Podía haberse quitado el traje, llevar el pelo limpio y sin productos, seguir mirándome muchos minutos más desde el otro lado de la mesa, por encima de la tarta de cumpleaños y de todos modos continuaría sintiendo que era una persona a la que no tenía acceso.
Era como mirar el horizonte del océano, no importa cuánto te adentres en sus aguas, siempre te da la impresión de que es imposible recorrerlas del todo, que por más que avances, siempre te quedarás en la superficie, sin ver el fondo, sin siquiera percatarte de lo que se puede esconder debajo de sus olas.
Richard salió de la casa con ese aspecto más juvenil y relajado, un par de minutos después que yo. Estaba hablando con Albert con una cerveza en la mano, cuando con el rabillo del ojo capté la aparición de su magnífica presencia en las escalinatas que descendían desde la terraza. Mis ojos lo buscaron y él vio que lo miraba y desde entonces tenía la impresión de que no despegaba la vista de mí. Parecía no importarle lo más mínimo que yo me lo encontrase observándome cada vez que simulaba apartar mi atención de lo que fuese que estuviese haciendo, pretendiendo estar atenta a otras cosas para disimular la ansiedad de saberme objeto de sus oceánicos ojos azules.
En más de una ocasión me pregunté qué pretendía con aquello, porque si quería insultarme o amedrentarme de algún modo, mejor que viniese de frente.
De acuerdo, tenía razón para estar un poco enfadado conmigo, pero de esa manera, con él siguiéndome con la mirada sin hablarme, sin manifestar nada, ni siquiera su enfado, no resolveríamos las cosas.
Los camareros que ayudaban en la fiesta comenzaron a repartir las copas de champán y los trozos de tarta. Pasé de la bebida, pero no de la tarta, necesitaba algo en lo que ocupar las manos y, además, mejor fingir que todo iba bien, que ya suficiente desaguisado había armado con el crío; no quería terminar de estropear el cumpleaños de Matteo.
—Enseguida vuelvo —dijo Albert sobresaltándome, porque estaba mirando a Richard fijamente, que no apartaba sus ojos de mí, mientras se bebía el resto del champán que tenía en la copa.
En vez de meterme el bocado de tarta en la boca, me di con el tenedor en los dientes y la tarta se me cayó en el plato, haciendo el ridículo un poco más. Richard no perdió detalle de mi torpeza y abrió mucho los ojos, al tiempo que dejaba la copa.
—¿Estás bien? —me preguntó Albert, preocupado por el golpe que acababa de darme. Me había pinchado un poco el labio con el tenedor también.
—Sí, no pasa nada —contesté, después de cerciorarme de que no me había roto ningún diente. Noté el sabor de la sangre en la lengua, después de pasármela por el labio superior—. ¿Adónde vas?
—Al baño, ¿por qué? —me preguntó riendo y mirándome de un modo que evidenciaba que se había percatado de que estaba rara.
—No, por nada. Creo que será mejor que entre un rato, aquí hace demasiado calor y me afecta.
—Ahora se está bien, ya ha bajado el sol —opinó él.
—No, mejor entro.
—No, mejor te quedas aquí. —La sonrisa de Albert se convirtió en una medialuna radiante sobre su rostro pecoso. Sus ojos se movieron hacia detrás de mí, donde se encontraba Richard—. ¿Qué son todas esas miradas? Lo que te afecta es ese de ahí, no el calor.
Resoplé, fingiendo que le restaba importancia al asunto.
—Nada, no sé, probablemente quiera matarme.
—No lo parece, más bien es como si tuviese ganas de venir a hablarte pero no se decidiera. Le das miedo —añadió riendo.
—Sí, claro. Te acompaño al baño. —Di un paso para tomar la delantera, pero no pasé de allí, porque Albert me frenó poniéndome una mano en el hombro derecho.
—No me acompañarás a ningún lado, porque él quiere hablar contigo. Te apuesto lo que sea a que está esperando a que te quedes sola.
—No quiero quedarme sola, Albert —jadeé, con miedo de volverme en su dirección y encontrarlo mirándome otra vez—. No me dejes. No quiero darle la oportunidad de venir a discutir conmigo de nuevo. Ya hemos dado suficiente espectáculo. Además, si viene y me habla, sé que no podré contenerme y estropearemos todavía más el cumpleaños de Matteo.
—No seas exagerada, que lo del vómito no ha sido nada. Ya ha pasado y la fiesta ha seguido como si nada. —Volvió a mirar en dirección a Richard—. Ve a hablar con él.
—Ni loca.
—Tienes suerte. A mí me gustaría tener tu oportunidad. —Hizo una mueca—. Pero no soy su tipo. Creo que tú sí.
—Definitivamente no lo soy. Vamos, te acompañaré dentro.
—¿No te gusta? —preguntó, frenando de nuevo mis intenciones de seguirlo.
