Un soldado
ciego y una
carretilla
Lo primero que nos obligan a hacer es descalzarnos. Sentir la fría tierra de El Desierto no es la sensación más agradable del mundo. Su suelo es una mezcla de arena y arcilla con pequeñas piedras que, sin zapatillas, se te clavan en la planta del pie. Frente a nosotros, se alza la impresionante arboleda de arces que, de noche, apagan sus vívidas hojas rojas para dar paso a un manto de oscuridad. Solo los primeros árboles se benefician de la luz nocturna. El cielo de El Desierto está tan nítido y despejado que cualquier estrella se convierte en una fuente de luz en la noche hasta tal punto que, una vez que te has acostumbrado a la oscuridad, puedes apreciar la fina línea del horizonte.
Las linternas que han traído los yayos rompen la penumbra y nos van enfocando a cada uno mientras nos ponen por parejas. A mí, con Oriol.
—¡No pienso hacer nada con este! —protesta Dafne refiriéndose a Nando.
—Harás lo que yo te diga —le contesta Angélica, la yaya de la coleta.
Con un corte de manga, Dafne se da media vuelta dispuesta a regresar a la habitación, pero dos yayos se lo impiden y la arrastran de nuevo al lado de Nando.
—¡Qué me dejéis, hostias! —grita sin dejar de patalear—. ¡Qué me…!
En un abrir y cerrar de ojos, uno de los yayos se ha descalzado las botas, se ha quitado su sudoroso calcetín y se lo ha metido a Dafne en la boca para que deje de gritar. Contener las arcadas es todo un reto sabiendo que el calcetín viene de un sucio y maloliente pie con grandes uñas amarillas.
—La próxima vez te meto el pie —advierte.
El resto observamos la escena con una mezcla de terror y náuseas. Dafne, resentida y más calmada, se queda al lado de Nando. Mientras, la yaya suprema comienza a dar su esperado discurso.
—La primera cosa que tenéis que aprender en el Semo es la de respetar a vuestros compañeros. Nunca se abandona a un compañero, como iba a hacer esta loca —explica haciendo un gesto de desagrado hacia Dafne, quien le responde con alguna burrada inteligible por culpa del calcetín que sigue teniendo en la boca—. Así que para que esto os quede claro, vamos a jugar a «El ciego y la carretilla».
Mientras uno de los yayos nos entrega una venda negra, la otra nos explica en qué consiste la actividad. En cada pareja habrá un ciego y una carretilla: el que hace de ciego deberá ponerse la venda en los ojos, sujetar al otro por los tobillos y que este, con las manos en el suelo, lo guíe.
—Deberías ser tú la carretilla —le digo a Oriol—. Eres más menudo que yo.
Él me observa durante unos segundos, cauteloso. Se queda pensativo, estudiándome el rostro y manteniendo la mirada desafiante, como si estuviera preparado para echarme un pulso. No sé si lo hace porque no quiere hacer de carretilla o bien porque no se fía de mí. Imagino que será lo segundo e intentará adivinar si mis intenciones con él van más allá de sujetarle los tobillos.
Freddy.
Es una faena que el yayo le haya bautizado con ese mote porque, a partir de ahora, se lo va a conocer como tal. Es cierto que da la sensación de que Oriol haya sido víctima de un terrible incendio por culpa de las marcas que luce en su rostro: un enorme surco de piel blanca le sube por el cuello y, como si fuera un río que va aumentando su caudal, avanza por casi toda la mejilla derecha hasta desembocar en parte de la nariz y en la cuenca del ojo. Como consecuencia del contraste de su piel clara con el iris marrón, sus ojos resaltan más que los de cualquier otra persona. El lado izquierdo tiene varias pinceladas blancas, como pecas más marcadas de lo habitual. Además, al tener piel morena, la anomalía dérmica se le marca más. Porque estoy seguro de que Oriol no ha sido víctima de ningún incendio: lo que tiene es despigmentación. Y lo sé porque yo también la tengo en mi hombro izquierdo.
—De acuerdo —me dice, sacándome de mis pensamientos.
—¿Cómo? —pregunto, desorientado.
—Que me parece bien que tú seas el ciego —confiesa.
Observo a Tola y Nerea, la tercera pareja restante. Creo que lo del calcetín y el sudoroso pie del yayo los ha debido de asustar porque ya están en posición para empezar la actividad.
Yo, sin más dilación, me pongo la venda negra mientras que Oriol se tumba en el suelo como si fuera a hacer flexiones. Me acuclillo y palpo a ciegas sus piernas hasta que doy con sus tobillos. Puede que Oriol sea escuchimizado, pero la dureza de sus gemelos delata que es una persona que se mantiene bastante activa. Cosa que, en el fondo, nos va a venir muy bien para esta maldita prueba.
Pasan unos segundos hasta que la yaya suprema anuncia el inicio de la carrera y todos comenzamos a avanzar. En mi caso, dejo que Oriol sea quien tire y lleve las riendas. Yo me limito a dar pasos con cuidado para no rasgarme mucho la planta de los pies. El suelo es tan duro y lleno de piedrecitas, que me sigue sorprendiendo que crezcan aquí los malditos arces sangrientos. Noto como una china se me hunde en el talón y eso me hace dar un respingo. Pero sigo. No me quejo. Porque si a mí me está costando caminar por este sitio, no quiero imaginarme cómo tiene que estar sufriendo Oriol con las palmas de sus manos.
—Vamos bien —me dice, alentándome—. En cinco pasos gira a tu izquierda.
Yo le hago caso, confiando ciegamente en lo que me dice. De repente, escucho a alguien gritar y después las risas de los yayos de fondo.
