CAPÍTULO 2
EL MESOPOTAMIA Y LAS CUEVAS DE DIOS
Nos hospedamos en el hotel Mesopotamia, en una de las calles que se pierden detrás de la iglesia de Villa de Leyva. Desde el primer momento me impactaron sus largos e intrincados corredores, sus laberintos de flores, sus recovecos con muebles coloniales, sus muros y bardas con fósiles incrustados en los bordes. El viento baja de las montañas y suena cuando se mete entre los árboles, como si alguien estuviera asustándolo a uno. La dueña del hotel saludó a mi tío como si fueran viejos amigos y él le explicó que teníamos un pastor alemán pero que el animal no molestaría en absoluto. Nos dieron entonces la habitación 28, la última subiendo hacia la montaña, que en realidad era una cabaña construida después de un pequeño bosque. Lo que más me sorprendió es que justo al frente queda una piscina construida en piedra natural. El agua baja de la montaña pura, cristalina y desde la piscina empieza a recorrer todo el hotel a través de unos conductos que están a lado y lado de los caminos.
Yo no aguanté las ganas, me puse el vestido de baño y me lancé sin pensarlo dos veces. El agua estaba helada y empecé a nadar para no agarrotarme. Elvis se zambulló también y me hizo reír como gemía de frío. Parecíamos nadando en agua recién salida de una nevera. El tío se sonreía mientras acomodaba los morrales dentro de la cabaña. A la salida de la piscina no lo pude evitar y oriné con Elvis en un rincón, sobre el césped reverdecido, junto a una cerca que delimitaba el lugar.
Esa misma noche, después de la comida, prendimos la chimenea de la cabaña para calentarnos un poco. Un empleado del hotel nos llevó una carretillada de troncos secos que se encendieron fácilmente. En un momento en que el tío entró al baño, el hombre me preguntó por el motivo de nuestro viaje. Yo le respondí que el tío estaba investigando unas cuevas recién descubiertas en medio del desierto. El empleado me dijo con una voz gutural que parecía de ultratumba:
—Tenga cuidado, jovencito. Están ocurriendo cosas raras por aquí. No se desprenda de su tío en ningún momento.
—¿Qué cosas? —pregunté inquieto.
—Cosas… Es mejor que no ande solo por ahí… Que pasen buena noche…
Y se fue sin decir nada más. No me gustó la forma en que ese hombre me acababa de hablar, pero decidí no contarle al tío para no ir a ponerlo nervioso o prevenido.
A la mañana siguiente visitamos la Casa Terracota, una vivienda hecha toda en arcilla y como sacada de un cuento infantil. Sus paredes, sus puertas y sus ventanas no eran rectas, sino curvas, en giros y círculos que le daban al lugar un aire misterioso. Había lámparas, alto relieves y esculturas de insectos por todas partes. Era un lugar mágico, como construido no por un adulto, sino por un niño travieso que se hubiera negado a crecer y a vivir como los demás adultos. Mi tío me hablaba todo el tiempo de la influencia de un arquitecto llamado Gaudí.
En las horas de la tarde concursamos en el festival de cometas, en la modalidad “artesanal-infantil”, es decir, con todos los otros niños que habían construido sus cometas ellos mismos o con sus padres. En otra sección estaban los que tenían cometas compradas comercialmente. Yo había hecho la mía con guadua, pita, engrudo y papel celofán. Era amarilla con negro, y el dibujo de un murciélago tipo Batman se destacaba en el centro. La cola era en realidad una cantidad de medias viejas bien amarradas. El viento soplaba desde las montañas, pero el problema era que luego daba la vuelta y se arremolinaba alrededor de toda la plaza. Yo usaba mis guantes para evitar que la pita me cortara las manos. No ganamos, pero la cometa voló bien y se levantó con fuerza hacia el cielo. Elvis ladraba y corría de un lado para el otro.

En la hora del almuerzo visitamos el convento de las Carmelitas Descalzas, que son monjas de clausura que no vuelven a salir jamás al mundo exterior. El tío preguntó por un folleto religioso que ellas venden, y entonces escuché la voz de una de ellas al otro lado del torno de madera detrás del cual se esconden misteriosamente. Me pareció muy raro oír una voz que no tenía rostro. La gente pregunta por algún producto, dejan el dinero en el torno, este gira hacia el costado interno del convento, la monja recibe el dinero, pone el producto y el torno vuelve a girar hacia afuera.
El tío me dijo al salir:
—En este lugar no estamos en el presente, Pipe, sino en el siglo XVI, cuando la gente abandonaba su pasado y se iba con un atado de ropa en busca de Dios.
Todo empezaba a ser tan curioso, tan salido de lo normal… En Bogotá yo nunca había visto nada parecido.