Me di la vuelta siguiendo la mirada de Albert y allí estaba él, enorme, exuberante, terriblemente sexy y lejano, mirándome. ¿Por qué continuaba haciéndolo, a pesar de que Albert y yo nos habíamos vuelto sin ningún disimulo en su dirección?
Richard ni siquiera parpadeó ante el duelo de miradas.
Le di la espalda.
Claro que me gustaba y si todo en él tenía esas proporciones…
Sentí calor, mucho calor. Calor y ganas de arrancarme la ropa y de arrancársela a él. Obviamente, nada de eso saldría de mi imaginación, de las fantasías que pudiese elaborar mi creativa mente, que sufría lapsos de delirios incoherentes, tales como el que acababa de experimentar.
—No puede ser —gemí, cortando mis alucinaciones.
—¿Qué es lo que no puede ser?
—Que esté interesado en mí.
—Vamos, Laura, lleva mirándote desde que ha salido y tú a él. Esto ha durado demasiado. Más de lo que creía que dos personas pudieran mirarse, resistiendo la necesidad de hablarse o al menos de aproximarse la una a la otra. ¿A qué esperas? Que no te dé vergüenza ser tú la que se acerque a él, que el siglo cambió hace rato y a muchos hombres les gusta que sean las mujeres las que den el primer paso. Podrías divertirte mucho esta noche.
—Sí, viendo una película en compañía de un bote de helado de chocolate.
Ése era mi plan. Llegar a casa, darme una ducha y tirarme en el sofá a ver una película comiendo helado a cucharadas, mientras por la ventana entraban los sonidos y aromas de la noche de Roma. Después de todo, no era tan malo que el otoño tuviese una noche como las del verano. Echaría en falta el verano cuando los días se acortasen, el frío me obligase a mantener las ventanas cerradas y a cubrirme de ropa de la cabeza a los pies. Extrañaría el verano porque, con las noches de calor, era más sencillo, casi deseable, tener toda la cama para mí sola. Me gustaba mi soledad y me encontraba perfectamente bien sin un cuerpo al otro lado de la cama, pero en otoño… y cuando llegase el invierno…
Sacudí la cabeza para acomodar mis ideas. Ese pensamiento no tenía lógica. En invierno podría comprarme un mullido edredón de plumas y dormiría bien caliente sin tener que ceder ni un centímetro de mi colchón, sin quedarme dormida temiendo encontrar el otro lado de la cama vacío cuando pudiese haberme acostado acompañada. Sola también me libraba de tener que dar explicaciones, de verme en la obligación de aceptar excusas. Sola podría continuar respirando con tranquilidad, sin temer hinchar demasiado los pulmones al inspirar hondo. Mejor dejarlo todo en la superficie por mi bienestar, por el bien de los que me rodeaban.
Tragué saliva. Ya no me apetecía comer ni un solo bocado más de tarta de cumpleaños, pese a que estaba buenísima. Quería estar en mi piso sola en ese mismísimo instante.
—Una porno, helado de chocolate y él —dijo Albert guiñándome un ojo—, no es mal plan. Para nada es un mal plan —concluyó, pasado su mirada como una flecha por encima de mí.
—¿En qué universo paralelo sucedería eso? Estás peor que yo. Mejor no bebas más, que se supone que debes llevarme a casa en tu coche.
Albert rio.
—Buena suerte —me espetó a continuación y dio la media vuelta para largarse de mi lado a toda velocidad.
Hice amago de seguirlo, pero bastó con que dudase una milésima de segundo para que ya no tuviese sentido hacerlo.
—¿Tienes un momento?
Su voz golpeó mi espalda, mi nuca, rodeó mis hombros y me abrazó por completo. Las rodillas se me aflojaron. Por poco me caigo de bruces sobre el césped. Hice un movimiento raro, como si me hubiese empujado físicamente. Experimenté demasiadas sensaciones, todas al mismo tiempo: miedo, indefensión, entusiasmo, alegría, excitación. Una parte de mí se alegró muchísimo de que finalmente se me hubiese acercado, otra más coherente me susurró al oído que probablemente estuviese allí para ponerme en mi sitio después de lo que le había hecho.
Me encogí dentro de mi cuerpo, pareciendo todavía más pequeña a su lado.
Ya no tenía posibilidad de salir corriendo detrás de Albert, al que vi avanzar a paso rápido en dirección a la escalinata.
Me las pagaría por eso.
—¿Disculpa?
Vi su mano aparecer por mi lado derecho.
«Demasiado tarde para todo», pensé, volviéndome en su dirección.
—Hola —fue lo único que atiné a decir.
Él sonrió alzando las cejas. Sus labios se torcieron un poco hacia la derecha. En mi vida había visto una sonrisa más bonita y eso era mucho decir.
—Hola —me contestó sin añadir nada más.
