Arthur Stanley Jefferson (conocido desde 1920 como Stan Laurel, a sugerencia de Mae Dahlberg, que pensaba que Stan Jefferson es un peligroso nombre de trece letras), era un inglés que creía que después del paraíso, y en sus peores borracheras el paraíso ocupaba el segundo lugar, estaba el cine.
Stan era el justo heredero de un padre, hombre «todo oficio», conocido como A. J., quien había actuado, escrito guiones y sketches, trabajado como empresario teatral, cómico, director y decorador de teatro a todo lo largo y extenso de Inglaterra, y de una madre, actriz dramática de melodrama lacrimoso llamada Madge. Stan tenía la hemoglobina bailadora, comediante. La sangre, sabía que solo fluye en el escenario, la vida real solo existe si tiene detrás un decorado y bajo los pies las tablas.
Stan lo contaría alguna vez a un periodista interesado en rastrear el pasado que inundaba de magia al personaje:
«Nací comediante. No puedo recordar ningún momento de mi infancia en el que no estuviera actuando. Pa y Ma siempre estaban moviéndose y yo pasaba por escuelas públicas en las que para mitigar la soledad encontraba en los compañeros un buen público para mis actos de payaso. Esto debe ser un talento heredado. Mis héroes eran comediantes, payasos, actores de music hall. Fui un pésimo estudiante, pero me divertí. A los dieciséis años debuté como profesional.»
En 1910, junto con Charles Chaplin y la troupe Karno realizó un viaje a los Estados Unidos. En 1912 la gira se repitió y al ser Chaplin contratado por Mack Sennet, el grupo se desintegró y Stan ingresó en el difícil negocio del vaudeville. Durante diez años recorrió pueblos, puebluchos, ciudades, teatros infectos, hoteles de segunda y tercera, pensiones con media comida. Se casó con la australiana Mae Dahlberg, se convirtió en Stan Laurel. A partir de 1917 ingresó en el cine y en 1923 comenzó a triunfar como comediante con la productora de Hal Roach. Hacia el final de 1926 se reencontró con un actor de comedia con el que había trabajado en 1917, Norvell Hardy, conocido como Oliver, un pauperizado hijo de una familia de aristócratas de Georgia, que luchaba por abrirse camino en el cine y la comedia, a ver si de una vez por todas podía comer bien (Oliver se había fugado una vez de una academia militar porque no lo alimentaban suficiente, y se negó a regresar hasta que su madre no le dio veinte pasteles, que se comió de una sentada).
A cuarenta y cinco minutos de Hollywood fue el título de la película. Oliver aparecía caracterizando a un detective de hotel, la mayoría del tiempo envuelto en una toalla y tratando de salir del baño, perseguido por su mujer. Stan personificaba en una sola escena a un actor sin empleo, «demasiado hambriento para dormir y demasiado agotado para ponerse en pie».
Al culminar la filmación, ambos personajes, que se conocían de andar compartiendo miserias en el mundo itinerante de los actores de comedia y cine (en 1917 habían trabajado juntos en otra película, y previamente Oliver había actuado en una comedia dirigida por Stan), descubrieron un nuevo elemento en común, su placer por sentarse en el hall de un hotel, un café con un amplio ventanal, una sala de espera de hospital, a contemplar a las personas, a observar gestos y actitudes. Esa era la mejor escuela de actuación posible.
Durante los últimos meses de 1926 y los primeros de 1927, Oliver y Stan colaboraron en otras siete comedias de Hal Roach, hasta encontrar, en una película de dos rollos dirigida por Yates, el tono que ya no habría de abandonarlos. Se llamaba Sombreros fuera.
La película se iniciaba con un letrero sobre la pantalla en negro que decía, acompañado por las notas de la pianola: «La historia de dos muchachos que piensan que el mundo les debe un empleo ¡con treinta y cinco años de salario de retraso!». Luego narraba la historia de un par de vendedores ambulantes que ofrecían una máquina lavaplatos subiendo y bajando escaleras sin ninguna fortuna. La historia culminaba en una absurda pelea callejera donde se arrojaban mutuamente el sombrero al suelo involucrando a decenas de mirones y paseantes. Sentados en el piso a mitad de la calle, Stan con su mirada triste y Oliver con un rostro de reproche, intercambiaban sombreros en la escena final. Era el nacimiento de la gloria.
Stan no había vuelto a pisar México en los años que siguieron a la muerte de Pancho Villa. Aunque la imagen del niño corriendo que anunciaba la muerte del caudillo mexicano le pasó muchas veces por la cabeza y frecuentemente asoció con Pancho Villa las borracheras con ginebra holandesa, nunca se animó a volver a tomar la ruta del sur. México se encontraba muy lejos de Hollywood. Sin embargo, en febrero de 1926, un año antes del encuentro de la fórmula que lo haría famoso, Pancho Villa volvió a introducirse extrañamente en su vida.
En la noche del 5 al 6 de febrero de 1926, un grupo de desconocidos entraron al panteón de Parral profanando la tumba del caudillo de la revolución agraria del norte, y cortaron la cabeza del cadáver para robarla. El asunto hizo correr ríos de tinta en la prensa norteamericana, porque en Estados Unidos se seguía alimentando el mito del fiero bandolero que se había atrevido en 1916 a atacar el pueblo de Columbus, en la única invasión extranjera que registraba la historia norteamericana moderna. La prensa de Los Ángeles le dedicó un gran espacio a la noticia y a su seguimiento. Los rumores mexicanos cruzaban rápidamente la frontera y situaban la cabeza perdida, un día en manos de la viuda de un rico ranchero que Villa había asesinado, otro día en un circo que recorría Texas mostrando los despojos; al día siguiente en manos de un grupo de locos rugados de un manicomio de Chihuahua, luego en manos de una solterona de Oklahoma que estaba enamorada del genio militar mexicano y que había encargado la operación a una banda de ladrones profesionales oriundos de San Francisco.
Stan siguió con cuidado las informaciones en The Herald durante varias semanas, rascándose la cabeza ante cada nueva nota, con ese peculiar gesto que el cine habría de convertir en un monumento a la indefinición y al desconcierto. Cuando realizó su primera película con Oliver en la línea de lo que sería la serie de El gordo y el flaco, inició una entrañable relación con su compañero, sin embargo nunca le contó los detalles de su escapada al sur el día en que murió Pancho Villa, y mucho menos sus extraños intereses por la cabeza perdida.