Los soldados
siempre tienen
un prólogo

El tren que nos lleva a El Desierto huele a carbón y y a podredumbre. Sus asientos de madera, castigados por el paso del tiempo y la escasa manutención, son un castigo para cualquier espalda. Las más de nueve horas que tenemos que pasar en el interior del vagón, hacen que viajar en el Convoy Errante se convierta en nuestra primera tortura en El Desierto. El árido paisaje que nos rodea no ayuda a hacer más ameno el trayecto. Todo lo que nos envuelve es tierra arcillosa y finas arenas terracotas, que cubren parte de las rocosas colinas por las que avanza el tren. Cuando el terreno se allana, apenas se ve la fina línea del horizonte; tan solo apreciamos un degradado de tonos amarillos y marrones que fusionan el suelo con el cielo, como si una eterna bruma de polvo cercara el lugar.

A las dos horas de viaje, me he cansado de estudiar el paisaje y decido observar a las otras almas que están en este vagón conmigo: delante de mí hay un chico que se ha quitado la gorra y las carnes sobrantes de su nuca se apilan en varios pliegues; a mi izquierda una muchacha duerme abrazada a su petate con las piernas estiradas en su asiento; más adelante, un pelirrojo que no deja de mover la pierna y rascarse los brazos, como si el uniforme le estuviera produciendo alguna reacción alérgica. Porque eso es lo único que tenemos en común las doce personas de este vagón: todos lucimos el mismo uniforme militar amarillo, con sus manchas de camuflaje en un tono más anaranjado y una gorra a juego para protegernos del sol.

Quitando esto, mis compañeros de viaje son unos perfectos desconocidos. Aunque nos juntaron a todos hace varias semanas, cuando supimos que nos habían destinado a El Desierto, casi no hemos intercambiado palabra. No sé el nombre de nadie. Lo único que nos identifica es el número que tenemos en la chapa metálica que nos cuelga del cuello. Un tren con varias docenas de chicas y chicos de dieciséis años de edad, callados. Cada uno con nuestro petate amarillo como compañero de asiento, en el que solo guardamos otra muda del uniforme, la ropa interior y un par de objetos personales. Imagino que con el paso de las horas surgirán temas de conversación, pero el miedo se junta con las pocas ganas de socializar con alguien que, posiblemente, no vayas a volver a ver en el campamento militar. Al menos de manera asidua. Cuando lleguemos a El Desierto, nos pondrán por grupos reducidos, formando así las distintas escuadras. Y en ese momento sí: esas personas serán tus compañeros de vida durante los próximos veintidós meses.

De repente, un agudo y metálico sonido nos pone en alerta. El chirriante grito de los frenos del Convoy Errante va acompañado por una fuerza invisible que nos empuja a todos hacia delante. Los que iban dormidos despiertan de golpe. Otros recogen el petate que se les ha caído al suelo. Yo me limito a observar por la ventana para averiguar la causa de nuestra parada, pero lo único que veo es un arbusto seco rodeado de piedras y arena.

Me quedo mirando al rastrojo como si me estuviera hipnotizando. Una parte de mí se siente ridículamente identificado con la planta: solo, en mitad de la nada y maltratado por el sol y el paso del tiempo, pero a la vez rígido, firme e inalterable. Dicen que El Desierto te convierte en esto: un maldito arbusto. ¿Será una profecía de mi vida dentro de veintidós meses?

De repente, las secas ramas de la planta comienzan a zarandearse ligeramente por culpa de una brisa que ha empezado a soplar. Puedo sentir el crujir de su tronco, aunque no oiga nada por culpa del cristal que nos separa. Observo cómo el viento va siendo cada vez más fuerte, levantando polvo y agitando con más ímpetu al pobre arbusto.

Los altavoces del Convoy Errante comienzan a emitir un sonido grave e intermitente en señal de alarma, a la vez que unas persianas metálicas empiezan a cubrir todas las ventanas del vagón. A medida que la oscuridad va invadiendo poco a poco la estancia, nuestro miedo va creciendo. Algunos se han levantado de sus asientos, alejándose de las ventanas, como si pudieran oler la amenaza que se cierne sobre nosotros.

Cuando decido echar un último vistazo al exterior antes de que baje por completo la persiana, apenas consigo ver el arbusto por culpa de la tormenta de arena que nos está atravesando. El sonido de las piedrecitas que chocan contra el tren provoca un molesto y constante golpeteo metálico. La única luz que entra en el vagón proviene de los pequeños huecos que hay en las persianas. La fuerza del viento se mete por los recovecos del convoy y provoca silbidos agudos que no hacen más que alimentar la terrorífica atmósfera que se ha generado.

Pero, de repente, llega el silencio. Solo lo rompe la agitada respiración de algunos. Estoy convencido de que la amenaza que nos cierne es esta maldita tormenta de arena que nos acaba de pasar.

Hasta que escucho unas pisadas.

Ahí fuera hay alguien que camina hacia el convoy. Puedo oír cómo la tierra cruje con cada paso que dan. Porque no son solo un par de piernas las que vienen corriendo hacia nosotros. Hay varios.

Cada vez se acercan más.

Un fuerte golpe sacude mi persiana. Alguien (o algo) ha propinado un puñetazo al metal que nos aísla del exterior. De repente, otro golpe a mi izquierda. Un tercero más adelante. El cuarto viene del otro extremo del vagón. Nos están rodeando. Los rayos de luz que entran por los huecos de las persianas desaparecen de forma intermitente por culpa de los cuerpos que hay al otro lado.

Quieren, desesperadamente, entrar aquí.

Los golpes son cada vez más fuertes y, por la procedencia de estos, deduzco que están trepando por las paredes del vagón para llegar al techo. Algunos de mis compañeros se han escondido debajo de los asientos de madera; otros no pueden evitar contener los gritos de terror.

Los disparos empiezan a sonar. Y, con ellos, los aullidos de rabia. Unos gritos que se me graban en la cabeza y que sé que va a ser difícil borrarlos de mi memoria. ¿Qué es lo que hay ahí fuera? Las criaturas siguen emitiendo sonidos de dolor y cólera a medida que las ráfagas de plomo intentan ahuyentarlos del Convoy Errante. Los disparos empiezan a ceder al cabo de varios minutos. Y lo que a tus ojos pueden parecer segundos, para mí es una eternidad. Supongo que el miedo y el terror es lo que tiene.

El silencio vuelve y ninguno de los que estamos en este vagón hacemos el más mínimo ruido. No sé si por escondernos de las criaturas que nos han atacado o por lo paralizados que estamos ahora mismo.

Un golpe metálico me hace dar un brinco. Las persianas del Convoy Errante comienzan a subir de nuevo. La luz vuelve a invadir poco a poco el vagón y yo, que sigo pegado en el sitio, miro decidido por la ventana. Me vuelvo a encontrar con el arbusto. Quieto. Imperecedero. Como si no hubiera pasado nada. Lo único que lo diferencia de hace unos minutos es que está cubierto de arena y restos de sangre. Gotas y salpicaduras de un color granate que dejan el rastro que han seguido aquellos que nos han atacado.

La locomotora vuelve a rugir y el tren comienza a andar de nuevo. Nadie dice nada. Por los altavoces no nos dan ninguna explicación de lo que ha ocurrido. Y eso me aterra más aún porque significa que estos ataques son habituales. El Convoy Errante está preparado para ellos.

¿A dónde me llevan? ¿Qué otros secretos esconde El Desierto? Lo único que sé es que aún me quedan siete horas para llegar al cuartel.

Y que esto no ha hecho más que empezar.