Bien, al menos no me gritaba ni me insultaba.
Quizá hubiese sido mejor que lo hiciese, porque eso habría tenido una justificación, que me sonriese no la tenía. Tal vez llevase unas cuantas copas de champán encima. Me puse todavía más nerviosa.
—Bueno, en realidad no es que no nos hayamos estado viendo todo el rato. —Las palabras se me atropellaron, porque él me miraba sin decir nada—. El «hola» está de más si los dos seguimos aquí.
En cuanto terminé de soltar todas estas tonterías me quedé en silencio, soportando su presencia. Pese a que era enorme, no me hubiese importado hacerle sitio en mi sofá para ver una película en italiano de esas en las que los actores hablan tan rápido que se me escapa la mitad de las palabras. Aún menos me importaría tenerlo al otro lado de la cama, para pegarme a él cuando hiciese frío. A veces no es agradable soñar con cosas bonitas, sobre todo cuando sabes que nunca se harán realidad.
—Quería pedirte disculpas —comenzó a decir, rescatándome de mi apuro.
—¿Disculpas por qué?
—Por el modo en que te he gritado allí dentro. Lo lamento, los niños me ponen nervioso.
—También a mí —contesté, pinchando un trozo de tarta para llevármelo a la boca.
Él también me ponía nerviosa, mucho más que los niños e, igual los niños me gustaban, también me gustaba él, tanto que sabía que no podría controlar el sentimiento, que se me escaparía de las manos; entendía que era demasiado para mí, mucho más de lo que me merecía o a lo que debería tener acceso, porque estaba claro que tarde o temprano, terminaría estropeándolo todo, como siempre.
—Ha sido culpa mía —añadí—. Lamento muchísimo toda la situación y lo de tu traje, no pretendía hablar mal de tu ropa. Lo siento mucho, si se ha estropeado…
—Está bien, no pasa nada con el traje.
Suspiré.
—Bien, mejor así —dije y mi voz fue desinflándose hacia el final de la frase, porque él no dejaba de mirarme a los ojos, buscando en mí algo que probablemente no encontraría nunca.
Quise cerrarme en banda y poder esconderme de todo lo que era una maestra reprimiendo. A pesar de que mi cuerpo se mantuvo en su sitio, mi interior dio un paso al lado.
—Creo que ya es hora de que me presente, hemos empezado al revés, gritándonos sin siquiera conocernos. Para que no nos odiemos antes de saber quiénes somos —me tendió la mano derecha—, Richard Pagnotta. Soy amigo de Enrico y padrino de Matteo.
—Laura Giardinetto, mejor amiga de Carlota y casi madrina de Matteo y, pese a todo, incluida mi poca destreza con los niños, casi su tía.
—¿Giardinetto? ¿Jardín pequeño? Alguna relación con tu tamaño.
De no haberse desplegado en su rostro aquella estupenda sonrisa, lo hubiese mandado a la mierda.
—Para que no te empalagues de lo bueno —solté—. Que más vale calidad que cantidad.
Richard sonrió de nuevo, con una sonrisa profunda y mansa que retumbó en mi pecho.
—Por cierto, más allá de las sacudidas que le has dado al pequeño que me ha vomitado encima, los críos no parecían estar pasándolo muy mal contigo.
—A veces me resulta muy fácil el comportarme como una de ellos —mascullé entre dientes, mientras bajaba la vista al plato para coger otra porción de tarta. Richard me alteraba demasiado y necesitaba fijar mi atención en otra cosa que no fuese su persona.
—Como sea, daba la impresión de que se divertían contigo.
—Con el oso. Sin el camuflaje no se me da tan bien.
—Te dedicas a animar fiestas infantiles, por lo que he visto, parece que tienes muy asimilado el camuflaje.
—No lo hago, es decir, a veces. Lo hacía antes de vez en cuando, de jovencita, para ganar dinero. No soy muy buena en eso.
—¿Y en qué eres buena? —inquirió con una sonrisa sexy.
—En mucho y en nada en particular —le contesté, sin saber si en realidad hablábamos de profesiones, de trabajos o qué.
—¿A qué te dedicas?
Sí, hablábamos de profesiones.
Mi yo interior se aproximó un poquito más a mi cuerpo. Por lo visto, iba a ser una de esas conversaciones aburridas y formales, en las que dos extraños hablan por hablar, para llegar a ser meros conocidos.
Lo acepté, después de todo, era el padrino de Matteo y a mí me gustaba creer que, al menos en parte, podía considerarme una integrante no sanguínea de la familia de Carlota.
—Hago un poco de todo. ¿Y tú?
—Vendo acero.
—¿Vendes acero? —sonreí.
Él sí parecía de acero, como Superman. Se me escapó una risita tonta. Estupendo, así pensaría que tenía menos neuronas aún de las ya pocas que debía de imaginar que poseía.