—¡Boom! —vitorea uno de ellos.
—¡Solo quedáis dos! —anuncia la yaya suprema—. La pareja que gane tendrá… ¡doble ración de postre!
Esto es una tomadura de pelo. ¿Doble ración de postre? ¡Si es la peor comida de El Desierto! Nadie se come ese trozo de bizcocho denso y marrón hecho con sirope de arce y relleno de pasas. Supuestamente está dulce, pero mi lengua aún no ha encontrado ese sabor.
Supongo que las risas de los yayos, el cansancio que tenemos, el frío de la noche y lo humillante que está siendo todo esto, hacen que Dafne escupa el calcetín y se encare de nuevo a los abusones. Nosotros no dudamos en pararnos y, mientras Oriol se levanta y se sacude las manos, yo me quito la venda de los ojos. Es entonces cuando veo cómo han sido Dafne y Nando los que se han chocado contra uno de los robustos arces.
—¿Qué pasa? ¿Te has quedado con ganas de comerme el pie, loca? —le pregunta el yayo del calcetín—. ¡Y vosotros seguid haciendo la prueba! —nos ordena.
Oriol y yo nos miramos y, con un gesto de complicidad, decidimos ignorarlos. Tola y Nerea hacen lo mismo que nosotros y eso cabrea aún más al yayo del calcetín, que nos mira de reojo, y nos maldice con un gesto de rabia, mientras el resto intenta controlar a Dafne.
—¡Que te coma el pie esta! —le grita, señalando a la yaya suprema.
El yayo no duda en volver a cruzarle la cara a Dafne, pero lo que verdaderamente nos hiela la sangre es la pistola que saca Angélica.
—¡Ya basta! —grita, apuntándonos con el arma—. ¿Queréis jugar a los motines, retoños de mierda? Pues vamos a jugar a los motines.
—Llevadlos a los límites —propone Murillo—. Con los Salvajes. Así aprenden.
Los yayos se miran de soslayo y, con una sonrisa de complicidad, asienten. La yaya suprema va directa hacia Dafne y, sin dejar de apuntarle con la pistola, le proporciona un empujón y ordena que avance hacia el interior del bosque.
—Pero no podemos —dice Nerea—. Está prohibido.
Una de las normas de este lugar es respetar los límites del cercado. Y El Desierto tiene muchos peligros como las serpientes de cascabel, las tarántulas o los mortales escorpiones. Pero si hay algo más aterrador que cualquiera de estos bichos son los Salvajes. Ellos son, en el fondo, la causa de que se nos enseñe a manejar un fusil. ¿Sabéis esas películas antiguas de indios y vaqueros? Pues aquí ocurre lo mismo: los Salvajes quieren hacerse con este territorio, de la misma forma que los nuestros quieren conservarlo.
—Nosotros diremos lo que está prohibido, bonita —responde un yayo.
—¿Y qué es lo que está prohibido, soldado?
El Capitán Orduña podría haber sido actor de doblaje. Su profunda, marcada y grave voz recuerda mucho a la de los personajes protagonistas de las películas de acción de finales del siglo XX. Su presencia no se queda atrás: casi dos metros de altura, con un porte corpulento a la par que elegante. Cualquiera de los aquí presentes firmaríamos por estar así a los casi cincuenta años que tiene.
—Le he hecho una pregunta, soldado —insiste—. ¿Qué está pasando aquí?
La yaya suprema da un paso al frente, intentando justificarse.
—Solo estábamos pasando el rato con los retoños, mi capitán.
—¿Usted se cree que yo soy tonto, Angélica? —le contesta, desafiante—. ¿Se cree que nací ayer? Porque, de verdad, si a estas alturas del partido no va a confesarme la novatada que estaba haciendo a estos reclutas, mal vamos.
—Mi Capitán, yo…
—¡Que no me rebata, soldado! —le grita—. Si están enseñando estas mierdas a los nuevos reclutas, entonces es que no han aprendido lo suficiente de El Desierto. Debería encerrarlos en el Asfixiador tres días. O igual su escuadra debería de quedarse recluida aquí tres meses más, ¿qué les parece?
Ninguno de los yayos dice nada. La amenaza del capitán significa que la estancia de los seis yayos en El Desierto se alargue otro trimestre. Y, en el fondo, se lo han buscado, ¿cómo se les ocurre ponerse a hacer novatadas unos meses antes de acabar el Semo?
Los yayos se marchan por orden del Capitán y nos quedamos los seis de la escuadra, junto a Murillo.
—¿Usted es responsable de esta escuadra? —le pregunta el Capitán a Murillo.
—Sí, mi Capitán —responde él.
—¿Y por qué no me ha avisado en cuanto ha visto esto? —le pregunta, desafiante.
—Verá, yo… He llegado y…
—Iba a hacerlo, mi Capitán —intervengo yo—. Murillo ha llegado un par de minutos antes que usted. En cuanto ha visto la situación, iba a avisarle.
—¿Es eso cierto? —le pregunta.
Murillo asiente.
El Capitán Orduña, convencido y dando por zanjado el asunto, nos ordena volver a nuestra habitación. No sé por qué he decidido salvarle el pellejo a Murillo sabiendo que es él quien está detrás de las novatadas. Quizás ha sido una forma de intentar ganarme su respeto. Pero cuando me cruzo con él y me devuelve la mirada, sé que esta no es de agradecimiento. Es de rabia, furia y vergüenza. Quiero pensar que Murillo no va a hacerme la vida imposible, pero una parte de mí sabe que estoy completamente equivocado.