Un soldado
en
El Desierto

—¡Aitor! —me grita Murillo—. Apaga la maldita luz si no quieres que te la apague yo.

Resoplo y doblo la carta que estoy escribiendo para guardarla junto al lápiz y la linterna en el petate amarillo que escondo bajo mi cama. Después me acomodo, intentando encontrar una buena postura para dormir. Con cada movimiento que hago, noto como los muelles del colchón chirrían y me golpean la espalda, como si me rogaran que los dejara salir para liberarlos de la tortura de sostener mi peso.

—Joder, Aitor —protesta desde arriba Nerea, mi compañera de litera—. Deja de moverte de una vez.

¿Y qué hago? ¿Fastidiarme y quedarme quieto, como un trozo de piedra, para que la niña no se despierte? Le respondo con un puñetazo en su colchón acompañado de un «buenas noches» y un nuevo movimiento en la cama (hecho adrede, por supuesto) que se sentencia con el portazo que da Murillo.

El silencio se hace dueño de la estancia en la que duermo junto a los otros cinco reclutas de mi escuadra. O al menos, lo intentamos. Porque aún es pronto para asimilar este lugar. Las noches son sinónimo de pesadillas e insomnio para todos. Pero ninguno de los seis decimos nada porque, queramos o no, es el único momento del día que tenemos para lidiar con nuestros pensamientos y con nosotros mismos. Y eso hace que la hora de dormir sea aún más terrorífica.

Pienso en las últimas palabras que le he escrito a Erika: «¿quién se iba a querer escapar de este lugar?». ¡Pues yo! El primero, además. Porque, por muy optimista que haya querido ser con mi hermana, esto es un infierno. El Desierto es el peor de los destinos que te pueden asignar. Los días son soleados, fatídicos y áridos, mientras que en las noches reina el frío y la más completa oscuridad. Me encantaría poder escaparme, pero esto está tan lejos de cualquier civilización que sería imposible llegar a casa. El Desierto es, como bien lo define su nombre, un inhóspito lugar en mitad de la nada.

Aquí mandan a lo peor de lo peor, a los que nadie quiere. A aquellos a los que hay que castigar o reformar. Ya sea porque tenemos antecedentes, somos delincuentes o malos estudiantes. Somos parásitos del futuro. Cualquier persona de dieciséis años que no cumpla con lo que el Estado espera de ella, es enviada a El Desierto a hacer el Semo. Y aunque todos hemos oído hablar de este sitio, lo mitificamos tanto que creemos que no nos va a tocar venir.

¿Conoces esa sensación de creer que no te va a pasar algo que a la gente le pasa, pero que tienes todas las papeletas para que te ocurra? Repetir curso, por ejemplo. Sabes que existe la posibilidad de que te puedas convertir en repetidor, pero tu cabeza no lo considera una opción porque eso no es algo que «a ti te pueda pasar». Bueno, pues al final pasa. No lo de repetir, en mi caso. Sino lo de acabar haciendo el Semo aquí.

Los abuelos de mis abuelos lo bautizaron con otro nombre mucho más ingenioso que no recuerdo ahora mismo. Sé que lo estudié hace un par de años en clase de Historia, pero mi cerebro aprecia demasiado el espacio que tiene para quedarse con cierta información. La generación de mis padres, que volvió a vivir la resurrección de esto, decidió llamarlo coloquialmente como el Semo. Ingenio no les faltaba.

«Como no espabiles, te va tocar un Semo de mierda», me advertían. La verdad es que tanto a mamá como a papá les tocó un destino mucho más agradecido y cercano a casa. No es que en sus años mozos fueran estudiantes modelo, pero pasaron bastante desapercibidos, aprobaban los exámenes, no se metían en berenjenales y cuidaban sus perfiles en redes sociales. Mi caso es un poco distinto, no te voy a engañar. Me encantaría decirte que he acabado aquí por un error informático, pero mi número de identidad estaba tantas veces en la urna del sorteo que lo raro hubiera sido que no me hubiera tocado El Desierto.

Junto a mi número, salieron los de aquellos que están en mi misma situación: chavales que no hemos cumplido con nuestro cometido escolar, ético y/o social. Personas con antecedentes, expedientes suspensos, amonestaciones públicas, denuncias en redes sociales y un larguísimo etcétera. Cuantas más de estas cosas cumplas, más veces se multiplica tu número de identidad en la lotería y, por tanto, más posibilidades tienes de formar parte de los quintos que van a ser destinados a El Desierto.

Y, en el fondo, miramos para otro lado. Nos aferramos a la esperanza y a la ínfima posibilidad de librarte de tu destino. Porque en el fondo no eres una mala persona. No te mereces que te pasen cosas malas.

Uno no cree que le vaya a tocar lo peor de lo peor.

Hasta que le toca.