—Sí, vendo acero, más que nada a fábricas de automóviles y astilleros. Trabajo freelance para un par de compañía siderúrgicas.
—Eso debe de ser… Imagino que está bien, ¿no?
—Sí, así es, viajo mucho y me gusta.
—A mí también me gusta viajar.
—¿Por eso estás aquí? Enrico me ha dicho que eres de Argentina.
—Así es.
—¿Así es qué, que eres de Argentina o que te gusta viajar?
—Las dos cosas.
—¿Has viajado mucho?
—Algo. ¿Y tú?
—Bastante.
—¿Bastante en el buen sentido, como que quisieras más, o que ya estás harto?
Richard se me quedó mirando.
—Vivo en Japón la mayor parte del tiempo, más que nada comercio con acero de una siderúrgica japonesa que es una de las mayores productoras de acero del mundo.
—¡Guau!, no conozco Japón. ¿Qué tal es vivir allí? Tienen costumbres tan distintas. Imagino que al principio te debió de suponer un shock cultural importante.
—No realmente. Japón es perfecto para mí.
Sus palabras sonaron rotundas.
—Qué bien eso de encontrar tu lugar en el mundo. ¿Y cómo fuiste a parar allí? Eres de Estados Unidos, ¿no? ¿Estudiaste en la universidad allí con Enrico?
—Sí, nos conocimos en la universidad. Terminé en Japón por una de esas circunstancias de la vida. Una cosa lleva a la otra y ahora vivo allí la mayor parte del tiempo. ¿Cómo terminaste tú aquí? También estás algo lejos de casa y Enrico me ha dicho que hace un par de meses que has venido.
Otra vez los calores. ¿No podíamos cambiar de tema?
—Cosas de la vida también. Vine por unos asuntos de familia y de paso a visitar a Carlota y conocer a Matteo y terminé quedándome más de lo planeado. Tengo un apartamento increíble en el Trastévere y Roma me enamoró. —Inspiré hondo—. Aquí estoy. ¿Y tú has venido por el cumpleaños de Matteo?
—Sí, es su primer cumpleaños y Enrico no me perdonaría nunca que me saltase su fiesta. Creía que sería suficiente con la del bautismo, pero aquí estoy otra vez. Además, mi madre vive en Roma, es italiana. De hecho, me alojo en su piso.
—Ah, genial. Así que tu madre es italiana.
—Y mi padre norteamericano descendiente de italianos.
—Por lo visto lo llevamos en la sangre. También yo.
—Sí, lo he deducido por tu apellido —comentó, como si yo fuese de lo más estúpida por intentar aclarar mi ascendencia.
Nos quedamos en silencio, mirándonos como dos idiotas. Ahí se terminó la conversación; no teníamos nada más que decirnos, porque, evidentemente, no teníamos nada más en común.
—Viví un tiempo en el Trastévere, en un piso que se caía a pedazos.
—¿Ah sí?
—Sí, fue hace mucho. Una eternidad parece. Fue una buena época. Me tomé un año sabático antes de entrar en la universidad y por aquel entonces mis padres todavía estaban casados. Vine con unos amigos.
—El Trastévere tiene su encanto. Quedarte allí es como viajar en el tiempo.
—Llevo mucho sin pasar por el barrio. Vengo a la ciudad de tanto en tanto, pero… —Se detuvo y me miró—. ¿Necesitas que te lleve luego? Puedo dejarte de vuelta a casa.
—No es necesario. —Ni hablar, no quería ponerlo más en mi contra usándolo de chófer. Ya estábamos en paz, mejor dejarlo así.
—No es problema. De verdad que me queda de camino y me gustaría ver esas calles otra vez.
—Puedes ir mañana de paseo. No tienes por qué molestarte. He venido con Albert, él me llevará.
—¿Te caigo muy mal? Admito que no hemos empezado de la mejor manera.
Me quedé mirándolo. Perfecto, eso era lo que esperaba que sucediese, no aquella sintética conversación de conocidos, que en general no acaban en nada. La nuestra sí acabaría en algo, en una nueva discusión.
—No, no es eso. Es que estamos en paz, no tienes que molestarte. No pasa nada, de verdad.
—Sí, perfecto, pero todavía no me has dicho si te caigo muy mal o qué.
—No —allí estaban los sudores otra vez—, no es que me caigas mal, es que, obviamente, más allá de nuestras conexiones italianas, no creo que tengamos mucho más en común.
—¿Qué necesitas tener en común conmigo para que te lleve a tu casa?
Lo miré fijamente. O se me estaba pasando algo por alto o aquel sujeto era muy raro, más de lo que me había parecido en un primer momento.
—Me gustaría llevarte a tu casa y estaría bien si me invitases a una copa de vino.
Por poco se me desprende la mandíbula, de lo boquiabierta que me quedé.
