Un soldado
siempre hace
lo que se le dice
Me despierto sobresaltado, buscando el aire que me falta. Cuando digo que las noches aquí son horrorosas es por la cantidad de pesadillas que tengo. O, mejor dicho, por los recuerdos. No hay ni una sola noche que no me desvele asfixiado por ellos.
Intento relajarme, aún con los ojos cerrados. El truco, dicen, está en despejar la mente mientras te concentras en tu respiración, pero mi cabeza está ahora mismo demasiado activa como para hacer eso. Los llantos de mamá, la cara de decepción de Erika o el gesto de tristeza con el que papá me anunció que me habían destinado a El Desierto son imágenes que, por mucho que quiera deshacerme de ellas, no dejan de taladrarme la cabeza.
Se encienden las luces y con ellas llega una oleada de golpes y gritos. Me levanto de mi litera en un acto reflejo y entonces veo que ha entrado en el cuarto un grupo de seis personas, despertándonos de la forma más violenta posible: entre silbidos, risas e insultos. Son los yayos, los reclutas más veteranos de El Desierto. Como si nosotros estuviéramos en primer curso y ellos a punto de graduarse, los yayos son los que van a finalizar sus dos años del Semo, los siguientes en volver a casa. Y, como bien manda la tradición, deben de dar la bienvenida a los retoños, es decir, a nosotros: los nuevos.
A Nando le vuelcan directamente el colchón, arrojándolo al suelo desde lo alto de su litera, mientras que a Oriol, el que está debajo de él, le dan un empujón, tirándolo encima de su compañero. Dafne y Tola sufren lo que llaman «el despertar de las chinches» que, básicamente, consiste en quitarles las sábanas de golpe y comenzar a pellizcarlas.
—¡¿Pero qué coño hacéis?! —grita Dafne con su inconfundible tono barriobajero que, a pesar de estar recién despierta, sigue teniendo la misma fuerza—. ¡No me toques!
A Nerea y a mí nos regalan el «sueño húmedo». No os dejéis llevar por su sugerente nombre. Aunque me he despertado unos segundos antes de que entren y he podido levantarme de la cama para evitar la trastada, no me he librado del cubo de agua fría que me acaban de tirar. Al menos, mi cama no se ha mojado, pienso. Hasta que veo cómo vierten sobre Nerea un segundo cubo de agua que acaba chorreando también mi colchón.
—¡Vamos, retoños! —anuncia uno de los seis yayos—. ¡A formar!
Mientras nos ponemos todos en fila india, descubro a Murillo detrás de la puerta, disfrutando del espectáculo y relamiéndose con lo que, posiblemente, venga a continuación. No me sorprendería que él esté orquestando todo esto con los yayos. Le encanta juntarse y hacerse amigo de los reclutas veteranos de El Desierto porque eso le da más autoridad y protagonismo entre los retoños y el cuartel. Como si fuera un niño que en el patio del colegio juega con los mayores.
—Como hagáis ruido, la vamos a tener —dice el mismo yayo que ha dado la orden mientras se pasea a lo largo de la fila que hemos formado.
Intento estudiar con disimulo a los seis veteranos que han decidido honrarnos con su presencia. Se trata de un grupo formado por cuatro tipos y dos chicas que estarán a punto de cumplir los dieciocho. Todos ellos tienen rasgos bastante adultos y, sobre todo, un aspecto marcado por el paso del tiempo en El Desierto. Porque si hay algo que te hace esta tierra es envejecer. Son personas que llevan aquí casi dos años. Ellos lucen un porte musculoso con barbas desaliñadas (salvo uno, que lo único que tiene es un bigote porque, posiblemente, no le haya crecido el vello facial), mientras que ellas destacan por sus fibrosos y maduros cuerpos. Todos con un tono de piel moreno que delata las horas de sol que llevan acumuladas.
Pero más allá de su aspecto físico, lo que distingue a un yayo del resto es la firme e inquebrantable actitud de equipo que tienen entre ellos. Funcionan como un perfecto reloj. Dos de ellos se pasean por la fila que hemos formado, estudiando y vigilando nuestros comportamientos. Otros dos permanecen firmes en la puerta, dispuestos a dar su discurso. Mientras que el par restante ha abandonado la habitación para organizar la novatada que nos tienen preparada.
—Habréis oído hablar de nosotros —comienza una de las chicas que recoge su pelo en una coleta—. Así que iré directa al grano: sois retoños. Nuestros retoños. Y durante las próximas horas haréis todo cuanto os digamos si no queréis que vuestra estancia en El Desierto sea un infierno. Más de lo que ya es.
—¿Eso es posible? —susurra Nando, irónico, con su acento argentino.
—¿Qué has dicho? —le pregunta amenazante el otro que vigila la fila.
—Que no sé yo si eso es…
El puñetazo que el yayo le propina a Nando no le permite terminar la frase y hace verdaderos esfuerzos por no caerse. No. Los yayos no se andan con chiquitas.
—Callate, boludo —se burla el matón, imitando el acento de Nando.
Me encantaría, llegados a este punto, poder hablar de mis compañeros de escuadra con toda la confianza del mundo. Pero solo los conozco desde hace unos días y, por lo tanto, no sé ni de dónde vienen ni qué han hecho para acabar aquí.