En las horas de la tarde mi tío habló por teléfono con unos estudiantes de arqueología, alumnos suyos, que estaban revisando ya las cuevas y los manuscritos recién descubiertos. Encendimos el jeep y nos fuimos para allá. Por el camino le pregunté al tío de qué se trataba el tal descubrimiento y él me contó que desde hacía muchos siglos el desierto de La Candelaria había sido un lugar elegido por los místicos para alejarse de la civilización e irse en busca de Dios. Monjes que se retiraban al desierto sin pertenencia alguna, sin dinero, viviendo de sorbos de agua y de mendrugos de pan, durmiendo en cuevas y leyendo la Biblia de día y de noche. Seres muy solitarios, callados, que sentían en sus corazones la necesidad de dejar atrás sus familias y sus amigos para vivir como animales salvajes. Algunos de ellos, incluso, cavaron sus propias cuevas, abrieron huecos en medio de las montañas y adoraron a la Virgen entre esos socavones oscuros donde el viento creaba sonidos mágicos. Mi tío me contaba todo esto muy serio, señalándome la arena y frunciendo el entrecejo, como si estuviera dictando una conferencia en la universidad donde trabajaba. Recuerdo que en algún momento me dijo con cierta nostalgia en la voz:
—Antes Dios le hablaba a la gente y ellos cruzaban los mares, subían montañas enormes o dormían en cuevas para ir a su encuentro. Ya no, Felipín, ya no.
Cuando llegamos al monasterio de los agustinos recoletos de La Candelaria, los alumnos del tío estaban allí acampando en la ladera de una de las montañas. Muy cerca, a escasos cien metros de las carpas, estaban las cuevas recién descubiertas. Uno de los estudiantes, con el cabello recogido atrás en una cola de caballo y con una barba espesa salpicada de arena, le dijo a mi tío que los manuscritos encontrados eran muy antiguos y que hablaban de un pasaje a un mundo subterráneo donde seres celestiales habían logrado conquistar los territorios del demonio. Así dijo, y a mí me dio un poco de miedo el tono que usó y la cara que puso.
—Puede ser una expresión simbólica para referirse a que siempre triunfa el bien sobre el mal —comentó mi tío mirando muy fijamente al estudiante.
—No sé, profe, parece que se refiere a un pasadizo de verdad, a una especie de túnel que conecta con un mundo oscuro allá abajo donde no existe el infierno, sino un pueblo celestial de hijos de Dios…
—¿Me estás diciendo que alguno de estos monjes encontró de verdad un camino para descender a un lugar intraterreno donde viven individuos de carne y hueso?
—Eso parece. Sí, señor…
—Pero puede ser que el que escribió todo esto haya estado delirando por el hambre y la sed, o que sencillamente haya probado alguna planta de la zona con efectos alucinógenos…
—Sí, pensamos en esa posibilidad también, profe. El problema es que el manuscrito está narrado a lo largo de varios meses. No parece ser el producto de una visión pasajera o de un arrebato místico de algunas horas. Parece más bien un diario de viaje, una memoria de lo ocurrido. Hay incluso algunos dibujos…
—Bueno, ya veremos. Todavía es muy pronto para sacar conclusiones —explicó mi tío con una sonrisa—. Tenemos que estudiar el texto página por página.
—Claro, profe. Por eso es que lo necesitamos… Vamos a sacar fotografías para guardar un archivo digital.
—¿No han fotografiado el libro todavía? ¿No hay una copia?
—Ya mismo lo vamos a hacer. Le avisamos a un fotógrafo profesional y debe estar en este momento llegando al pueblo.
—Muy bien… ¿Y consiguieron vigilancia para la zona? ¿Acordonaron el sector?
—Tenemos el perímetro acordonado, pero no conseguimos a nadie que quiera cuidar las cuevas. Lo estamos haciendo nosotros mismos. La gente del pueblo dice que estas son cosas de Dios y que prefieren no meterse. Nadie quiere acercarse por aquí. Dicen que recibiremos un castigo divino.
El tío suspiró y se mordió el labio superior en un gesto de preocupación. El estudiante siguió explicándole:
—Pero ya tenemos el manuscrito a una temperatura adecuada en una urna de cristal.
—¿Usaron guantes?
—Sí, señor, seguimos todo el protocolo de seguridad.
Me di cuenta de que Elvis estaba nervioso, con las orejas levantadas, al acecho. De repente, desde el fondo del campamento, una joven llegó corriendo agitada y con el rostro congestionado. Solo alcanzó a balbucear:
—¡Nos robaron el manuscrito!… ¡Se lo llevaron!
—¿Cómo? —preguntaron el estudiante y mi tío al tiempo.
—Encontré a Silvia desmayada… Le pegaron en la cabeza… El manuscrito desapareció…
Elvis no dejaba de ladrar.