—No tengo vino en casa —fue lo único que atiné a contestar.
—¿Un vaso de agua?
—Tengo cerveza. Y vodka y quizá alguna otra cosa. —En realidad no podía recordar lo que tenía en la nevera y no es que la tuviese muy llena de alimentos o bebidas.
—Bien, da igual.
—Disculpa, pero creo que… creo que me he perdido en esta conversación. Quizá sea el calor, que me tiene un tanto…
—No tienes novio.
¿Y eso se suponía que lo aclaraba todo? No solía ser demasiado complicada ni exigente con los líos de una noche, pero todavía no me quedaba claro… Mis enredos de una noche solían ser un poco menos «correctos»: vestían cuero, no tenían profesión estable y, por encima todo, no pertenecían a mi círculo de conocidos.
Negué con la cabeza, completamente embobada por su mirada azul.
—Yo no tengo novia y me largo en un par de días —dijo él.
Otra vez solté una carcajada tonta.
Quise que la tierra se me tragase.
—¿Qué es lo gracioso?
—¿De verdad quieres venir a mi casa conmigo, o sólo haces esto en venganza por lo del traje? Digo, que me lleves haciéndome creer que pasarás la noche conmigo y que luego te largues y… ¿Esta conversación es real?
—Sí, la conversación es real y no, no intento hacerte creer que pasaré la noche contigo para luego largarme. Si no quieres, si no te interesa, de acuerdo, no pasa nada. Sólo me ha parecido que podía ser buena idea.
—¿Sí? —Cómo hacerle entender a mi cerebro que aquel pedazo de hombre quería pasar la noche conmigo.
—A ver, Laura, que quede claro: estoy aquí de paso, me iré dentro de unos días y lo más probable es que no vuelva durante meses. Las cosas claras, que probablemente tengamos que vernos las caras unas cuantas veces más, que Matteo tiene muchos cumpleaños por delante. Es por esta noche y quizá, si nos ponemos de acuerdo y no te aburres de mí, para lo que queda de la semana hasta que yo regrese a Tokio, ¿te interesa o no?
¿Haría eso muy a menudo?
Me quedé observándolo, intentando comprender qué cuernos había visto en mí desde su altura, para querer venirse conmigo a casa e incluso querer pasar el resto de la semana conmigo. ¿Aburrirme de él yo?
Le lancé un vistazo a su cuerpo. Era más de lo que yo podía abarcar en una semana. No creía que fuese a aburrirme, no a menos que fuese terriblemente malo en la cama. Además, llevaba una temporada sin pasarlo bien, sin divertirme, debiendo tener cuidado de no herir a quien tenía enfrente.
—Sí, claro… —empecé a decir—, sí que me interesa, y no, no hay problema con lo de que te vayas o que luego vuelvas y debamos vernos las caras. Está más que claro y a mí no me interesa…; me encanta mi soledad y estoy bien sin nadie.
—Perfecto, porque a mí me pasa lo mismo.
—Genial.
—Perfecto —repitió él, con una sonrisa de oreja a oreja.
Aquello no podía ser más extraño. Si nos iba en la cama como nos iba charlando, terminaríamos los dos un poquito frustrados. Mejor que mantuviésemos la boca cerrada o la utilizásemos para otra cosa. En fin, que más allá de que pudiésemos no tener nada, o casi nada en común, la piel siente lo que siente, sin importar lo que el cerebro y el corazón digan, y en ese instante mi piel tenía muchos argumentos a favor de largarse a casa con Richard. Todavía no terminaba de creerme que aquello estuviese pasando.
—¿Puedo confesarte una cosa? —soltó él, arrancándome de la contemplación de sus pectorales constreñidos por la cruel camisa blanca que llevaba. Me dieron ganas de encabezar una manifestación para pedir la libertad de su pecho.
Regresé a la Tierra para contestarle, porque al alzar la vista hasta sus ojos lo encontré mirándome a la espera de una respuesta.
—Sí, claro.
Apreté los dientes, intentando prepararme para lo que fuese a soltar, que seguro que no me iba a gustar. Ya decía yo que no podía ser normal que un hombre con su apariencia me propusiese pasar la noche juntos.
—Me ha gustado tu disfraz de oso.
¡Joder ahí estaba, uno de esos sujetos retorcidos que tienen manías que no son para cualquiera!
Ya empezaba a arrepentirme.
—Pero me han gustado más tus bragas de colores —añadió, lanzándome una mirada seductora, para luego sonreírme con ganas.
Experimenté un muy agradable cosquilleo en la nuca y justo detrás de las orejas. La agradable sensación se deslizó por mi cuello, bajó entre mis pechos y pasó por encima de mi abdomen, para meterse debajo de la cintura de mis vaqueros.
—¿Sí? —balbucí, sintiéndome con la cabeza ida y el cuerpo demasiado relajado.