Nando, como bien has podido deducir, es argentino. No sé cuánto tiempo lleva en España, pero está claro que si está haciendo el Semo aquí es porque le han dado la nacionalidad. A veces se pasa de listo y, claro, cuando se topa con alguien más curtido que él, pasa lo que pasa. «Me da igual lo que digan», nos contaba el otro día en el comedor. «Y si me mandan algo, ustedes lo harán por mí». Nando es muy de hacer lo que le da la gana y que el resto haga sus quehaceres. El problema es que aquí, cuando mandan algo, nos lo mandan a los seis de la escuadra. Así que no le sirve el plan abusón que utilizaba en el instituto.
—¿Y tú qué miras? —le pregunta el yayo a Dafne.
—Lo feo que eres —responde ella, desafiante.
Dafne… Dafne es especial. De los seis es la que más carácter y mal genio tiene con diferencia. Y le da igual enfrentarse a Murillo, a nosotros o a un yayo. Siempre va a soltar una frase cargada de tacos, mala leche y odio. No sé de dónde es, pero su acento cargado de marcadas jotas es propio de los barrios más conflictivos de Madrid. No es que vaya provocando y buscando gresca, la verdad. El principal problema que tiene Dafne es que da igual quién se comunique con ella, que la respuesta va a ser siempre bastante desagradable.
El yayo al que acaba de llamar feo, se le queda mirando y sonriendo. Después lanza una cara de complicidad a sus compañeros y, en un abrir y cerrar de ojos, tiene la cabeza de Dafne atrapada entre sus manos, dándole un apasionado beso en los labios. Ella se defiende con un empujón acompañado de un escupitajo. El yayo no duda ni un instante en soltarle una bofetada con la que casi la tira al suelo.
—A ver si te enteras de que aquí eres una mierda —le susurra el yayo, mientras le agarra del pelo—. ¿Tú también quieres un besito o cómo va la cosa?
La pregunta se la lanza a Tola, quien, al igual que el resto, está mirando la escena perpleja. En realidad, se llama Bartola, pero todo el mundo la conoce con ese diminutivo. Al menos en redes sociales. Tola es una influencer, una chica que cuenta su interesantísima (y vacía) vida a cientos de miles de seguidores. No es que esté yo muy puesto en esto, pero sé quién es porque hace unos meses la muchacha protagonizó una polémica noticia: Tola se quedó embarazada y decidió abortar, a pesar de que está prohibido. Lo índices de natalidad son tan bajos que el Estado prohibió hace unos años el aborto, a no ser que sea por una violación. Estoy seguro de que la decisión que tomó afectó, en gran parte, a que acabara en El Desierto.
Que aquí no haya tecnología es algo que ha salvado a Tola de que los yayos la reconozcan. Porque, créeme, si llegan a saber que en esta escuadra hay una chica famosa, ya estarían cebándose con ella. Pero como no saben quién es, pasan a la siguiente de la fila: a Nerea, mi compañera de litera. Que lleve la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad llena de trenzas teñidas de azul, es algo que llama la atención.
—Mira, Angélica —dice refiriéndose a la yaya de la coleta—. Una de las tuyas.
Angélica le responde con un corte de manga y el yayo, con una sonrisa vacilona, se dirige de nuevo a Nerea.
—¿Te gusta mi amiga? —pregunta.
Nerea lo ignora, sin dejar de mirar al frente.
—Si te gusta, puedo organizarte un vis a vis con ella. Aunque, la verdad, no sé si eres de su tipo… Demasiado morenita, yo creo.
Que el yayo se meta con la apariencia física de Nerea y prejuzgue su sexualidad, dice mucho de este lugar. Y es que, aunque estemos tan lejos de casa, aquí se te sigue valorando y encasillando por el aspecto que tengas. Nerea es la única con la que he mantenido una conversación algo más personal y a la que he preguntado qué ha hecho para acabar en El Desierto. No quiso entrar en detalles, pero sus delitos están relacionados con los servidores informáticos del Estado.
Tengo la inmensa suerte de que el yayo pasa de mí echándome, únicamente, un repaso de arriba abajo y soltando un bufido de burla. Y reconozco que si me he librado ha sido porque tengo detrás a Oriol.
—¿Y a ti que te ha pasado? —le pregunta mientras le agarra la cara y comienza a estudiar las marcas y manchas que tiene—. ¿Has sobrevivido a un incendio o qué?
Pero Oriol no contesta.
—¡Eh, Freddy Kruger! ¡Te estoy hablando! —insiste el yayo—. Mírame cuando te hablo.
No sé si Oriol le ha hecho caso. No me quiero girar para comprobarlo, pero sigue sin decir palabra alguna.
—¿Qué pasa, Freddy? ¿El incendio te ha quemado también la lengua?
El yayo desiste soltando una carcajada y, finalmente, asiente a sus compañeros para que den la orden y salgamos de la habitación. Murillo nos va sonriendo uno a uno mientras cruzamos la puerta. Yo, no sé por qué, decido girar la cabeza para ver a Oriol. Nuestras miradas de terror se encuentran y puedo ver en sus ojos que él también está rezando para despertar de esta pesadilla.