéndose por el recuerdo, le presentó un pequeño rectángulo de pastel de chocolate, precioso y marrón, sobre un trozo limpio de papel blanco. Olía de maravilla.
Haciendo una honda inspiración de felicidad, Honoria sonrió.
Entonces miró a Marcus y volvió a sonreír. Porque durante un instante se había sentido ella misma otra vez, la niña que había sido solo unos años atrás, cuando tenía el mundo por delante, una reluciente esfera que brillaba como una promesa. No se había dado cuenta de que echaba de menos esa sensación, la de formar parte de algo, la de sentirse en casa, la de estar con una persona que la conocía totalmente y que, aun así, seguía encontrando valioso reír con ella.
Curioso que fuera Marcus el que la hacía sentirse así.
Y, en muchos sentidos, no era curioso en absoluto.
Tomó el pastel de su mano y lo miró interrogante.
—Por desgracia, no tengo ningún tipo de cubierto —se disculpó él.
—Podría provocar un desastre terrible —dijo ella, con la esperanza de que él entendiera que lo que quería decir era: «Dime, por favor, que no te importa que deje migas desperdigadas por todo tu coche».
—Yo voy a comer uno también —dijo él—, para que no te sientas sola.
Ella trató de no sonreír.
—Eres muy generoso.
—Estoy segurísimo de que ese es mi deber de caballero.
—¿Comerte un pastel?
—Es uno de los más atractivos de mis deberes de caballero.
Ella rio y tomó un bocado.
—¡Ah, caramba!
—¿Está bueno?
—Divino. —Tomó otro bocado—. Y con eso quiero decir «más que divino».
Él sonrió de oreja a oreja y, de un solo bocado, devoró la mitad del pastel. Y, mientras ella lo miraba sorprendida, se metió la otra mitad en la boca y se lo acabó.
El pastel no era muy grande, pero de todos modos… Ella tomó otro bocado pequeño, con el fin de hacerlo durar.
—Siempre hacías eso —dijo él.
Ella lo miró.
—¿Qué?
—Te comías el postre muy despacio, solo para torturarnos a los demás.
—Me gusta hacerlo durar. —Lo miró traviesa y encogió un solo hombro—. Si te sientes torturado por eso, es problema tuyo.
—Cruel —musitó él.
—Contigo, siempre.
Él volvió a reírse y a ella la impresionó lo distinto que era en privado. Era casi como si tuviera de vuelta al antiguo Marcus, aquel que prácticamente vivía en Whipple Hill. Lo cierto es que era un miembro más de la familia, e incluso participaba en sus horribles pantomimas. Siempre hacía de árbol y, por lo que fuera, eso siempre la había divertido.
Le gustaba ese Marcus. Adoraba a ese Marcus.
Pero ese Marcus había estado ausente los últimos años, reemplazado por el hombre silencioso y ceñudo al que el resto del mundo conocía como lord Chatteris. Era triste, la verdad. Por ella, pero, sobre todo, por él.
Terminó de comerse el pastel, tratando de no hacer caso de la expresión divertida de él, y luego tomó el pañuelo que él le ofrecía para limpiarse las manos.
—Gracias —dijo, devolviéndoselo.
Él simplemente asintió, queriendo decir: «De nada». Entonces preguntó:
—¿Cuándo vas a…?
Lo interrumpió un fuerte golpe en su ventanilla.
Ella miró para ver quién golpeaba.
—Disculpe, señor —dijo un lacayo uniformado con una librea que reconocía—. ¿Ella es lady Honoria?
—Sí.
Honoria se inclinó hacia la ventanilla.
—Es… Esto… —Bueno, no sabía su nombre, pero era el lacayo que había acompañado a su grupo durante las compras—. Es de los Royle. —Dirigiendo una rápida y torpe sonrisa a Marcus, se levantó y luego se agachó para poder bajar del coche—. Debo irme. Mis amigas me estarán esperando.
—Mañana pasaré a verte.
Ella se quedó inmóvil, agachada como una vieja.
—¿Qué?
Él arqueó una ceja, a modo de fingido saludo.
—Supongo que eso no le molestará a tu anfitriona.
¿Que a la señora Royle iba a molestarle que un conde soltero que aún no tenía treinta años visitara su casa? Le resultaría difícil impedirle que organizara un desfile.
—Seguro que será muy agradable —consiguió decir.
—Estupendo —dijo él y se aclaró la garganta—. Hacía demasiado tiempo que no te veía.
Ella lo miró sorprendida. Seguro que él no pensó en ella ni una sola vez cuando no estaban los dos pavoneándose durante la temporada en Londres.
—Me alegro de que estés bien —dijo él entonces, de repente.
Por qué encontró tan inesperadas esas palabras, no podría ni empezar a explicarlo, pero así fue.
De verdad, lo fueron.
Marcus se quedó mirando a Honoria atravesar la calle acompañada por el lacayo, hasta que entraron en la tienda. Entonces dio tres golpes en la pared, indicándole al cochero que continuara.
Lo había sorprendido verla en Cambridge. No vigilaba de cerca a Honoria cuando ella no estaba en Londres, pero de todos modos pensaba que debería haber sabido que ella iba a venir a pasar unos días tan cerca de su casa.
