Marcus Holroyd siempre estaba solo.
Su madre murió cuando él tenía cuatro años, aunque, por sorprendente que parezca, esto tuvo muy poco impacto en su vida. La condesa de Chatteris crió a su hijo de la misma forma en la que su madre la había criado a ella y a sus otros hijos: con distancia. No era falta de responsabilidad, no. Se esmeró muchísimo, y con orgullo, en encontrar a la mejor niñera para el heredero recién nacido de su marido. La señorita Pimm ya pasaba de los cincuenta y había sido niñera de dos herederos de ducado y de un vizconde. Lady Chatteris le puso el bebé en brazos, le recordó que el conde era alérgico a las fresas y que, por lo tanto, era probable que el bebé también lo fuera, y luego se marchó a disfrutar de la temporada en Londres.
En el momento de su muerte, Marcus había visto a su madre exactamente en siete ocasiones.
A lord Chatteris le gustaba más la vida en el campo que a su esposa, así que residía con más frecuencia en Fensmore, la enorme y laberíntica casa Tudor, situada en la zona norte de Cambridgeshire, que había sido la casa de los Holroyd a lo largo de generaciones. Pero criaba a su hijo del mismo modo que su padre lo había criado a él, lo que equivale a decir que, aparte de ocuparse de que al niño lo pusieran sobre el lomo de un caballo a los tres años, no veía ningún motivo para molestarse con él hasta que tuviera la edad adecuada para mantener una conversación mínimamente inteligente.
El conde no tenía el menor deseo de volver a casarse, aun cuando le advirtieron de que debería tener otro hijo, como heredero de recambio. Él miró a Marcus y vio que era un niño inteligente, de excelente constitución para los deportes y bastante bien parecido. Más importante aún, estaba tan sano como un caballo. No habiendo ningún motivo para suponer que Marcus se metiera en algún jaleo y muriera, el conde no vio ninguna necesidad de someterse a otra ronda de búsqueda de esposa o, peor aún, a otra esposa. Decidió invertir en su hijo.
Marcus tuvo los mejores preceptores. Recibió instrucción en absolutamente todo lo que abarcaba la educación de un caballero. Conocía todas las plantas y animalitos autóctonos por su nombre, y cabalgaba como si hubiera nacido sobre una silla de montar y, si bien no se llevaría el primer premio en las competiciones de esgrima y tiro al blanco, sus habilidades estaban muy por encima de la media. Sabía hacer multiplicaciones largas y sumas sin desperdiciar ni siquiera una gota de tinta. Sabía leer en latín y en griego.
A los doce años.
Y, tal vez por coincidencia, esa fue la edad en la que su padre pensó que podría ser capaz de mantener una conversación decente.
También fue la edad en que su padre decidió que debía dar el siguiente paso en su educación, que consistía en dejar Fensmore para entrar en el colegio Eton, donde todos los niños Holroyd comenzaban su educación formal. Casualmente esto resultó ser la circunstancia más feliz de la vida del niño. Porque lo que Marcus Holroyd, heredero del condado de Chatteris, no tenía era amigos.
Ni uno solo.
En el norte de Cambridge no había niños con los que Marcus pudiera jugar. La familia noble más cercana eran los Crowland, y solo tenían hijas. La siguiente mejor familia era de la aristocracia terrateniente, y habría sido aceptable en esas circunstancias, pero sus hijos no eran de la edad que convenía. Y lord Chatteris no iba a tolerar que su hijo se relacionara con campesinos, así que sencillamente contrató más preceptores. Un niño muy ocupado no puede ser un niño solitario y, además, ningún hijo suyo podría desear correr por los campos en compañía de los pendencieros hijos del panadero.
Si el conde le hubiera pedido la opinión a Marcus, podría haber recibido una respuesta diferente. Pero veía a su hijo solo una vez al día, justo antes de la cena. La entrevista duraba unos diez minutos y después Marcus subía a la sala para los niños y el conde se iba al comedor. Y eso era todo.
Visto en retrospectiva, fue nada menos que extraordinario que Marcus no se sintiera desgraciado en Eton. No tenía ni la menor idea de cómo relacionarse con sus compañeros. El primer día, mientras todos los demás niños corrían de aquí para allá como un hatajo de salvajes (según el ayuda de cámara de su padre, que fue quien le acompañó), él se mantenía aparte, tratando de no parecer sorprendido, intentando aparentar que él quería mantenerse apartado, mirando hacia otro lado.
No sabía qué hacer. No sabía qué decir.
Pero Daniel Smythe-Smith sí que lo sabía.