—Sí —me confirmó asintiendo con la cabeza, todavía sonriente.
Mi cabeza siguió a la suya como si las dos estuviesen unidas por hilos invisibles.
Tragué saliva.
—Qué alivio. Pensaba que eras uno de esos… ya sabes… por lo del disfraz.
—No descarto el disfraz, pero creo que contigo tendré suficiente.
No supe cómo reaccionar.
—Además, la idea es que el único calor que pases sea el que yo te dé.
A eso sí sabía cómo reaccionar. Comenzaba a sofocarme dentro de mi piel. Ni que decir tiene por debajo de mi ropa.
—No soy solamente mi traje, eso te lo aseguro.
Me relamí los labios y luego me los mordí. En fin, que el cumpleaños de Matteo estaba resultando diametralmente opuesto a lo esperado.
—Imagino que no —logré articular—, y no creo que esos músculos tuyos sean un disfraz de Superman. —De acuerdo, no fue el comentario más inteligente que podría haber soltado, pero salió lo que salió. Al menos había recuperado el habla.
Negó con la cabeza, con una sonrisa llena de orgullo. Me dio la impresión de que alzaba los hombros, y su espalda crecía un par de centímetros.
—No, no es disfraz, ya lo verás cuando me quites la ropa.
Ante eso, mi reacción fue atragantarme con saliva.
—Vale, entonces volverás a ver el Trastévere.
Richard sonrió otra vez.
—Algo que me alegra mucho, añoraba el Trastévere. —Hizo una breve pausa—. ¿Y si nos vamos ya? La fiesta se me ha hecho muy larga.
—Y a mí. Creo que ya tengo suficiente. Además, seguro que no tardará en acabar.
—Seguro que no. Podría decirse que hemos cumplido con lo esperado por nuestros amigos; ya no podrán quejarse, nos hemos comportado como ellos, o casi, durante un par de horas. Ha sido suficiente sacrificio. En fin, que por un año ya he cumplido mi cuota. No acostumbro a estar rodeado de tanta gente y los niños me dan dolor de cabeza.
—En el Trastévere a esta hora no se oyen más que algunas conversaciones en la distancia; eso y la noche.
—Suena estupendo. Iré a decirles que nos vamos, la fiesta ya comienza a menguar y no creo que opongan demasiada resistencia si les decimos que nos vamos juntos.
—No, no lo creo, considerando que te han presentado a Albert…
Richard soltó un gruñido.
—Sí, eso mejor que lo dejemos a un lado. Enrico y Carlota son un desastre emparejando gente. No sé qué les pasa a las personas cuando contraen matrimonio.
—Cambian, creo que pierden un par de neuronas, la perspectiva o algo. Carlota ya me ha presentado a todos sus conocidos de sexo masculino solteros y con el único con el que todavía tengo relación es con Albert, porque nos hicimos amigos y porque es gay —solté, a riesgo de sonar patética.
Richard rio, pero no de mí sino de la situación, fue una risa simpática, que terminó de ponernos a los dos del mismo lado.
—Pues te ha ido mejor que a mí. Enrico es todavía peor. Cada vez que vengo, organiza una cena para presentarme a alguna conocida. Creo que lo único que ha conseguido con eso ha sido perder un par de amistades. Con nosotros no será así, ¿no?
—Dalo por descartado. Esto no es ni de lejos algo planeado por ellos. Vamos por nuestra cuenta y bajo nuestra responsabilidad. Es más, no tienen ni que enterarse, que si llegan a saber que pasamos la noche juntos… —Lo único que me faltaba era que Carlota se hiciese ilusiones vanas y empezase a hacer planes de boda.
—Por lo visto pensamos igual. Esos dos empezarían a comprar ropa de bebé si se enteraran de que pasa algo entre nosotros.
Le sonreí.
—¿Sabes qué? Ahora me caes mucho mejor.
Richard se rio.
—Qué alivio. Espero que me des la oportunidad durante la noche de demostrarte que puedo caerte muy bien.
—Y yo espero poder convencerte de que no soy tan odiosa. Hasta ahora nadie se ha quejado nunca. Es más, todo lo contrario —saqué pecho. Podía ser pequeñita a su lado, pero en maña no me ganaba nadie.
Richard se me quedó mirando con una ceja en alto.
—De acuerdo, te tomo la palabra. Juntos salvaremos el domingo. Es bueno encontrar una aliada. Al llegar aquí he tenido la impresión de haber sido lanzado al foso de los leones. ¿Qué problema tienen con que continuemos solteros?
—Y que lo digas. Parece que así es; como si al casarse y formar una familia quisiesen obligar al resto de la humanidad a padecer lo mismo. Es agradable encontrar a alguien con la coherencia suficiente para no ponerse a hablar de pañales o a comentarte que tiene un amigo o un primo soltero que podría presentarte.