Tal vez debería empezar a hacer planes para ir a Londres a pasar la temporada. No mintió cuando le dijo que tenía asuntos que atender ahí, aunque a lo mejor habría sido más exacto decir que, sencillamente, prefería continuar en el campo. No había nada que hiciera necesaria su presencia en Cambridgeshire, tan solo que muchas cosas se le hacían más fáciles estando ahí.
Por no decir que detestaba la temporada. La detestaba. Pero si Honoria estaba tan resuelta a conseguir un marido, él iría a Londres a asegurar que no cometiera un error irreparable.
Después de todo, había hecho una promesa.
Daniel Smythe-Smith había sido su más íntimo amigo. No, su único amigo, su único amigo de verdad.
Mil conocidos y un solo amigo de verdad.
Así era su vida.
Pero Daniel estaba en alguna parte de Italia, si seguía vigente lo que le escribió en su última carta. Y no era probable que volviera mientras el marqués de Ramsgate continuara empeñado en vengarse.
¡En qué maldito enredo se había convertido todo aquel asunto! Él le advirtió seriamente que no jugara a las cartas con Hugh Prentice, pero no sirvió de nada. Daniel tan solo se rio, resuelto a probar. Prentice siempre ganaba. Siempre. Era condenadamente inteligente; todo el mundo lo sabía. Matemáticas, Física, Historia… Acababa dándoles clases a los profesores de la universidad. Hugh Prentice no hacía trampas en las cartas, simplemente ganaba siempre porque tenía una memoria fenomenal y una mente que veía el mundo en patrones y ecuaciones.
Al menos eso le explicó Hugh cuando eran compañeros de estudios en Eton; la verdad, todavía no entendía qué significaba. Y eso que él había sido el segundo mejor alumno en Matemáticas. Pero comparado con Hugh…, bueno, no había comparación posible.
Nadie que estuviera en su sano juicio jugaba a las cartas con Hugh Prentice, pero Daniel no estaba en su sano juicio. Estaba algo borracho y también algo atolondrado, por una chica a la que acababa de llevarse a la cama, por lo tanto, se sentó a jugar con Hugh.
Y ganó.
Ni siquiera él, Marcus, fue capaz de creerlo.
Y no era que creyera que Daniel había hecho trampas. Nadie creía que Daniel hiciera trampas. Le caía bien a todos; todos se fiaban de él. Pero, claro, nadie le ganaba jamás a Hugh Prentice.
Hugh había estado bebiendo. Daniel había estado bebiendo. Todos habían estado bebiendo, así que cuando Hugh volcó la mesa y acusó a Daniel de hacer trampas, se armó un alboroto en la sala.
Hasta ese mismo momento no sabía qué fue lo que se dijeron, pero a los pocos minutos quedó acordado: Daniel Smythe-Smith y Hugh Prentice se encontrarían al alba, en un duelo con pistolas.
Y, si había suerte, a esas horas ya estarían lo bastante sobrios como para comprender su idiotez.
Hugh disparó primero y la bala le rozó el hombro izquierdo a Daniel. Y, mientras todos comentaban que lo educado habría sido disparar al aire, Daniel levantó su pistola y disparó.
Y la bala de Daniel, ¡maldición!, Daniel siempre había tenido mala puntería, impactó en la parte superior del muslo de Hugh. Salió tanta sangre que solo recordarlo le produjo náuseas. El cirujano gritó. La bala había perforado una arteria; ninguna otra cosa habría producido ese torrente de sangre. Durante tres días la preocupación fue si Hugh viviría o moriría; nadie daba mucho por la pierna, pues tenía el fémur destrozado.
Hugh vivió, pero ya no podía caminar sin un bastón. Y su padre, el poderosísimo y furiosísimo marqués de Ramsgate, juró que llevaría a Daniel ante la justicia.
De ahí la huida de Daniel a Italia.
De ahí también su petición en el último momento, con voz jadeante, de que le hiciera una promesa. Estaban en el muelle y el barco estaba a punto de zarpar, cuando le dijo:
«Cuida de Honoria, por favor. Vigílala. Encárgate de que no se case con un idiota».
Lógicamente, él dijo que sí; ¿qué otra cosa podría haber dicho? Pero nunca le había hablado a Honoria de la promesa que le hiciera a su hermano. ¡Buen Dios! Eso habría sido un desastre. Ya era difícil seguirle los pasos y observarla sin que ella lo supiera. Si llegaba a saber que él hacía el papel de padre, se enfurecería. Lo último que necesitaba era que ella intentara frustrarlo.
Y lo intentaría, no le cabía duda.
Aunque Honoria no era voluntariosa u obstinada adrede. En general era una chica muy sensata. Pero incluso la más sensata de las mujeres se ofende cuando considera que la están manipulando.
Así pues, la observaba desde lejos, y, discretamente, había ahuyentado a uno o dos pretendientes.
O a tres.
O tal vez a cuatro.
Se lo había prometido a Daniel.
Y Marcus Holroyd no faltaba a sus promesas.