Daniel Smythe-Smith, además de ser el heredero del condado de Winstead, tenía cinco hermanas y treinta y dos primos de primer grado, chicos y chicas. Si había un niño que sabía relacionarse con los demás niños, era él. A las pocas horas ya era el rey indiscutible entre los chicos más jóvenes de Eton. Tenía don de gentes, una sonrisa franca, una simpática seguridad en sí mismo y una absoluta falta de timidez. Era un líder nato, capaz de tomar decisiones con la misma rapidez con que hacía bromas.
Le asignaron una cama junto a la de Marcus.
No tardaron en hacerse buenos amigos, y cuando Daniel lo invitó a su casa a pasar los primeros días festivos, Marcus aceptó. La familia de Daniel vivía en Whipple Hill, que no estaba muy lejos de Windsor, así que iba a casa con frecuencia. Marcus, en cambio, bueno, no era que viviera en Escocia, pero le llevaba más de un día llegar al norte de Cambridgeshire. Además, su padre nunca iba a casa a pasar los días festivos poco importantes y no veía ningún motivo para que su hijo lo hiciera.
Así pues, cuando llegaron los siguientes días festivos y Daniel volvió a invitarlo, Marcus aceptó.
Y otra vez.
Y otra vez.
Y otra vez, hasta que empezó a pasar más tiempo con los Smythe-Smith que con su propia familia. Claro que su familia solo la formaba una persona, pero de todos modos si se paraba a pensarlo (y lo pensaba, con bastante frecuencia), pasaba más tiempo con cada miembro de la familia Smythe-Smith que con su padre.
Incluso con Honoria.
Honoria era la hermana menor de Daniel. A diferencia de los demás Smythe-Smith, no tenía ningún hermano de edad similar a la suya. Era la última de la familia, separada de los demás por cinco años, tal vez fruto de un feliz accidente que coronó la maravillosa carrera procreadora de lady Winstead.
Pero cinco años son un abismo, sobre todo teniendo seis años de edad, que era la edad que tenía Honoria cuando Marcus la conoció. Sus tres hermanas mayores ya estaban casadas o comprometidas en matrimonio, y Charlotte, que tenía once años, no quería tener nada que ver con ella. Daniel tampoco quería tener nada que ver con ella, pero, tal vez debido a su ausencia, Honoria le había tomado, ridículamente, muchísimo cariño y cuando iba a casa lo seguía por todas partes como un cachorrito.
Una vez que iban de camino al lago intentando evitarla, Daniel le dijo:
—No establezcas contacto visual con ella. Si te das por enterado de su presencia, se acabó.
Caminaban a paso ligero mirando al frente. Iban a pescar, y la última vez que Honoria los había acompañado, les volcó el bote con los gusanos y los perdieron todos.
—¡Daniel! —gritó ella.
—No le hagas caso —masculló este.
—¡¡Daniel!! —volvió a gritar ella, más fuerte, un auténtico alarido.
Daniel se estremeció.
—Más rápido —dijo—. Si logramos entrar en el bosque, no nos encontrará.
—Sabe dónde está el lago —señaló Marcus.
—Sí, pero…
—¡¡Danieeel!!
—… sabe que madre pedirá su cabeza si entra sola en el bosque. Aunque no es tan tonta como para decírselo a madre.
—Dan… —alcanzó a decir ella y luego, con una voz tan patética que hacía imposible no girarse a mirarla, dijo—: ¿Marcus?
Él se giró.
—¡Nooooo! —gimió Daniel.
—¡Marcus! —exclamó Honoria feliz, y saltando llegó hasta ellos, deteniéndose con un último bote—. ¿Qué vais a hacer?
—Vamos a pescar —gruñó Daniel—, y tú no vienes.
—Pero si a mí me gusta pescar.
—A mí también. Sin ti.
Ella contrajo la cara en un puchero.
—No llores —se apresuró a decir Marcus.
—Está fingiendo —dijo Daniel, sin impresionarse.
—¡No estoy fingiendo!
—No llores —repitió Marcus, porque, de verdad, eso tenía que ser lo más importante.
—No lloraré —dijo ella, pestañeando— si me dejáis ir con vosotros.
¿Cómo sabía pestañear una niña de seis años? O tal vez no lo sabía, porque un momento después se estaba frotando el ojo vigorosamente.
—¿Qué pasa ahora?
—Me ha entrado algo en el ojo.
—Igual ha sido una mosca —dijo Daniel astutamente.
Honoria chilló.
—Tal vez decir eso no haya sido lo mejor —señaló Marcus.
—¡¡Sácamela, sácamela!! —chilló ella.
—Vamos, tranquila —dijo Daniel—. No te pasa nada.