Richard me sonrió todavía con más ganas.
—Bueno, parece que, después de todo, ha sido muy bueno que el crío me vomitase encima.
Más allá del sex appeal que se desprendía de su persona, Richard me dedicó una mirada traviesa, tan infantil y dulce que me dieron ganas de abrazarlo. Tuve la impresión de que, al margen de las primeras impresiones y de nuestras diferencias, de quedarse él más tiempo en la ciudad, quizá hubiésemos podido convertirnos en buenos amigos, en perfectos cómplices, pero como la vida no es lo que esperas, sino lo que es, al menos nos divertiríamos un poco.
—Si me lo permites, yo me encargaré de eso.
Richard se remangó la camisa y con la cabeza señaló hacia donde se encontraban Carlota y Enrico, con Matteo en brazos. Estaban hablando con una pareja alrededor de la cual pululaban dos niños de unos cinco años, una niña y un niño mellizos, que habían estado intentando quitarme las garras de oso cuando todavía llevaba el disfraz. Insidiosas criaturas.
—Después de ti.
—No, las damas primero, pero no te preocupes, yo me haré cargo.
—Genial —le guiñé un ojo—. Andando, confío en ti como domador de fieras.
Richard rio y se puso en movimiento, conmigo a su lado.
Empecé a imaginarlo en mi Vespa violeta, en mi sofá, en mi cama, en mi bañera, en mi ducha. Sí, podía visualizarlo en todos esos lugares de mi vida, sin embargo, me costaba verme a mí con él. De entre todas las cosas que me habían sucedido en la vida, cosas que no esperaba tener que volver a vivir, aquélla era sin duda la más increíble e inesperada. Aquel sujeto en verdad debía de tener algo muy malo debajo de toda aquella fibra muscular para querer irse conmigo, para proponerme pasar unas noches a su lado. Eso, o quizá fuese dado a la caridad, o estuviese mal de la cabeza.
Empecé a debatirme sobre si contárselo a Carlota o no, más que nada porque quería averiguar si ella tenía algo que ver, si le había contado detalles de mi vida a Richard, detalles que bien podían espantarlo o hacer que sintiese lastima de mí, detalles que de ningún modo lo hubiesen llevado a proponerme llevarme a casa.
Nada de aquello tenía sentido y mucho menos justificación.
No es que tuviese problemas con los hombres a la hora del sexo, pero aquello… es decir, él…, bueno, no era un hombre cualquiera, no del tipo de los que pudiesen sentirse atraídos por mi persona.
Una parte de mí, a pesar de que lo del disfraz había quedado como un accesorio que podía ser descartado, olía a problemas; la mitad de él sólo olía a su cabello todavía húmedo, a su aliento mezclado con champán.
Mientras íbamos avanzando hacia Carlota y Enrico, Carlota ya se había percatado de que íbamos en su dirección, le lancé una mirada; su perfil era magnífico y único, y sus hombros y su cuello, una obra de arte.
Enrico no podía haber hecho padrino de su primogénito a un loco, ¿o sí? No, Carlota jamás se lo habría permitido.
«Quien no arriesga no gana», me dije. Y era mejor que terminara la jornada intentando sacar algo bueno, que irme a casa amargada por culpa de la vomitada del crío sobre su ropa y su enfado conmigo.
Me fijé en su pelo y me acordé del momento en que lo despeiné; la mirada de desconcierto que me había dedicado en ese instante todavía me daba vueltas en la cabeza. Probablemente nunca sabría a qué se había debido esa reacción suya y quizá fuese mejor así, lo mismo que si él no sabía por qué había terminado yo en Italia, escondida bajo un disfraz de oso, viviendo en un piso abarrotado de cosas antiguas en el Trastévere.
Richard se detuvo a unos dos pasos de Carlota y compañía y carraspeó para aclararse la garganta, aunque no necesitaba llamar su atención con ese gesto; ya la tenía desde hacía unos metros, con su andar firme y contundente. Me lo imaginé caminando entre menudos japoneses y sonreí. Se lo debía de ver todavía más corpulento que en aquel entorno. ¿Sería que le gustaba sentirse más grande e importante que los demás, llamar la atención, y por eso se había mudado a ese país asiático? Las japonesas debían de estar locas por él, lo mismo que las italianas.
La madre de los mellizos lo miró con un interés que no se correspondía con el que debería demostrar estando junto a su esposo y con uno de sus niños tironeando de la falda de su femenino vestido color pastel.
Mentalmente le dije al niño que no obtendría la atención de su madre ni aunque se le colgase del pelo, porque se había quedado embobada ante la visión de Richard.
En mi interior resonó una risita aguda y un tanto histérica.
«¡Señoras, este hombre me llevará a casa!», exclamé dentro de mi cabeza.
—Carlota, Enrico, Laura y yo venimos a despedirnos.
