Un soldado
antes de ser
un soldado

Aquella mañana era obligatorio presentarse en el ayuntamiento para el sorteo oficial. Todo el mundo, sin excepción. Si no podías asistir por causas de fuerza mayor, entonces debía ir un representante o tutor legal en tu lugar. Había visto en internet multitud de vídeos de sorteos anteriores. En mitad de la plaza se coloca una enorme pantalla en la que se proyecta la imagen de una cesta esférica de lotería con miles de bolas en su interior, que representan los números de identidad de todos los chicos y chicas que han cumplido los dieciséis ese año.

Lo primero que te llega al móvil cuando te acreditas es la evaluación en la que te dicen el número de veces que vas a estar en la urna: cuanto más malo y decepcionante para el Estado eres, más veces estarás. El sorteo tiene dos partes. En la primera, se escoge al azar a un quinto de los números que hay dentro. Esto es porque, por ley, el Semo lo tienen que hacer «solo» una de cada cinco personas. Nos llaman los quintos. Así que sí, hay bastantes posibilidades de librarte de hacer el servicio militar obligatorio. Más aún cuando existen tipos como yo, cuya bola estaba repetida casi trescientas veces. Lo normal es que tengas cincuenta bolas o así. Todo esto se hace de manera informática, claro. El oficial activa el sorteo e, inmediatamente, aparecen en pantalla los números de identidad de los quintos que van a hacer el Semo.

Después viene la segunda parte de la lotería, que consiste en el destino que te toca hacer. Se vuelven a introducir las bolas de los quintos con sus respectivas probabilidades (es decir, en mi caso con mis trescientas posibilidades de salir de nuevo) y se empieza, lógicamente, con lo peor de lo peor: los futuros reclutas de El Desierto.

Aunque los destinos también sean asignados por sorteo, se puede reclamar otro lugar en caso de no estar de acuerdo con el resultado. La máquina decide si te vuelve a incluir o no en el bombo dependiendo de tu evaluación. Vamos, que si de repente a un chaval que tiene solo veinte bolas le toca El Desierto y quiere reclamar otro destino, la máquina le va a aceptar sin problemas la abdicación. Ahora, si a mí, que tenía casi trescientas bolas, me hubiese dado por hacer lo mismo, el sistema me hubiera rechazado. Así que si acabamos aquí es por pura selección.

El día del sorteo se convierte, junto con el momento en el que te examinas para el carnet de conducir y la fecha en la que haces las pruebas de acceso al bachillerato, en uno de los tres días más importantes de tu vida. Y, del mismo modo que había evitado a toda costa los dos restantes, el sorteo no iba a ser menos.

—No pienso ir en tu lugar —me dijo papá—. Ya va siendo hora de que empieces a ser responsable y asumir lo que te toca.

—Pues entonces, estáis jodidos —contesté indiferente con una risotada—. Porque yo tampoco pienso ir.

—Aitor… —intervino mamá más calmada—. Por favor, cariño. Sabes que esto también nos afecta.

Observé su gesto de dolor y desesperación con el que me estaba suplicando que hiciera lo correcto: que fuera a aquel dichoso sorteo para que el Estado no los multara como responsables de mi persona. Porque, si no me presentaba al sorteo, cometería delito y el Estado haría responsables a mis tutores legales, es decir, a mis padres. Así que, si no querían pagar una multa considerablemente alta, alguno de los dos tenía que ir en mi lugar.

A mí, la verdad, en aquel momento me daba todo bastante igual. Disfrutaba con el sufrimiento ajeno y me regocijaba de la situación. Así que, sin dejar de sonreír, me humedecí los labios con la lengua, como si pudiera degustar en el aire aquel delicioso y cruel momento.

—¿Y? —respondí, indiferente—. ¿Crees que me importa?

Papá se levantó con tanta fuerza que la silla de madera cayó al suelo de la cocina provocando un ruido ensordecedor. Su paciencia se había terminado y, por tanto, le había ganado el pulso. Otra vez. Sin decir palabra, agarró las llaves del coche y fue directo a la puerta principal.

—¡Espera! —le grité.

Papá se detuvo de inmediato y se giró hacia mí, convencido de que había recapacitado y me iba a levantar para ir yo en su lugar.

—¿Puedes traerme pistachos cuando regreses? —le pregunté.

Su respuesta fue un portazo que sirvió también para que mamá empezara a llorar desconsolada. Y yo, indiferente y cabreado, pero aún sonriente, me levanté de la silla y subí a mi cuarto con toda la tranquilidad del mundo. Me daba igual las consecuencias que aquello tuviera para mis padres.

—Pero ¿qué haces, Aitor?

La voz de Erika me dejó congelado, con la mano sujeta al pomo de la puerta de mi habitación. Sabía que estaba escuchando todo y sabía que me iba a decir algo cuando subiera. La ignoré encerrándome deprisa en el cuarto con otro portazo. Aquel fue el día de dar portazos.

Mi habitación era mi refugio; el lugar en el que me quitaba la máscara de niño chulo y rebelde para mirarme al espejo y lidiar con quien verdaderamente era: un chaval asustado, perdido y enfadado con la vida.

La sonrisa se me quitó de un plumazo y el miedo me invadió todo el cuerpo, como si un río se estuviera desbordando. Me tumbé en la cama, intentando controlar mi respiración para relajarme. Me estaba dando otro ataque de pánico. Siempre he odiado la sensación de inhalar una bocanada de aire y sentir que mis pulmones no se llenan. Sentir que me asfixio, que me ahogo.

Uno, dos, tres, cuatro…, comencé a contar mentalmente mientras inhalaba aire para relajarme.

Si estaba así era porque, en el fondo, una parte de mí sabía perfectamente que mi número iba a salir de aquella macabra lotería. Una parte de mí era consciente de que mi destino era El Desierto.