Pero ella siguió chillando, golpeándose la cara. Finalmente, Marcus le agarró las manos y se las puso en las sienes, sujetándoselas con fuerza e inmovilizándole la cabeza.
—Honoria —dijo, con firmeza—. ¡Honoria!
Ella pestañeó, hizo una brusca inspiración y acabó quedándose quieta.
—No tienes ninguna mosca —le dijo él.
—Pero…
—Debió ser una pestaña.
Ella abrió la boca formando una pequeña «o».
—¿Te puedo soltar?
Ella asintió.
—¿No empezarás a chillar?
Ella negó con la cabeza.
Marcus apartó lentamente las manos y retrocedió un paso.
—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó ella, entonces.
—¡No! —exclamó Daniel, casi en un aullido.
Y, dicha sea la verdad, Marcus tampoco deseaba su compañía. Tenía seis años, y era una chica.
—Vamos a estar muy ocupados —explicó, aunque él no sentía la indignación de Daniel.
—¿Por favor?
A Marcus se le escapó un gemido. La niña se veía muy triste con las mejillas mojadas por las lágrimas. El pelo castaño claro, peinado hacia atrás con la raya a un lado y sujeto por una especie de cinta para el pelo, le caía lacio hasta más abajo de los hombros. Sus ojos, grandes y de un color casi igual a los de Daniel, un impresionante azul con un leve matiz púrpura, estaban mojados y…
—Te dije que no establecieras contacto visual —dijo Daniel.
Marcus gimió.
—Solo por esta vez.
—¡Yupi! —exclamó ella, pegando un salto que le recordó a un gato sorprendido, y dándole un impulsivo abrazo (afortunadamente, corto)—. ¡Uy, gracias, Marcus! Eres el mejor. El mejor de los mejores. —Miró a Daniel con los ojos entrecerrados y una expresión aterradoramente adulta—. A diferencia de ti.
—Me enorgullece ser el peor de todos —dijo este, con una expresión igual de maligna.
—No me importa —declaró ella, y tomó la mano de Marcus—. ¿Vamos?
Él le miró la mano sujeta a la de él. La sensación era totalmente nueva, y sintió un extraño y desagradable revoloteo en el pecho que, como comprendió demasiado tarde, era terror. No recordaba ni una sola vez que alguien le hubiera tomado de la mano. ¿Su niñera, tal vez? No, a esta le gustaba agarrarle de la muñeca; así lo sujetaba mejor, la oyó decir una vez al ama de llaves.
¿Su padre? ¿Su madre, alguna vez antes de morir?
Le retumbaba el corazón, y notó resbaladiza la pequeña mano de Honoria. Debía de ser por el sudor, de él o de ella, aunque estaba bastante seguro de que era el suyo.
La miró. Ella lo estaba mirando con una amplia sonrisa en la cara.
Le soltó la mano.
—Esto… Ahora démonos prisa —dijo, sintiéndose torpe—, para pescar mientras aún haya buena luz.
Los dos Smythe-Smith lo miraron extrañados.
—Solo es mediodía —dijo Daniel—. ¿Cuánto tiempo querías pescar?
—No lo sé —repuso Marcus, a la defensiva—. Podría llevarnos un buen rato.
Daniel negó con la cabeza.
—Padre acaba de llenar el lago de peces. Igual puedes agarrar uno con solo remover el agua con una bota.
Honoria soltó un gritito de regocijo.
Él se giró a mirarla al instante.
—Ni lo pienses. Si mis botas acaban cerca del agua te juro que te ahogaré y te descuartizaré.
Ella hizo un puchero y miró al suelo, mascullando:
—Estaba pensando en mis botas.
A Marcus se le escapó la risa. Ella lo miró con expresión muy dolida, como si la hubiera traicionado.
—Tendría que ser un pez muy pequeño —se apresuró a decir él.
Al parecer eso no la satisfizo.
—No se pueden comer cuando son tan pequeños —añadió él, para calmarla—. Son pura espina.
—Vamos —masculló Daniel.
Y echaron a caminar, internándose en el bosque a paso ligero, ella moviendo los pies al doble de velocidad para no quedarse atrás.
—La verdad es que a mí no me gusta el pescado —dijo ella de pronto, en medio de un ininterrumpido parloteo—. Huele mal y tiene un sabor horrible.
Y después, cuando ya venían de vuelta:
—… sigo pensando que ese pez rosado era lo bastante grande para comerlo. Si a uno le gusta el pescado, que a mí no. Pero si me gustara el pescado…
—Nunca más vuelvas a invitarla a venir con nosotros —le dijo Daniel a Marcus.
—… que no me gusta. Pero creo que a madre le gusta el pescado. Y estoy segura de que le gustaría uno rosado…
—No, nunca más —repuso Marcus.