La voz de Richard sonó formal y distante, como cuando llevaba su traje gris de seda.
Al unísono, las miradas de Carlota y de Enrico se movieron hacia mí.
«Sí, es verdad, este sujeto va a llevarme a casa», les dije con la mirada.
Fue evidente que ninguno de los dos acababa de creérselo.
—Sí, ya nos vamos —añadí de viva voz—. Mi piso le queda de paso y Richard me llevará. Así no hago que Albert se desvíe tanto. Además, estoy cansada y quiero irme ya y quizá él quiera quedarse un rato más.
Carlota se quedó mirándome como si le hubiese hablado en japonés, uno de los pocos idiomas que ella ni siquiera chapurreaba.
Enrico, por su parte, alzó sus ojos otra vez hacia su amigo.
—Eso, que la dejaré de camino a casa, así que si no os molesta, nos despedimos ya. Yo también estoy cansado, todavía no me he recuperado del cambio de horario.
Formábamos un dúo perfecto soltando mentiras para encubrir nuestro verdadero plan.
—Te llamo por la mañana, ¿de acuerdo? —le dije a Carlota.
Ella sólo atinó a mover la cabeza como asintiendo, pero fue más bien un bamboleo raro, como si los músculos de su cuello no hubiesen decidido con qué orientación mover su cabeza.
—Enrico, ¿nos vemos mañana para almorzar? —preguntó Richard.
Enrico soltó un sí que sonó a chirrido.
—Bien, perfecto. Que acabéis de pasar una buena tarde. —Richard levantó una mano para despedirse de los padres de los gemelos—. Ha sido un placer conocerlos.
A ellos ni siquiera les daba un apretón de manos y a mí me desvestiría. Si eso llegaba a suceder, podría considerarme más que privilegiada.
—Lo mismo digo —fue mi turno de despedirme—. Gracias por la invitación. —Los cuatro se nos habían quedado mirando—. ¿Me guardas tarta, Carlota? Estaba buenísima. —Había tenido que dejar la que me quedaba en el plato sobre la mesa.
—Claro que sí, mañana puedo llevarte un trozo después del trabajo.
—Genial. Gracias, entonces nos vemos mañana. Que tengan buena noche todos.
La pareja de los gemelos nos desearon también buenas noches y, entre saludos que parecía que no iban a terminar nunca, fuimos alejándonos hasta que Richard tomó la iniciativa de darles la espalda y yo aproveché el escudo de su cuerpo para girar sobre mis talones y caminar a su lado. En ese momento vi que Albert salía de la casa. Mi amigo se percató de mi compañía al instante.
—No te preocupes, yo me encargo de él —le dije al Richard, cuando lo oí gruñir al ver la cabellera pelirroja de Albert—. Tengo que recoger mis cosas. ¿Dónde tienes el coche, podemos vernos fuera?
—De acuerdo, es un Alfa Romeo plateado. Iré a buscarlo y te esperaré en la puerta. He tenido que dejarlo casi en el culo del mundo, porque por aquí no había sitio.
Su comentario me hizo gracia. Por lo visto, el traje sí era solamente una parte de él. Nada más reconfortante que saber que podía utilizar una frase así de mundana.
—Perfecto. Te veo en la puerta en unos minutos.
—No te arrepientas.
Se me escapó una carcajada. ¿Arrepentirme yo?
—Y tú no te largues sin mí, que no quiero tener que volver andando a casa.
—Eso no sucederá —replicó, cuando ya casi llegamos a la escalinata, Albert estaba bajándolas—. Nos vemos.
—Sí.
—Adiós —le dijo Richard a Albert desde lejos y, sin más, se marchó.
—Adiós —contestó Albert, para, a continuación, plantarse delante de mí—. ¿Y eso? —preguntó, después de contemplar la ancha espalda y el espectacular trasero de Richard, que hasta entonces yo no había tenido oportunidad de estudiar; tenía la forma perfecta de un melocotón. Enfundado en aquellos vaqueros era una delicia.
Iba a costarme horrores guardarme eso para mí si la noche cumplía con todo lo que prometía.
—Me llevará a casa —dije, después de inspirar hondo—. Le queda de paso. Así tú no tienes que desviarte tanto.
—¿Te llevará a casa? ¿Y eso?
—Hemos hecho las paces.
Albert entornó los parpados.
—¿Qué sucede aquí?
—Todavía no estoy segura. Lo que sí sé es que si abres la boca te mato. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?
—No me lo puedo creer.
—Tampoco yo. Bueno, que no quiero que se me escape y aún tengo que ir a recoger mis cosas. Deséame suerte.
—Ni loco, ya tienes suficiente.
Riendo, empecé a alejarme de él.
—Sí no me llamas mañana, iré a buscarte a tu piso.
—Te llamaré.
—¡Más te vale! —me gritó y, sonriendo, lo dejé atrás.