Encontraba que era el colmo de la grosería criticar a la niñita, pero era agotadora.
—… aunque a Charlotte no le gustaría. Charlotte detesta el color rosa. No le gusta vestir de rosa; dice que la hace parecer demacrada. No sé qué quiere decir «demacrada», pero tiene que ser algo desagradable. A mí me gusta el lavanda.
Daniel y Marcus exhalaron suspiros idénticos, y habrían seguido andando si Honoria no se hubiera puesto de un salto delante de ellos, sonriendo de oreja a oreja.
—Hace juego con mis ojos.
—¿El pescado? —preguntó Marcus, mirando el contenido del cubo que llevaba.
Había tres truchas de buen tamaño golpeando el interior del cubo. Llevarían más si Honoria no lo hubiera volcado con un accidental puntapié, arrojando de vuelta al lago las dos primeras truchas que Daniel había pescado.
—No. ¿No estabas escuchando?
Marcus recordaría siempre ese momento. Era la primera vez que se enfrentaba a la más fastidiosa de las rarezas femeninas: la pregunta a la que jamás puede responderse bien.
—El lavanda hace juego con mis ojos —dijo Honoria, con mucha autoridad—. Mi padre me lo dijo.
—Entonces debe de ser cierto —dijo Marcus, aliviado.
Ella se enrolló un mechón en el dedo, pero el rizo se deshizo en cuanto lo soltó.
—El marrón hace juego con mi pelo, pero yo prefiero el lavanda.
Marcus dejó el cubo en el suelo, pues pesaba bastante y el asa se le estaba empezando a clavar en la palma.
—¡Ah, no! —dijo Daniel, agarrando el cubo con la mano libre y pasándoselo—. Tenemos que llegar a casa. —Miró a Honoria indignado—. Apártate de nuestro camino.
—¿Por qué eres simpático con todo el mundo menos conmigo?
—¡Porque eres una pelma! —gritó él.
Eso era cierto, pero de todos modos Marcus sentía pena por ella, a veces. Estaba casi siempre sola, y él sabía exactamente lo que eso hacía sentir. Lo único que deseaba era participar en las cosas, ser incluida en los juegos y fiestas y en todas esas actividades para las que, como su familia le repetía continuamente, todavía era demasiado pequeña.
Honoria aceptó esa ofensa sin inmutarse. Continuó quieta, mirando a su hermano con una expresión maligna. Después sorbió por la nariz en una larga y sonora inspiración.
Marcus deseó tener un pañuelo.
—Marcus —dijo ella, girándose hacia él para darle la espalda a su hermano en realidad —, ¿aceptarías la invitación a tomar un té conmigo?
Daniel soltó una risita.
—Traeré mis mejores muñecas —continuó ella, totalmente seria.
«Buen Dios, cualquier cosa menos eso.»
—Y tendremos pasteles —añadió después, con una vocecita gazmoña que lo asustó de muerte.
Marcus miró aterrado a Daniel, pero no le sirvió de nada.
—¿Bien?
—No —soltó él.
Ella lo miró con ojos solemnes.
—¿No?
—No puedo. Estoy ocupado.
—¿Haciendo qué?
Marcus se aclaró la garganta, dos veces.
—Cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas. —Se sintió fatal porque no había sido su intención ser tan inflexible—. Daniel y yo tenemos planes. —A ella se le contrajo la cara por la congoja, le temblaron los labios y él tuvo la impresión de que, por una vez, no era fingido—. Lo siento —añadió.
Porque no había sido su intención herir sus sentimientos. ¡Pero, por el amor de Dios, un té! No había ningún chico de doce años vivo que deseara asistir a un té.
Y con muñecas.
Se estremeció.
A Honoria se le puso la cara roja de furia; se giró bruscamente hacia Daniel, diciendo:
—Tú lo obligaste a decir eso.
—No he dicho ni una sola palabra.
—Te odio —dijo ella con la voz ronca—. Os odio a los dos. ¡Os odio! —gritó—. ¡Sobre todo a ti, Marcus! ¡Te odio! ¡Te odio!
Entonces se dio media vuelta y echó a correr hacia la casa, a toda la velocidad que le permitían sus delgadas piernas, que no era mucha. Marcus y Daniel continuaron donde estaban, observándola en silencio.
Cuando ella ya estuvo lo bastante cerca de la casa, Daniel hizo un gesto de asentimiento, y dijo:
—Te odia. Eres oficialmente miembro de la familia.
Y lo era. Desde ese momento lo fue.
Hasta la primavera de 1821, cuando Daniel lo estropeó todo.